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22

Llego a Tánger unos días antes del final del ramadán. Estamos en el mes de diciembre. En Andalucía padecen inundaciones. En Tánger llueve. El ayuno pone a la gente nerviosa e incluso agresiva, sobre todo al final del día.

Mi madre se niega a comer y a tomarse las medicinas. Dice es ramadán, sólo los infieles se atreven a comer entre el amanecer y la puesta de sol. Keltum le recuerda que está enferma y que Dios perdona a las personas sufrientes que no ayunan. Mi madre se rebela y se niega a alimentarse. ¿Exceso de fe u otro nuevo desvarío? ¿Acaso se ha olvidado de que está enferma del mismo modo que ha olvidado que sus padres, sus hermanos y su marido están todos muertos?

A mi llegada, me recibe sin mostrar entusiasmo. Soy un extraño o alguno de sus hermanos con los que supuestamente está enfadada. No me ha reconocido. Eso me decepciona. No lo manifiesto, no serviría de nada. Le pregunto quién soy. «Pues quién va a ser, eres Aziz, me vienes a ver cada dos días, tu mujer está siempre enferma, tus hijos se han casado sin anunciártelo, ya no pasas por la tienda, estás todo el tiempo con tu mujer en casa, te debes de aburrir un montón…».

Luego se echa a llorar y dice: «Tu tía, mi hermana menor, se ha muerto; vino a verme la semana pasada, gozaba de buena salud, hablaba, se reía, me hizo reír mucho, ¿sabes?, se murió mientras dormía, cenó una sopa ligera, rezó sus oraciones y luego la muerte llegó y se la llevó, qué extraño, todavía era joven, la veo ante mí, está en mis ojos, parece como si fuese a hablar conmigo, no es justo, pero ésa es la voluntad de Dios…».

Estuve a punto de creer lo que me estaba contando. Después de todo, es verosímil. Habló con convicción. Keltum me hace una señal, indicándome que está desvariando. Telefoneo a mi tía a Fez y le pido que llame a mi madre para tranquilizarla, decirle que sigue viva y que está bien. Mi tía se echa a reír y me promete que la llamará enseguida.

La casa está envuelta en tristeza. Era una casa bonita rodeada de un pequeño jardín. No era una casa tradicional pero tenía un encanto como de otra época, de sosiego. Mis padres acababan de mudarse de una casa que daba al mar en lo alto del acantilado del barrio del Marchán. A mi madre no le gustaba por el viento de levante y por los vecinos. En ésta se sentían protegidos. Mi padre decía que era una casa sólida; estaba orgulloso de habérsela comprado al rabino de Tánger.

Estaba en el fondo de un callejón, frente a una pequeña villa de un viejo matrimonio francés. Mi madre los apreciaba porque no hacían ruido y, sobre todo, no tiraban basura delante de su puerta. Le hacía gracia saludarlos en francés y de vez en cuando les regalaba una fuente de pastas de té.

Con el tiempo, las paredes se han agrietado, la pintura se ha desconchado, las tuberías se han estropeado, la madera de las puertas y ventanas ha dado de sí, la casa no estaba bien mantenida. Mi padre no tenía medios para las reparaciones y eso disgustaba a mi madre. La casa era el reflejo del estado de salud de mis padres: todo se deterioraba lentamente y no se podía hacer nada. Incluso mi padre llegó a identificarse con la casa un día que tenía una fiebre muy alta yo también estoy acabado, agrietado por todos lados, las cañerías están atascadas, la cabeza tiene fugas, las piernas apenas se sostienen, me niego a caminar con ayuda de un bastón, pierdo cada vez más vista, me conviene, así no veo las cosas que me molestan, todo se va de mí, soy una casa abandonada, vacía, una casa sin techo, sin puertas, tengo pesadillas, si hubiera tenido dinero habría reparado todo, restaurado todo, habría convertido esta casa en un pequeño palacio, en fin, no soy un rey, sólo un anciano que se desmorona con el peso de los disgustos y del tiempo, ese tiempo cada vez más despiadado, soy una casa que se cae a pedazos… Nada funciona, el teléfono está averiado, data del tiempo de los españoles, hay que estar arreglando constantemente los cables, son tan antiguos que ya ni siquiera se encuentran en la ferretería del Madani que vende de todo, hay que ver cómo el tiempo carcome las cosas en esta casa que se muere conmigo…

Las ventanas del salón están abiertas para que se vaya el olor a humedad. Pero es inútil. La humedad habita en esta casa desde hace mucho tiempo, rezuma por todos lados y acentúa la pesadez de la tristeza. Keltum y la otra mujer de la limpieza ya no pueden más. Mi madre está cada vez más difícil. Lo observo por la cara descompuesta que tienen y por su fastidio. Están agotadas. Una me dice que necesita vacaciones, envíame a La Meca, olvidaré esta miseria. La otra no dice nada, había hecho un pacto con mi madre de no abandonarla nunca.

