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CONFUSOS AÑOS DE JUVENTUD

En mi infancia y juventud percibía a mi madre como una víctima y decidí muy temprano que no quería seguir sus pasos. Me parecía

que haber nacido mujer era una evidente mala suerte; mucho más fácil resultaba ser hombre. Eso me llevó a convertirme en feminista mucho antes de haber oído la palabra. El deseo de ser independiente y de que nadie me mande es tan antiguo, que no recuerdo ni un solo momento sin que guiara mis decisiones. Al mirar hacia el pasado, comprendo que a mi madre le tocó un destino difícil y en realidad lo enfrentó con gran valor, pero entonces la juzgué débil, porque dependía de los hombres a su alrededor, como su padre y su hermano Pablo, quienes controlaban el dinero y daban las órdenes. Las únicas veces que le hacían caso era cuando estaba enferma, de manera que lo estaba a menudo. Después se juntó con el tío Ramón, hombre de magníficas cualidades, pero tan machista como mi abuelo, mis tíos y el resto de los chilenos en general. Me sentía asfixiada, presa en un sistema rígido, tal como lo estábamos todos, especialmente las mujeres que me rodeaban. No se podía dar un paso fuera de las normas, debía comportarme como los demás, fundirme en el anonimato o enfrentar el ridículo. Se suponía que yo debía graduarme de la secundaria, mantener a mi novio con las riendas cortas, casarme antes de los veinticinco — después ya no había caso–y tener hijos rápidamente para que nadie pensara que usaba anticonceptivos. A propósito de eso, debo aclarar que ya se había inventado la famosa píldora responsable de la revolución sexual, pero en Chile se hablaba de ella en susurros; la Iglesia la había prohibido y sólo se conseguía mediante un médico amigo de pensamiento liberal, siempre que se pudiera exhibir un certificado de matrimonio. Las solteras estaban fritas, porque pocos hombres chilenos tienen la cortesía de usar un condón. En las guías turísticas deberían recomendar a las visitantes que lleven siempre uno en la cartera, porque no les faltarán oportunidades de usarlo. Para el chileno la seducción de cualquier mujer en edad reproductora es una tarea que cumple a conciencia. Aunque por lo general mis compatriotas bailan pésimo, hablan muy bonito; fueron los primeros en descubrir que el punto G está en las orejas femeninas y buscarlo más abajo es una pérdida de tiempo. Una de las experiencias más terapéuticas para cualquier mujer deprimida es pasar delante de una construcción y comprobar cómo se detiene el trabajo y de los andamios se descuelgan varios obreros a lisonjearla. Esta actividad ha alcanzado nivel de arte y existe un concurso anual para premiar los mejores piropos según su categoría: clásicos, creativos, eróticos, cómicos y poéticos.

Me enseñaron desde niña a ser discreta y fingir virtud. Digo fingir, porque aquello que se hace para callarlo no importa, mientras no se

sepa. En Chile sufrimos de una forma particular de hipocresía: nos escandalizamos ante cualquier tropiezo del prójimo, mientras cometemos pecados bárbaros en privado. La franqueza nos choca un poco, somos disimulados, preferimos hablar con eufemismos (amamantar es «darle papa a la guagua»; tortura es «apremios ilegítimos»). Hacemos alarde de ser muy emancipados, pero soportamos estoicamente el silencio en torno a los temas que se consideran tabú y no se discuten, desde la corrupción (que llamamos «enriquecimiento ilícito») hasta la censura del cine, por mencionar sólo dos. Antes no se podía exhibir El violinista Sobre el Tejado; ahora no muestran La Última Tentación de Cristo, porque los curas se oponen y los fundamentalistas católicos pueden poner una bomba en el cine. Dieron El Último Tango en París cuando Marlon Brando ya estaba convertido en un viejo obeso y la margarina había pasado de moda. El tabú más fuerte, sobre todo para las mujeres, sigue siendo el tabú sexual.

