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Mi madre grita como una niña. Se la oye de lejos. Llama a Keltum y a Rhimo, y no le contestan. Se han acostumbrado a esas llamadas sin motivo. Mi madre les reprocha que la dejen hablar en el vacío. Me quieren volver loca, me consideran como una loca, como alguien sin sesera, sin mente, sin cabeza. No he perdido la cabeza, y mi madre es testigo. Es curioso, mi madre está más joven, más despierta que yo. Veo cómo se aligera, va y viene, tan vivaracha, dispuesta a salir a la calle, a asistir a la boda de algún sobrino o sobrina, ya no recuerdo de quién, se lo preguntaré luego, ella me dará los detalles, pues si cuento con estas dos campesinas, no tendré ninguna información.

Los años cincuenta en Fez tienen el sabor de las cerezas oscuras, el aroma de las flores de azahar y el color de un tiempo pasado. La vejez y la senilidad han devuelto a mi madre a la época florida de su juventud. Se dice de ella que es una de las chicas más guapas de Fez. Se ruboriza y baja los ojos. Su madre está muy orgullosa de ella y se calla para no enfadar a la hermana menor. ¿A qué jugaba? Más bien aprendía a bordar; preparaba su ajuar día y noche, bordaba el tejido que cubriría las colchonetas y los cojines. Son dibujos geométricos de una gran precisión. No estaba permitido equivocarse, o si no había que repetir todo de nuevo. Ella sostenía que el bordado de Fez le había estropeado la vista. Cientos de horas de trabajo. También aprendió a cocinar, pero eso era natural, ninguna chica de Fez podía ignorar el arte de la cocina.

Le gustaba preparar la mesa, y hacerlo todo sin que nadie la ayudara. El día que tenía que cocinar, no comía. Su placer era ver las fuentes regresar vacías a la cocina, que todos disfrutasen de sus platos le cortaba el apetito. A veces comía un trozo de pan con aceitunas para no desfallecer. Por la noche, caía rendida y se acostaba antes que nadie. Decía que mientras tuviera fuerzas para bordar y cocinar, nunca se quejaría. Tenía buena salud.

Mi madre siente no poder levantarse, caminar sin que la ayude nadie y salir a pasear por la ciudad vieja de su infancia. Ese refugio en los pliegos húmedos del pasado seguramente la tranquilizan o la ayudan a abstraerse de la situación que ha temido durante toda su vida: estar en manos de los demás. No le gustan ni esas manos ni esas caras. Necesita encontrar el idioma, las imágenes, los olores, las voces de su infancia, quizá quiera cerrar un ciclo.

Estamos todos a su alrededor y no nos ve. Uno de mis hermanos se pone nervioso. Es inútil. Ella se ha ido a dar un paseo por los años lejanos, y cuando regrese nos lo contará, llamándonos uno por uno, pidiéndonos que no perdamos de vista a su madre que está impaciente por salir de casa. Debemos renunciar a encontrar la lógica en sus palabras, y seguir junto a ella, aunque no se dé cuenta de que lo estamos.

Keltum desearía que el médico hiciera algo para que mi madre tuviera un sueño tranquilo. Al llegar la noche, todo se precipita, la angustia, el enloquecimiento, los gritos y los recuerdos que la sumergen y le dan la impresión de ahogarse.

Su hija va cada vez menos a verla. Ni siquiera telefonea. Las dos enfermeras que se turnan para ponerle la inyección y cambiarle su vendaje son extraordinarias. Son dos hermanas que no se parecen. La tratan como si fuera su abuela, le besan la mano, le hablan con dulzura. Hacen mucho más que su trabajo de enfermeras. Mi madre las quiere y no deja de confundirlas. Ellas se ríen, lo que genera situaciones divertidas.

