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En mi familia casi todos los hombres estudiaron leyes, aunque ninguno que yo me acuerde se recibió de abogado. Al chileno le gustan las leyes, mientras más complicadas, mejor. Nada nos fascina tanto como el papeleo y los trámites. Cuando alguna gestión resulta sencilla, sospechamos de inmediato que es ilegal. (Yo, por ejemplo, siempre he dudado de que mi matrimonio con Willie sea válido, porque se llevó a cabo en menos de cinco minutos mediante un par de firmas en un libro. En Chile eso habría tomado varias semanas de burocracia.) El chileno es legalista, no hay mejor negocio en el país que tener una notaría: queremos todo en papel sellado con varias copias y muchos timbres. Tan legalistas somos, que el general Pinochet no quiso pasar a la historia como usurpador del poder, sino como legítimo presidente, para lo cual tuvo que cambiar la Constitución. Por una de esas ironías tan abundantes en la historia, después se vio atrapado en las leyes que él mismo había creado para perpetuarse en el cargo. Según su Constitución, ejercería el cargo por ocho años más–ya llevaba varios en el poder–hasta 1988, cuando debía consultar al pueblo para que decidiera si él continuaba o si se convocaba a una elección. Perdió el plebiscito y
al año siguiente perdió la elección y debió entregar la banda presidencial a su opositor, el candidato democrático. Es difícil explicar en el extranjero la forma en que terminó la dictadura, que contaba con el apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, la derecha y un sector numeroso de la población. Los partidos políticos estaban suspendidos, no había Congreso y la prensa estaba censurada. Tal como sostuvo muchas veces el general, «no se movía una hoja en el país sin su consentimiento».
¿Cómo, entonces, pudo ser derrotado por una votación democrática? Esto sólo puede suceder en un país como Chile. Del mismo modo, mediante un resquicio de la ley, ahora se intenta juzgarlo junto a otros militares acusados de violación a los derechos humanos, a pesar de que la Corte Suprema fue designada por él y que una amplia ley de amnistía los protege por actos ilegales cometidos durante los años de su gobierno. Resulta que hay centenares de personas que fueron detenidas, a quienes los militares niegan haber matado, pero como no han aparecido se consideran secuestradas. En esos casos el delito no prescribe, por lo que los culpables no pueden parapetarse tras la amnistía.
El amor por los reglamentos, por inoperantes que sean, encuentra sus mejores exponentes en la inmensa burocracia de nuestra sufrida patria. Esa burocracia es el paraíso del «chilenito del montón» o el hombre de gris. En ella puede vegetar a gusto, a salvo por completo de las trampas de la imaginación, perfectamente seguro en su puesto hasta el día de su jubilación, siempre que no cometa la imprudencia de tratar de cambiar las cosas, tal como asegura el sociólogo y escritor Pablo Huneeus (quien, dicho sea de paso, es uno de los pocos excéntricos chilenos que no está emparentado con mi familia). El funcionario público debe comprender desde su primer día en la oficina que cualquier amago de iniciativa será el fin de su carrera, porque no está allí para hacer mérito, sino para alcanzar dignamente su nivel de incompetencia. El propósito de mover papeles con sellos y timbres de un lado a otro no es resolver problemas, sino atascar soluciones. Si los problemas se resolvieran, la burocracia perdería poder y mucha gente honesta se quedaría sin empleo; en cambio, si empeoran, el Estado aumenta el presupuesto, contrata más gente y así disminuye el índice de cesantía y todos quedan contentos. El funcionario abusa de su pizca de poder, partiendo de la base que el público es su enemigo, sentimiento que es plenamente correspondido. Fue una sorpresa comprobar que en Estados Unidos basta tener una licencia de conducir para moverse por el país y la mayoría de los trámites se hace por correo. En Chile el
empleado de turno le exigirá al solicitante prueba de que nació, no está preso, pagó sus impuestos, se registró para votar y sigue vivo, porque aunque patalee para probar que no se ha muerto, igual debe presentar un «certificado de supervivencia». Cómo será el problema, que el gobierno ha creado una oficina para combatir la burocracia. Ahora los ciudadanos pueden reclamar por el mal trato y acusar a los funcionarios ineptos… en papel sellado con tres copias, por supuesto. Para cruzar recientemente la frontera con Argentina en un bus de turismo tuvimos que esperar una hora y media mientras nos revisaban los documentos. Atravesar el antiguo muro de Berlín era más fácil. Kafka era chileno.