Mi hermana ha ido por quinta vez a La Meca. Mi hermano dice que ha encontrado un buen pretexto para no ocuparse de mi madre. Le ruego que no juzgue a los demás. Está de acuerdo conmigo. Me dice que a veces se imagina a nuestra madre en una residencia de la tercera edad, en un asilo para ancianos y enfermos. Luego cambia de opinión y dice, no, no la veo en una habitación rodeada de enfermeras; se creerá que está en un hospital o en una clínica y se deprimirá. No, no es posible, no es factible. Yo tampoco la veo en otro lugar que no sea su casa. Me siento a su lado, le cojo la mano mientras observo los extraños dibujos que hacen las grietas en la pared. Me gusta cogerla de la mano, algo que no he vuelto a hacer desde mi infancia. Está lúcida y tranquila. Me aprieta la mano. Me habla de mi hijo discapacitado: «¿Qué dicen los médicos? ¿Hablará algún día? Que Dios lo proteja y le dé la palabra; hay que tener paciencia, son niños buenos, un don de Dios, Dios nos pone a prueba, quiere saber cómo nos comportamos con un niño que no es como los demás, es importante saberlo, hijo, son ángeles incapaces de hacer daño a nadie; en Fez se los visita como si fueran santos, nos gustaría que nos diesen algo de su bondad, es un don de Dios, hay que protegerlo, seguirlo adonde vaya, nunca dejarlo solo, ¿qué dicen los médicos de Francia? ¿Te han dado alguna esperanza? ¿Le habéis hecho la circuncisión? Ah, ya, no me acordaba, se celebró en mi casa, aquí, lo he olvidado… ¿Hicisteis una fiesta? Es importante la circuncisión, somos musulmanes, ¿verdad? Este niño me quiere mucho, me besa con cariño, me agarra de la mano y sabe que estoy enferma, me dice cosas que no entiendo, hay que llevarlo al santuario de Muley Idriss en Fez, irás de mi parte, rezarás oraciones, ¡y nuestro santo Muley Idriss le dará su bendición! Nuestros vecinos tienen un niño como él. Lo dejan solo en la calle, a veces entra sin llamar y se sienta con nosotros a la mesa, come y cuando ya está saciado, se levanta y se va. Pero nuestro hijo no hace eso, no va a casa de desconocidos. ¡Debéis cuidar a ese ángel! ¿Cuántos hijos tienes? Ya sé, me lo has dicho, pero mi memoria me juega malas pasadas, así que tienes hijos, y tu mujer, ¿dónde está? ¿Por qué no viene más a menudo? Ah, está aquí, a tu lado, no la he visto, dile que cada vez tengo menos vista, ven, acércate, dale esta pulsera, que la guarde hasta el día de la boda de tu hija, mi madre me la dio ayer, vino a verme, estaba completamente pálida, no decía nada, se me acercó y me deslizó la pulsera entre las manos y luego desapareció, me juega malas pasadas, se lo diré a mi padre cuando vuelva de La Meca».

