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El cuerpo de mi madre no cesa de encoger. Es pequeñita. Una cosita ligera, puro hueso y dolorida. Ha perdido vista pero sigue oyendo muy bien. Ha reconocido la llamada del almuédano en el gorjeo de un gorrión. Dice: «Nombra a Dios». Mi hermana le sigue la corriente y confirma que el pajarillo era un ángel que había acudido a rezar con ellas.
De nuevo me toma por mi hermano mayor, me pregunta por sus hijos y mezcla todo. Atribuye los míos a otro hijo suyo. Prefiero reírme de su confusión. Mi hermano se entristece y se le humedecen de lágrimas los ojos. También tengo ganas de llorar, pero me contengo porque ella tiene momentos de espléndida lucidez en los que la reconozco, bella y elegante, inteligente y aguda, consciente de lo que soporta y de lo que ocurre a su alrededor. Nunca pierde por completo la cabeza. Mi hermano se ha entretenido en calcular sus momentos de lucidez y los de delirio. Pretende que éstos son más numerosos que aquéllos.
Ayer Keltum me pidió, algo incómoda, que comprase pañales a mi madre. Sufre de incontinencia pero se niega a usarlos. Arranca la parte adhesiva y tira el pañal debajo de la cama. Keltum se enfurece. Ya no puede más, me dice: «Usted sólo viene unas horas, yo estoy aquí siempre, día y noche, sobre todo, de noche. Duerme mal y nos despierta para hablar de Fez y de sus hermanos, muertos hace tiempo; dígale al médico que le dé algún medicamento que le devuelva la razón o que la haga dormir. ¡No puedo más!».
Mi madre ha hablado siempre de la muerte con serenidad. No la teme, por su fe en Dios. Un día, cuando aún su estado de salud no era alarmante, me pidió que le diese una importante suma de dinero. «¿Para qué? No seas como tu padre que siempre preguntaba qué hacía con el dinero. Quiero volver a tapizar el salón, comprar una nueva tela para los divanes, dos bonitas mesas bajas, cubiertos y servilletas, pintar toda la casa». «¿Y para qué quieres todo eso?». «Quiero que la casa esté limpia y ordenada para mi funeral, la gente vendrá de todos los lugares del país, tiene que encontrar la casa en buen estado. La comida del día del entierro deberá ser deliciosa, siempre he recibido a mis invitados con generosidad, mi última invitación tiene que ser la más cuidada, ¡la mejor! Por eso, hijo mío, necesito dinero. Te lo digo ahora y no lo olvides, tiene que ser una gran recepción».
La madre de mi amigo Roland celebró sus noventa años con un viaje en el que dio la vuelta al mundo. Vive en Lausanne, goza de buena salud, juega al bridge todas las tardes, lee libros y va al cine. La vida en Suiza es menos agotadora que en Tánger. Mi madre no sabe jugar al bridge, nunca fue a la escuela, ni al teatro o a la ópera. Se casó tres veces y tuvo cuatro hijos que ha alimentado y criado. Tres maridos y una única historia de amor. Nunca se la oí contar a ella pero la adiviné. Mi madre no habla de amor. Sólo pronuncia esa palabra para referirse a sus hijos, dice: «¡Me muero por ti, tú, la niña de mis ojos, el arco iris de mi vida, me muero por ti!». Es analfabeta, no inculta. Tiene su cultura propia, sus convicciones religiosas, sus valores y sus tradiciones. Vivir toda una vida sin descifrar una página de escritura, sin leer los números, vivir en un mundo cerrado rodeada de signos que pasan ante sus ojos sin entenderlos. El problema se complicó el día en que mi padre mandó instalar un teléfono en casa; ella sintió la necesidad de aprender los números para llamar a sus hijos, a su hermana y a su marido. Mi padre se los enseñó pero enseguida perdió la paciencia y se los dejó escritos en grande en una pizarra. Ella decidió aprenderse sólo dos: el de la tienda de mi padre y el mío. Se pasaba el día escribiendo esos dos números hasta que se los supo de memoria. Un día consiguió marcar correctamente el mío. Desafortunadamente, topó con el contestador automático. Habló con él: «Escúchame bien y no te olvides de lo que voy a decirte para que se lo transmitas a mi hijo de Fransa cuando él regrese a casa, dile que su madre lo ha llamado, que ella está bien, en fin, un poco, que se muere de nostalgia por él, dile también que su padre tose mucho y no quiere que lo vea un médico, díselo clarito, que llame a su amigo médico para que venga a casa a verlo, tose y escupe, dile también que su prima Turía se ha ido de peregrinación a La Meca, y eso es todo, no te olvides de decirle que llame a su padre, y que me ha subido el azúcar porque Keltum me puso nerviosa, en fin, voy a colgar y cuento contigo para que le des el recado. Y un último encargo, te lo digo rápido, dile que a Hadch, su primo, se le murió la mujer y que lo llame para darle el pésame, gracias, muchas gracias».