Creo que esta obsesión nuestra por la legalidad es una especie de seguro contra la agresión que llevamos por dentro; sin el garrote de la ley, andaríamos a palos unos con otros. La experiencia nos ha enseñado que cuando perdemos los estribos somos capaces de cualquier barbaridad, por eso procuramos ser cautelosos, parapetándonos detrás de un fajo de papeles con sellos. Evitamos en lo posible el enfrentamiento, buscamos consenso y a la primera oportunidad que se presente sometemos la decisión a voto. Nos encanta votar. Si se juntan unos cuantos mocosos en el patio de la escuela a jugar al fútbol, lo primero que hacen es escribir un reglamento y votar por un presidente, un vocal y un tesorero. Esto no significa que seamos tolerantes, ni mucho menos: nos aferramos a nuestras ideas como maniáticos (soy un caso típico). La intolerancia se ve en todas partes, en la religión, la política, la cultura. Cualquiera que se atreva a disentir es apabullado con insultos o con el ridículo, en caso que no se pueda hacer callar con métodos más drásticos. En las costumbres somos conservadores y tradicionales, preferimos lo malo conocido que lo bueno por conocer, pero en todo lo demás andamos siempre a la caza de las novedades. Consideramos que todo lo proveniente del extranjero es naturalmente mejor que lo nuestro y debemos probarlo, desde la última perilla electrónica hasta los sistemas económicos o políticos. Pasamos buena parte del siglo XX experimentando diversas formas de revolución, hemos oscilado entre el marxismo y el capitalismo salvaje, pasando por cada una de las tonalidades intermedias. La esperanza de que un cambio de gobierno pueda mejorar nuestra suerte es como la esperanza de ganarse la lotería, no tiene fundamento racional. En el fondo sabemos bien que la vida no es fácil. El nuestro es un país de terremotos, cómo no vamos a ser fatalistas. Dadas las circunstancias, no
nos queda más remedio que ser también un poco estoicos, pero no hay necesidad de serlo con dignidad, podemos quejarnos a gusto. En el caso de mi familia, creo que éramos tan espartanos como estoicos. Según predicaba mi abuelo, la vida fácil produce cáncer, en cambio la incomodidad es saludable; recomendaba duchas frías, comida difícil de masticar, colchones apelotonados, asientos de tercera clase en los trenes y zapatones pesados. Su teoría de la incomodidad saludable fue reforzada por varios colegios británicos, donde el destino me colocó durante la mayor parte de mi infancia. Si una sobrevive a este tipo de educación, después agradece aun los más insignificantes placeres; soy de la clase de personas que murmuran una silenciosa plegaria cuando sale agua caliente por la llave. Espero que la existencia sea problemática y cuando no hay angustia o dolor por varios días, me preocupo, porque seguro significa que el cielo está preparándome una desgracia mayor. Sin embargo, no soy completamente neurótica, al contrario; en realidad, da gusto estar conmigo. No necesito mucho para ser feliz, por lo general basta un chorrito de agua caliente por la llave.
