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He dicho a menudo que mi nostalgia empieza con el golpe militar de 1973, cuando mi país cambió tanto, que ya no puedo reconocerlo, pero en realidad debe haber comenzado mucho antes. Mi infancia y mi adolescencia estuvieron marcadas por viajes y despedidas. No alcanzaba a echar raíces en un lugar, cuando había que hacer las maletas y partir a otro.
Tenía nueve años cuando dejé la casa de mi infancia y me despedí, con mucha tristeza, de mi inolvidable abuelo. Para que me entretuviera durante el viaje a Bolivia, el tío Ramón me regaló un mapa del mundo y las obras completas de Shakespeare traducidas al español, que me tragué apurada, releí algunas veces y aún conservo.
Me fascinaban esas historias de maridos celosos que asesinan a sus esposas por un pañuelo, reyes a quienes sus enemigos les destilan veneno en las orejas, amantes que se suicidan por inadecuadas comunicaciones. (¡ Qué distinta habría sido la suerte de Romeo y Julieta si hubieran contado con un teléfono!) Shakespeare me inició en las historias de sangre y pasión, camino peligroso para los autores a quienes nos toca vivir en la era minimalista. El día en que nos embarcamos en el puerto de Valparaíso, rumbo a la provincia de Antofagasta, donde tomaríamos un tren a La Paz, mi madre me dio un cuaderno con instrucciones de iniciar un diario de viajes. Desde entonces he escrito casi todos los días; es el hábito más arraigado que tengo. A medida que avanzaba el tren, cambiaba el paisaje y algo se desgarraba dentro de mí. Por un lado sentía curiosidad por las novedades que desfilaban ante mis ojos y por otro una tristeza insuperable, que se iba cristalizando en mi interior. En los pueblitos bolivianos donde el tren se detenía comprábamos maíz en coronta, pan amasado, papas negras que parecían podridas y deliciosos dulces que las indias bolivianas, con sus faldas multicolores de lana y sus sombreros de hongo negros, como los de los banqueros ingleses, nos ofrecían. Yo anotaba en mi cuaderno con una tenacidad de notario, como si ya entonces presintiera que sólo la escritura podría anclarme a la realidad. Por la ventana el mundo se veía difuso por el polvo en los vidrios y deformado por la prisa del viaje. Esos días me sacudieron la imaginación. Oí cuentos de espíritus y demonios que rondan los pueblos abandonados, de momias sustraídas de tumbas profanadas, de cerros de cráneos humanos, algunos de más de cincuenta mil años de antigüedad, expuestos en un museo. En la clase de historia del colegio había aprendido que por esas desolaciones anduvieron durante meses los primeros españoles que llegaron a Chile desde el Perú en el siglo XVI. Imaginaba a ese puñado de guerreros con las armaduras al rojo, los caballos exhaustos y los ojos alucinados, seguidos por mil indios cautivos cargando víveres y armas. Fue una proeza de incalculable coraje y de loca ambición. Mi madre nos leyó unas páginas sobre los desaparecidos indios atacameños y otras sobre los quechuas y aymaras, con quienes conviviríamos en Bolivia. Aunque no podía adivinarlo, en ese viaje comenzó mi destino de vagabunda. El diario todavía existe, mi hijo lo mantiene escondido y se niega a mostrármelo porque sabe que yo lo destruiría.
Me he arrepentido de muchas cosas escritas en mi juventud: poemas espantosos, cuentos trágicos, notas de suicidio, cartas de amor impartidas a infortunados amantes y sobre todo aquel diario
cursi. (Cuidado aspirantes a escritores: no todo lo que se escribe vale la pena preservar para beneficio de generaciones futuras.) Al darme aquel cuaderno, mi madre tuvo la intuición de que habrían de perderse mis raíces chilenas y que, a falta de tierra donde plantarlas, debería hacerlo en el papel. A partir de ese instante he escrito siempre. Mantenía correspondencia con mi abuelo, mi tío Pablo y con los padres de algunas amigas, unos pacientes señores a quienes relataba mis impresiones de La Paz, sus montañas moradas, sus indios herméticos y su aire tan delgado, que los pulmones siempre están a punto de llenarse de espuma y la mente de alucinaciones. No escribía a niños de mi edad, sólo a los adultos, porque ellos me contestaban.
