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Intento imaginar a mi madre muerta. Hago un esfuerzo para adivinar lo que pueda ocurrir. Su lecho vacío, su dormitorio desordenado o, por el contrario, sin muebles, su rosario en el suelo, dos o tres cajas vacías de medicinas tiradas en un rincón, el vacío apoderarse de mi vida, privarme de sueño, provocarme difusos dolores, observo mi rostro en el espejo y me doy cuenta de que he envejecido de pronto, tengo nuevas arrugas, los ojos tristes, sin luz, sin presencia. Mi madre ya no vive donde yo la había dejado la última vez. Se ha ido. Aún oigo a su médico, mi viejo amigo Fattah, decirme por teléfono: «Tienes que venir tan pronto como puedas, no sé cuantas horas le va a conceder Dios, apresúrate, me conoces, no te molesto por nada, no exagero, está grave, el corazón, sí, eso es, el corazón ha tropezado de nuevo, así que, hasta luego». O si no, lo peor, un mensaje en uno de los contestadores: «¡Dios se ha apoderado de su bien!». Mensaje metafórico aunque claro, en árabe no se nombra abiertamente la muerte, no, hay que elegir las palabras, se trata de envolver la desgracia en fórmulas religiosas más o menos precisas, del estilo «Dios se vuelve a llevar lo que había dado», o bien, «Se ha marchado con Dios», como quien dice «Se ha ido de viaje a casa de algún familiar», también se dice «Por la gracia de Dios». Hay que esperar un tiempo antes de pronunciar esas palabras: «Ella ha muerto».

No soy supersticioso. Escribo estas frases y pienso intensamente en mi madre. Estamos en un martes de diciembre. A ella no le gusta ese día de la semana. Siempre ha evitado viajar o hacer algo importante en martes. La veo en su cuarto, con una luz muy débil y con la televisión encendida, es ramadán, alguien recita el Corán, ella llama a Keltum, sólo para que esté a su lado. Se queja porque cree que me he olvidado de ella, mi última llamada telefónica es de hace tres días. No me gusta telefonear diariamente. Me esfuerzo en no acostumbrarla a mis llamadas. Se olvida y no sabe cuándo fue la última vez que hablé con ella. Confunde los tiempos, y a veces me confunde con otra persona. Ya no me sorprende. Entiendo esa incoherencia, esos trastornos de su mente, y prefiero no revelarlos ni hacerle notar que delira. Un día, mi hermana se puso a comprobar su memoria, obligándola a recordar los nombres de sus nietos y biznietos. No estuvo bien someterla a semejante examen. Yo también tengo problemas con los nombres. No olvido las caras pero no siempre me quedo con los nombres de las personas que me presentan. Uno puede confundirse, no acordarse de algún nombre, pero eso no es un síntoma de locura o de vejez.

La veo hermosa y joven en la azotea soleada de la primera casa en la que vivimos en Tánger, frente al mar. Ella observa las casas construidas en la ladera del acantilado. Y comenta que cada vez hay más y se dice: «Pobre gente, viven en unas condiciones lamentables». Está rellenita, tiene mucho pecho y es bajita, por ello da la impresión de que ha engordado. No le gusta el viento de levante que se acerca a las costas marroquíes. ¡En Fez no había viento! Está convencida de que su ciudad natal siempre ha estado a salvo del viento. Cuando Tánger se enfada, lo muestra con el viento de levante que limpia todo lo que encuentra a su paso, espanta los mosquitos, aleja los malos olores y el mal de ojo, pone nerviosa a la gente y provoca jaquecas. Mi madre lo teme porque sabe que deberá enfrentarse al mal humor de mi padre.

«Sí, hijo mío, en Fez no teníamos viento, ni polvo, ni gente que se irritaba a causa del mal tiempo, aquí, en Tánger, todo es diferente, ¿recuerdas?, mi hermano menor me decía que Tánger era el país de los cristianos, y consideraba que no estábamos en nuestra tierra, en Marruecos, sino en el país de los fransaui, yo me sentía como una extranjera, es normal, no tenía amigas ni parientes que vivieran en Tánger, echaba de menos Fez, a mi familia, el mausoleo de Muley Idriss. Para mí, Tánger era una ciudad que me había arrebatado todo, mi juventud, mi familia, y no me había dado nada. En ella sólo he vivido disgustos, tu padre estaba siempre de mal humor, su hermano no se portaba bien con él, en fin, todos están muertos, que Dios sea clemente con ellos. He aguantado mucho, yo no decía nada, mi madre me dio una buena educación. Por cierto, la tengo que llamar por teléfono, debe de estar sola ahora en su país… ¿en qué país? ayúdame, ¿dónde está ella? ¿La ves? Telefonéala, dile que estoy enferma y que si el tren se va, ya iré yo dónde ella está, ¿me dices que no hay tren? Ya lo sé que no hay ni tren ni barco pero todos tenemos que elegir algún medio de transporte para ir hacia el rostro luminoso de nuestro Profeta. Voy a rezar. Las imágenes de nuestra llegada a Tánger no me abandonan. Las tengo que sacar para afuera para liberarme de ellas, tú eras pequeño, no sé qué edad tenías, vivíamos en la trastienda de tu tío, él había encontrado un local para echarle una mano a tu padre, y detrás había una vivienda, era sombría, te debes de acordar, pues llorabas a menudo por la noche, tenías pesadillas. Esa casa me agotó. Tánger estaba en aquella época en manos de los cristianos, nunca supe contar en pesetas. Las mujeres del Rif contaban en riales, pero yo no conseguía saber el precio de las cosas, y no entendía por qué la gente no usaba el dinero de Fez».

No, mi madre no está muerta. Puedo telefonearle y me dirá: «Hijo mío, luz de mis ojos, entraña, corazón mío, tú, que siempre te has ocupado de mí, que nunca me has abandonado ni olvidado, tú, que siempre me has socorrido, que sería de mí sin ti, no estaría aquí de no ser por ti, siempre atento, con las manos abiertas, generoso, dispuesto a todo para que yo tenga lo mejor, para que no sufra y para que no me falte de nada, tú, hijo mío, Dios te recompensará como mereces, sé que tu fortuna es tu bondad…».