Se ha dicho mucho que somos envidiosos, que nos molesta el triunfo ajeno. Es cierto, pero la explicación no es envidia sino sentido común: el éxito es anormal. El ser humano está biológicamente constituido para el fracaso, prueba de ello es que tiene piernas y no ruedas, codos en lugar de alas y metabolismo en vez de baterías. ¿Para qué soñar con el éxito si podemos vegetar tranquilamente en nuestros fracasos? ¿Para qué hacer hoy lo que se puede hacer mañana? ¿O hacerlo bien si se puede hacer a medias? Detestamos que un compatriota surja por encima de los demás, salvo cuando lo hace en otro país, en cuyo caso el afortunado se convierte en una especie de héroe nacional. El triunfador local, sin embargo, cae pésimo; pronto hay tácito acuerdo para bajarle los humos. A este otro deporte lo llamamos «chaqueteo»: coger al prójimo por la chaqueta y tirar hacia abajo. A pesar del «chaqueteo» y de la mediocridad ambiental, de vez en cuando alguien logra asomar la cabeza por encima del agua. Nuestro pueblo ha producido hombres y mujeres excepcionales: dos premios Nobel, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, los cantautores Víctor Jara y Violeta Parra, el pianista Claudio Arrau, el pintor Roberto Matta, el novelista José Donoso, por mencionar sólo algunos que recuerdo.
A los chilenos nos complacen los funerales, porque el muerto ya no puede hacernos competencia ni «pelarnos» por las espaldas. No sólo vamos en masa a los entierros, donde hay que estar de pie por
horas oyendo por lo menos quince discursos, sino que también celebramos los aniversarios del finado. Otra de nuestras entretenciones es contar y oír cuentos, mientras más macabros y tristes, mejor; en eso, y en el gusto por el trago, nos parecemos a los irlandeses. Somos adictos a las telenovelas, porque las desgracias de sus protagonistas nos ofrecen una buena disculpa para llorar por las penas propias. Me crié oyendo dramáticos seriales de radio en la cocina, a pesar de que mi abuelo había prohibido el radio, porque lo consideraba un instrumento diabólico que propaga chismes y vulgaridades. Los niños y las empleadas padecíamos con el interminable serial El derecho de nacer, que duró varios años, según recuerdo. Las vidas de los personajes de la telenovela son mucho más importantes que las de nuestra familia, a pesar de que el argumento no siempre es fácil de seguir. Por ejemplo: el galán seduce a una mujer y la deja en estado interesante; luego se casa por venganza con una chica coja y también la deja «esperando guagua», como decimos en Chile, pero enseguida sale escapando a Italia a juntarse con su primera esposa. Creo que esto se llama trigamia. Entretanto la coja se opera la pierna, va a la peluquería, hereda una fortuna, se convierte en ejecutiva de una gran empresa y atrae a nuevos pretendientes. Cuando el galán regresa de Italia y ve aquella hembra rica y con dos piernas del mismo largo, se arrepiente de su felonía. Y entonces comienzan los problemas del libretista para desenredar aquel moño de vieja en que se ha convertido la historia. Debe hacer un aborto a la primera seducida, para que no queden bastardos dando vueltas por el canal de televisión, y matar a la infortunada italiana, para que el galán–que se supone que es el bueno de la teleserie–quede oportunamente viudo. Esto permite a la ex coja casarse de blanco, a pesar de que luce una tremenda barriga, y dentro de un tiempo mínimo dará a luz un varoncito, por supuesto. Nadie trabaja, viven de sus pasiones, y las mujeres andan con pestañas postizas y vestidas de cóctel desde la mañana. A lo largo de esta tragedia casi todos acaban hospitalizados; hay partos, accidentes, violaciones, drogados, jóvenes que escapan de la casa o de la cárcel, ciegos, locos, ricos que se vuelven pobres y pobres que se hacen ricos. Se sufre mucho. Al día siguiente de un capítulo particularmente dramático los teléfonos de todo el país están ocupados con los pormenores; mis amigas me llaman a cobro revertido desde Santiago a California para comentarlo. Lo único que puede competir con el capítulo final de una telenovela es una visita del Papa, pero eso ha ocurrido una sola vez en nuestra historia y es muy probable que no se repita.
