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«La lengua ha caído»; a mi madre le cuesta articular. No entiendo lo que dice. Capto una palabra y adivino las demás. Su rostro tiene una palidez extraña. Los ojos abiertos observan el techo. El médico le ha quitado la dentadura postiza. La boca es un agujero que se ha tragado el labio inferior. Tiene las manos muy delgadas. Está tumbada boca arriba y no se mueve. En cuanto se la toca, grita tímidamente. Ausencia o sueño. Por intermitencia. Se ausenta y ronca. Hay que controlarle la glucemia, la fiebre, el sudor. Limpiarle los ojos vidriosos.

Me siento a su lado y le cojo la mano. Quiere ver a sus hijos. Estamos todos aquí. Sólo falta Turía, que se ha ido a La Meca.

Su médico, al que reconoce sin equivocarse nunca, viene a verla mañana y noche. Ahora soy yo quien habla con ella, le cuento mi juventud: «Has adelgazado, ¿te acuerdas de cuando gozabas de buena salud, lo guapa y vivaracha que eras? Corrías detrás de mí para castigarme porque había cometido alguna travesura. ¿Te acuerdas de nuestra casa de Fez, la última casa que construyó mi padre? Era grande y no tenía comodidades». En invierno, nos helábamos de frío, dormíamos bajo unas mantas pesadas, el suelo estaba cubierto de cemento, mi padre no tenía dinero para comprar azulejos, en cambio la casa de mi tía estaba llena de mármol importado de Italia. Para nosotros eso era el lujo supremo. Ya desde pequeño descubrí que había un montón de pobres, y de ricos, aunque el marido de mi tía era rico porque trabajaba mucho, yo le tenía aprecio, era discreto y amable, siempre me deslizaba un billete en la mano, me sonreía y yo no debía contárselo a mi padre, se habría enfadado, pero yo daba ese dinero a mi madre, que se ponía contenta; un día me pidió que la acompañase a la medina, al zoco Dhab, el mercado del oro, sacó un pañuelo, deshizo el nudo que había atado, me mostró la pequeña suma de dinero que había dentro y me dijo: «Es tu dinero, lo he ahorrado, ahora me vas a hacer un regalo con él». ¡Un regalo! Nadie le había regalado nunca nada. Nada. Ni siquiera un ramo de flores o una caja de bombones. Mi madre se sentía orgullosa y contenta de que su hijo le ofreciese su primer regalo. Conté el dinero y pregunté al joyero: «¿Qué me das por este dinero?». Contó los billetes y dijo a mi madre: «Con esto puedes comprar una pulsera, elige la que quieras, no, la gruesa, no, elige una de las finas, además las gruesas ya no están de moda». Mi madre estuvo dudando un buen rato y por fin se decidió. Me lo dio y esperó a que yo se lo ofreciese. Yo estaba emocionado, ella también. «¿Recuerdas? Nunca olvidé esa historia de la pulsera; mucho tiempo después, te regalé tu primer cinturón de oro, me acuerdo del comentario de mi tía, que consideró que era menos bonito que el suyo, pero los tiempos habían cambiado, tú respondiste diciendo que a ti no te gustaban las alhajas pesadas y caras, pero que lo habías aceptado por complacer a tu hijo. Te lo pusiste poco y un día decidiste regalárselo a mi mujer». Mi madre esboza una sonrisa, luego gime. Sonreír le duele. Le aprieto la mano. Hace un esfuerzo para apretarme la mía. Al cabo de una hora pasada junto a ella, me acostumbro a su palidez y a su enorme cansancio. Cuando llegué el otro día, mi primera impresión fue brutal; lloré, tuve que cubrirme la cara con las manos.