Algunas familias emancipadas mandaban a sus hijas a la universidad, pero no era el caso de la mía. Mi familia se consideraba intelectual, pero en realidad éramos unos bárbaros medievales. Se esperaba que mis hermanos fueran profesionales–en lo posible abogados, médicos o ingenieros, las demás ocupaciones eran de segundo orden-, pero que yo me conformara con un trabajo más bien decorativo, hasta que el matrimonio y la maternidad me absorbieran por completo. En esos años las mujeres profesionales provenían en su mayoría de la clase media, que es la firme columna vertebral del país. Eso ha cambiado y hoy el nivel de educación de las mujeres es incluso superior al de los hombres.

Yo no era mala estudiante, pero como ya tenía novio a nadie se le ocurrió que podía obtener una profesión y a mí tampoco. Terminé la secundaria a los dieciséis años, tan confundida e inmadura que no supe cuál era el paso siguiente, aunque siempre tuve claro que debía trabajar, porque no hay feminismo que valga sin independencia económica. Como decía mi abuelo: quien paga la cuenta es quien manda. Me empleé como secretaria en una organización de las Naciones Unidas, donde copiaba estadísticas forestales en grandes hojas cuadriculadas. En los ratos de ocio no bordaba mi ajuar, sino que leía novelas de autores latinoamericanos y peleaba a brazo partido con cuanto varón se cruzaba en mi camino, empezando por mi abuelo y el buen tío Ramón. Mi rebelión contra el sistema patriarcal se exacerbó al salir al mercado de trabajo y comprobar las desventajas de ser mujer.

¿Y qué hay de la escritura? Supongo que secretamente deseaba dedicarme a la literatura, pero jamás me atreví a poner en palabras tan pretencioso proyecto, porque habría desatado una avalancha de carcajadas a mi alrededor. Nadie tenía interés en lo que pudiera decir, mucho menos escribir. No conocía autoras notables, fuera de dos o tres solteronas inglesas del siglo XIX y la poeta nacional, Gabriela Mistral, pero ella parecía hombre. Los escritores eran caballeros maduros, solemnes, remotos y en su mayoría muertos. Personalmente no conocía a ninguno, salvo ese tío mío que recorría el barrio tocando el organillo, que había publicado un libro sobre sus experiencias místicas en India. En el sótano se amontonaban centenares de ejemplares de aquella gruesa novela, seguramente comprados por mi abuelo para retirarlos de circulación, que mis hermanos y yo usamos durante la infancia para construir fuertes. No, definitivamente la literatura no era un camino razonable en un país como Chile, donde el desprecio intelectual por las mujeres aún era absoluto. Mediante una guerra sin cuartel, las mujeres hemos logrado ganar el respeto de nuestros trogloditas en ciertas áreas, pero, apenas nos descuidamos, el machismo levanta de nuevo su peluda cabeza.

Me gané la vida como secretaria por un tiempo, me casé con Miguel, el novio de siempre, y de inmediato quedé embarazada de mi primera hija, Paula. A pesar de mis teorías feministas, fui una típica esposa chilena, abnegada y servicial como una geisha, de esas que infantilizan al marido con premeditación y alevosía. Baste decir, como ejemplo, que tenía tres trabajos, manejaba la casa, me hacía cargo de los niños y corría como atleta el día entero para cumplir con el cúmulo de responsabilidades que me había echado encima, incluyendo una visita diaria a mi abuelo, pero por la noche esperaba a mi marido con la aceituna de su martini entre los dientes y le preparaba la ropa que se pondría en la mañana siguiente. En mis ratos libres le lustraba los zapatos y le cortaba el pelo y las uñas, como una Elvira cualquiera.

Pronto conseguí un traslado dentro de la oficina y empecé a trabajar en el departamento de información, donde debía redactar informes y mantenerme en contacto con la prensa, lo cual era más entretenido que contar árboles. Debo admitir que no elegí el periodismo, andaba distraída y éste me atrapó de un zarpazo; fue amor a primera vista, una pasión súbita que determinó buena parte de mi existencia. En esa época se inauguró la televisión en Chile, con dos canales en blanco y negro que dependían de las universidades.

