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La madre de Roland se llama Zilli, diminutivo de Cecilia. Roland se llevó un disgusto enorme el otro día cuando le avisaron de la clínica que su madre se había caído y no se encontraba bien. Pidió que se la pasaran al teléfono. Zilli no reconoció a su hijo. «Caballero, no conozco a ningún Roland, me está usted importunando, no tengo ningún hijo y no insista, nunca tuve hijos, ¡así que déjeme en paz, caballero!». Era la primera vez que se le iba la memoria. Roland está muy dolido, no quería aceptar lo que acababa de oír: «¿Cómo quieres que yo, el único de Zilli, me vea desterrado al rango de los desconocidos? Es inadmisible».
Unos días después, telefonea a su madre. Lo reconoció enseguida. Él se rió y le preguntó por qué la última vez lo había tomado por un extraño. «Hijo mío, cuanto más viejo es uno, más cómico se vuelve!».
Cojo el tren para Lausanne. Roland me espera en el Hotel de la Paix.
La mejor amiga de Zilli es una mujer muy rica. Como ya no puede caminar, la han admitido en la residencia para personas mayores más cómoda de Suiza. A Zilli, como aún se vale por sí misma, sólo le permiten pasar allí quince días cada seis meses. Su mejor amiga tiene un Rolls Royce y un chófer, de vez en cuando pasa a recogerla para dar un paseo, y Zilli disfruta de esos momentos de diversión.
A mi madre ya no le quedan amigas. Sus amigas eran sus primas, o alguna vecina, mujeres que conocía del hamam, charlaban, se lamentaban entre sí, se ayudaban, se prestaban ropa y alhajas para las fiestas, y, luego, si se mudaban de casa, ya no se volvían a ver. A ella le hubiera gustado tener amigas de verdad, mujeres en quien confiar. En Tánger, nuestra vecina era una prima del rey, a mi madre le gustaba de ella su elegancia, su discreción. Pasaba temporadas en Rabat, y, cuando regresaba, le hablaba de su estancia en palacio, de los regalos que le hacía el rey. Un día le dio a mi madre un puñado de trocitos de esa apreciada madera de sándalo, el perfume de paraíso. Mi madre estaba tan contenta que decidió que lo guardaría para el día de su entierro. A veces, las primas de mi madre se enfadaban entre ellas, rencillas por cosas sin importancia, y ella, que odiaba los conflictos, calmaba a unas y otras. La consideraban como una mujer de paz, llena de sabiduría. Pero amigas cercanas y leales no había tenido. Nadie irá a recogerla para pasearla en un Rolls. Nadie le dará conversación. Lo sabe y no deja de repetirlo a quien quiera oírla. «La única amiga que me queda vive en Casablanca, que es mi prima más cercana y cuñada mía, ha tenido esa enfermedad cuyo nombre no quiero pronunciar, le quitaron un seno y ahora está bien; hace tiempo que no nos hemos visto, es normal, ella está en Casablanca y Tánger le queda lejos. Cuando yo era joven, su marido, mi hermano menor, el que murió con cuarenta años, venía a verme a menudo, me sacaba a pasear en su coche por la ciudad y los alrededores. Yo lo quería mucho. El día que murió, creí que me iría tras él a la tumba. A todos se nos quemó el corazón, con un fuego difícil de apagar. El otro día vino a verme, no ha cambiado, siempre tan elegante, tan perfumado, me dijo que nuestro hermano mayor le ha vuelto a pedir prestado dinero porque está sin trabajo, le he dicho que no se apurara pues no es por su culpa, sino por esa mujer que tiene que lo convence para que se quede en la cama en lugar de dejarle ir a trabajar. Tengo que telefonear a mi prima para darle noticias de su marido. Está muy bien de salud. ¿Recuerdas, hijo, los veranos que pasabais en Casablanca? Os dejaba a ti y a tu hermano en su casa durante las vacaciones de verano. Mira, mientras te hablo lo veo, se me aparece como un ángel, una luz súbita, y me dice cosas que me tranquilizan. Ven, siéntate, hermanito, ¿has visto en lo que me he convertido? En un objeto, un puñado de tierra, un saco de arena que se sale por todos lados. ¿Cuántos años hace que te fuiste de nosotros? ¿Treinta y cinco? ¿Tantos? Estás exagerando, lo recuerdo como si fuera ayer, entraste a la clínica para que te vieran el hígado y saliste lívido y frío. Te moriste esa misma noche. Mi madre se desmayó y tus siete hijos no sabían adonde ir con su inmenso dolor.
