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Una amiga mía dice que nosotros, los chilenos, somos pobres, pero delicados de los pies. Se refiere, por supuesto, a nuestra injustificada susceptibilidad, siempre a flor de piel, a nuestro orgullo solemne, nuestra tendencia a convertirnos en tontos graves apenas nos dan la oportunidad. ¿De dónde nos vienen esas características? Supongo que un poco es atribuible a la madre patria, España, que nos legó una mezcla de pasión y severidad; otro tanto se lo debemos a la sangre de los sufridos araucanos, y del resto podemos culpar a la suerte.
Tengo algo de sangre francesa, por parte de mi padre, y sin duda algo de indígena, basta verme para adivinarlo, pero mis orígenes son principalmente castellano–vascos. Los fundadores de familias como la mía intentaron establecer dinastías y para eso algunos de ellos se atribuyeron un pasado aristocrático, aunque en realidad eran labriegos y aventureros españoles, llegados hace algunos siglos al rabo de América con una mano por delante y otra por detrás. De sangre azul, lo que se dice, nada. Eran ambiciosos y trabajadores, se apoderaron de las tierras más fértiles en las cercanías de Santiago y se abocaron a la tarea de convertirse en notables. Como inmigraron antes y se enriquecieron rápido, pudieron darse el lujo de mirar para abajo a los que llegaron después. Se casaban entre ellos y, como buenos católicos, producían copiosa descendencia. Los hijos normales se destinaban a la tierra, los ministerios y a la jerarquía eclesiástica, pero jamás al comercio, que era para otra clase de gente; los menos favorecidos intelectualmente iban a parar a la Marina. A menudo sobraba algún hijo para presidente de la República. Tenemos estirpes de presidentes, como si el cargo fuera hereditario, porque los chilenos votan por un nombre conocido. La familia Errázuriz, por ejemplo, tuvo tres presidentes, treinta y tantos senadores y no sé cuántos diputados, además de varios jerarcas de la Iglesia. Las hijas virtuosas de familias «conocidas» se casaban con sus primos o se convertían en beatas de dudosos milagros; de las hijas descarriadas se encargaban las monjas. Era gente conservadora, devota, honorable, soberbia y avara, pero en general de bondadosa disposición, no tanto por temperamento, sino por hacer méritos para ganar el cielo. Se vivía en el temor de Dios. Me crié convencida de que cada privilegio trae como consecuencia natural una larga lista de responsabilidades. Esa clase social chilena mantenía cierta distancia con sus semejantes, porque había sido
colocada en la Tierra para dar ejemplo, pesada carga que asumía con devoción cristiana. Debo aclarar, sin embargo, que a pesar de sus orígenes y apellidos, la rama de la familia de mi abuelo no formaba parte de esa oligarquía, gozaba de un buen pasar, pero carecía de fortuna o de tierras.
Una de las características de los chilenos en general y de los descendientes de castellanos y vascos en particular, es la sobriedad, que contrasta con el temperamento exuberante, tan común en el resto de América Latina. Crecí entre tías millonarias, primas de mi abuelo y mi madre, vestidas con ropones negros hasta los talones, quienes hacían alarde de «virar» los ternos de sus maridos, engorroso proceso que consistía en descoser el traje, planchar los pedazos y volver a unirlos por el revés para darles nueva vida. Era fácil distinguir a las víctimas, porque llevaban el bolsillo superior de la chaqueta a la derecha, en vez de a la izquierda. El resultado era siempre patético, pero el esfuerzo demostraba cuán ahorrativa y hacendosa era la buena señora. Eso de ser hacendosa es fundamental en mi país, donde la pereza es privilegio masculino. A los hombres se les perdona, igual como se tolera en ellos el alcoholismo, porque se supone que son inevitables características biológicas: el que nace así, nace así… No es el caso de las mujeres, se entiende. Las chilenas, incluso las de fortuna, no se pintan las uñas, porque eso indicaría que no trabajan con las manos y uno de los peores epítetos es ser tachada de holgazana. Antaño, al subir a un autobús, se veía a todas las mujeres tejiendo; pero eso ya no es así, porque ahora llegan toneladas de ropa de segunda mano de Estados Unidos y basura de poliéster de Taiwán, de modo que el tejido pasó a la historia.