Con la llegada del fin del ramadán, las cosas han vuelto a la normalidad; hay menos tensión en la casa. Keltum está aliviada porque he decidido quedarme más días. Mi madre no se acuerda de cuántos llevo a su lado. Quiere ver a los niños, no a los míos, a los suyos, esos que yo no conozco, los que ella se ha inventado, me habla de los adultos que vienen a comer y luego se van sin dirigirle la palabra, se pregunta dónde están los más pequeños, los que ella tuvo cuando era joven. La tranquilizo, están en la escuela. «En el msid, ¿verdad?, ¿están en la mezquita aprendiendo el Corán?». «Eso es, yemma, están en la madraza, todos estamos en el msid de Bouajarra, estamos en Fez, justo después de la guerra, ya sabes, la época en que comíamos gracias a los bonos, este año hace mucho frío en Fez y el msid no tiene calefacción, tenemos tanto frío que nos castañean los dientes y no podemos aprender de memoria las aleyas del Corán, pero el viejo maestro nos pide que recitemos la azora Yassin a coro, dice que recitar todos juntos esta azora calienta el corazón y el cuerpo…». Nos pegábamos los unos a los otros, algunos olían mal, otros se aprovechaban para pellizcar las nalgas de los que tenían delante, otros intentaban introducirles un dedo en el ano, era un juego y una humillación, al salir de la escuela coránica, se señalaba al desgraciado que se había dejado, se le trataba de niña, insulto supremo, entonces se formaban clanes, y los más fuertes tenían derecho a tocar a los más débiles, a mí me dejaban tranquilo, era un niño enfermo y demasiado enclenque, y como era sensato me pedían mediar en las peleas. Un día el maestro me dio un golpe en la cabeza, incluso sangré, estaba enfadado y repartía palos al azar. Por la noche, mi padre cogió un cuchillo de cocina para ir a matarlo. Los demás padres fueron con él, el maestro salió de su casa, con los brazos detrás de la espalda, la cabeza agachada en señal de sumisión. Pidió perdón, mi padre estaba aliviado, pues no se veía a sí mismo usando un cuchillo.

El msid era un lugar extraño donde aprendíamos de memoria el Corán sin saber ni leer ni escribir. Nuestros padres nos ponían en manos del maestro y se quedaban tranquilos, salvo que mi madre lamentaba la falta de higiene y los piojos que encontraba en mi ropa. Así que me rapaba la cabeza al cero. Yo odiaba pasar por eso, lloraba y pataleaba…

Mi madre ya no se pone en pie. De nuevo se ha caído. No se ha fracturado nada pero le duele todo el cuerpo. Sufre y me dice que los huesos se le han vuelto transparentes: «Ya no me sostienen, son como papel, no, no es eso, quiero decir, como hojas finas de hojaldre crujiente, eso es, ya he encontrado a qué se parecen mis huesos; ¿sabes?, me caigo con frecuencia, basta con que deje de apoyarme en alguien, las piernas no me sostienen, soy yo la que las arrastra como si fueran viejas amigas que me abandonan, están hartas de mí, de llevar mi peso, de no descansar nunca. Los ojos también me abandonan. No es ninguna novedad, pero cada día que pasa, se lleva algo de mi vista, mis ojos se mueren lentamente, la luz ya no se detiene en ellos, cruza a toda velocidad, por eso digo que la luz de mis ojos sois vosotros, mis hijos, por cierto, hace tiempo que no han venido a verme, a no ser que me haya olvidado, seguro que es eso, me he olvidado, qué triste es perder la memoria, es curioso, me visitan unos recuerdos llegados de lejos, como si vinieran de otros países, no los reconozco, quizá pertenecen a otra persona, se han debido de equivocar de casa, mira, por ejemplo, recuerdo cuando yo era niña montando a caballo, pero no es verdad, nunca he montado en ningún caballo, me desconciertan esas imágenes que pasan y se mezclan, te veo a ti cuando eras pequeñito, luego veo a mi padre que te coge en brazos, pero cuando me acerco ya no eres tú el que está en sus brazos, e incluso mi padre tiene una cara rara, qué extraño, son las medicinas que tomo, me vuelven loca, pero yo no me rindo, bueno, ¿qué quieres comer hoy a mediodía? Voy a la cocina a preparar tu plato preferido. ¿Dónde se han metido las criadas? ¿Ves, hijo? Las llamo y no me contestan… Mira, las imágenes vuelven a cruzan por la casa, no sé ya lo que digo, no veo casi nada, está oscuro, hay que encender las luces. Desde que nos mudamos a esta casa, no veo el sol; es como si el invierno viviera con nosotros, un invierno interminable. En Fez me gustaba esa estación cuando el frío me mordía los dedos y la punta de la nariz. Aunque me envolviese en varias mantas de lana, tiritaba de frío y reía con ganas. Hoy, las mantas son muy ligeras, son viejas, no son de lana sino de un tejido que desconozco. Cuando me coges la mano, mi corazón entra en calor. Dime, ¿verdad que me voy a quedar en esta casa, que no me vas a llevar a la otra, esa que da al mar, ¿verdad? No me gusta, sé que tú no me dejarás morir en un cuarto de hospital. ¡Qué felicidad saber que estás aquí! Hace mucho tiempo que no venías. ¿Veinte años? ¿Cómo? ¡Llevas aquí un mes! Entonces es que confundo todo, por cierto, te tengo que dar los bonos de racionamiento para que vayas a por aceite, para preparar tu plato favorito, ve a buscar lo que necesito y ten cuidado, Fez está infestado de extranjeros que nos hacen la guerra. ¿Me estás hablando de mi hermano? Ah, ¿no? ¿De tu hermano, de mi hijo? Sí, viene de vez en cuando, trabaja mucho, no le dejan venir, tiene que pedir permiso, trabaja en… ¿en dónde trabaja? ¿Es médico o joyero?». «No, yemma, es ingeniero…». «Ah, sí, está en Juribga, en las minas de fosfatos, eso es, baja al fondo de la tierra, vuelve a subir y dice a los obreros lo que tienen que hacer. Ah, Juribga, una ciudad donde hay mar…». «No, yemma, te confundes con Casablanca, mi hermano trabaja en Casablanca». «Es cierto, tienes razón, Rabat es una ciudad muy bonita. ¿Por dónde anda tu hermano? Llega esta tarde. Me ha dicho que la casa está vieja y que se cae a pedazos, así que quiere arreglarla, pero ¿adónde iría yo? Opina que yo estaría mejor en un apartamento. Nunca, jamás iré a morir en un apartamento. ¿Te das cuenta? ¿Cómo sacarían mi ataúd si me muero en un edificio de pisos? Resbalaría de las manos de los que me transportaran. No, aquí estamos en un piso bajo, saldré sin causar problemas a nadie, como tu padre, la ambulancia llegó hasta la puerta, y él se marchó».