»Pero, ¿por qué lloras, hijo? No estoy hablando contigo, estoy con mi hermano pequeño, ve a traernos algo de fruta, los árboles están llenos».
Estamos en Imuzzer, en casa de mi tía, la hermana menor de mi madre, la que se casó con un hombre rico, guapo y elegante, que hablaba bajito, y que nunca llegaba con las manos vacías. Fue el primero en la familia en tener coche. Era negro, yo daba vueltas a su alrededor, tocando con la mano las puertas, simulaba que sabía conducir, me sentaba en el lugar del conductor, con las manos al volante y unas piernas demasiado cortitas para llegar a los pedales. Imuzzer, una estación de veraneo en la montaña, donde las grandes familias de Fez tenían obligada residencia secundaria para huir del calor. Allí yo jugaba a los novios con una primita, nos cubríamos con una sábana y jugábamos a juegos poco inocentes: yo le mostraba mi pene y ella dejaba que yo le tocase el pubis, un día me cogió el dedo y lo introdujo en su sexo, yo la acaricié y ella estuvo a punto de desmayarse. Son recuerdos que nunca se olvidan. Mi madre no era tonta, mi tía, tampoco, y me decía en tono de broma: «¡Ojo, si quieres que sea tu mujer, tienes que ser doctor o ingeniero, pues mi hija es hermosa y se merece al marido más guapo y rico de Fez!».
La casa está en una finca. Me gusta jugar en la huerta. Mi tío, el hermano menor de mi madre, también ha venido. Juega a las cartas con otros miembros de la familia. Entre dos exclamaciones, los oigo hablar de «la agresión de tres países contra Palestina». Pregunto dónde está Palestina. Mi tío me enseña un periódico: «¿Ves? Está ahí, cerca de Egipto, es un país muy pequeño, ni siquiera ese trozo de tierra se lo quieren dejar a los musulmanes!».
Zilli me espera. Roland la ha avisado de mi visita. Ha llamado a su asistenta y ha insistido para que su hijo me advierta de que su casa es pequeña y modesta. Es como mi madre, obsesionada por «quedar bien». Es una señora muy delgada, de mirada brillante, elegante; habla con un acento particular. Le he llevado un ramo de rosas. Me sonríe, me da un beso y luego me dice: «Usted es famoso, muy famoso, lo veo muchas veces en la televisión, por cierto, está usted mejor en persona, mi hijo ya no sale en la tele. Viene muy poco a verme…». Roland protesta. Zilli lo interrumpe: «¡Me llamas por teléfono, pero no estás aquí!».
Le digo que está estupenda para su edad (¡noventa y dos años y la cabeza en su sitio!). «Sí, pero cada vez veo menos. Me gusta caminar, soñar y leer. En estos momentos estoy leyendo a Thomas Bernhard. Es excelente, un escritor intenso y muy crítico, me encanta, sobre todo lo que cuenta sobre Austria, mi país. Dice usted que estoy bien, pero soy un trasto, un trasto viejo, pienso a menudo en la muerte, no me asusta, en realidad tendría que haberme muerto al mismo tiempo que papá, mi último marido; murió hace veinte años; ¿dónde estabas tú, Roland? Creo que de viaje, yo te había telefoneado, y tenías puesta esa odiosa máquina que me pedía que dejara un mensaje, ¿te das cuenta?, decir a un contestador automático "papá ha muerto"… Eso no está bien; en fin, yo estaba encinta de ti cuando me casé con papá, él te aceptó, quiero decir que te adoptó, nunca te lo conté, ¿te sorprende?, qué más da, eres mi hijo y tu padre te quiso, no te lo dijo porque en Suiza no se dicen esas cosas a los hijos.