Ocurrió de repente: una capa negra se posó sobre el cielo, sobre la casa, incluso llegó al dormitorio. La oscuridad, sólo la oscuridad y los ruidos de la vida después del almuerzo: la llamada a la oración desde la mezquita, los cacharros que suenan en el fregadero de la cocina, los diálogos de un culebrón brasileño doblado en árabe clásico, el vendedor ambulante de cacerolas que alaba las virtudes de su mercancía, Keltum hablando en voz alta con Rhimo, el agua que canta o más bien chirría en las viejas tuberías del cuarto de baño, los vecinos gritando como todos los días a la misma hora, los clamores de la ciudad, y mi madre que ya no ve. Se le han roto sus viejas gafas, se ha resbalado del colchón y se ha caído al suelo, intenta arrastrarse para llegar a la mesa donde está el teléfono. ¿Por qué haberse arriesgado a fracturarse algún hueso? Cuando siento esa oscuridad, necesito hablar con mi madre, sé que no está a mi lado, pero la llamo para que venga a abrazarme y a tranquilizarme, pues esta negrura que ha caído de golpe me asusta. Oigo los ruidos de la vida, pero no tengo nada a mi alcance. Sólo mi madre puede salvarme. No, no está muerta. Está viva, y en la flor de la vida, hermosa, llena de juventud, no miento, yo la veo así, quizá vosotros no, pero yo la veo siempre, está delante de mí, ha llegado para protegerme y abrazarme, vamos a recitar el Corán juntas, se sabe de memoria la azora del Trono, la que da la bendición y la paz: «A vosotros, hijos, ya no os veo, pero ella está presente, radiante de luz, no estoy loca, sólo cansada por todas esas medicinas que no se entienden entre ellas en mi cuerpo, que me trastornan la cabeza y quiebran mi razón. Pero ¿por dónde andan mis gafas? ¿Quién me las ha quitado? No valen para nada, aunque algo me sirven, veo borroso y ya me he acostumbrado a veros rodeados de una aureola, me resigno y no me quejo. ¿Se han roto? ¿Quién las ha roto? ¡Ah, sólo se ha roto una patilla! Entonces, me las puedo poner delante de los ojos para ver, para veros, hijos míos, mi corazón y mis entrañas, que Dios os proteja, os ponga a salvo del mal y de aquellos que intentan haceros daño, los envidiosos, los hipócritas, las malas personas, que Dios os ponga a salvo de sus ojos, lejos de ese polvo negro que el viento levanta y arroja en el montón de basura. Sí, hijos míos, veo que el mal de ojo está por todos lados, la envidia, el rencor, la crueldad merodean alrededor de la gente de Bien, pero Dios y mis antepasados están con vosotros, no os olvidéis que debéis organizarme un bello funeral, no escatiméis en gastos, no seáis parcos ni mezquinos, quiero una despedida espléndida, con toda la familia alrededor de mi ataúd, y vosotros, vosotros embelleceréis, iluminaréis con vuestra presencia ese momento sublime del viaje final, daréis a ese día la luz y la elegancia que merece, nada de llantos, ni de gritos, sino rezos, y yo presente como una cosita pequeña que hay que entregar al que nos ha creado, el que nos da el aliento, la vida y la muerte, la muerte no es nada, sólo un tránsito hacia algo más bello que la vida, allí nos esperan el Profeta y todos los santos… Pero ¿por qué lloráis? ¿He dicho algo triste? Hablo sólo de lo que nos es común a todos, el fin, la muerte. Sí, que seáis felices preparando mi funeral, mi cuerpo será entregado a la tierra y a los gusanos, pero mi alma estará con Dios, y no puedo esperar mejor destino… En fin, ahora os estáis riendo, os hago reír, eso es buena señal, hijos, no tengo miedo de la muerte, lo sé, todo está en manos de Dios, tenemos que obedecer y ser fieles a la voluntad divina, eso me enseñaron mis antepasados, y, aunque no haya ido nunca a la escuela, sé cosas, en todo caso, sé lo que hay que saber, dónde están mis gafas, ¿por qué está todo tan oscuro? ¿Habéis notado, vosotros también, que el cielo se ha oscurecido, se ha vuelto negro? ¿Es el final del día? Ya es de noche, así que encended todas las luces, me gusta el resplandor de la luz, me serena y me abre el corazón, no seáis avaros con la luz ni con las oraciones. Estoy llamando a Keltum y no me responde. Ésa es su costumbre. Hace mucho tiempo, quizá veinte años, que está aquí, la conozco muy bien, ella me conoce muy bien, y, sin embargo, me hace de rabiar, me deja sola, y me canso de llamarla, como si ella fuera un bien valioso y orgulloso… ¿Es de día? ¿Es de noche? Me entristece no saberlo. ¿Por qué me cubre los ojos ese velo negro? Quizá haya llegado el final, no, aún no siento la llamada del más allá, estoy aquí, esperando, decidme por qué Ahmed ya no viene a casa. ¿Sabrá él que otro Ahmed, más joven, ha abierto una tienda justo enfrente, que le funciona mejor que la suya? ¡Madre, tú, a quien muchos consideran muerta, ven, el deseo de verte ha llenado mi corazón y no me deja respirar, todos están aquí, mi abuela también, la que casaron a la edad de doce años, Lal-la Buría, ¿te acuerdas de ella? Es tu madre, lleva esperándonos mucho tiempo, también está Muley Ali y tu hijo menor, tu preferido, hoy es un día de fiesta, ¿por qué no vienes? No he roto las gafas a propósito, no, no ha sido culpa mía, no debes castigarme por eso, la próxima vez seré más cuidadosa, Keltum es la que se ha chivado, se venga porque está obligada a quedarse aquí y a ocuparse de mí. No dejo de soñar en mi último día, pero no lo he visto aún amanecer, ¿cómo reconocerlo?, tengo miedo de que llegue mientras esté dormida, me gustaría que fuera un día solemne y feliz, y os lo digo para aligerar vuestra tristeza y dejaros en herencia la paz. No dejo tras de mí bienes materiales, no poseo nada: sólo esta casa y mi bendición, sólo eso. He visto una grieta nueva en el cuarto de baño, habrá que volver a hacer obra, no esperéis a mi último día para ello. No dejéis entrar a Ámbar, me hizo daño cuando yo era pequeña, está llamando a la puerta, reconozco su forma de tocar, vendrá cargada de regalos, pero están todos envenenados. No le deseo ningún mal, pero que se aleje, que su rostro mire para otro lado. He visto también unas ratas con forma humana, son tres, tres hermanos que han hecho daño a mi padre, hay que echarlos de aquí, los reconoceréis por su risa, escandalosa e insistente… Llegará el día en que paguen el daño que han hecho a los demás… Pero, de qué estoy hablando, no sé lo que digo, estoy desvariando, invento cosas para pasar el rato. ¿Qué hora es? ¿He rezado la oración de la puesta de sol o todavía no? No lo recuerdo, pero no importa, haré otro azalá, nunca está de más…».

