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Insomnio. El rostro de mi madre ocupa todo el espacio. Está posando para Zailachi, el amigo fotógrafo. Se coloca bien el pañuelo en la cabeza, mira derecho al objetivo e intenta sonreír. Tiene cincuenta años. Fue entonces cuando empezó su enfermedad. Me observa. Estoy detrás de Zailachi. Me dice: «Mi madre tuvo lo mismo, desgraciadamente murió cuando yo estaba estudiando en Estados Unidos». Se lo cuenta a ella. Ella contesta con un deseo: «¡Que Dios me lleve mientras vivan mis hijos!». O bien: «¡Que Dios nos guarde de la separación!».

Estoy pensando en Roland que no entiende lo unido que estoy a mi madre. Me dice: «Los vínculos que me interesan son los de la ruptura y la polémica. Sin embargo, tú te pegas a tu madre como un loco de Dios a la santidad». Es cierto, pero qué importa. Quiero a mi madre por lo que es, por lo que me ha dado y porque ese amor es casi religioso. A menudo me pregunto: «¿Qué sería yo sin la bendición de mis padres?». La bendición no tiene nada que ver con la religión. Pero debemos respeto, asistencia y amor a los que nos han engendrado. No me avergüenzo de reivindicar esa bendición. Es una pasión, un hilo de seda tendido entre dos seres, un amor gratuito, sencillo, no requiere explicación.

Un día de verano en Fez vi a un hombre maldecir públicamente a uno de sus hijos. Le retiró su bendición y pidió a Dios que le negase su misericordia. Se formó un corro de gente a su alrededor y cundieron los comentarios.

«-Un hijo excluido de la familia es un hombre perdido.

»-Un hijo maldito va directamente al infierno.

»-Un padre que llega a ese extremo da lástima; y en cuanto al hijo, merece desprecio y aislamiento.

»-Dios lo condenará al infierno eterno».

Ella quería ver el mar, sentir el olor de las algas, recordar la época en la que vivía en el barrio del Marchán, frente al Estrecho. Así que aceptó ir a casa de su hijo unos días. Todavía no estaba muy enferma. A veces salía, iba al joyero Hassan y a la costurera Drissía. Eso pasó hace veinte años. La mujer de su hijo la había dejado en la casa y se había ido de viaje a ver a sus padres. Al final de la tarde, ella quiso, como de costumbre, tomarse un té con leche. Todo estaba cerrado con llave, los armarios, los cajones e incluso la puerta de la cocina. Cuando su hijo regresó a casa, se la encontró en la entrada, con la chilaba puesta, llorando: «Quiero irme inmediatamente a mi casa. Aquí no me quieren. Ella ha cerrado todo con llave antes de marcharse. ¡Nadie me ha hecho esto nunca! ¡Qué vergüenza! ¡Estar invitada en casa de mi hijo y rechazada por mi nuera! ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos para haber llegado a este extremo de mezquindad? ¡Un vaso de té! ¿Dios mío, de qué tiene miedo esta mujer sin educación? ¿De qué le quite sus cosas? ¡Qué vergüenza, hijo mío! ¡Venga, llévame a mi casa, ya mismo, y en cuanto al té, no volveré a probarlo en mi vida, pues siempre me traerá malos recuerdos!».

Afortunadamente, se olvidó de aquella historia.

El silencio pesa en la casa. El cielo está gris. Keltum dormita. Piensa en el futuro. Quizá se niegue a irse de esta casa.

Ya está reclamando que la indemnice. La otra mujer sueña con un hombre, un marido, una familia. Los objetos están tristes. Casi no queda nada de la vajilla. Todo se rompe. Mi madre llevaba su casa como si fuera un pequeño palacio. Hoy todo está en mal estado.