Era televisión de la Edad de Piedra, imposible más primitiva, y por lo mismo pude poner un pie dentro, aunque las únicas pantallas que había visto eran las del cine. Me vi lanzada a una carrera en el periodismo, aunque no había hecho los estudios regulares en la universidad. En ese tiempo todavía era un oficio que se aprendía en la calle y había cierta tolerancia para los espontáneos como yo. Aquí viene al caso explicar que en Chile las mujeres forman la mayoría entre los periodistas y son más preparadas, visibles y valientes que sus colegas masculinos, aunque casi siempre les toca trabajar bajo las órdenes de un hombre. Mi abuelo recibió la noticia indignado; consideraba que ésa era una ocupación de truhanes, nadie en su sano juicio hablaría con la prensa y ninguna persona decente optaría por un oficio cuya materia prima eran los chismes. Secretamente, sin embargo, creo que veía mis programas de televisión porque a veces se le salía algún comentario revelador.

En esos años crecieron en forma alarmante los cordones de pobreza en torno a la capital, con sus paredes de cartón, sus techos de lata y sus habitantes en harapos. Se veían claramente en el camino del aeropuerto, dando muy mala impresión a los visitantes; por mucho tiempo la solución fue poner murallas para ocultarlos. Como decía un político de entonces: «Si hay miseria, que no se note». En la actualidad aún quedan poblaciones marginales, a pesar del esfuerzo sostenido de los gobiernos por reubicar a los pobladores en barrios más decentes, pero nada como lo que había antes. Emigrantes llegados del campo o de las provincias más abandonadas acudían en masa en busca de trabajo y, al encontrarse desamparados, levantaban sus casuchas de congoja. A pesar del hostigamiento de los carabineros, estas poblaciones callampas crecían y se organizaban; una vez que la gente se tomaba un terreno era imposible sacarla o impedir que continuaran llegando. Los ranchos se alineaban a lo largo de callecitas sin pavimentar, que en verano levantaban una polvareda y en invierno se convertían en un lodazal. Centenares de niños descalzos correteaban entre las viviendas, mientras los padres partían a diario a la ciudad en busca de trabajo por el día para «parar la olla», término vago que significa cualquier cosa, desde unos billetes humildes hasta un hueso para hacer sopa. Visité a veces estas poblaciones, primero con sacerdotes amigos, tratando de llevar ayuda, y poco después, cuando el feminismo y las inquietudes políticas me obligaron a salir del cascarón, las frecuentaba para aprender. Como periodista pude hacer reportajes y entrevistas que me sirvieron para comprender

mejor nuestra mentalidad chilena.

Entre los problemas más agudos ligados a la falta de esperanza, estaban el alcoholismo y la violencia doméstica. Muchas veces me tocó ver mujeres con la cara aporreada. Mi compasión caía en el vacío, porque siempre tenían una disculpa para el agresor: «estaba borracho», «se enojó», «se puso celoso», «si me pega, es porque me quiere», «¿qué habré hecho para provocarlo…?». Me aseguran que esto no ha cambiado mucho, a pesar de las campañas de prevención. En la letra de un tango muy popular el varón espera que la mina le prepare su mate y luego «le fajó treinta y cinco puñaladas». Ahora los carabineros están entrenados para irrumpir en las casas sin esperar que les abran gentilmente la puerta o que aparezca un cadáver con treinta y cinco puñaladas colgando en la ventana; pero falta mucho por hacer.

¡ Ni qué decir cómo les pegan a los niños! A cada rato aparece en la prensa algún caso espantoso de niños torturados o muertos a golpes por sus padres. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, América Latina es una de las regiones más violentas del mundo, la segunda después de África. La violencia en la sociedad empieza en los hogares; no se puede eliminar el crimen en las calles si no se ataca el maltrato doméstico, ya que los niños golpeados se convierten a menudo en adultos violentos. En la actualidad se habla de esto, se denuncia en la prensa, existen refugios, programas de educación y protección policial para las víctimas, pero en esos años era un tema tabú.

