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como de nostalgia estamos hablando, le suplico un poco de paciencia, porque no puedo separar el tema de Chile de mi propia vida. Mi destino está hecho de pasiones, sorpresas, éxitos y pérdidas; no es fácil contarlo en dos o tres frases. En todas las vidas humanas supongo que hay momentos en los cuales cambia la suerte o se tuerce el rumbo y hay que partir en otra dirección. En la mía esto ha ocurrido varias veces, pero tal vez uno de los eventos más definitivos fue el golpe militar de 1973. Si no fuera por este acontecimiento, seguramente yo nunca hubiera emigrado de Chile, no seria escritora y no estaría casada con un americano viviendo en California; tampoco me acompañaría esta larga nostalgia y hoy no estaría escribiendo estas páginas. Esto me conduce inevitablemente al tema de la política. Para entender cómo ocurrió el golpe militar, debo referirme brevemente a nuestra historia política, desde los comienzos hasta el general Augusto Pinochet, quien hoy es un abuelo senil en arresto domiciliario, pero cuya importancia es imposible ignorar. No faltan historiadores que lo consideran la figura política más singular del siglo, aunque esto no es necesariamente un juicio favorable.
En Chile el péndulo político ha oscilado de un extremo a otro, hemos probado cuanto sistema de gobierno existe y hemos sufrido las consecuencias; no es raro, por lo tanto, que tengamos más ensayistas e historiadores por metro cuadrado que cualquiera otra nación del mundo. Nos estudiamos a perpetuidad; tenemos el vicio de analizar nuestra realidad como si fuera un permanente problema que requiere urgentes soluciones. Los cabezones que se queman las pestañas estudiándonos son unos latosos herméticos a quienes no se les entiende ni una palabra de lo que dicen; así es que nadie les hace mucho caso, pero eso no los desanima, por el contrario, cada año publican centenares de tratados académicos, todos muy pesimistas. Entre nosotros el pesimismo es de buen tono, se supone que sólo los tontos andan contentos. Somos una nación en vías de desarrollo, la más estable, segura y próspera de América Latina y una de las más organizadas, pero nos molesta mucho cuando alguien opina que «el país está de lo más bien». Quien se atreva a decirlo será tachado de ignorante que no lee los diarios.
Desde su independencia en 1810, Chile ha sido manejado por la clase social con poder económico. Antes eran dueños de tierras, hoy son empresarios, industriales, banqueros. Antes pertenecían a una pequeña oligarquía descendiente de europeos, compuesta por un puñado de familias; hoy la clase dirigente es más extensa, son unos cuantos miles de personas, que tienen el sartén por el mango. Durante los primeros cien años de la república, los presidentes y los políticos salían de la clase alta, pero después la clase media también participó en el gobierno. Pocos, sin embargo, provenían de la clase obrera. Los presidentes con conciencia social fueron hombres conmovidos por la desigualdad, la injusticia y la miseria del pueblo, aunque no las sufrieron personalmente. En la actualidad, el presidente y la mayoría de los políticos, excepto varios de derecha, no forman parte del grupo económico que controla realmente el país. Se da en este momento la paradoja de que gobierna una coalición de partidos de centro y de izquierda (Concertación), con un presidente socialista, pero la economía es neocapitalista. La oligarquía conservadora manejó al país con mentalidad feudal hasta 1920. Una excepción fue el presidente liberal José Manuel Balmaceda en 1891, quien intuyó las necesidades del pueblo e intentó llevar a cabo algunas reformas que herían los intereses de los patrones, a pesar de que él mismo provenía de una familia poderosa, dueña de un inmenso latifundio. El Parlamento conservador le hizo una feroz oposición, se produjo una crisis social y política, se
sublevó la Marina para apoyar al Parlamento y se desató una cruenta guerra civil, que terminó con el triunfo del Parlamento y el suicidio de Balmaceda. Sin embargo, ya se habían plantado las semillas de las ideas sociales y en los años siguientes aparecieron los partidos radical y comunista.
