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A menudo me pregunto en qué consiste exactamente la nostalgia. En mi caso no es tanto el deseo de vivir en^ Chile como el de recuperar la seguridad con que allí me muevo. Ése es mi terreno. Cada pueblo tiene sus costumbres, manías, complejos. Conozco la idiosincrasia del mío como la palma de mis manos, nada me sorprende, puedo anticipar las reacciones de los demás, entiendo lo que significan los gestos, los silencios, las frases de cortesía, las reacciones ambiguas. Sólo allí me siento cómoda socialmente, a pesar de que rara vez actúo como se espera de mí, porque sé comportarme y rara vez me fallan los buenos modales.
Cuando a los cuarenta y cinco años y recién divorciada emigré a Estados Unidos, obedeciendo al llamado de mi corazón impulsivo, lo primero que me sorprendió fue la actitud infaliblemente optimista de los norteamericanos, tan diferente a la de la gente del sur del continente, que siempre espera que suceda lo peor. Y sucede, por
supuesto. En Estados Unidos la Constitución garantiza el derecho a buscar la felicidad, lo cual sería una presunción bochornosa en cualquier otro sitio. Este pueblo también cree tener derecho a estar siempre entretenido y si cualquiera de estos derechos le falla, se siente frustrado. El resto del mundo, en cambio, cuenta con que la vida es por lo general dura y aburrida, de modo que celebra mucho los chispazos de alegría y las diversiones, por modestas que sean, cuando éstas se presentan.
En Chile es casi una descortesía proclamarse demasiado satisfecho, porque puede irritar a los menos afortunados, por eso para nosotros la respuesta correcta a la pregunta de «¿cómo estás?» es «más o menos». Eso da pie para simpatizar con la situación del otro. Por ejemplo, si el interlocutor cuenta que acaba de serle diagnosticada una enfermedad fatal, sería de pésimo gusto refregarle lo bien que a uno le va, ¿verdad? Pero si el otro acaba de desposar a una rica heredera, uno tiene libertad para confesar su propia dicha sin temor a herir a nadie. Esa es la idea del «más o menos», que suele confundir un poco a los extranjeros de visita: da tiempo para tantear el terreno y no meter la pata.
Dicen los sociólogos que el cuarenta por ciento de los chilenos sufre de depresión, sobre todo las mujeres, que tienen que aguantar a los hombres. Se debe tener en cuenta también que–tal como dije antes–en nuestro país pasan desgracias mayúsculas y hay mucha gente pobre, por lo tanto no es elegante mencionar la propia buena suerte. Tuve un pariente que ganó dos veces el número mayor de la lotería, pero siempre decía que estaba «más o menos», para no ofender. De paso vale la pena contar cómo sucedió ese portento. Era un hombre muy católico y como tal nunca quiso oír hablar de anticonceptivos. Al nacer el séptimo hijo, fue a la iglesia, se arrodilló ante el altar y, desesperado, habló mano a mano con su Creador: «Señor, si me has mandado siete niños, bien podrías ayudarme a alimentarlos…», explicó y enseguida sacó del bolsillo una larga lista de gastos, que había preparado cuidadosamente. Dios escuchó con paciencia los argumentos de su leal servidor y acto seguido le reveló en un sueño el número mayor de la lotería. Los millones sirvieron por varios años, pero la inflación, que en aquella época era un mal endémico en Chile, redujo el capital en la misma medida en que aumentaba la familia. Cuando nació el último de sus hijos, el número once, el hombre volvió a la iglesia a alegar su situación y de nuevo Dios se ablandó enviándole otro sueño revelador. La tercera vez no le resultó.
En mi familia la felicidad era irrelevante. Mis abuelos, como la in
mensa mayoría de los chilenos, se habrían quedado con la boca abierta al saber que hay gente dispuesta a gastar dinero en terapia para sobreponerse a la desdicha. Para ellos la vida era difícil y lo demás son tonterías. La satisfacción se encontraba en actuar bien, en la familia, el honor, el espíritu de servicio, el estudio y la propia fortaleza. La alegría estaba presente de muchas maneras en nuestras vidas y supongo que el amor no sería la menos importante; pero tampoco hablábamos de eso, nos habríamos muerto de vergüenza antes de pronunciar esa palabra. Los sentimientos fluían silenciosamente. Al contrario de la mayoría de los chilenos, nosotros teníamos el mínimo de contacto físico y nadie mimaba a los niños. La costumbre moderna de encomiar todo lo que hacen los chiquillos como si fuera una tremenda gracia no se usaba entonces; tampoco existía ansiedad por criarlos sin traumas. Menos mal, porque si yo hubiera crecido protegida y feliz, ¿de qué diablos escribiría ahora? Por eso he procurado hacerles la infancia lo más difícil posible a mis nietos, para que lleguen a ser adultos creativos. Sus padres no aprecian para nada mis esfuerzos.