En las poblaciones había conciencia de clase, orgullo de pertenecer al proletariado, lo cual me resultó sorprendente en una sociedad tan arribista como la chilena. Luego descubrí que el arribismo era propio de la clase media; los pobres ni siquiera se lo planteaban, estaban demasiado ocupados procurando sobrevivir. En los años siguientes estas comunidades adquirieron educación política, se organizaron y se convirtieron en terreno fértil para los partidos de izquierda. Diez años más tarde, en 1970, fueron determinantes en la elección de Salvador Allende, y por lo mismo habrían de sufrir la mayor represión durante la dictadura militar.

Tomé el periodismo muy en serio, a pesar de que mis colegas de aquella época creen que yo inventaba los reportajes. No los inventaba, sólo exageraba un poco. Me quedaron varias manías: todavía ando a la caza de noticias y de historias, siempre con un lápiz y una libreta en la cartera para anotar lo que me llama la atención. Lo aprendido entonces me sirve ahora en la literatura: trabajar bajo presión, conducir una entrevista, realizar una investigación, usar el

lenguaje en forma eficiente. No olvido que el libro no es un fin en sí mismo. Igual que un periódico o una revista, es sólo un medio de comunicación, por eso procuro atrapar al lector por el cuello y no soltarlo hasta el final. No siempre lo logro, por supuesto, el lector suele ser evasivo.

¿Quién es ese lector? Cuando los norteamericanos detuvieron en Panamá al general Noriega, quien había caído en desgracia, hallaron dos libros en su poder: la Biblia y La casa de los espíritus. Nadie sabe para quién escribe. Cada libro es un mensaje lanzado en una botella al mar con la esperanza de que arribe a otra orilla. Me siento muy agradecida cuando alguien lo encuentra y lo lee, sobre todo alguien como Noriega.

Entretanto el tío Ramón había sido nombrado representante de Chile ante las Naciones Unidas en Ginebra. Las cartas entre mi madre y yo demoraban menos que a Turquía y de vez en cuando era posible hablar por teléfono. Cuando nuestra hija Paula tenía año y medio, mi marido consiguió una beca para estudiar ingeniería en Bélgica. En el mapa aparecía Bruselas muy cerca de Ginebra y no quise perder la oportunidad de visitar a mis padres. Ignorando la promesa que había hecho de plantar raíces y no viajar al extranjero por ningún motivo, hicimos las maletas y partimos a Europa. Fue una excelente decisión, entre otras razones, porque pude estudiar radio y televisión y afinar mi francés, que no usaba desde los tiempos del Líbano. Durante ese año descubrí el Movimiento de Liberación Femenina y comprendí que yo no era la única bruja en este mundo; éramos muchas.

En Europa poca gente había oído hablar de Chile; el país se puso de moda cuatro años después, con la elección de Salvador Allende. Volvió a estarlo con el golpe militar de 1973, la secuela de violaciones a los derechos humanos y finalmente el arresto del ex dictador en Londres en 1998. Cada vez que nuestro país ha hecho noticia ha sido por mayúsculos eventos políticos, salvo cuando aparece brevemente en la prensa con ocasión de un terremoto. Si me preguntaban mi nacionalidad, debía dar largas explicaciones y dibujar un mapa para demostrar que Chile no quedaba en el centro de Asia, sino en el sur de América. A menudo lo confundían con China, porque el nombre sonaba parecido. Los belgas, acostumbrados a la idea de las colonias en África, solían sorprenderse de que mi marido pareciera inglés y yo no fuera negra; alguna vez me preguntaron por qué no usaba el traje típico, que tal vez imaginaban como los vestidos de Carmen Miranda en las películas de Hollywood: falda a lunares y un canasto con piñas en la cabeza.