Se ha especulado que nuestra tan ponderada sobriedad es herencia de agotados conquistadores españoles, que llegaban medio muertos de hambre y sed, impulsados más por desesperación que por codicia. Esos valientes capitanes–los últimos en el reparto del botín de la Conquista–debían cruzar la cordillera de los Andes por pasos traicioneros, o atravesar el desierto de Atacama bajo un sol de lava ardiente, o desafiar las olas y los vientos fatídicos del cabo de Hornos. La recompensa apenas valía la pena, porque Chile no ofrecía, como otras regiones del continente, la posibilidad de enriquecimiento exorbitante. Las minas de oro y plata se contaban con los dedos de una mano y había que arrancar sus peñascos con un esfuerzo descomunal; tampoco daba el clima para prósperas plantaciones de tabaco, café o algodón. El nuestro siempre fue un país medio pobre; a lo más que el colono podía aspirar era a una existencia tran
quila dedicada a la agricultura.
Antes la ostentación era inaceptable, como he dicho, pero por desgracia eso ha cambiado, al menos entre los santiaguinos. Se han puesto tan pretenciosos, que van al automercado los domingos por la mañana, llenan el carrito con los productos más caros–caviar, champaña, filete-, se pasean un buen rato para que otros admiren sus compras, luego lo abandonan en un pasillo y salen discretamente con las manos vacías. También he oído que un buen porcentaje de los teléfonos celulares son de madera; sólo sirven para jactarse. Años atrás esto habría sido impensable; los únicos que vivían en mansiones eran los árabes nuevos ricos y nadie en su sano juicio se habría puesto un abrigo de piel, aunque hiciera un frío polar. El lado positivo de tanta modestia–falsa o auténtica–era, por supuesto, la sencillez. Nada de celebraciones de quinceañeras con cisnes teñidos de rosa, nada de bodas imperiales con tortas de cuatro pisos, nada de fiestas con orquesta para perritos falderos, como en otras capitales de nuestro exuberante continente. La sobriedad nacional fue un rasgo notable, que desapareció con el capitalismo a ultranza impuesto en las últimas dos décadas, cuando ser rico y pa–recerlo se puso de moda, pero espero que pronto volvamos a lo conocido. El carácter de los pueblos es tenaz.
Ricardo Lagos, el actual presidente de la República (principios del año 2002), vive con su familia en una casa alquilada en un barrio sin pretensiones. Cuando lo visitan dignatarios de otras naciones se quedan pasmados ante las reducidas dimensiones de la casa y el asombro aumenta al ver al dignatario preparar los tragos y a la primera dama ayudando a servir la mesa. Aunque la derecha no perdona que Lagos no sea «gente como ellos», admira su sencillez. Esta pareja es un típico exponente de la clase media de antigua cepa, formada en escuelas y universidades estatales gratuitas, laicas y humanistas. Los Lagos son chilenos criados en los valores de igualdad y justicia social, a quienes la obsesión materialista de hoy parece no haber rozado. Es de suponer que el ejemplo servirá para terminar de una vez por todas con los carritos abandonados en el automercado y los teléfonos de madera.