Keltum alza los ojos al cielo, y dice: «Siempre está igual, no para, unas veces es su hermano el que llega y no habla con ella, otras, su madre que viene a visitarla y me llama para que le cocine una bastela… Aquí vivimos con fantasmas, ella los ve probablemente, yo no veo ninguno, a veces me lo pregunto, quizá ella ve realmente a todos esos muertos que llegan para cogerla de la mano y llevársela con ellos, y la verdad es que me asusto, pero, como yo sigo teniendo bien la cabeza, me convenzo de que delira, pero nunca se sabe, algunos muertos bien enterrados aparecen de pronto en las casas, es extraño, pero como ella se imagina que está en su casa de Fez, me tranquiliza, todo ocurre allá, aquí en Tánger estamos a salvo, ella ya no sabe dónde está, al principio de su locura yo la corregía, intentaba hacerla entrar en razón, le recordaba las cosas, ella se sorprendía, me miraba con aire incrédulo y me decía tú estás loca, a menos que sea yo la que lo esté. Lleva tres días llorando, sobre todo cuando nos quedamos ella y yo solas, llora de verdad, no por su enfermedad, sino porque pretende que su madre acaba de morir y la han enterrado precipitadamente, sin cumplir con el lavado ritual. Por mucho que le diga que su madre lleva treinta años bajo tierra, no hay caso, insiste y continúa llorando como una niña desconsolada, luego dice que el funeral de su hija ha sido muy modesto, y yo, que ya no puedo más, me enfado y le digo que Turía está viva, que acaba de regresar de La Meca y que ha hablado con ella por teléfono la víspera, entonces deja de llorar y dice: "Mi hija no está muerta, entonces, ¿a quién enterramos ayer?". "Pues a nadie, te imaginas cosas que no existen"».