Recorrimos Europa desde los países escandinavos hasta el sur de España en un destartalado Volkswagen, durmiendo en carpa y alimentándonos de salchichas, carne de caballo y papas fritas. Fue un año de turismo frenético.

Regresamos a Chile en 1966 con nuestra hija Paula, quien a los tres años hablaba con la corrección de un académico y se había convertido en experta en catedrales, y con Nicolás en mi vientre. Por contraste con Europa, donde se veían por todas partes hippies melenudos, se gestaban revoluciones estudiantiles y se celebraba la liberación sexual, Chile era muy aburrido. Una vez más me sentí forastera, pero reanudé mi promesa de plantar raíces y no volver a moverme de allí.

Apenas nació Nicolás volví a trabajar, esta vez en una revista femenina llamada Paula, que acababa de salir al mercado. Era la única que promovía la causa del feminismo y exponía temas que jamás se habían ventilado hasta entonces, como divorcio, anticonceptivos, violencia doméstica, adulterio, aborto, drogas, prostitución. Considerando que en ese tiempo no se podía pronunciar la palabra cromosoma sin sonrojarse, éramos de una audacia suicida.

Chile es un país mojigato, pudoroso y lleno de escrúpulos respecto a la sensualidad, incluso tenemos una expresión criolla para definir esta actitud: somos «cartuchos». Existe una doble moral. Se tolera la promiscuidad en los hombres, pero las mujeres deben fingir que el sexo no les interesa, sólo el amor y el romance, aunque en la práctica gozan de la misma libertad que los hombres, sino ¿con quién lo harían ellos? Las muchachas jamás deben aparecer colaborando abiertamente con el macho en el proceso de seducción, deben hacerlo con disimulo. Se supone que si son «difíciles», el pretendiente se mantiene interesado y las respeta, de lo contrario hay epítetos muy poco elegantes para calificarlas. Esta es una manifestación más de nuestra hipocresía, otro de nuestros rituales para salvar las apariencias, porque en realidad hay tanto adulterio, embarazos de adolescentes, hijos fuera del matrimonio y abortos como en cualquier otro país. Tengo una amiga, que es médica ginecóloga y se ha especializado en atender adolescentes solteras embarazadas, que asegura que esto rara vez ocurre entre muchachas universitarias. Sucede en las familias de menos ingresos, donde los padres ponen énfasis en educar y dar oportunidades a los hijos varones, mucho más que a las hijas. Esas niñas no tienen planes, su futuro es gris, carecen de educación y de autoestima; algunas ter

minan preñadas por pura ignorancia. Se sorprenden al descubrir su estado, porque han cumplido al pie de la letra la advertencia de «no acostarse» con nadie. Lo que ocurre de pie detrás de una puerta no cuenta.

Han pasado más de treinta años desde que la revista Paula tomó por asalto a la pudibunda sociedad chilena y nadie puede negar que tuvo el efecto de un huracán. Cada uno de los controversiales reportajes de la revista colocaba a mi abuelo al borde de un paro cardíaco; discutíamos a gritos, pero al día siguiente yo volvía a visitarlo y él me recibía como si nada hubiera sucedido. En sus comienzos el feminismo, que hoy damos por sentado, era una extravagancia, y la mayoría de las chilenas preguntaban para qué lo querían, si de todos modos ellas eran reinas en sus casas y les parecía natural que afuera los hombres mandaran, como lo había establecido Dios y la naturaleza. Costaba una batalla convencerlas de que no eran reinas en ninguna parte. No había muchas feministas visibles, a lo más media docena. ¡ Mejor ni acordarme de cuánta agresión soportamos! Me di cuenta que esperar que te respeten por ser feminista es como esperar que el toro no te embista porque eres vegetariana. También regresé a la televisión, esta vez con un programa de humor, con el cual adquirí cierta visibilidad, como le ocurre a cualquiera que aparece regularmente en una pantalla. Pronto se me abrieron todas las puertas, la gente me saludaba en la calle y por primera vez en mi vida me sentí a gusto en un lugar.