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Keltum anuncia a mi madre que le interesa asistir a las clases de alfabetización que dan en la mezquita: «El nuevo rey quiere enseñarnos a leer y a escribir, ya es tarde, aunque al menos aprenderemos los números, podré telefonear a mis hijos y a mis nietos. Rhimo también quiere apuntarse a esas clases nocturnas». Mi madre está asustada. «¡Eso es, os habéis puesto de acuerdo para acabar conmigo! Hacéis todo lo posible para que me suba el azúcar en la sangre, y vosotras, haciéndoos las jovencitas que van a la escuela, me dejáis sola para que me muera pronto, sin la presencia de mis hijos, y, ya de paso, ¿por qué no os lleváis también a mi hija Turía, y a mi madre, que estará encantada de abandonarme? ¡Por Dios, olvidaos de lo que dice este nuevo rey! ¿Acaso ha pensado en mí, ha tenido un pensamiento para las personas que no se valen por sí mismas? No, él quiere que los ignorantes dejen de ser ignorantes, me parece muy bien, pero ¿por qué arrebatarme a Keltum y a Rhimo? Estáis locas y sois malas, yo nunca os hubiese hecho esa faena, y, además, ¿quién va a cuidar a mi hermano menor que está enfermo? Ya sé, me vais a decir que murió hace tiempo, que estoy desvariando, que he perdido la cabeza, ya sé todo eso, pero mi hermano no murió, está aquí, está cerca de mí, podéis iros, él se quedará acompañándome, junto a mi cabecera, incluso enfermo, no me abandonará, es guapo y cariñoso, es mi hermano preferido, el otro día, cuando estábamos en la celebración de la circuncisión de mi hijo, se lo dije a su mujer, incluso se emocionó y se echó a llorar de lo contenta que estaba, marchaos, marchaos a la mezquita, haced vuestras oraciones y no volváis más. ¡Aprender a leer…! ¡Qué tontería! ¿De qué os va a servir? Yo no tuve esa oportunidad. Queréis aprender a leer para entender los culebrones de los cristianos que transmiten por la tele, para entender a unos actores que hablan en un árabe que ni vosotras ni yo entendemos, eso es, para seguir viendo la tele. ¡Es el colmo! Me estáis tomando el pelo, ¿verdad? Queréis que me enfade. Se lo contaré a mi hijo, va a venir dentro de un rato, no el que vive en Francia, no, el de Casablanca, ¿cómo se llama?».
Keltum y Rhimo se echan a reír. Mi madre, tranquilizada, las manda al infierno.
En cuanto me ve, me pone sobre aviso: «Keltum está disgustada, no he podido aguantar el pis, y me lo he hecho encima, se me escapó, y ha tenido que cambiar todo, la ropa, las sábanas, la manta e incluso la alfombra». «¿Y por qué la alfombra, yemma?». «Ni idea, porque sí, porque la alfombra se ha ensuciado, según ella, pero no fui yo quien la ensució, en fin, es difícil convencerlas, quizá esté bien eso de que aprendan a leer, pero yo no quiero, no quiero encontrarme sola con dos mujeres que se van a creer superiores a mí porque descifran las letras, porque basta con que sepan el alfabeto para que se crean profesoras, doctoras, sabias, yo me las conozco a éstas, en fin, dime, hijo, ¿has pensado en darles una propina además de su paga? Está bien ser generoso, si ellas ven dinero, se olvidarán de la mezquita y de las clases nocturnas; ya sé que no se portan bien, hijo, pero merecen más que dinero, si pudiera dejarles esta casa, en fin, dejarles algo, lo digo en voz baja porque si me oye mi padre, me regañará y además tu hermano se enfadará, pero yo no estoy encariñada con las migajas de la vida, iré hacia Dios con los bolsillos vacíos y el corazón lleno de amor por el Profeta, no necesito los bienes materiales».