Además de los funerales, los cuentos morbosos y las telenovelas, contamos con los crímenes, que siempre son un tema interesante de conversación. Nos fascinan los psicópatas y asesinos; si son de la clase alta, mucho mejor. «Tenemos mala memoria para los crímenes del Estado, pero nunca olvidamos los pecadillos del prójimo», comentó un célebre periodista. Uno de los asesinatos más sonados de la historia fue cometido por un tal señor Barceló, quien mató a su mujer, después de haberla tratado pésimo durante los años de vida en común, y enseguida alegó que había sido un accidente. Estaba abrazándola, dijo, y se le escapó un balazo que le perforó la cabeza. No pudo explicar por qué tenía en la mano una pistola cargada apuntándole a la nuca, ante lo cual su suegra inició una cruzada para vengar a su infortunada hija; no la culpo, yo habría hecho lo mismo. Esta dama pertenecía a la más distinguida sociedad de Santiago y estaba acostumbrada a salirse con la suya: publicó un libro denunciando al yerno y después que éste fuera condenado a muerte, se instaló en la oficina del presidente de la República para impedir que lo indultara. Lo fusilaron. Fue el primero y uno de los pocos reos de clase alta en ser ejecutados, porque ese castigo se reservaba para quienes carecían de conexiones y buenos abogados. Hoy la pena de muerte ha sido eliminada, como en todo país decente.
También crecí con las anécdotas familiares contadas por mis abuelos, mis tíos y mi madre, muy útiles a la hora de escribir novelas. ¿Cuánto hay de verdad en ellas? No importa. A la hora de recordar, nadie quiere la constatación de los hechos, basta la leyenda, como la triste historia de aquel aparecido en una sesión de espiritismo que indicó a mi abuela la ubicación de un tesoro escondido debajo de la escalera. Por un error en los planos de la propiedad y no por maldad del espíritu, el tesoro nunca se encontró, a pesar de que demolieron media casa. He procurado averiguar cómo y cuándo sucedieron estos lamentables hechos, pero a nadie en mi familia le interesa la documentación y si hago muchas preguntas mis parientes se ofenden.
No quiero dar la impresión de que tenemos sólo defectos, también contamos con algunas virtudes. A ver, déjeme pensar en alguna… Por ejemplo, somos un pueblo con alma de poeta. No es culpa nuestra, sino del paisaje. Nadie que nace y vive en una naturaleza como la nuestra puede abstenerse de hacer versos. En Chile usted levanta una piedra y en vez de una lagartija sale un poeta o un cantautor popular. Los admiramos, los respetamos y les soporta
mos sus manías. Antiguamente en las concentraciones políticas el pueblo recitaba a voz en cuello los versos de Pablo Neruda, que todos sabíamos de memoria. Preferíamos sus versos de amor, porque tenemos debilidad por el romance. También nos conmueve la desgracia: despecho, nostalgia, desengaño, duelo; nuestras tardes son largas, supongo que a eso se debe la preferencia por los temas melancólicos. Si a uno le falla la poesía, siempre quedan otras formas de arte. Todas las mujeres que conozco escriben, pintan, esculpen o hacen diversas artesanías en sus minutos de ocio, que son muy pocos. El arte ha reemplazado al tejido. Me han regalado tantos cuadros y cerámicas que ya no me cabe el automóvil en el garaje. De nuestro carácter puedo agregar que somos cariñosos, andamos repartiendo besos a diestra y siniestra. Los adultos nos saludamos con un beso sincero en la mejilla derecha; los niños besan a los grandes al llegar y al despedirse, además por respeto les dicen tío y tía, como en la China, incluso a las maestras de la escuela. La gente mayor es besada sin compasión, aun contra su voluntad. Las mujeres lo hacen entre ellas, aunque se detesten, y besan a cuanto varón se ponga a su alcance, sin que la edad, la clase social o la higiene logren disuadirlas. Sólo los machos en etapa reproductora, digamos entre catorce y setenta años de edad, no se besan unos a otros, salvo padres e hijos, pero se palmotean y se abrazan que da gusto. El cariño tiene muchas otras manifestaciones, desde abrir las puertas de la casa para recibir a quien se presente de improviso, hasta compartir lo que uno tenga. No se le ocurra alabar algo que otra persona lleva puesto, porque seguro se lo saca para regalárselo. Si sobra comida en la mesa, lo delicado es entregárselo a los huéspedes para que se lo lleven, tal como no se llega de visita a una casa con las manos vacías.