Se me ocurre que esa sobriedad, tan arraigada en mi familia, así como la tendencia a disimular la alegría o el bienestar, provenía de la vergüenza que sentíamos al ver la miseria que nos rodeaba. Nos parecía que tener más que otros no sólo era una injusticia divina, sino también una especie de pecado personal. Debíamos hacer penitencia y caridad para compensar. La penitencia era comer a diario
frijoles, lentejas o garbanzos y pasar frío en invierno. La caridad era una actividad familiar, que correspondía casi exclusivamente a las mujeres. Desde muy pequeñas las niñas íbamos de la mano con las madres o las tías, a repartir ropa y comida entre los pobres. Esa costumbre terminó hace como cincuenta años, pero ayudar al prójimo sigue siendo una obligación que los chilenos asumen con alegría, como corresponde en un país donde no faltan ocasiones de ejercerla. En Chile la pobreza y la solidaridad van de la mano. No hay duda que existe una tremenda disparidad entre ricos y pobres, tal como ocurre en casi toda América Latina. El pueblo chileno, por pobre que sea, está más o menos bien educado, se mantiene informado y conoce sus derechos, aunque no siempre pueda hacerlos valer. Sin embargo, la pobreza asoma su fea cabeza a cada rato, sobre todo en tiempos de crisis. Para ilustrar la generosidad nacional, nada mejor que unos párrafos de una carta de mi madre desde Chile, con ocasión de las inundaciones del invierno de 2002, que sumergieron medio país en un océano de agua sucia y barro.
«Ha llovido varios días seguidos. De repente amaina y es una lluvia finita que sigue mojándonos y justo cuando el Ministerio del Interior dice que ya viene mejor tiempo, cae otro chubasco como tempestad y le vuela el sombrero. Ha sido otra dura prueba para la población. Hemos visto la verdadera cara de la miseria en Chile, la pobreza disfrazada de clase media baja, la que más sufre, porque tiene esperanzas. Esa gente trabaja una vida entera para obtener una vivienda decente y las empresas la estafan: pintan las casas muy lindas por fuera, pero no les hacen desagües y con la lluvia no sólo se inundan, sino que empiezan a deshacerse como miga de pan. Lo único que distrae del desastre es el campeonato mundial de fútbol. Iván Zamorano, nuestro ídolo futbolístico, donó una tonelada de alimento y pasa los días en las poblaciones anegadas entreteniendo a los niños y repartiendo pelotas. No te puedes imaginar las escenas de dolor; siempre son los de menos recursos los que sufren las peores inclemencias. El futuro se ve negro, porque el temporal ha sumergido los campos de verduras bajo el agua y el viento ha volado plantaciones enteras de frutales. En Magallanes mueren las ovejas por miles, atrapadas en la nieve a merced de los lobos. Por supuesto, la solidaridad de los chilenos se manifiesta en todas partes. Hombres, mujeres y adolescentes con el agua hasta las rodillas y cubiertos de lodo, cuidan niños, reparten ropa, apuntalan poblaciones enteras que el agua arrastra hacia las quebradas. En la Plaza
Italia se ha instalado una enorme carpa; pasan los automóviles y sin detenerse lanzan paquetes de frazadas y alimentos a los brazos de los estudiantes que esperan. La Estación Mapocho está convertida en un enorme refugio de damnificados, con su escenario donde los artistas de Santiago, los grupos de rock y hasta la orquesta sinfónica amenizan, obligando a bailar a la gente entumida de frío, que así olvida por unos instantes su desgracia. Ésta es una lección de humildad muy grande. El presidente, acompañado por su mujer y los ministros, recorre los refugios y ofrecen consuelo. Lo mejor es que la ministra de Defensa, Michelle Bachelet, hija de un asesinado por la dictadura, sacó al ejército a trabajar por los damnificados y anda encaramada a un carro de guerra con el comandante en jefe a su lado, ayudando día y noche. ¡ En fin! Cada uno hace lo que puede. La cuestión será ver qué hacen los bancos, que son un escándalo de corrupción en este país.»