Mi madre se ha quedado dormida. Está roncando, con la boca abierta. Está lejos. Le cojo la mano. Se despierta y continúa:

«¿No será que quieres vender la casa, verdad? Esa gente que vino ayer quiere comprarla, ¿no?». «No, yemma, era tu médico y su enfermera». «Pero si todavía no me he muerto, parece mentira, se diría que algunos tienen prisa en verme partir. Dios es quien decide. Ni hablar de vender la casa, mis hijos no me harán eso, ni pensarlo. Me niego a marcharme de aquí. Sólo Dios puede hacerme salir de este cuarto. He preparado todo para mi funeral, si nos mudamos, no tendré tiempo de volver a disponerlo. ¡Prométeme que no venderás esta vieja casa! Keltum, para fastidiarme, viene a contarme cosas horribles, pretende que ha oído a mis propios hijos hablar de vender la casa, miente, ¿verdad? Dice tonterías. Exagera, debe de tener puesto el ojo en la casa, el otro día me habló de lo que ella llama la «binsión», lo que se le da a la gente mayor que ya no puede trabajar. Tendréis que darle algo, lo merece aunque me ponga nerviosa, y a veces no se porte bien conmigo, pero es humano, me soporta día y noche, se merece una medalla, pensarás en ello, prométemelo.

»No, no pienso ir a su casa. Me refiero a la de tu hermano, quiere que vaya a descansar a su casa. No, no me iré de mi casa, me gusta estar aquí, sé dónde está el cuarto de baño, la cocina, el salón. Tengo miedo de perderme, miedo de perder todo. Así que me agarro a ella como un burro que se niega a avanzar, como en Fez, en la medina, cuando se paran los burros y cortan el paso en las callejuelas estrechas, por mucho que los azote el dueño o les dé paja, no hay quien los mueva de su sitio, su cabeza les dice que no avancen. Pues bien, yo soy vuestro borriquillo, no me moveré de esta casa, díselo a tu hermano, se lo diré también a mi padre, que sepa que no hay nada que me haga cambiar de opinión.