En mi infancia y juventud viví en Bolivia y el Líbano, siguiendo el destino diplomático del «hombre moreno de bigotes» que tanto me anunciaron las gitanas. Aprendí algo de francés e inglés; también a ingerir comida de aspecto sospechoso sin hacer preguntas. Mi educación fue caótica, por decir lo menos, pero compensé las tremendas lagunas de información leyendo todo lo que caía en mis manos con una voracidad de piraña. Viajé en barcos, aviones, trenes y automóviles, siempre escribiendo cartas en las cuales comparaba lo que veía con mi única y eterna referencia: Chile. No me separaba de mi linterna, de la cual me serví para leer aun en las más adversas condiciones ni de mi cuaderno de anotar la vida.
Luego de pasar dos años en La Paz, partimos con camas y petacas rumbo al Líbano. Los años en Beirut fueron de aislamiento para mí, encerrada en la casa y en el colegio. ¡ Cómo echaba de menos a Chile! A una edad en que las muchachas bailaban rock'n'roll, yo leía y escribía cartas. Vine a enterarme de la existencia de Elvis Presley cuando ya estaba gordo. Me vestía con un severo traje gris para molestar a mi madre, quien siempre fue coqueta y elegante, mientras soñaba despierta con príncipes caídos de las estrellas que me rescataban de una existencia vulgar. Durante los recreos en el colegio me parapetaba detrás de un libro en el último rincón del patio, para esconder mi timidez.
La aventura del Líbano terminó bruscamente en 1958, cuando desembarcaron los marines norteamericanos de la Sexta Flota para intervenir en los violentos hechos políticos que poco después desgarraron a ese país. La guerra civil había comenzado meses antes, se oían balazos y gritos, había confusión en las calles y miedo en el aire. La ciudad estaba dividida en sectores religiosos, que se enfrentaban con rencores acumulados por siglos, mientras el ejército
intentaba mantener el orden. Uno a uno cerraron sus puertas los colegios, menos el mío, porque nuestra flemática directora decidió que la guerra no era de su incumbencia, puesto que no participaba Gran Bretaña. Por desgracia esta interesante situación duró poco: el tío Ramón, atemorizado ante el cariz que tomaba la revuelta, mandó a mi madre con el perro a España y a los niños de vuelta a Chile. Más tarde mi madre y él fueron destinados a Turquía, y nosotros nos quedamos en Santiago, mis hermanos internos en un colegio y yo con mi abuelo.
Llegué a Santiago a los quince años, desorientada porque llevaba varios años viviendo en el extranjero y me había desconectado de mis antiguas amistades y de los primos. Además tenía un extraño acento, lo cual es un problema en Chile, donde la gente se «ubica» en su clase social por la forma de hablar. Santiago de los años sesenta me parecía bastante provinciano, comparado, por ejemplo, con el esplendor de Beirut, que se jactaba de ser el París del Oriente Medio, pero eso no significaba que el ritmo fuera tranquilo, ni mucho menos, ya entonces los santiaguinos andaban con los nervios de punta. La vida era incómoda y difícil, la burocracia abrumadora, los horarios muy largos, pero yo llegué decidida a adoptar esa ciudad en mi corazón. Estaba cansada de despedirme de lugares y personas, deseaba plantar raíces y no salir más. Creo que me enamoré del país por las historias que me contaba mi abuelo y la forma en que juntos recorrimos el sur. Me enseñó historia y geografía, me mostró mapas, me obligó a leer autores nacionales, corregía mi gramática y mi ortografía. Carecía de paciencia como maestro, pero le sobraba severidad; mis errores lo ponían rojo de rabia, pero sí quedaba contento con mis tareas, me premiaba con un trozo de queso Camembert, que dejaba madurar en su armario; al abrir la puerta el olor a botas podridas de soldado inundaba el barrio.