»¡Ay, la muerte! No me asusta, lo que me asusta es el infierno, lo que nos espera después del último suspiro. ¿El paraíso? A mí desde luego no me tocará el paraíso. Quizá le toque a su madre pero a mí, no, hijo, yo he viajado mucho, he ido poco a las iglesias, y he debido de cometer algunos pecados. ¿De dónde proviene ese miedo al infierno? Del internado católico donde pasé mi adolescencia, en Italia, con las monjas, è una vera paura dell'inferno, fue durante la Primera Guerra Mundial, mis padres temieron por mi seguridad y me ocultaron en un internado de unas monjas italianas, non era un regalo, no, ma la vita era bella perché dopo la guerra ho conosciuto l'amore alla libertà, me gusta hablar en italiano, me gusta ese idioma, su sonoridad, mi hijo habla alemán, es un idioma más soso, mi hijo no viene a verme, al menos no con la frecuencia que yo quisiera, lo digo tal y como lo pienso, es un perezoso, dice que va a venir a verme y no viene, en cambio, sus antiguas novias, sí, me vienen a visitar, todas siguen enamoradas de él, pero él finge ignorarlo. Viajé mucho. ¡Me encantan los países del sol, Egipto. ¡Ay, Egipto! ¡Kenia, Marruecos! Aquí el tiempo es triste, siempre es invierno, la gente es reservada. Tengo una amiga que se ha quedado ciega, me gusta pasear con ella, le cuento lo que veo, tiene la ventaja de que no es muy charlatana, nos paseamos, yo hablo cuando me apetece, es cómodo, a veces no nos decimos nada, cada una en su mundo, yo pienso en mi hijo, ella en su hija y caminamos durante horas, paramos para tomarnos un té, y luego desandamos lo andado, es muy agradable, el único problema es cuando llueve, nos molesta. Pienso en Marruecos, qué país, lo descubrí justo después de la guerra, entonces estaban los franceses, pero yo prefería los zocos de los marroquíes, qué luz, qué alegría, todo ese caos, ese polvo en las calles, y la gente tan despreocupada. Sí, me gustaría irme de este apartamento tan pequeño, ir a una residencia para personas mayores, pero me dicen que no hay sitio, allí tengo a algunas amigas, es bueno tener compañía, sobre todo si los hijos ya no están con nosotros. ¿Dígame, tiene usted una buena habitación? Lausanne debería tener más hoteles. ¡Ah, ya, no se queda usted a pasar la noche! Se va a ver a su madre, que no vive en Francia, sino en Tánger. No, no conozco esa ciudad. Ve usted, yo vivo en un apartamento muy modesto, usted quizá se imaginaba que la madre de Roland vivía en una casa grande, llevo aquí cincuenta años, es de alquiler, ésa es la habitación de Roland, lo recuerdo cuando era pequeño, jugaba al ajedrez con su padre. Se fijaba en todo. Era un niño solitario. El ayuntamiento me trae todos los días una comida. Es un detalle. Pero, dígame, ¿tiene usted una buena habitación? Qué pena, tendría usted que haberme avisado, le hubiese encontrado una bonita habitación en el Hotel de la Paix, ¿verdad, Roland? Y su mamá, ¿lleva una pulsera como está en la muñeca? ¿Sabe usted? Basta con apretarla y llega un médico. También tengo una tecla en el teléfono reservada a las urgencias, ¿la tiene su madre? ¿No? ¿Y cómo se las arregla? ¿Las mujeres que la cuidan son analfabetas? ¿Cómo es posible? Lo peor es perder la vista. Y el miedo al infierno… Yo camino sin bastón, es estupendo, doy paseos con una amiga que se ha vuelto ciega, me gusta caminar con ella porque no habla mucho, no me gustan las personas charlatanas… Ay, si no fuera por lo del infierno, creo que ya me habría ido, ya sé, existe un médico suizo que