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Mi madre está rezando. Keltum le pide que deje de gesticular con los ojos y los dedos. Reza sentada, en silencio. Pero el azalá sin las abluciones no sirve. Ella alega que está limpia y dice que acaba de llegar del bamam del barrio de Majfía de Fez, hacía calor. Había muchas mujeres pero la han tratado bien. «El bamam estaba lleno, Salma me había guardado un sitio no lejos de la fuente de agua caliente, yo tenía tres cubos de agua y ella me ha frotado con el guante la espalda, las piernas y los brazos. Me he lavado bien a pesar de que hubiera tantas mujeres llegadas de otros barrios. A todas les gusta ese bamam porque es grande, está limpio y cuidado. Yo misma soy incapaz de lavarme en otro que no sea éste, y además Salma me conoce desde siempre. Sabe lo que necesito. Tiene una mano precisa. El otro día le di una pulsera de oro para agradecerle sus servicios. No se lo podía creer. Por eso ya no me quedan alhajas, las he regalado todas. Me gusta hacer regalos.

»¿Dónde estará mi caftán blanco, el que me puse al salir de los baños? No estoy soñando, me acuerdo perfectamente, lo saqué del armario, lo perfumé con agua de azahar, también saqué la ropa interior, los calcetines blancos, el pañuelo amarillo canario para el pelo y el pañuelo de bolsillo bordado, en fin, todo lo que necesitaba del armario, si no me crees, pregúntaselo a Habiba, ella me ayudó a preparar todo. ¿Qué dices, que no conoces a Habiba? Lo hacéis a propósito, fingís que no me creéis, os habéis puesto de acuerdo para llevarme la contraria. Tengo que volver a hacer mis rezos, dame la piedra pulida que sustituye las abluciones con agua. ¡Qué pena no encontrar mi caftán blanco! Será para el próximo hamam».

Mi madre no sufre. Está ausente. En cuanto llego, llama a la criada para que sirva la mesa y la comida. Ha decidido que hoy comeremos pinchitos de cordero. Dice que los preparó ayer y que los ha puesto en adobo, con perejil, cilantro, cebolla picada fina, comino, pimienta, pimentón dulce, sal y una pizca de aceite de oliva. Pide a Keltum que encienda el anafe para asar la carne. También dice que ha preparado un tayín de pollo con aceitunas y limones confitados. Que ha pelado dos cebollas, le ha añadido aceite, agua, jengibre, pimienta, sal y unas ramitas de azafrán. Que lo ha mezclado todo y lo ha dejado rehogar a fuego lento. Recuerda a Keltum que el pollo que compre tiene que ser de corral y no de fábrica, que sea beldi, del campo, y no de los que crían en serie. Eso es lo que nos ha preparado de comida. El caso es que no es la hora de comer ni hay pinchitos ni tayín. Sin embargo, ella se queda extasiada como si oliera el aroma de todos esos platos.

«No tengo apetito -dice mi madre-. Las medicinas que tomo me lo han cortado. Pero me alegra veros comer lo que he cocinado para vosotros. Ésa es mi felicidad. Ni se os ocurra decirme que estáis invitados en casa de unos amigos o de vuestro hermano. ¡Ni hablar! Me niego, decidles que vuestra madre se ha pasado todo el día cocinando los platos que os gustan. Así que, cuando esté puesta la mesa y vosotros sentados, yo comeré sólo con miraros. Mañana cocinaré para vuestro padre. Le haré su plato preferido, patas de ternera con trigo y garbanzos. Quedará muy sabroso y lo dejaré cocer lentamente al fuego de leña durante toda la noche. Estará delicioso. Ya he pedido a Keltum que las compre en la carnicería de Buchta, la más famosa de Fez. Hay que limpiarlas y frotarlas bien para quitarle la pelusa, dejarlas en remojo en agua con sal. No ponerle mucho ajo, ya sabes, para que el ajo no dé mal aliento, hay que abrirlo por la mitad y quitarle la semilla verde, y así resulta inofensivo».

«Pero, yemma, hace ya once años que mi padre no está entre nosotros».

«¡Ah, es verdad, se ha muerto! No importa, es su plato preferido. Hay que complacerle, incluso los muertos necesitan que uno esté pendiente de ellos. Mañana disfrutará con ese plato. Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais? La comida ya está lista, sentaos… ¿Qué estáis diciendo, que ya os vais a casa? Ésta es vuestra casa. Vuestro padre no tardará en llegar, ven, coge el teléfono y llámalo, si no contesta es que viene para acá. Se niega a tomar un taxi, dice: no hay nada mejor que caminar, pero yo sé que también lo hace para ahorrar, tu padre nunca ha sido muy gastador, cuenta el dinero, aunque como no tiene mucho… nosotros somos gente modesta; le digo que seremos ricos cuando herede de mi padre las tierras que tiene en la región de Imuzzer; aunque no se ocupa mucho de ellas, un día me tocara una parte, pero, mientras mi padre esté en vida, de eso no se habla en la familia, es vergonzoso pensar en la herencia, además uno nunca sabe quién se irá primero, Dios tiene sus secretos, yo vivo en el secreto de Dios, él me protege y me aleja del mal, cuando llegue mi hora, no tendré más que cerrar los ojos y decir la profesión de fe: no hay más Dios que Dios y Mohamed es su profeta, pronunciaré esas palabras al infinito hasta la extinción, hasta que llegue el silencio y la noche».

