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Zilli ha muerto. Me lo acaba de anunciar Roland. Estaba comiendo con una amiga en la terraza del restaurante Le Mirabeau en Lausanne, un bello mediodía de julio. Al final de la comida, se puso a toser; su amiga le dio un vaso de agua; se lo bebió y se atragantó. Se cayó de la silla y quedó tendida boca abajo en la hierba. Roland estaba en la piscina Pully jugando al ping-pong. Oyó que lo llamaban por el altavoz, era la policía. Le anunciaron la noticia. Regresó a la mesa de ping-pong y terminó la partida. Me dijo: «De todas formas está muerta, tenía que terminar de jugar, yo iba ganando». Al día siguiente, abrió el sobre que contenía las instrucciones de Zilli: «Os pido que me incineréis y que disperséis mis cenizas en el Parque del Recuerdo en el cementerio de Lausanne; no deseo ninguna ceremonia religiosa ni esquela en la prensa».

A la incineración asistieron algunas señoras mayores entre las cuales estaban su amiga ciega, la portera de su edificio, Monique y Naomi, la novia de Roland de entonces.

Mi madre sigue decayendo. Cada vez me cuesta más ir a verla. Se muestra cariñosa pero nos confunde a todos. Necesita nuestra presencia, por eso voy a verla casi a diario.

Keltum se ha ausentado durante el día y mi madre se ha venido abajo. Por mucho que Rhimo intente tranquilizarla, basta con que una pieza falte en su rompecabezas para desencadenar el pánico. Keltum ya no puede más. Necesita descansar una o dos veces por semana. Me vuelve a decir que ella no es una empleada de la casa sino una amiga, un miembro de la familia.

Mis visitas se acortan cada vez más. No hace mucho, yo me sentaba al lado de mi madre, le cogía la mano y hablábamos. Ahora evito hacerle preguntas sobre su salud, le da motivos para lanzarse a un delirio ante el cual sólo podemos seguirle la corriente. En el teléfono, sin embargo, muestra más coherencia. Quizá la memoria es más fiel a la voz que a la imagen. Por el momento, alterno: un día hablo con ella por teléfono y al siguiente paso a verla.

Keltum me ha enumerado las reparaciones necesarias para el buen funcionamiento de la casa:

«-Cambiar el calentador de agua, ya no se puede reparar.

– Comprar una cocina nueva.

– Arreglar la cadena del váter.

– Desprenderse de la vieja alfombra rabatí, apesta.

– Instalar una antena parabólica para que Rhimo pueda ver el culebrón brasileño "Esmeralda", si no, irá a verlo a casa de los vecinos y a su madre de usted no le gusta que se marche, ni siquiera a la casa de al lado.

– Hablar con el farmacéutico para que nos fíe.

– Y por último, si no es pedir demasiado, comprarme un teléfono móvil… Sí, lo necesito para que mis nietos y mis hijos me llamen».

Mi madre está muy entretenida. Apenas ha notado mi presencia. Se rodea con un pañuelo el dedo índice y luego el pulgar. Repite el mismo gesto un montón de veces. Habla, se habla a sí misma y se olvida, vuelve sobre las palabras, las pone del derecho y del revés, canturrea en voz baja, tararea melodías, luego se calla de golpe. «¿Quién anda ahí? ¡Ah, eres tú, hijo, no te había visto entrar! ¿Hace tiempo que estás ahí? Cada vez veo menos. Este cuarto está siempre oscuro. Necesito luz, es importante la luz. Dime, ¿no te has cruzado, al entrar, con mi padre, con tu abuelo? Estaba aquí, creo que ha comido con Muley Ismael, ya sabes, el que tiene ocho hijas y está deseando casarlas. ¡El pobre! Ocho hijas… Algunas ya han encontrado marido. Un casamiento concertado. Él es un rico joyero. Una de sus hijas se ha casado con un zapatero, ¿te das cuenta?, un pobre artesano que remienda babuchas viejas. ¡Menudo oficio! No gana nada. Así que su suegro le ha propuesto montarle una tienda de zapatos para mujeres. Estaba loco de alegría. Pero de tanto trabajar con las clientas, ha acabado casándose con una y se la ha impuesto a la primera esposa. Muley Ismael ha venido a quejarse a mi padre, ya sabes, tu abuelo es un hombre muy respetado, la gente llega de todo el país para consultarle sus problemas. Así que oí toda la conversación, la pobre Ghita, creo que así se llama, fue al morabito donde está enterrado Muley Idriss, y pidió asilo al gran santo, diciendo que no se iría de allí hasta que su marido repudiase a la segunda esposa. Pero el islam da la razón al marido, dicen que en el Corán está escrito que hay que ser justo con cada una de las esposas. ¿Cómo se puede ser justo? ¿Qué habría hecho yo en su lugar? En todo caso, yo no habría pedido asilo en el morabito de Muley Idriss. No soy mala persona, no, no iría a sacarle los ojos a la segunda esposa, soy incapaz de eso. Por cierto, ¿quién eres? ¿Y por dónde andan mis tres maridos?».