Lo primero que se dice de los chilenos es que somos hospitalarios: a la primera insinuación abrimos los brazos y las puertas de nuestras casas. He oído contar a menudo a los extranjeros de visita que si piden ayuda para ubicar una dirección, el interpelado los acompañará personalmente y, si los ve muy perdidos, es capaz de invitarlos a su casa para ofrecerles comida y hasta una cama en caso de apuro. Confieso, sin embargo, que mi familia no era particularmente amistosa. Uno de mis tíos no permitía que nadie respirara cerca de él y mi abuelo arremetía a bastonazos contra el teléfono, porque consideraba una falta de respeto que lo llamaran sin su consentimiento. Vivía enojado con el cartero porque le traía correspondencia que no había solicitado y no abría cartas que no tuvieran el remitente a la vista. Mis parientes se sentían superiores al resto
de la humanidad, aunque las razones para ello me parecen nebulosas. De acuerdo a la escuela de pensamiento de mi abuelo, sólo podíamos confiar en nuestros parientes cercanos, el resto de la humanidad era sospechoso. El hombre era católico ferviente, pero enemigo de la confesión, porque sospechaba de los curas y sostenía que podía entenderse directamente con Dios para el perdón de sus pecados. Lo mismo se aplicaba para su mujer y sus hijos. A pesar de este inexplicable complejo de superioridad, en nuestra casa siempre se recibió bien a las visitas, por viles que fueran. En ese sentido los chilenos somos como los árabes del desierto: el huésped es sagrado y la amistad, una vez declarada, se convierte en vínculo indisoluble.
No se puede entrar a una vivienda, rica o pobre, sin aceptar algo de comer o beber, aunque sea sólo un «tecito». Ésta es otra tradición nacional. Como el café siempre fue escaso y caro–hasta el Nescafé era un lujo–bebíamos más té que la población completa de Asia, pero en mi último viaje comprobé maravillada que por fin entró la cultura del café y ahora cualquiera dispuesto a pagarlo encuentra espressos y cappuccinos como en Italia. De paso debo agregar, para tranquilidad de los turistas potenciales, que también contamos con baños públicos impecables y agua embotellada en todas partes; ya no es inevitable caer con colitis al primer trago de agua, como era antes. En cierta forma lo lamento, porque los que nos criamos con agua chilena estamos inmunizados contra todas las bacterias conocidas y por conocer; puedo beber agua del Ganges sin efectos visibles en mi salud, en cambio mi marido se lava los dientes fuera de Estados Unidos y coge un tifus. En Chile no somos refinados respecto al té, cualquier infusión oscura con un poco de azúcar nos parece deliciosa. Además existe una infinidad de yerbas locales, a las cuales se les atribuyen propiedades curativas, y en caso de verdadera miseria tenemos la «agüita perra», simple agua caliente en una taza desportillada. Lo primero que ofrecemos al visitante es un «tecito», un «agüita» o un «vinito». En Chile hablamos en diminutivo, como corresponde a nuestro afán de pasar desapercibidos y nuestro horror de presumir, aunque sea de palabra. Luego ofrecemos lo que hay para comer «a la suerte de la olla», lo cual puede significar que la dueña de casa le quitará el pan de la boca a sus hijos para darlo a la visita, quien tiene la obligación de aceptarlo. Si se trata de una invitación formal, se puede esperar un banquete pantagruélico; el propósito es dejar a los comensales con indigestión por varios días. Por supuesto, las mujeres hacen siempre el trabajo pesado. Ahora existe la moda de que los hombres cocinen,
una verdadera desgracia, porque mientras ellos se llevan la gloria, a la mujer le toca lavar el cerro de ollas y platos sucios que dejan apilados. La cocina típica es sencilla, porque la tierra y el mar son generosos; no existen frutas ni mariscos más sabrosos que los nuestros, esto se lo puedo jurar. Mientras más difícil es obtener los ingredientes, más elaborada y picante es la comida, como ocurre en India o en México, donde hay trescientas maneras de preparar arroz. Nosotros tenemos una sola y nos parece más que suficiente. La creatividad que no necesitamos para inventar platos originales la empleamos en los nombres, que pueden inducir al extranjero a las peores sospechas: locos apanados, queso de cabeza, prieta de sangre, sesos fritos, dedos de dama, brazo de reina, suspiros de monja, niñitos envueltos, calzones rotos, cola de mono, etc.