Llego sin avisar. Keltum está con dos mujeres jóvenes, guapas, muy maquilladas, se las ve incómodas, cada una con un teléfono móvil en la mano. Keltum me dice: «Son las hijas de mi hijo mayor, trabajan en la zona franca del puerto, en unas fábricas de confección». Ellas se levantan, saludan apenas a mi madre, me miran de reojo, con una mirada cómplice, luego se van. Keltum las acompaña a la puerta. Siento que está incómoda. No digo nada. Me vuelve a decir que son sus nietas mayores y que son buenas chicas. No digo palabra, ella sigue justificando la presencia de las nietas. Lo entiendo y me siento al lado de mi madre, que me habla en voz baja: «Son las hijas de su hija o de su hijo, ella tiene tantos, serán seis o siete, que ya he perdido la cuenta, los varones no hacen nada, sólo trabajan las chicas, que Dios me castigue si tengo malos pensamientos, pero creo, en fin, no he dicho nada, ni siquiera lo he pensado… la vida es dura… ellas tienen el teléfono ese que se lleva en el bolsillo, yo sólo tengo este teléfono que se avería cada dos por tres, y, además, el cable no es suficientemente largo para llegar hasta mí, haz algo, cómprame un teléfono como el de esas chicas, aunque no sabré usarlo, elige un aparato que sirva sólo para contestar cuando tú me llamas, estoy harta de este teléfono con cable, ¿ves?, no es práctico, cuando tiro un poco de él, ya no da la señal, cuando se avería, el corazón me late deprisa, me digo que en ese mismo momento me vas a llamar y te encontrarás con el vacío, así que haz algo… Esas dos chicas vienen a menudo a ver a Keltum. Creo que le dan dinero o ella es la que les da algo de sus ahorros. Dicen que tienen novio, pero no está muy claro. Yo nunca tuve novio, pasé de jugar con las muñecas a la alcoba nupcial en la que me esperaba un hombre. Tenía miedo a lo desconocido. ¿Te lo imaginas, hijo? ¡Cuántas cosas han cambiado! Yo cerraba los ojos. He olvidado lo demás. Las chicas trabajan. ¿Cuánto ganarán? Me lo pregunto. Tienen alhajas y zapatos importados de España. El padre ya no trabaja. Tenía un camión, pero le ocurrió un accidente, descubrieron que no tenía seguro y que el permiso de conducir era falso. Estuvo a punto de ir a la cárcel. Le confiscaron el camión. Felizmente, no hubo muertos ni heridos. Así que ahora está sin trabajo. Sus hijas se han echado a la calle. Keltum dice que están contratadas en una fábrica en el puerto, pero a veces vienen a verla por la mañana en horario de trabajo. Yo tengo la cabeza en su sitio. Veo todo, observo todo y no me atrevo a pensar mal.

»Keltum se aburre. Rhimo se aburre. Y yo me aburro, incluso la televisión transmite aburrimiento, la mesita está coja, el aburrimiento ha carcomido la madera, las enfermeras pasan a toda velocidad por miedo a pillar un aburrimiento, mis hijos se aburren, lo veo en sus caras, en sus gestos, lo entiendo, ya nadie se divierte conmigo, mezclo el día con la noche, me pierdo en el tiempo, pierdo el hilo, así que la familia de Keltum o de Rhimo vienen para espantar el aburrimiento, tu padre dice que vienen al mediodía para comer y marcharse. Rhimo tiene dos hermanas, a cual más gorda. Llegan con sus hijos, ponen la mesa, comen, eructan, beben el té, entre sorbos ruidosos. Son campesinos, gente primitiva, no son muy educados, pero lo acepto, me digo que les hago un favor y no puedo impedirles que vengan. Doy limosna, el azaque, es eso, mi padre siempre me ha dicho que hay que dar limosna a los pobres, yo doy aunque no posea nada, en fin, doy de otro modo, miro para otro lado cuando veo cosas que me disgustan. No tengo más remedio, no tengo otra opción, hijo; y mi marido que no llega, lo espero y está tardando, Dios quiera que no le haya ocurrido nada grave, tu padre es muy cabezota, es el último en cerrar la tienda, lo espero, por cierto, telefonéale, dile que se dé prisa, la comida se está enfriando».