Fui al cementerio con mi hermano mayor. Había que prever un cierto número de cosas. Yo tenía una risa nerviosa. Le contaba chistes para no pensar en lo que supuestamente habíamos venido a hacer: elegir un lugar para la tumba de mi madre. El encargado, Larussi, nos enseñó varios mientras nos decía, claramente afectado:

– Que Dios la libere con su misericordia, este sitio de aquí está bien, en frente está la ciudad y la montaña toda verde, la vista es magnífica, ella debe de ser una persona sensible a la que le gusta la serenidad y el azul del cielo, a menos que prefiráis ponerla en el otro lado, pero no os lo aconsejo, para llegar allí hay que caminar sobre varias tumbas, aquí estaría bien, venid, poneos en el lugar exacto, ¿qué veis? Admirad el paisaje, es magnífico, esta parte del cementerio está muy solicitada, la gente con medios la reserva, supongo que para vosotros no se plantean problemas en ese sentido…

Nos recorremos el cementerio de arriba a abajo. Ya no intento distender el ambiente. Pasa un cortejo fúnebre. Larussi comenta:

– El sexto entierro del día. Ayer tuvimos once. Nunca se sabe cuántos vamos a tener. Hay días en que no hay ninguno, aunque yo sólo hablo de mi cementerio. En los demás, no sé.

Pasamos delante de la tumba de mi padre. Mi hermano se detiene y reza una oración. Observo que la tumba está retranqueada respecto del camino. Pregunto a Larussi si hay espacio para otra tumba. Se queda mirándola un rato y dice:

– Treinta y cinco centímetros por un metro sesenta, veamos, sí, es posible.

Me sorprendo. Treinta y cinco centímetros es poco. Larussi me da explicaciones, como si yo fuera un forastero:

– Entre nosotros, los musulmanes, el muerto se entierra sobre el lado derecho orientado a La Meca, no boca arriba como hacen los cristianos.

Así seré enterrado un día, sobre el lado derecho, con la cabeza dirigida hacia La Meca. Imaginé el cuerpecito de mi madre encogido y de costado, mientras La Meca lo observaba. También pensé en mi padre, un creyente invadido a menudo por la duda y la rabia. ¿Era un buen musulmán? Nos bendecía, mencionando la bondad y la misericordia de Alá, cumplía con el ayuno de ramadán, aunque refunfuñando todo el día y pagando su mal humor con mi madre o con el dependiente que trabajaba con él en la tienda. Pero no había que hablarle de la peregrinación a La Meca. Le caían mal los saudíes, a pesar de que no había conocido a ninguno personalmente. Algunos peregrinos le contaban sus desventuras en La Meca, se quejaban de las condiciones con las que se desarrollaba la peregrinación. De todos modos, él no tenía medios suficientes para cumplir ese deber de todo musulmán. Lo decía y citaba un versículo del Corán que lo justificaba.

Un sol suave y primaveral da a este cementerio una luz inquietante en esta época de principios del invierno. Las tumbas no están alineadas según un orden geométrico. Se empujan unas a otras, como si los muertos fuesen a sentarse y admirar el cielo, o a pedirle lluvia, él que es tan avaro con el agua. Hoy la gente se ha manifestado por las calles pidiendo lluvia y clemencia a Dios. La sequía es una obsesión en este país, y las rogativas, una señal de impotencia. Larussi nos pregunta si ya nos hemos decidido. Nos miramos sin decir nada, luego, como incitándonos a elegir, se pone a alabar el paisaje que se ve desde ese lugar, olvidándose de que ya nos lo había dicho:

– Mirad, la vista es magnífica. Debéis pensar en los que vengan a visitar su tumba. Es mejor que tengan una buena vista. A no ser que prefiráis el otro lado, que da a otro cementerio. Cuando se viene a visitar a los muertos, más vale no verse incomodado por otras tumbas.

Mi hermano le dice que nos hemos decidido por una tumba pegada a la de nuestro padre.

Me atrevo a gastar una broma.

– ¡No estoy muy seguro de que les guste encontrarse de nuevo en el mismo lecho!

Larussi finge que no ha oído nada. Mi hermano se ríe. Yo también.

Larussi se lanza a explicarnos cómo va a proceder para preparar una fosa gemela con dos losas. Nos muestra una tumba ancha y comenta:

– ¡Acsedán! (Quiere decir «accident» en francés, un accidente de coche. Un matrimonio muerto en el acto y enterrado en la misma tumba.)

Al regresar a casa, encuentro a mi madre muy mal. En cuanto la tocan, le duele todo. La veo tan agotada, tan extenuada, que me pongo a rogar por que tenga un desenlace sereno que la libere. Mis hermanos piensan lo mismo pero no hablamos de ello. Nos miramos y cada cual lee en el rostro del otro ese ruego. Mi hermano mayor me dice que el islam prohíbe la eutanasia pero que existe una oración para aliviar el desenlace. Cita la fórmula ritual: «A Dios pertenecemos y a Él regresaremos».