La apariencia física se ignoraba en mi familia; mi madre asegura que no supo que era bonita hasta después de cumplir cuarenta años, porque eso nunca se mencionó. Se puede decir que en esto éramos originales, porque en Chile las apariencias son fundamentales. Lo primero que intercambian dos mujeres al encontrarse es un comentario sobre la ropa, el peinado o la dieta. Lo único que comentan los hombres sobre las mujeres–a espaldas de ellas, claro–es cómo se ven, y en general lo hacen en términos muy peyorativos, sin sospechar que ellas les pagan con la misma moneda. Las cosas que he oído decir a mis amigas sobre los hombres harían sonrojar a una piedra. En mi familia también era de mal gusto hablar de religión y, sobre todo, de dinero, en cambio de enfermedades era casi de lo único que se hablaba; es el tema más socorrido de los chilenos. Nos especializamos en intercambiar remedios y consejos médicos, allí todos recetan. Desconfiamos de los médicos, porque es obvio que la salud ajena no les conviene, por eso acudimos a ellos sólo cuando todo lo demás nos falla, después de haber probado cuanto remedio amigos y conocidos nos recomiendan. Digamos que usted se desmaya en la puerta del auto–mercado. En cualquier otro país llaman una ambulancia, menos en Chile, donde lo levantan entre varios voluntarios, lo llevan en vilo detrás del mesón, le echan agua fría en la cara y aguardiente por el gaznate, para que se espabile; luego lo obligan a tragar unas píldo–ras que alguna señora saca de su cartera, porque «a una amiga suelen darle ataques y ese remedio es estupendo». Habrá un coro de expertos que diagnosticarán su estado en lenguaje clínico, porque todo ciudadano con dos dedos de frente sabe mucho de medicina. Uno de los expertos dirá, por ejemplo, que usted ha sufrido una obturación de una válvula en el cerebro, pero habrá otro que sospeche una doble torsión de los pulmones y un tercero que diga que se le reventó el páncreas. En pocos minutos habrá un griterío en torno a usted, mientras llega alguien que ha ido a la farmacia a comprar penicilina para inyectarle por si acaso. Mire, si usted es extranjero, le aconsejo que no se desmaye en un automercado chileno, puede ser una experiencia mortal.
Es tanta nuestra facilidad para recetar, que durante un crucero en barco comercial por el sur, cuyo destino era visitar la maravillosa laguna de San Rafael, nos dieron somníferos con el postre. A la hora de la cena el capitán notificó a los pasajeros que debíamos navegar por un trecho particularmente agitado, luego su mujer pasó entre las mesas repartiendo unas pastillas sueltas, cuyo nombre nadie se atrevió a preguntar. Las tomamos obedientemente y veinte minutos más tarde todos los pasajeros roncábamos a pierna suelta, como en el cuento de la Bella Durmiente. Mi marido dijo que en Estados Unidos les habrían metido juicio al capitán y a su señora por anestesiar a los pasajeros. En Chile estábamos muy agradecidos.
Antiguamente el tema de rigor, apenas se juntaban dos o más personas, era la política; si había dos chilenos en una pieza, seguro había tres partidos políticos. Entiendo que en una época tuvimos más de una docena de minipartidos socialistas; hasta la derecha, que es monolítica en el resto del mundo, entre nosotros estaba dividida. Sin embargo, ahora la política no nos apasiona; sólo nos referimos a ella para quejamos del gobierno, una de las actividades nacionales favoritas. Ya no votamos religiosamente, como en los tiempos cuando acudían ciudadanos moribundos en camilla a cumplir con su deber cívico; tampoco se dan, como antes, los casos de mujeres que parían en el momento de votar. Los jóvenes no se inscriben en los registros electorales, un 84,3 por ciento piensa que los partidos políticos no representan sus intereses y un número mayor se manifiesta satisfecho de no participar para nada en la conducción del país. Este es un fenómeno del mundo occidental, según parece. Los jóvenes no tienen interés en fosilizados esquemas políticos que se arrastran desde el siglo XIX; están preocupa
dos de pasarlo bien y prolongar la adolescencia lo más posible, digamos hasta los cuarenta o cincuenta años. No seamos injustos, también hay un porcentaje militante de la ecología, la ciencia y la tecnología; incluso se sabe de algunos que hacen labor social a través de iglesias.
Los temas que han reemplazado a la política en la masa chilena son el dinero, que siempre falta, y el fútbol, que sirve de consuelo. Hasta el último analfabeto conoce los nombres de todos los jugadores que han pasado por nuestra historia, y tiene su propia opinión sobre cada uno de ellos. Este deporte es tan importante que en las calles penan las ánimas cuando hay un partido, porque la población entera se encuentra en estado catatónico frente al televisor. El fútbol es de las pocas actividades humanas en que se prueba la relatividad del tiempo: se puede congelar al arquero en el aire por medio minuto, repetir la misma escena varias veces en cámara lenta o de atrás para adelante y, gracias al cambio de hora entre continentes, ver en Santiago un partido entre húngaros y alemanes antes de que lo jueguen.