Somos gente con sentido del humor y nos gusta reírnos, aunque en el fondo preferimos la seriedad. Del presidente Jorge Alessandri (1958–1964), un solterón neurótico, que sólo bebía agua mineral, no permitía que se fumara en su presencia y andaba invierno y verano con abrigo y bufanda, la gente decía con admiración: «¡Qué triste está don Jorge!». Eso nos tranquilizaba, porque era signo de que estábamos en buenas manos: las de un hombre serio, o mejor aún, las de un viejo depresivo que no perdía su tiempo con alegría inútil. Esto no quita que la desgracia nos parezca divertida; afinamos el sentido del humor cuando las cosas andan mal y como siempre nos parece que andan mal, nos reímos a menudo. Así compensamos un poco nuestra vocación de quejarnos por todo. La popularidad de un personaje se mide por los chistes que provoca; dicen que el presidente Salvador Allende inventaba chistes sobre él mismo–algunos bastante subidos de color–y los echaba a rodar. Durante muchos años mantuve una columna en una revista y un programa de televisión con pretensiones humorísticas, que fueron tolerados porque no había mucha competencia, ya que en Chile hasta los payasos son melancólicos. Años más tarde, cuando empecé a publicar una columna similar para un periódico en Venezuela, cayó pésimo y me eché un montón de enemigos encima, porque el humor de los venezolanos es más directo y menos cruel. Mi familia se distingue por las bromas pesadas, pero carece de refinamiento en materia de humor; los únicos chistes que entiende son los cuentos alemanes de don Otto. Veamos uno: una señorita muy elegante suelta una involuntaria ventosidad y para disimular hace ruido con los zapatos, entonces don Otto le dice (con acento alemán): «Romperás un zapato, romperás el otro, pero nunca harás el
ruido que hiciste con el poto». Al escribir esto, lloro de risa. He tratado de contárselo a mi marido, pero la rima es intraducible y además en California un chiste racista no tiene la menor gracia. Me crié con chistes de gallegos, judíos y turcos. Nuestro humor es negro, no dejamos pasar ocasión de burlarnos de los demás, sea quien sea: sordomudos, retardados, epilépticos, gente de color, homosexuales, curas, «rotos», etc. Tenemos chistes de todas las religiones y razas.
Oí por primera vez la expresión politically correct a los cuarenta y cinco años y no he logrado explicar a mis amigos o mis parientes en Chile lo que eso significa. Una vez quise conseguir en California un perro de esos que adiestran para los ciegos pero que son descartados porque no pasan las duras pruebas del entrenamiento. En mi solicitud tuve la mala idea de mencionar que quería uno de los canes «rechazados» y a vuelta de correo recibí una seca nota informándome que no se usa el término «rechazado», se dice que el animal «ha cambiado de carrera». ¡ Vaya uno a explicar eso en Chile!
Mi matrimonio mixto con un gringo americano no ha sido del todo malo; nos avenimos, aunque la mayor parte del tiempo ninguno de los dos tiene idea de qué habla el otro, porque siempre estamos dispuestos a darnos mutuamente el beneficio de la duda. El mayor inconveniente es que no compartimos el sentido del humor; Willie no puede creer que en castellano suelo ser graciosa y por mi parte nunca sé de qué diablos se ríe él. Lo único que nos divierte al unísono son los discursos improvisados del presidente George W. Bush.