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Leí en un periódico que las personas analfabetas tienen más riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer que las que han tenido una actividad cerebral intensa y rica. Mi madre se sirvió de su mente para imaginar otra vida, para ponernos a salvo del mal y para vernos crecer a la sombra de su bendición. Su ámbito intelectual es muy reducido: se sabe de memoria algunos versículos del Corán, algunas oraciones, invocaciones a Dios y a su profeta, conoce algunas canciones populares y vive con muy pocas cosas que van y vienen en su cabeza. Sabe por intuición y por costumbre el funcionamiento de las tradiciones de la ciudad de Fez y cómo orientarse en el laberinto de esa vieja medina.

El Alzheimer ha penetrado sin violencia en ese modesto cerebro. A veces tiene momentos de lucidez y se burla de sus desvaríos. Con el tiempo, esos instantes son cada vez menos frecuentes y más breves. No sufre, se aburre, y entonces olvida el presente y regresa a lo más remoto de su pasado. Está sola, rodeada de fantasmas y sombras de esa época de la inocencia.

Me pregunto si los enfados de Keltum los provoca el cansancio y el discurso repetitivo de mi madre o la idea de acabar sus días como ella.

Pensar en esa ruina, en esas ausencias, donde el tiempo se aburre y se deshace, mirar su propia imagen deshecha en ese espejo lleno de agujeros, ir a buscar en su propio yo las huellas de la felicidad con la esperanza de colmar esas grietas del alma y salvar a las palabras de ese desasosiego que lastima. Me invade la pena. Debería cambiar de aires. Vuelvo a pensar en Zilli, la madre de Roland, la veo en los años cuarenta en Viena, bella y enamorada, seductora y vital, viajando con muchas maletas y baúles, despreocupada, tocando el piano justo antes de tomar el tren para París, antes de vivir una maravillosa historia de amor.

Mi madre no está serena. Llora y quiere ver a su madre y a su hermano pequeño. Keltum ha perdido la paciencia, y a veces le dice que están muertos y más que enterrados, otras, le sigue la corriente y potencia su delirio. La ha sentado en la silla de ruedas y la pasea por la casa en busca de los muertos. «Vamos, querida, no te impacientes, vamos a ir a por mamá y a por tu hermano pequeño, tu preferido, quizá se han escondido debajo de la cama o detrás de las cortinas, venga, no te impacientes, mi niña, voy a correr las cortinas, ¡vaya!, han desaparecido, son más rápidos que nosotras, espera, vamos a ver si están en el armario grande, oigo risas contenidas, deben de ser ellos que se están burlando de nosotras, no te muevas, no llores, vamos a encontrarlos, tenemos todo el tiempo del mundo, sí, ya he preparado la cena, también he cocinado para ellos, a tu madre le gusta el tayín de cordero con membrillos y con gombos, ya lo sé, a ella le encanta esa verdura viscosa, yo la aborrezco, ya lo sé, soy una campesina, no lo bastante refinada para saborear esa exquisitez… pero la he cocinado para tu mamá, ven, te voy a llevar al salón, aquí no veo nada, ¿ves?, no están, tú dices que los oyes y los ves, no lo dudo, pero si ya los has visto vamos a dejar de buscarlos, volvamos al dormitorio, ¿los has invitado a cenar?, estupendo, ahora te tengo que dejar, tengo que ir a comprar pan, un tayín sin que haya pan para mojar en la salsa es imposible, te voy a dejar sola un ratito, te vuelvo a instalar en tu dormitorio, voy a poner la mesa e iré al horno del barrio a por pan caliente, pero, ¿por qué lloras?, ¿quieres un pañuelo de seda?, ¿no, un pañuelo, no?, ¿un chal?, ¿un trapo para jugar?, ¿dinero para ir a comprarte una joya?, espera a que tu hijo venga y te dé muchos billetes, mientras tanto, tómate la medicina, la de la caja amarilla, ¿o será la otra? ya no sé, tengo miedo de equivocarme, estás haciendo que pierda la cabeza, no sé lo que hago, me alteras, estoy cansada. Tenemos que telefonear a tu hija. Después de todo, es su deber, ya sé, está enferma, es la época en que le vienen las crisis, qué le vamos a hacer, yo estoy aquí, estaré siempre aquí, ésa es mi vida, mi destino, lo que Dios ha escrito para mí…».