«Pero, yemma…».

«Ya sé, me vas a decir de nuevo que tu padre ya no está entre nosotros, te equivocas, yo lo he visto esta mañana, habló conmigo, incluso me pidió que le cocinara patas de ternera, así que… Ah, lo entiendo, ha debido de pasar por Chammain a saludar a Sidi Abdeslam, mi tío, el que había concertado nuestro matrimonio, son amigos, a veces se ven, se ponen a hablar y se olvidan de la hora de la comida…».

«Yemma, es de noche, ya son las dos de la mañana y todos duermen, Keltum duerme, Rhimo también, y yo me muero de sueño. He aceptado quedarme esta noche para ver si descansabas bien, pero compruebo que tienes los ojos abiertos y la mente, también. No estamos en Fez, y Sidi Abdeslam, al igual que mi padre, murió hace tiempo…».

«Entonces, se encontrarán con Dios, quizá en el paraíso, eso espero, por cierto, ¿qué hora es? Debo tomar mis medicinas. ¡Ah! ¿No, ahora no? ¿No me toca todavía? ¿Y por qué no me toca? Tú debes saber, hijo mío, lo que me conviene y lo que no, buenas noches, creo que tengo sueño».

Es la segunda vez que mi madre me dice: «¡No te he visto desde tu entierro, te he echado de menos!». Ella vive en el paraíso. No está en este mundo, se encuentra con todos los muertos de la familia, pasa largos momentos hablando con ellos y nos hace creer que están presentes entre los vivos. ¿Por qué me habrá integrado en el cortejo de los muertos? No quiere vivir sin mí y me lleva con ella en sus sueños en vela, en sus alucinaciones que acaban por divertirnos. Mis hermanos y yo nos telefoneamos para contarnos las últimas anécdotas y nos reímos diciendo: al menos, ella no sufre.

Cuando protesto con suavidad diciéndole: «¡Pero si estoy vivo!», ella se ríe y añade: «De todas formas yo no habría sobrevivido a tu muerte, Dios me llevará estando tú vivo, eso es lo que le pido siempre, así que si te he hablado de entierro es porque he debido de confundirte con mi hermano menor, que tanto quiero, ya sabes, hijo, la confusión, todo se mezcla en la cabeza, todo, la gente y las horas, las imágenes y los sentimientos, la verdura y la fruta, las medicinas y el azúcar, el día y la noche, las estrellas y los sueños, el sueño y el olvido, hijo mío… ¿Estás seguro de que eres mi hijo?… El olvido, me olvido de las cosas pero no pasa nada, espero no ser una carga demasiado pesada para vosotros, quiero ser ligera hasta el final. Cuando perdí a mi primer marido, a los diecisiete años, alguien me dijo: "Dios te ha evitado la pesadez de la vida, ahora eres ligera, una niña y ya viuda, pero la vida no se detiene, eres la inocencia maltratada por esa muerte brutal, durante toda tu vida intentarás de algún modo mantenerte ligera. Es importante". Después de aquellas palabras, dejé de estar triste, me sentía como un pájaro con alas, por eso mi duelo fue menos penoso y me volví a casar enseguida. Mi madre era elegante gracias a esa levedad. Era como una abeja, viva, rápida, grácil. Me gustaría tanto morirme como ella. Se marchó mientras dormía, yo también me dejaré llevar en el sueño».

Los fantasmas del pasado han debido de despedirse de mi madre. Esta mañana ha vuelto a tener un episodio de demencia. Ya nada está en su sitio, ni los seres ni las cosas. La llamo por teléfono. Está llorando, desesperada. «Ven pronto, te lo suplico, ven y tráeme a tus hijos, la niña pequeña que adopté se ha ido, estaba conmigo en el cuarto de baño, salió a abrir la puerta de la casa y desapareció. Me la han raptado, con lo que yo la quería, estoy muy intranquila, no ha regresado, ¿dónde estará? Espero que no le hagan daño, así que ven, te lo suplico de rodillas, no me dejes sola, hay unas personas que me quieren hacer daño, van y vienen. Las veo, se acercan a mí».

Está muy agitada, se le ha resbalado el pañuelo de la cabeza. Tiende los brazos. La abrazo. Mis hijos la cubren de besos, parece que se ha sosegado pero insiste en que nos quedemos con ella. No ve bien. Se le han roto las gafas. Cuando nos despedimos, nos suplica que no nos vayamos. Se me hace un nudo en la garganta. Mis hijos me preguntan por qué llora. Nos vamos prometiéndole que regresaremos al día siguiente, y ella entiende al mes siguiente y confunde las estaciones: «Será ramadán y vendréis al atardecer, para la ruptura del ayuno».