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Mi madre lleva dos días llamando a un tal Mustafa. En la familia no tenemos a nadie con ese nombre. ¿A quién se refiere? Insiste, y dice que está muy enfadada porque no ha venido. Cuando le pedimos que nos explique de quién se trata, se sorprende por esa pregunta tan absurda. «¡Se trata de mi hijo mayor, el que tuve a los quince años! ¿Cómo es posible que no os acordéis de él? Era tan guapo y generoso. Ha tenido varios hijos, ya no sé cuántos, su mujer lo tiene dominado, no da un paso sin consultar con ella, o más bien, sólo hace lo que ella le ordena. Mustafa tiene un corazón de oro, un corazón blanco como la seda. Si no ha venido a verme es por culpa de ella. Cuando lo veáis, decidle que quiero que venga a verme, a ver a su madre».

En nuestra familia no hay nadie con ese nombre. ¿De dónde habrá sacado esa idea de un hijo del que nunca nos había hablado? Quizá lo confunde con mi hermano mayor.

Dice Keltum que mi madre se ha pasado la noche llorando. Al despertarse por la mañana, no recuerda nada. Lloraba porque el juez le había quitado a sus dos hijos pequeños. «¿Qué responder a esto?», me pregunta Keltum. Nada. Escucharla y no llevarle la contraria.

Ayer me pidió dinero, no mucho, sólo un poco para no sentirse desvalida. Keltum es la que lleva las cuentas de la casa. Le doy un billete de cien dirhams. Le cuesta metérselo en el bolsillo, repleto de trapos. Tiene miedo a quedarse sin pañuelos. Al rato, me vuelve a pedir dinero en el mismo tono. Ya se había olvidado. Cuando le recuerdo que acabo de darle cien dirhams, me dice: «¡Keltum me los ha robado!». Luego, me mira fijamente y me pregunta: «¿Quién es usted? Seguro que conoce a mi hermano, sí, es un bendito que su mujer ha convertido en miga de pan, y él ni rechista y la llama "mi dueña", Lal-la Lal-lati… Bueno, me voy, tengo que acompañar a mi madre a la tienda de Moshé que está preparando mi ajuar, es el mejor bordador de toda la judería, tiene unos dedos de oro, es tan buena persona que parece musulmán!».

¿Cómo se llama esta enfermedad? ¿Alzheimer? Mi madre tiene momentos de perfecta lucidez y coherencia, aunque son cada vez menos frecuentes. Qué más da el nombre que se dé a esta enfermedad. ¿De qué sirve nombrarla? Dice: «¡Mi memoria se ha vuelto quebradiza! Con los años, mi mente ha encogido, no puede acordarse de todo, ya no le caben muchas cosas. Hazme preguntas, a ver si aún me queda algo…». Y cita los nombres de sus hijos y nietos, mezcla las épocas y las ciudades, rectifica sobre la marcha, se ríe de su senilidad y protesta porque en la televisión marroquí ya no salen sus cantantes preferidos.

Ella, que nunca ha omitido ninguna de las cinco oraciones diarias, ahora ya no reza. Se olvida y no sabe cómo utilizar la piedra pulimentada de la que se sirven ritualmente los enfermos que no pueden hacer sus abluciones con agua. Tampoco recuerda las palabras de los rezos. Keltum me comenta: «Se lo hace encima, y sabe que al estar sucia no puede orar».

Mi madre se ha vuelto muy impaciente. Cuando pide algo, lo hace a gritos y protestando. Keltum también pierde la paciencia. Ocuparse durante las veinticuatro horas del día de una anciana que ha perdido la cabeza exige algo más que paciencia. A veces Keltum se enfada, pide vacaciones, que es también una forma de pedir un aumento de sueldo, algo que no le discuto. Su trabajo no tiene precio. Llevar en brazos a una anciana al cuarto de baño, lavarla, vestirla, tranquilizarla, responder por enésima vez a la misma pregunta, trasladarla a su cuarto, darle sus medicinas, hacerle la comida, hablar con ella, escucharla, no dejarla nunca sola. La única persona que hubiera podido hacerlo es su propia hija, pero mi hermana Turía está deprimida y no tiene paciencia con su madre.

Ha aceptado dar un paseo por las afueras de la ciudad. La hemos llevado hasta el coche, Ahmed me ha prestado su Mercedes, más cómodo que mi Fiat Uno, y la hemos sentado. Está contenta y emocionada. Reza unas oraciones para que todo vaya bien. Salimos marcha atrás y pregunta qué pasa. No reconoce ni nuestra callejuela ni a los vecinos. Su amiga, que vivía en la casa de enfrente, se ha mudado. Se acuerda de ella y de algunas tardes que pasaron juntas. Conduzco despacio para que disfrute del paisaje. Enfilo la carretera del Cabo Espartel, me detengo cerca del faro y le cuento que allí se juntan los dos mares, el Atlántico y el Mediterráneo. No me escucha, parece pensativa. Me pregunta dónde está la casa de su hijo Mohamed. Le recuerdo que él vive en Casablanca. «Podría haberme avisado», murmura. No le llevo la contraria. Proseguimos el paseo hasta Le Mirage. Es un bonito hotel que da al mar. Se niega a salir del coche. No quiere que la vean en su estado. La sentamos en un sillón y entre dos la llevamos dentro, a la sombra de un árbol, cerca de la piscina. Me dice: «¿Todo esto es tuyo? ¿Es tu casa? ¡Te la mereces, qué bonito, la piscina, el mar, la hierba, las plantas y el silencio! Has elegido muy bien el sitio, que Dios te colme de suerte y bondad para que tú y tu familia viváis mucho tiempo y sin preocupaciones». Le explico que es un hotel donde suelo pasar las vacaciones de verano. Me dice: «Este lugar se te parece, es hermoso». Luego se echa un sueñecito, se despierta de pronto y llama a Keltum: «Prepara las cosas del baño, nos vamos al hamam, mañana me caso, rápido, rápido, no hay tiempo que perder, mi madre está muy ocupada, todas mis primas han venido a la ceremonia del baño, mañana me caso, estoy asustada, no conozco a mi futuro marido, no sé si es alto y guapo o bajo y feo, no sé si le falta algún diente, si le gustaré, vamos a preparar la bolsa con todo, no olvides las naranjas y los huevos duros, el ghasul perfumado y la alheña que compramos en el santuario de Muley Idris, rápido, venga, chicas, rápido, pronto se hará de noche…».