Mi abuelo y yo nos aveníamos bien, porque a los dos nos gustaba estar callados. Podíamos pasar horas lado a lado, leyendo o mirando caer la lluvia en la ventana, sin sentir la necesidad de hablar por hablar. Creo que nos teníamos mutua simpatía y respeto. Escribo esta palabra–respeto–con cierta vacilación, porque mi abuelo era autoritario y machista, estaba acostumbrado a tratar a las mujeres como delicadas flores, pero la idea del respeto intelectual por ellas no se le pasaba por la mente. Yo era una mocosa hosca y rebelde de quince años, que discutía con él de igual a igual. Eso picaba su curiosidad. Sonreía divertido cuando yo alegaba en defensa de mi
derecho a tener la misma libertad y educación que mis hermanos, pero al menos me escuchaba. Vale la pena mencionar que la primera vez que oyó la palabra «machista» fue de mis labios. No sabía su significado y cuando se lo expliqué casi se muere de risa; la idea de que la autoridad masculina, tan natural como el aire que se respira, tuviera un nombre, le pareció un chiste muy ingenioso. Cuando empecé a cuestionar aquella autoridad, dejó de hacerle gracia, pero creo que entendía y tal vez admiraba mi deseo de ser como él, fuerte e independiente, y no una víctima de las circunstancias, como mi madre.
Casi conseguí ser como mi abuelo, pero la naturaleza me traicionó: me salieron senos–apenas un par de ciruelas sobre las costillas–y mi plan se fue al diablo. La explosión de las hormonas fue un desastre para mí. En cuestión de semanas me convertí en una chiquilla acomplejada, con la cabeza caliente de sueños románticos, cuya principal preocupación era atraer al sexo opuesto, tarea nada fácil, porque carecía del más mínimo encanto y andaba casi siempre furiosa. No podía disimular mi desprecio por la mayoría de los muchachos que conocía, porque me parecía evidente que yo era más lista. (Me costó varios años aprender a hacerme la tonta para que los hombres se sintieran superiores. ¡ Hay que ver cuánto trabajo requiere eso!) Pasé esos años desgarrada entre las ideas feministas que bullían en mi mente, sin que lograra expresarlas de una manera articulada, porque todavía nadie había oído hablar de algo así en mi medio, y el deseo de ser como las demás muchachas de mi edad, de ser aceptada, deseada, conquistada, protegida. A mi pobre abuelo le tocó lidiar con la adolescente más desgraciada de la historia de la humanidad. Nada que el pobre viejo dijera podía consolarme. No es que dijera mucho. A veces mascullaba que para ser mujer yo no estaba mal, pero eso no cambiaba el hecho de que él prefería que yo fuera hombre, en cuyo caso me habría enseñado a usar sus herramientas. Al menos consiguió deshacerse de mi traje gris mediante el método simple de quemarlo en el patio. Armé un escándalo, pero en el fondo me sentí agradecida, aunque estaba segura de que con aquel mamarracho gris o sin él ningún hombre me miraría jamás. Sin embargo, pocos días más tarde sucedió un milagro: se me declaró el primer muchacho, Miguel Frías. Estaba tan desesperada, que me aferré a él como un cangrejo y no lo solté más. Cinco años más tarde nos casamos, tuvimos dos hijos y permanecimos juntos durante veinticinco años. Pero no debo adelantarme…
Para entonces mi abuelo había abandonado el luto y se había vuelto a casar con una matrona de aspecto imperial por cuyas venas corría sangre de aquellos colonos alemanes llegados de la Selva Negra a poblar el sur durante el siglo XIX. Por comparación, nosotros parecíamos salvajes y nos comportábamos como tales. La segunda esposa de mi abuelo era una valkiria imponente, alta, blanca y rubia, dotada de proa oronda y popa memorable. Debió soportar que su marido murmurara dormido el nombre de su primera mujer y lidiar con su familia política, que nunca la aceptó del todo y en muchas ocasiones le hizo la vida imposible. Lamento que así fuera, porque sin ella la vejez del patriarca habría sido muy solitaria. Era excelente dueña de casa y cocinera; también era mandona, laboriosa, ahorrativa e incapaz de entender el torcido sentido del humor de nuestra familia. Bajo su reinado se desterraron de la cocina los eternos frijoles, lentejas y garbanzos; ella preparaba delicados platos que sus hijastros tapaban con salsa picante antes de probarlos. También bordaba primorosas toallas que ellos solían emplear para quitarse el barro de los zapatos. Imagino que los almuerzos dominicales con esos bárbaros deben haber sido un insufrible tormento para ella, pero los mantuvo en vigencia durante décadas para demostrarnos que, hiciéramos lo que hiciéramos, jamás podríamos vencerla. En aquella lucha de voluntades, ella ganó de lejos. Esta digna dama no participaba en la complicidad entre mi abuelo y yo, pero nos acompañaba por las noches, cuando escuchábamos una radionovela de terror con la luz apagada, ella tejiendo de memoria, indiferente, él y yo muertos de miedo y de risa. El viejo se había reconciliado con los medios de comunicación y tenía un radio antediluviano que él mismo debía componer día por medio. Con ayuda de un «maestro» había instalado una antena y también unos cables conectados a una parrilla metálica, con la intención de captar comunicaciones de los extraterrestres, en vista de que mi abuela ya no estaba a mano para convocarlos en sus sesiones.