Está adormecida y de vez en cuando llama a su madre y a su hermano menor. La tranquilizo diciéndole que ya vienen. En ningún momento ha llamado a su hija. No estoy seguro de que me reconozca. Le cojo la mano. Cualquier madre reconoce a su hijo por el tacto de la mano. Tiene la mano y el brazo tan delgados que temo lastimarla. Está mirando el techo, se ha quedado dormida y se ausenta. Ahora estará en Fez jugando al escondite con su hermano menor. Lo llama, se queja suavemente y vuelve a ausentarse. Ya no está aquí. Vigilo su respiración. No consigue cerrar la boca. Los recuerdos la engañan, van y vienen, le dan la ilusión de vivir y reír, luego se oscurecen y caen en un pozo. Tiene miedo de que la arrastren a él, de no hacer pie y no poder salir a la superficie. Lucha contra las sombras. Veo que mueve la mano, como si quisiera espantar a alguien. Ya casi no articula palabra. Adivinamos lo que quiere decirnos. Keltum reconoce las palabras apenas pronunciadas. ¿Las reconoce o las imagina y actúa por costumbre? Sabe que es el momento de darle de beber o de cambiarla. Mi madre insiste. Nos inclinamos hacia ella, intentando comprenderla. Quiere ir al cuarto de baño. Keltum le dice: «¿Quieres orinar? No hay ningún problema, te acabo de poner un pañal». Pero mi madre se niega a hacer sus necesidades en el pañal. Se contiene. No se la puede mover. En cuanto la tocamos, grita de dolor.

La casa ya no es la casa de mi madre. Afortunadamente, ella ya no ve en qué se ha convertido: una especie de campamento como los que existen en los barrios de chabolas. En la cocina, los cacharros se amontonan junto a la ropa sucia. En el salón, la humedad se filtra por las colchonetas. Sólo el cuarto de baño está limpio. Falta papel higiénico. La enfermedad y la muerte también son pequeñas cosas de la vida, esos detalles aparentemente sin importancia, ese abandono, esa tristeza que cubre los objetos y las paredes. ¿Qué es más intolerable: la enfermedad o la muerte? Una amiga que había luchado contra un mal que invadía su cuerpo me dijo un día:

– La muerte, la verdadera, la insoportable pérdida y ausencia es la enfermedad, días y noches interminables de degradación, sufrimiento e impotencia. Eso es la muerte y no esa fracción de segundo cuando el corazón se detiene.

Mi madre se está muriendo.

«Me agacho y recojo las horas y los días, a trocitos, no es gran cosa, son fragmentos del tiempo que pasa, y cuentan mucho, pero si estáis todos conmigo, dejaré de inclinarme sobre los desechos del tiempo. Estoy harta de acumular horas vacías, días que se confunden con las noches, sueños que me engañan, recuerdos que se aburren y se agitan como peces salidos del agua, me ahogo, me voy, una ola me devuelve a la arena, no siento nada, pero estoy mojada, me da vergüenza no poder secarme, pierdo mis facultades, de qué me sirve deciros que estoy harta, todo está en manos de Dios, él es el que guía mis pasos en ese mar liso en el que me hundo y luego me levanto, todo depende de su voluntad, me he olvidado de rezar, ya no sé dónde estoy, me voy, con los ojos entornados, la boca abierta, ¡ay! cómo odio ese agujero, ¿por qué no consigo cerrar los labios? Ronco, mi último marido me despertaba con sus ronquidos, siempre los odié. Ya no controlo nada. Tengo ganas de ir al cuarto de baño, me niego a orinarme encima, no, prefiero aguantarme, me duele la vejiga, pero resisto. ¡Eso no, eso no! Voy a llamar a Keltum. ¿No me oye o se hace la sorda? Tiendo la mano, no encuentro a nadie a mi lado. ¿Dónde están mis hijos? Sé que están aquí, es el momento de sentirlos cerca de mí. Hablan en el cuarto de al lado. Los oigo. Eso me tranquiliza. Les voy a decir que recen por mí, que recen a Dios para que él no me olvide».