Keltum entra en el cuarto, cierra la puerta y se sienta en una silla, nos mira y dice: «Ya que estáis todos los hijos aquí, os tengo que decir que ya no puedo más. Vuestra madre es mi mejor amiga, pero estoy cansada, me agota, necesito unas vacaciones, cambiar de aires, ir a pasar algunos días con mis hijos y mis nietos, pero no puedo dejarla, cuando salgo por la mañana a hacer la compra, me suplica que regrese pronto, no puedo darle ese disgusto. Hace veinte años, yo era la sirvienta, hoy soy su amiga, su hija, su madre, su obsesión, y yo también la quiero, y no soporto cuando se pone a delirar, me duele, entre nosotras hay una diferencia de edad de quince o veinte años, pero tengo miedo de acabar como ella, en un rincón, entre la locura y el insomnio. Así que rezo a Dios y me cuido de mi vida. Yo también tengo reumatismos, jaquecas y dolores de estómago. Intento cuidarme, mis hijos me reclaman, de vez en cuando robo algunas horas y voy a verlos, otras, vienen ellos a verme, dan un poco de vida a esta vieja barraca, no es fácil, pero ¿qué le vamos a hacer? Dios ha querido que yo esté aquí y que acompañe a esta señora tan buena en sus últimos momentos. De noche es cuando más miedo tengo, no sé marcar los números de teléfono, Ahmed duerme aquí muy pocas veces, me entra pánico cuando ella se encuentra mal, tengo miedo de quedarme impotente ante alguna de sus crisis. Deberíais decirle a Ahmed que pase la noche con nosotras, al menos él es un hombre, podrá ser útil en caso de que ocurra un drama. Rhimo no se quejaría. Eso es todo lo que tenía que deciros. Me he aprendido de memoria sus medicinas, menos mal que las cajas tienen colores diferentes. A veces me entretengo repasando su tratamiento: por la mañana, una píldora rosa más la mitad de una blanca; al mediodía, dos blancas de la caja verde; por la noche, la mitad de una pastilla de la caja amarilla y azul, luego un sobre, eso es fácil, sé que el sobre se lo doy con la cena. Cuando el doctor le cambia el tratamiento, me entra el pánico, pero me las arreglo, consigo no equivocarme y espero no cometer nunca un error, en cualquier caso, no mientras tenga buena vista y buena salud. Yo también estoy amenazada, ya no tengo veinte años, la vida es dura, felizmente esta amistad nos une, yo hago el bien, vosotros hacéis el bien y Dios os ayuda y os protege».

No todos compartimos esa visión casi idílica de la relación entre Keltum y mi madre. Yo intento no pensar mucho en ello. ¿Acaso podemos elegir? Después de todo, es mi madre quien la quiere tener con ella y la reclama. No debemos romper ese frágil equilibrio. En cuanto a Rhimo, siempre callada, ¿qué pensará? Ella limpia la casa, no se pierde ni un episodio en la tele de «Esmeralda», un culebrón llegado de un país sudamericano, hace sus oraciones y protesta cuando Keltum la maltrata. A veces asistimos a un espectáculo a tres: la enferma, la jefa y la criada. También está Ahmed, cuyos tejemanejes siguen siendo secretos.