Tal como ante el éxito ajeno el chileno se irrita, igualmente es magnífico ante la desgracia; entonces pone de lado su mezquindad y se convierte de súbito en la persona más solidaria y generosa de este mundo. Hay varias maratones anuales por televisión destinadas a la caridad y todos, especialmente los más humildes, se lanzan en una verdadera competencia a ver quién da más. Ocasiones de apelar a la compasión pública no faltan en una nación permanentemente remecida por fatalidades que descalabran los cimientos de la vida, diluvios que arrastran pueblos enteros, olas descomunales que ponen barcos al medio de las plazas. Estamos hechos a la idea de que la vida es incierta, siempre aguardamos que nos caiga encima otro infortunio. Mi marido–quien mide un metro ochenta y es de rodillas poco flexibles–no podía entender por qué guardo las copas y los platos en las repisas más bajas de la cocina, donde él sólo alcanza acostado de espalda en el suelo, hasta que el terremoto de 1988 en San Francisco destruyó la vajilla de los vecinos, pero la nuestra quedó intacta.
No todo es golpearse el pecho con sentimiento de culpa y hacer caridad para compensar la injusticia económica. Nada de eso. Nuestra seriedad se compensa ampliamente con la glotonería; en Chile la existencia transcurre en torno a la mesa. La mayor parte de los empresarios que conozco están con diabetes, porque las reuniones de negocios son con desayuno, almuerzo o cena. Nadie firma un papel sin tomarse por lo menos un café con galletitas o un trago. Si bien es cierto que comíamos legumbres a diario, el menú cam
biaba los domingos. Un típico almuerzo dominical en casa de mi abuelo empezaba con contundentes empanadas, unos pasteles de carne con cebolla, capaces de provocar acidez al más sano; luego se servía cazuela, una sopa levantamuertos de carne, maíz, papa y verduras; enseguida un suculento chupe de mariscos, cuyo delicioso aroma llenaba la casa, y para terminar una colección de postres irresistibles, entre los cuales no podía faltar la tarta de manjar blanco o dulce de leche, antigua receta de la tía Cupertina, todo acompañado con litros de nuestro fatídico pisco sour, y varias botellas de buen vino tinto envejecido por años en el sótano de la casa. Al salir nos daban una cucharada de leche de magnesia. Esto se multiplicaba por cinco cuando se celebraba el cumpleaños de un adulto; los niños no merecíamos tal deferencia. Nunca oí mencionar la palabra colesterol. Mis padres, que tienen más de ochenta años, consumen noventa huevos, un litro de crema, medio kilo de mantequilla y dos de queso a la semana. Están sanos y frescos como chiquillos.
Aquella reunión familiar no sólo era buena ocasión para comer y beber con gula, sino también para pelear con saña. Al segundo vaso de pisco sour los gritos y los insultos entre mis parientes se oían por todo el barrio. Después partía cada cual por su lado jurando no volver a hablarse, pero al domingo siguiente nadie se atrevía a faltar, mi abuelo no lo habría perdonado.
Entiendo que esta perniciosa costumbre se ha mantenido en Chile, a pesar de lo mucho que se ha evolucionado en otros aspectos. Siempre me espantaron esas reuniones obligatorias, pero resulta que ahora, en la madurez de mi existencia, las he reproducido en California. Mi fin de semana ideal es tener la casa llena de gente, cocinar para un regimiento y acabar el día discutiendo a voz en cuello.