prepara un cóctel letal, coloca el vaso en la mesilla de noche, y el enfermo es el que decide bebérselo o no, está bien, facilita las cosas, pero a la religión no le gusta eso, hay una asociación, creo que se llama Exit, qué curioso, salir, partir dulcemente, partir de puntillas, mi hijo escribió un libro sobre esa forma de marcharse, creo que lo leí, no lo recuerdo muy bien, yo no tengo valor para ello, siempre tengo presente lo que nos decían las monjas italianas, el infierno, el purgatorio y todo eso… Qué amable por su parte haber venido a verme, me enorgullece recibir la visita de un hombre célebre, ¿no quiere usted tomar una copa de algo?, Roland, ofrécele algo a tu amigo, no, agua, no, qué vergüenza, aunque sea con gas, dale un whisky o un coñac… Monique es muy amable, muy guapa, refinada, inteligente, con unos ojos muy negros, viene a menudo a verme, se ha hecho amiga mía pero sigue enamorada de Roland. ¡Y Tam! ¡Qué mujer más hermosa! Algo distante, con aire de superioridad en la mirada, ¡pero qué clase tiene! ¡Y Linda, qué mujer tan inteligente, sensible, guapa, todavía está enamorada de Roland! No, no me aburro, sueño, sueño constantemente, sueño con mis viajes, los que he hecho y los que no, sueño con el sol, lleno mis días con esos sueños, los hago pasar ante mí, y me basta, por la noche duermo bien, no tengo problemas para dormir, no soy como Roland que tiene que tomar píldoras; ya no toco el piano, no me apetece, ¿y su madre, toca algún instrumento? ¿No? Qué pena, es triste no tocar ningún instrumento de música; yo me he pasado la vida viajando, descubriendo países, me gustaba nadar, tocar el piano. ¿Y su madre? ¿Qué me dice usted? ¡Se ha pasado la vida en la cocina! Pero eso no es vida, no es humano, a mí me gusta comer poco, Roland, cómprame uva negra, esa que traen de Italia, sólo un racimo, me gusta verlas en el frutero, sobre la mesa, es muy bello, sobre todo cuando le da el sol… ¿Ya se va usted? Ha sido muy amable al venir a verme, convenza a Roland para que me venga a ver más a menudo, a usted quizá le haga caso, aunque él no hace caso a nadie, tiene unas ideas fijas. Me estoy quedado sin vista, veo borroso pero veo bien, sí, quizá termine bebiéndome el vaso de leche de ese doctor, ¿cómo se llama? el vaso de leche mortal, Roland dice letal… hay que tener sentido del humor, depende si me dan una habitación en la casa que me gusta, me quedaré un poco más, si no, creo que aprenderé a tener valor, mi hijo está conforme, el otro día tuve un momento de ausencia, fue justo después de mi accidente, no lo reconocí, se enfadó, pero sólo fue un despiste, un leve despiste, ahora ya estoy bien, no me quejo, hoy el portero me ha invitado a comer, es muy amable, no sé qué ha preparado, lo principal es no comer sola. Estuve a punto de casarme con un egipcio, de esto hace mucho tiempo, un hombre acomodado, pero se volvió ciego, no tenía valor para ocuparme de un hombre inválido, y, sin embargo, le quise mucho, eso fue antes de conocer a papá, ya te lo he contado, Roland, creo que estaba enamorado de mí, nos llevábamos muy bien, nos podríamos haber casado, pero no ocurrió… Usted es un buen hijo, va a ver a su madre a menudo, que Dios lo proteja, me ha dicho usted que ella no teme el infierno, ¿De verdad? ¿Cómo es posible? ¿Es por el islam? Y sin embargo es una religión aterradora! ¿Está contenta de ir a encontrarse con el Profeta? ¡Qué suerte tener esas creencias! Es una persona que tiene fe, eso está bien, pero la fe… en fin… no sé».