En nuestra casa, como en el resto del país, no se dialogaba; las reuniones consistían en una serie de monólogos simultáneos, sin que nadie escuchara a nadie, puro barullo y estática, como una transmisión de radio en onda corta. Nada importaba, porque tampoco había interés por averiguar qué pensaban los demás, sólo en repetir el propio cuento. En la vejez mi abuelo se negó a ponerse un aparato auditivo, porque consideraba que lo único bueno de su mucha edad era no tener que escuchar las tonterías que dice la gente. Tal como expresó elocuentemente el general César Mendoza en 1983: «Estamos abusando de la expresión diálogo. Hay casos en que no es necesario el diálogo. Es más necesario un monólogo, porque un diálogo es una simple conversación entre dos personas». Mi familia habría estado plenamente de acuerdo con él.
Los chilenos tenemos tendencia a hablar en falsete. Mary Graham, una inglesa que visitó el país en 1822, comentó en su libro Diario de mi residencia en Chile que la gente era encantadora, pero tenía un tono desagradable de voz, sobre todo las mujeres. Nos tragamos la mitad de las palabras, aspiramos la «s» y cambiamos las vocales, de manera que «¿cómo estás, pues?» se convierte en «com tai puh» y la palabra «señor» puede ser «iñol». Existen al menos tres idiomas oficiales: el educado, que se usa en los medios de comunicación, en asuntos oficiales y que hablan algunos miembros de la clase alta cuando no están en confianza; el
coloquial, que usa el pueblo, y el dialecto indescifrable y siempre cambiante de los jóvenes. El extranjero de visita no debe desesperar, porque aunque no entienda ni una palabra, verá que la gente se desvive por ayudarlo. Además hablamos bajito y suspiramos mucho. Cuando viví en Venezuela, donde hombres y mujeres son muy seguros de sí mismos y del terreno que pisan, era fácil distinguir a mis compatriotas por su manera de caminar como si fueran espías de incógnito y su invariable tono de pedir disculpas. Yo pasaba a diario a la panadería de unos portugueses a tomar mi primera taza de café de la mañana, donde siempre había una apurada multitud de clientes luchando por acercarse al mesón. Los venezolanos gritaban desde la puerta «¡Un marroncito, vale!» y más temprano que tarde el vaso de papel con el café con leche les llegaba, pasando de mano en mano. Los chilenos, que en aquella época éramos muchos, porque Venezuela fue de los pocos países latinoamericanos que recibían refugiados e inmigrantes, levantábamos un tembloroso dedo índice y suplicábamos con un hilo de voz: «Por fa–vorcito, ¿me da un cafecito, señor?». Podíamos esperar en vano la mañana entera. Los venezolanos se burlaban de nuestros modales de mequetrefe, y a su vez a los chilenos nos espantaba la rudeza de ellos. A quienes vivimos en ese país por varios años nos cambió el carácter y, entre otras cosas, aprendimos a pedir el café a gritos.
Habiendo aclarado algunos puntos sobre el carácter y las costumbres de los chilenos, se entienden las dudas de mi madre: yo no tenía por dónde salir como soy. Nada poseo del decoro, la modestia o el pesimismo de mis parientes; nada de su miedo al qué dirán, al derroche y a Dios; no hablo ni escribo en diminutivo, soy más bien grandilocuente, y me gusta llamar la atención. Es decir, así soy ahora, después de mucho vivir. En mi infancia fui un bicho raro, en la adolescencia un roedor tímido–mi sobrenombre fue por muchos años «laucha», como llamamos a los insignificantes ratones domésticos–y en la juventud fui de todo, desde iracunda feminista hasta hippie coronada de flores. Lo más grave es que cuento secretos propios y ajenos. Total, un desastre. Si viviera en Chile nadie me hablaría. Eso sí, soy hospitalaria. Al menos esa virtud lograron inculcarme en la infancia. Toque usted a mi puerta a cualquier hora del día o la noche y yo, aunque recién me haya quebrado el fémur, saldré corriendo a abrirle y a ofrecerle el primer «tecito». En todo lo demás soy la antítesis de la dama que mis padres, con grandes sacrificios, trataron de hacer de mí. No es culpa de ellos, simplemente me faltó materia prima y además se me torció el destino.
Si me hubiera quedado en mi patria, como siempre quise, casada con uno de mis primos en segundo grado, en el caso improbable de que alguno me lo hubiera propuesto, tal vez hoy llevaría con dignidad la sangre de mis antepasados, y tal vez el escudo de los perros pulguientos adquirido por mi padre estaría colgado en lugar de honor en mi casa. Debo agregar que, por muy rebelde que haya sido en mi vida, mantengo los estrictos modales de cortesía que me inculcaron a sangre y fuego, como corresponde a una persona «decente». Ser decente era fundamental en mi familia. Esa palabra abarcaba mucho más de lo que sería posible explicar en estas páginas, pero puedo decir que sin dudas los buenos modales constituían un alto porcentaje de la supuesta decencia.
Me he ido por las ramas y debo retomar el hilo, si es que hay algún hilo en este divagar. Así es la nostalgia: un lento baile circular. Los recuerdos no se organizan cronológicamente, son como el humo, tan cambiantes y efímeros, que si no se escriben desaparecen en el olvido. Intento organizar estas páginas por temas o por épocas, pero me resulta casi un artificio, puesto que la memoria va y viene, como una interminable cinta de Moebius.