Las peleas entre parientes se mantenían en privado. La privacidad es un lujo de las clases pudientes, porque la mayor parte de los chilenos no la tiene. Las familias de la clase media para abajo viven en promiscuidad, en muchos hogares duermen varias personas en la misma cama. En caso que exista más de una habitación, los tabiques divisorios son tan delgados, que se oyen hasta los suspiros en la pieza de al lado. Para hacer el amor hay que esconderse en sitios inverosímiles: baños públicos, debajo de los puentes, en el zoológico, etc. En vista de que la solución al problema habitacional puede demorar veinte años, con suerte, se me ocurre que el Gobierno tiene la obligación de proporcionar moteles gratuitos para
parejas desesperadas, así se evitarían muchos problemas mentales. Cada familia cuenta con algún tarambana, pero la consigna siempre es cerrar filas en torno a la oveja negra y evitar el escándalo. Desde la cuna los chilenos aprendemos que «la ropa sucia se lava en casa» y no se habla de los parientes alcohólicos, los que se endeudan, los que apalean a su mujer o han pasado por la cárcel. Todo se esconde, desde la tía cleptómana hasta el primo que seduce vie–jecitas para quitarles sus míseros ahorros y, especialmente, aquel que canta en un cabaret vestido de Liza Minelli, porque en Chile cualquier originalidad en materia de preferencia sexual es imperdonable. Ha costado una batalla que se discuta públicamente el impacto del sida, porque nadie desea admitir las causas. Tampoco se legisla sobre el aborto, uno de los problemas de salud más serios del país, con la esperanza de que, si no se toca el tema, desaparecerá como por encanto.
Mi madre tiene una cinta grabada con una lista de sabrosas anécdotas y escándalos familiares, pero no me deja oírla, porque teme que yo divulgue su contenido. Me ha prometido que a su muerte, cuando ella esté definitivamente a salvo de la venganza apocalíptica de sus parientes, heredaré esa grabación. Crecí rodeada de secretos, misterios, cuchicheos, prohibiciones, asuntos que no debían mencionarse jamás. Tengo una deuda de gratitud con aquellos innumerables esqueletos ocultos en el armario, porque plantaron en mí las semillas de la literatura. En cada historia que escribo intento exorcizar a alguno de ellos.
En mi familia no se propagaban chismes, en eso éramos algo diferentes al Homo chilensis común y corriente, porque el deporte nacional es hablar a espaldas de la persona que acaba de salir de la pieza. En esto también nos diferenciamos de nuestros ídolos, los ingleses, quienes tienen por norma no hacer comentarios personales. (Conozco a un ex soldado del ejército británico, casado, padre de cuatro hijos y abuelo de varios nietos, que decidió cambiar de sexo. De la noche a la mañana apareció vestido de señora y absolutamente nadie en su pueblo de la campiña inglesa, donde había vivido por cuarenta años, hizo ni la menor observación.) Entre nosotros hablar mal del prójimo tiene incluso un nombre: «pelar», cuya etimología seguramente proviene de pelar pollos, o arrancarle las plumas al ausente. Tanto es así, que nadie quiere ser el primero en irse, por eso las despedidas se eternizan en la puerta. En nuestra familia, en cambio, la norma de no hablar mal de otros, impuesta por mi abuelo, llegaba al extremo de que él nunca le dijo a mi madre las razones por las cuales se oponía a su matrimonio con el
hombre que habría de convertirse en mi padre. Rehusó repetir los rumores que circulaban sobre su conducta y su carácter, porque no contaba con pruebas y, antes de manchar el nombre del pretendiente con una calumnia, prefirió arriesgar el futuro de su hija, quien acabó desposándose en total ignorancia con un novio que no la merecía. Con los años me he librado de este rasgo familiar; no tengo escrúpulos en repetir chismes, hablar a espaldas de los demás y divulgar secretos ajenos en mis libros; por eso la mitad de mis parientes no me habla.
Esto de que la familia no le hable a uno es cosa corriente. El gran novelista José Donoso se vio obligado por la presión familiar a eliminar un capítulo de sus memorias sobre una extraordinaria bisabuela, quien al enviudar abrió una casa de juego clandestino, atendida por atractivas muchachas. La mancha en el apellido impidió que su hijo llegara a presidente, según dicen, y un siglo más tarde todavía sus descendientes procuran ocultarla. Lamento que esa bisabuela no fuera de mi tribu. De haberlo sido, me habría encargado de explotar su historia con justificado orgullo. ¡ Cuántas novelas sabrosas se pueden escribir con una bisabuela como ésa!