En Chile existe la institución del «maestro», como llamamos a cualquier tipo (nunca una mujer) que tenga en su poder un alicate y un alambre. Si se trata de alguien especialmente primitivo, lo llamamos cariñosamente «maestro chasquilla», de otro modo es «maestro» a secas, título honorífico equivalente a «licenciado». Con un alicate y un alambre el hombrecito puede componer desde un sencillo lavamanos hasta la turbina de un avión; su creatividad y audacia son ilimitadas. Durante la mayor parte de su larga vida mi abuelo rara vez necesitó acudir a uno de estos especialistas, porque
no sólo era capaz de arreglar cualquier desperfecto, sino que también fabricaba sus propias herramientas; pero en la vejez, cuando ya no podía agacharse o levantar peso, contaba con un «maestro», quien solía visitarlo para trabajar juntos entre sorbo y sorbo de ginebra. En Estados Unidos, donde la mano de obra es cara, la mitad de la población masculina tiene un garaje lleno de herramientas y aprende desde joven a leer los manuales de instrucciones. Mi marido, de profesión abogado, posee una pistola que dispara clavos, una máquina para cortar rocas y otra que vomita cemento por una manguera.
Mi abuelo era una excepción entre los chilenos, porque ninguno de la clase media para arriba sabe descifrar un manual y tampoco se ensucia las manos con grasa de motor: para eso están los «maestros», que pueden improvisar las más ingeniosas soluciones con los más modestos recursos y con el mínimo de aspavientos. Conocí a uno que se cayó del noveno piso tratando de componer una ventana y salió milagrosamente ileso. Subió en el ascensor, sobándose las contusiones, a pedir disculpas porque se le había roto el martillo. La idea de usar un cinturón de seguridad o cobrar una indemnización jamás se le pasó por la mente.
Había una casita al fondo del jardín de mi abuelo, que seguramente hicieron para una empleada, donde me instalaron. Por primera vez en mi vida tuve privacidad y silencio, un lujo al cual me hice adicta. Estudiaba de día y por las noches leía novelas de ciencia ficción, que alquilaba en ediciones de bolsillo por unos centavos en el quiosco de la esquina. Como todos los adolescentes chilenos de entonces, andaba con La Montaña Mágica y El lobo Estepario bajo el brazo para impresionar; no me acuerdo haberlos leído. (Chile es posiblemente el único país donde Thomas Mann y Herman Hesse han sido eternos best sellers, aunque no puedo imaginar qué tenemos en común con Narciso y Goldmunda, por ejemplo.) En la biblioteca de mi abuelo tropecé con una colección de novelas rusas y las obras completas de Henri Troyat, quien escribió largas sagas familiares sobre la vida en Rusia antes y durante la Revolución. Releí esos libros muchas veces, y años después nombré a mi hijo Nicolás por un personaje de Troyat, un joven campesino, radiante como un sol matinal, quien se enamora de la esposa de su amo y sacrifica su vida por ella. Es una historia tan romántica que incluso ahora, cuando me acuerdo, me dan ganas de llorar. Así eran mis libros favoritos y todavía lo son: personajes apasionados, causas nobles, atrevidos actos de valor, idealismo, aventura y, en lo posible, lugares lejanos con pésimo clima, como Siberia o algún desier
to africano, es decir, sitios donde no pienso ir jamás de visita. Las islas tropicales, tan placenteras en las vacaciones, son un desastre en la literatura.
También le escribía a diario a mi madre a Turquía. Las cartas demoraban dos meses en llegar, pero eso nunca fue problema para nosotras, que somos viciosas del género epistolar: nos hemos escrito casi a diario durante cuarenta y cinco años con la promesa mutua de que a la muerte de cualquiera de las dos, la otra romperá la montaña de cartas acumuladas. Sin esa garantía no podríamos escribir con libertad; no quiero pensar en la tragedia que sería si esas cartas, donde hablamos pestes de los parientes y del resto del mundo, cayeran en manos indiscretas.