Junio de 1956. Tánger, ciudad internacional. Una ciudad comida por Europa, una ciudad abierta al mundo, tan abierta que tiene fama de ser guarida de espías y de bandidos, un lugar donde todos los tráficos son posibles, una ciudad ajena al tiempo, que da la espalda a Marruecos, a sus tradiciones y costumbres. Mi madre se sentía en Tánger como de vacaciones pero echaba de menos Fez. Los españoles eran los extranjeros más numerosos y los más activos. No se les consideraba ocupantes, eran casi igual de pobres que nosotros; los franceses y los ingleses eran arrogantes, ricos, poderosos y despreciativos. No les caían bien los españoles, los consideraban igual de atrasados que los marroquíes. Era difícil acceder a sus escuelas e institutos. Frente a la casa de mi tío, había una escuela primaria: la Escuela de Hijos de Notables. Pregunté a mi tío qué significaba «notables», se quedó pensando un rato y me dijo: «Por supuesto que no sois ni tú ni tus primos, nosotros no somos tan distinguidos como para entrar en esas escuelas, ni tan ricos ni tan enamorados de los fransauis». Al salón de té Porte acudían los franceses y era el lugar preferido de las viejas damas inglesas para tomar el té de las cinco. Los ingleses tenían un cementerio para perros. A nosotros nos divertía y causaba asombro. ¡Tanto amor por los perros… era incomprensible! Los italianos tenían un palacio, una escuela y un restaurante, la «Casa de Italia». Los españoles, un hospital que acogía a todo el mundo, unas monjas bondadosas que atendían a los enfermos y familias necesitadas. También había una escuela y un periódico franquista, el diario España. Mi madre no sabe contar en pesetas. Utiliza los rials, y yo también. Va al zoco y compra todo lo necesario para organizar una gran fiesta. Está feliz. Mi hermano y yo hemos aprobado el ingreso en la escuela secundaria. Mi padre ha enmarcado nuestros diplomas y ha invitado a mucha gente. Dos días y dos noches de preparativos. Los tíos, primos y primas han llegado. El vecino judío, amigo de mi padre, nos ha traído regalos: una pluma Parker para cada uno. Y yo me escapo y sigo a mi hermano que tenía cita en la playa con una niña española muy guapa. Mi madre se echa a llorar. «¡He preparado todo para la fiesta y os vais a la playa! ¡Qué vergüenza! ¿Qué voy a decir a mis invitados? ¿Cómo explicarles que mis hijos prefieren tomarse un bocadillo de atún en la playa que la pastela que llevo preparando durante dos días?». Cuando regresamos a casa por la tarde, aún había gente. Yo había cogido una insolación. Mi hermano se había peleado con el primo de la española. Fue un mal día. Por la noche, para que nos perdonasen, fregamos los cacharros. Mi madre dormía.

Nos mira aunque sabemos que ya no ve. Sus ojos vidriosos y vacíos buscan donde posar la mirada. Nos mira y calla. Mi hermana me dice: «No tengo suerte, nunca la tuve. Mi madre se va sin haber hablado conmigo. ¿Por qué ese silencio? ¡Soy su hija, no hay derecho! Sí, su propia hija, aunque me haya criado mi abuela y de pequeña llamase a mi madre hermana. Soy la mayor, pero ella prefiere a los varones. No tengo suerte. El único que me comprendía ha muerto. Estoy sola, terriblemente sola. ¡Mira, está moviendo los labios, quiere hablar, hablar conmigo, pero no consigue articular palabra! ¿Vosotros la entendéis? Hace calor, tiene calor. Voy a abanicarla, como en la época de Fez, cuando nos asfixiábamos en verano. El día de mi boda, llovió. Intentaron convencerme de que era un buen presagio. Se va a morir, seguro, está escrito, aunque no siempre puedo admitir que Dios es quien me arrebató a mi marido, un camión loco se lo llevó por delante, que Dios me perdone, a veces pierdo la razón y no sé lo que digo. Sólo me encuentro a gusto cuando estoy en La Meca. Ya he hecho siete veces la peregrinación, cinco de ellas con mi marido. Ese lugar santo te serena, incluso mi diabetes se estabiliza allí, desaparecen mis jaquecas y el corazón se vuelve ligero. Tendríamos que haber llevado a nuestra madre a La Meca. ¡Se hubiera puesto tan contenta, habría sido tan feliz, ella que nunca conoció mucha alegría en su vida! Pero ahora es tarde, quizá Dios le tenga destinada una estancia en el paraíso. Recuerdo la época en que lloraba porque su marido la maltrataba. No es que fuera violento pero tenía una lengua venenosa. Mira, se mueve. Quizá tenga sed. Le faltan fuerzas para hablar. Se niega a comer. Es como un bebé que ya no quiere el seno de su madre. Nos mira como suplicándonos que no la obliguemos a comer».