»¿Te aburres? Sí, lo sé, no soy divertida, tu padre era cómico, nos hacía reír, pero yo no tengo talento para eso. El otro día, llegó una mujer y se enfadó con Keltum y Rhimo. Las regañó. Ellas se echaron a llorar. No conozco a esa mujer. Dicen que es la mujer de tu hermano. Pero yo no la he visto. Se inventa cosas para crear líos. No hay que regañarlas, porque si se van, ¿quién se ocupará de mí? Las necesito, hago todo lo posible para que estén bien y no me dejen sola en esta casa tan grande donde no me puedo valer por mí misma. Y eso es todo, hijo, ¿qué más voy a contarte? Que Dios os ayude y proteja, que Dios ponga en el camino de las hijas de tu hermano a unos chicos de buena familia, ricos, pero, sobre todo, de buena familia. Por cierto, tu padre está enfadado, el fontanero no ha reparado la cadena del váter ni el grifo que gotea, se ha llevado el dinero sin arreglar nada; tu padre está muy enfadado, menos mal que el electricista vino para reparar el grifo y la cadena del váter, tengo que avisar a tu padre de que a partir de ahora, cuando tengamos problemas de fontanería, llame al electricista, es importante, la gente cambia de oficio fácilmente. El mundo al revés, hace tiempo que gira en sentido contrario, ¿no te has dado cuenta? Mira, la hora se ha detenido en la esfera del reloj, ¿sabes por qué? Simplemente porque la pared está llena de agua, está húmeda; tu padre está tardando, de costumbre viene a comer hacia la una. Ah, es verano, los negocios habrán vuelto a funcionar, por eso está tardando, a menos que aceptes llevarle la comida, voy a preparar un cesto, pasarás por el barrio de Rsif, luego por Muley Idriss y llegas a Diwán, ten cuidado con los manifestantes, él es un istiqlali, es un watani, un amigo de Sidi Al-lal El Fassi, habrá que prepararles una buena comida, pues Sidi Al-lal va a comer en casa, mi madre está en la cocina, está muy ocupada, voy a ayudarla, ¿no oyes los gritos de los manifestantes?, están pegándoles, los persiguen, las calles de Fez son estrechas, qué día más loco, ven, hijo, dame la mano, vamos a salir a dar de beber a los manifestantes, nos quedaremos en el umbral de la puerta, basta con un poco de agua para los que tienen sed, Fez tiembla porque los fransauis son malos, ¡se han llevado a nuestro rey y ahora quieren llevarse a nuestros hijos! Qué maravilla estar aquí en Fez, qué buen tiempo hace, me siento bien, en realidad, Fez es la única ciudad que aleja de mí la enfermedad…».

«¡Pero, yemma, no estamos en Fez, ni en el verano de 1953! ¡Estamos en Tánger y en el año 2000!».

«¡No me digas! Qué rápido pasa el tiempo, cuenta, hijo, cuántos años hace que estamos en Tánger. ¡Casi cincuenta años! ¿Y dónde estaba yo durante todo ese tiempo? Parece como si fuera ayer. Aún huelo el perfume de los pétalos de rosas que poníamos a secar en la azotea para luego extraer, gota a gota, el perfume que refresca. Estoy sumergida en esos olores, el verano me visita y, sin embargo, tengo frío. ¿Cómo se puede estar al mismo tiempo en Fez y en Tánger, y en verano e invierno? Qué curioso. Tu presencia me turba. Me duele el pie, no puedo caminar, no puedo correr, y, sin embargo, soy una jovencita, debo subir a la azotea a tender la ropa y a hablar con Lal-la Jadiya, pero me duele el pie, si me apoyo en él, me caeré como un guiñapo, antes hubiera dicho como un caftán, pero, hoy, soy como un trozo de tela rasgada, me caigo y me cuesta ponerme de pie, es humillante encontrarme tirada en el suelo y esperar a que una de las dos mujeres venga a socorrerme. ¿Ves, hijo?, siempre temí llegar a este estado, ser un saco de arena que no se tiene en pie, un paquete abandonado en una esquina sin posibilidad de moverse; cuento las horas y los días, afortunadamente, me equivoco y no sé dónde estoy, puedes burlarte de mí, al menos tú te ríes, digamos que te hago reír, ¿sabes?, el techo del lavadero está a punto de derrumbarse, la casa está cansada, está vieja y las paredes han bebido mucha agua, ¿ves?, hay grietas por todos lados, un día ya no habrá tejado, no habrá paredes, no habrá casa, será mi tumba, no necesitaréis llevarme al cementerio, mi casa será mi última morada. Pero, no, para ello hay que ser una santa, sólo los santos tienen derecho a que los entierren en sus casas, yo no lo soy, soy sólo una mujer enferma».