Recuerdo esos inviernos de la adolescencia, cuando la lluvia anegaba el patio y se metía bajo la puerta de mi casita, cuando el viento amenazaba con robarse el techo y los truenos y relámpagos sacudían el mundo. Si hubiera podido quedarme allí encerrada leyendo durante todo el invierno, mi vida habría sido perfecta, pero tenía que ir a clases. Odiaba esperar el bus, exhausta y ansiosa, sin saber si me contaría entre los afortunados que lograrían abordarlo, o sería uno de los derrotados que se quedaban abajo y debían esperar el próximo. La ciudad se había extendido y era difícil trasladarse de un punto a otro; subirse a un autobús («micro») equivalía a una acción suicida. Después de esperar horas junto a una veintena de ciudadanos tan desesperados como uno, a veces bajo la lluvia y con los pies en un charco de lodo, había que saltar como una liebre cuando el vehículo se aproximaba, tosiendo y echando humo por el tubo de escape, para colgarse de la pisadera o de la ropa de otros pasajeros, que habían logrado poner los pies en la puerta. Esto ha cambiado, lógicamente. Han pasado cuarenta años y Santiago es una ciudad completamente diferente a la de entonces. Hoy las micros son rápidas, modernas y numerosas. El único inconveniente es que los chóferes compiten por llegar los primeros a la parada y atrapar el máximo de pasajeros, de modo que vuelan por las calles aplastando lo que se ponga por delante. Detestan a los escolares porque pagan menos y a los ancianos porque demoran mucho en subir y bajar, así es que hacen lo posible por impedir que se acerquen a su vehículo. Quien desee conocer el temperamento chileno debe usar el transporte colectivo en Santiago y viajar por el país en bus, la experiencia es muy instructiva. A las micros suben cantantes ciegos y vendedores de agujas, calendarios, estampas de santos y flores, también magos, malabaristas, ladrones, locos y mendigos. En general los chilenos andan malhumorados y no cruzan
miradas en la calle, pero en las micros se establece una solidaridad humana como había en los refugios antiaéreos en Londres durante la Segunda Guerra Mundial.
Una palabra más sobre el tráfico: los chilenos, tan tímidos y amables en persona, se convierten en salvajes cuando tienen un volante entre las manos: corren a ver quién llega primero a la próxima luz roja, culebrean cambiándose de canal sin señalizar, se insultan a gritos o con gestos. La mayoría de nuestros insultos terminan en «on», de modo que suenan como francés. Una mano colocada como para pedir limosna es una alusión directa al tamaño de los genitales del enemigo; vale la pena saberlo para no cometer la imprudencia de depositar una moneda en ella.
Con mi abuelo hice algunos viajes inolvidables a la costa, la montaña y el desierto. Me llevó un par de veces a las estancias ovejeras en la Patagonia argentina, verdaderas odiseas en tren, jeep, carreta con bueyes y a lomo de caballo. Viajábamos hacia el sur, recorriendo los magníficos bosques de árboles nativos, donde siempre llueve; navegábamos por las aguas inmaculadas de los lagos que, como espejos, reflejaban los volcanes nevados; atravesábamos la empinada cordillera de los Andes por rutas escondidas usadas por contrabandistas. Al otro lado nos recogían arrieros argentinos, unos hombres rudos y silenciosos, de manos hábiles y rostros cuarteados como el cuero de sus botas. Acampábamos bajo las estrellas envueltos en pesadas mantas de Castilla, con las monturas por almohada. Los arrieros mataban un corderito y lo asaban al palo; lo comíamos regado con mate, un té verde y amargo servido en una calabaza, que pasaba de mano en mano, todos chupando de la misma boquilla metálica. Habría sido una descortesía poner cara de asco ante la boquilla empapada de saliva y tabaco mascado. Mi abuelo no creía en gérmenes por la misma razón que no creía en fantasmas: nunca los había visto. Al amanecer nos lavábamos con agua escarchada y un poderoso jabón amarillo, fabricado con grasa de oveja y soda cáustica. Esos viajes me dejaron una recuerdo tan indeleble, que treinta y cinco años más tarde pude describir la experiencia y el paisaje sin vacilar, al contar la fuga de mis protagonistas en mi segunda novela, De Amor y de Sombra.