Mi madre está cansada. El paseo por la casa la ha mareado. No dice nada. Está triste, con la mirada perdida. Se ha ausentado, con los ojos abiertos. Reza una y otra vez. En cuanto termina, llama a Lal-la Bahia, su prima hermana. Habla con ella en voz alta: «¡Lal-la, Lal-la, date prisa! Hoy es un gran día, no tardarán en llegar los que vienen a pedir tu mano, ten cuidado, no te maquilles demasiado, mantente discreta y con los ojos bajos, no te olvides, insisto, con los ojos bajos, es muy importante, es decisivo, una joven que mire directamente a los ojos a los invitados es una descarada, una maleducada, una hija de una familia poco recomendable, el honor está en ese recato, en ese silencio, mirar al suelo, sin cesar, no alzar la mirada más que para dar las gracias a tu padre y besarle la mano, ve, Lal-la, empezaremos por el hamam, luego será la fiesta de la alheña.

»Lal-la Bahia va a casarse, nos va a dejar y vamos a llorar. Lloré tanto en mi boda, ¿qué tendría yo? ¿Quince, dieciséis años? No recuerdo, era muy joven, era la tradición, una no se puede casar después de los veinte, ¿te das cuenta? qué angustia para los padres, convertirte en un objeto que nadie quiere, una ehbura, una mercancía sin vender, almacenada en la trastienda, qué vergüenza, menos mal que yo no tuve tiempo de acabar allí, mira, escucha, Lal-la Bahia, no tenemos la misma edad, tú puedes ser mi hija, ven siéntate, cógeme la mano y escucha mis rezos; voy a llamar a Keltum para que te prepare la alheña, luego iremos las dos al hamam, me gusta ir allí, aunque no soporto demasiado el calor; qué suerte tienes, no te almacenarán en la trastienda de las muchachas olvidadas por la vida, quiero decir por el matrimonio. Yo me casé con mi primer hombre sin saber nada de la vida, él era un joven de muy buena familia, no eran ricos pero sí piadosos y muy buena gente, pero Dios me lo arrebató enseguida, se lo llevo consigo tras unas fiebres muy altas. Era guapo. Yo estaba encinta. No tuve tiempo de llorar. Mi hija nació y me puse a amamantarla. Yo tenía tanta leche que también daba de mamar a mi hermana pequeña, que tenía apenas seis meses más que mi hija. Mi padre se lamentaba, mi madre se pasaba el día rezando. ¿Ves, Lal-la Bahia? Uno no tiene que perder la esperanza. Vas a casarte y tendrás muchos hijos, tienes un vientre generoso, eso es importante, y un corazón blanco. ¿Conoces a tu hombre? Tendrás todo el tiempo del mundo para conocerlo, eso no es grave, lo importante es que no caigas con él antes de la boda, caer, sí, pero la noche de bodas, eso es normal, si no, no tiene ningún encanto. Yo no conocí a ninguno de mis maridos hasta el día de la boda. Todos han muerto, creo que están muertos porque ya no los veo, ¿dónde estarán? Keltum, ¿has visto a mi marido? No, al último no, me refiero al segundo. ¿No? Estoy diciendo chaladuras, eso es, mírala, faltándome el respeto, ¿la oyes, Lal-la Bahia? Keltum habla conmigo como si estuviera loca, hasta dónde hemos llegado, ya no aguanto más, la voy a despedir enseguida, telefonea a mi hijo, dile que despida a Keltum, la casa es bastante generosa, hay gente y ya no necesito a Keltum. Por cierto, di a Lal-la Batul que traiga a dos criadas, díselo, es esa casamentera, la negaffa que tiene tres dientes de oro. ¿Por qué Keltum se burla de mí? ¿Qué he dicho que parezca ridículo? ¿Confundo el presente con el pasado lejano? ¿Y qué hay de malo en ello? No tengo por qué rendirle cuentas, y, a propósito de cuentas, Keltum me va a tener que decir dónde está el millón de dirhams que escondí debajo de la almohada ayer noche, al despertarme sólo encontré papel de periódico. Yo misma conté los billetes, había muchos y de distintos tamaños; mi hijo, el que vive en Francia, fue quien me dio ese dinero para que no me falte de nada… ¡Ah, se me olvidaba! Decidle al juez que convoque a mis tres maridos. Se tienen que ocupar de mí, es su obligación…».