Ya no habla. Su mirada está vacía. ¿Qué hace el tiempo? No estoy seguro de que pase. La esquiva, como si ella ya no contase para nadie. El tiempo pasa por encima de ese cuerpo reducido a tan poquita cosa, lo ignora. Y ella sigue ahí, inmovilizada en los años cuarenta, fiel a sus fantasmas. Se quita el pañuelo de la cabeza. Keltum se lo arranca de las manos y se lo vuelve a colocar con malos modales. Le riñe. Ella, resignada, no responde.

Pide un espejo. Keltum duda. Mi madre insiste. Se ha contemplado en un espejito de bolsillo rajado en su mitad. Se echa a reír. «¿Quiénes son esas dos mujeres que me observan fijamente? Se parecen. Están locas, locas y viejas. Una se parece a Lal-la Buría, la madre de mi madre que murió hace cien años. ¿Qué viene a hacer aquí? Si está muerta, no tiene por qué estar aquí. La reconozco, es ella, la trataban como a una reina porque después de parir a mi madre sólo había tenido varones, cuatro chicos, todos guapos e inteligentes. La otra no sé quién es. Quizá es mi madre, pero ella no está muerta, almorzó con nosotros hace un rato. ¿Y esas canas grises tan feas? Se las tendría que haber cubierto con un pañuelo, de preferencia amarillo canario. Me gusta ese color. Le sienta bien a mi corazón. Toma, te devuelvo tu espejo roto. Tú lo has roto. Han roto todo en esta casa. Si pudieran, también me romperían a mí. Pero mi hijo vela por mí, y mi padre viene a verme dos veces al día. ¿Quién vive en ese espejo? ¿Ves lo que yo veo? ¡Qué extraño, se parece a Muley Ali, mi hermano! ¿Te das cuenta? Todo el mundo me decía que estaba muerto pero él nunca se había ido de nuestra casa, sólo había cambiado de domicilio, vino a casa a refugiarse, su mujer no lo entiende y le hace la vida imposible, mira ese espejo, ¡es lo bastante grande para ocultar a mi hermano menor! Él habla conmigo, ¿lo oyes?, dice que espera que llegue nuestro padre para salir de su escondrijo. Siempre he oído decir que un espejo no miente. Es cierto, ¡qué guapo es mi Muley Ali! ¡Ay, si su mujer lo viera, ella que convenció a todos de que había muerto! Mi hermano está vivo, tengo pruebas de ello. Ve a ver los otros espejos, la casa está llena de ellos, comprueba que tu padre, que sí está muerto y enterrado, no ha intentado esconderse detrás del espejo grande del corredor, el que compró al rabino de Tánger, decía que era un espejo que venía de lejos, de una ciudad sobre el agua en Europa. ¡Ay, esos espejos, cuántas sorpresas nos ocultan! Bueno, ya oigo los pasos de mi padre, veo que lleva a un niño de la mano, ¿quién es? Quizá es Abdelkrim, el que perdí cuando enfermó de unas fiebres muy altas. Era un niño muy guapo, tenía cuatro años cuando los ángeles vinieron a llevárselo. Se fue, ligero como un ángel. Pero ¿por qué lo trae de la mano mi padre? Vienen los dos del paraíso… A menos que los espejos… los espejos me jueguen malas pasadas, no estoy loca, veo a mi padre inclinándose hacia mí, intento besarle la mano, la retira, ¿no ves nada?, pero, hijo, abre bien los ojos, es tu abuelo, Muley Ahmed, el hombre que todo Fez adora y venera, nunca hizo daño a nadie, ni siquiera pensó mal de nadie… El espejo te lo confirmará. Pero ¿quién ha cogido mi muñeca? Es tan bonita mi muñeca fabricada con los trapos que ha dejado el costurero judío. Yo la dibujé en mi mente y Moshé, el judío, me dio la lana y los retales. Es verano, qué calor hace en Fez, Moshé no tiene calor con su chilaba negra. Trabaja sin descanso. Mi madre le ha dado huevos duros y tomates. No come nuestra comida, lo lamenta porque huele los aromas de la cocina y le dice que le hubiera gustado probarla, pero su religión se lo prohíbe. Ayer me trajo una torta hecha con harina blanca sin sal. La probé por curiosidad, no sabe a nada. Moshé es un buen colchonero. Siempre trabajó para nuestra familia.

»¿Mi muñeca? ¿Dónde está? Jugaba con ella a vestirla de novia. Mi hermana pequeña me la ha quitado. Tiene envidia, se cree más lista que yo, y me callo, aunque voy a consultarlo con el espejo, él no miente. Cuando me miro en él, veo otro mundo, gente extraña a mi alrededor, no sé dónde estoy. Creo que son las medicinas. Ellas provocan mi locura. Keltum se lo dijo el otro día al doctor. Pero yo no estoy chalada, estoy de viaje y paso temporadas en la ciudad de mi niñez, allí me encuentro con mis padres, mis objetos, mis perfumes. Por cierto, aborrezco el perfume de esa borrica de Keltum, no me oye, ha salido, así que puedo decir que es una borrica, esa mujer me asusta, ¿dónde estoy? Me da vueltas la cabeza, tengo ganas de dormir, no te vayas, quédate conmigo, dame la mano…».

Mi madre, pues, sólo tiene recuerdos. Ocupan toda su mente. Cuando llego, no reacciona. Mi madre se ha ido lentamente. Ya no habla de su funeral. Creo que es porque piensa que está muerta y enterrada. Ya está del otro lado. Me da pena y no digo nada.