En 1920 fue elegido por primera vez un caudillo que predicaba justicia social, Arturo Alessandri Palma, apodado «el León», perteneciente a la clase media, segunda generación de inmigrantes italianos. Aunque su familia no era rica, su ascendencia europea, su cultura y educación lo colocaban naturalmente en la clase dirigente. Promulgó leyes sociales y en su gobierno los trabajadores se organizaron y tuvieron acceso a los partidos políticos. Alessandri propuso modificar la Constitución para establecer una verdadera democracia, pero las fuerzas conservadoras de oposición lo impidieron, a pesar de que la mayoría de los chilenos, sobre todo la clase media, lo apoyaba. El Parlamento (¡ otra vez el Parlamento!) le hizo difícil gobernar, le exigió que abandonara el cargo y se fuera exiliado a Europa. Sucesivas juntas militares intentaron gobernar, pero el país perdió el rumbo y el clamor popular exigió el regreso del León, quien terminó su período promulgando una nueva Constitución. Las Fuerzas Armadas, que se sentían marginadas del poder y creían que el país les debía mucho, dadas sus victorias en las guerras del siglo XIX, instalaron por la fuerza en la presidencia al general Carlos Ibáñez del Campo. Rápidamente Ibáñez tomó medidas dictatoriales, a las que los chilenos hasta ese momento habían sido ajenos, y esto produjo una oposición civil tan formidable, que se paralizó el país y el general tuvo que renunciar. Se inició entonces un período que podemos calificar de sana democracia. Se formaron alianzas de partidos y subió la izquierda al poder con el presidente Pedro Aguirre Cerda, del Frente Popular, en el cual participaban el partido comunista y el radical. Después de Pedro Aguirre Cerda, el derrocado Ibáñez se unió a las fuerzas de izquierda y se sucedieron tres consecutivos presidentes radicales. (A pesar de que entonces yo era una mocosa, me acuerdo que, cuando Ibáñez fue elegido para gobernar por segunda vez, en mi familia hubo duelo. Desde mi rincón bajo el piano oía los pronósticos apocalípticos de mi abuelo y mis tíos; pasé noches sin dormir, convencida de que las huestes del enemigo arrasarían nuestra casa. Nada de eso sucedió. El general había aprendido la lección anterior y se mantuvo dentro de la ley.) Durante veinte años hubo gobiernos de centro–izquierda hasta 1958, cuando triunfó la derecha con Jorge Alessandri, hijo del León y completamente diferente a su padre. El León era populista, de
ideas avanzadas para su tiempo y una tremenda personalidad; su hijo era conservador y proyectaba una imagen más bien pusilánime.
Mientras en la mayoría de los otros países latinoamericanos se sucedían las revoluciones y los caudillos se apoderaban del gobierno a balazos, en Chile se consolidaba una democracia ejemplar. En la primera mitad del siglo XX los avances sociales se cristalizaron. La educación estatal, gratuita y obligatoria, la salud pública al alcance de todos y uno de los sistemas más avanzados de seguridad social del continente, permitió el fortalecimiento de una vasta clase media educada y politizada, así como un proletariado con conciencia de clase. Se formaron sindicatos, centrales de obreros, de empleados, de estudiantes. Las mujeres obtuvieron el voto y los procesos electorales se perfeccionaron. (Una elección en Chile es tan civilizada como la hora del té en el hotel Savoy de Londres. Los ciudadanos se ponen en «la colita» para votar, sin que jamás se produzca ni el menor altercado, aunque los ánimos políticos estén caldeados. Hombres y mujeres votan en locales separados, custodiados por soldados, para evitar disturbios o cohecho. No se vende alcohol desde el día anterior y el comercio y las oficinas permanecen cerrados; ese día no se trabaja.)
La inquietud por la justicia social alcanzó también a la Iglesia católica, de enorme influencia en Chile, que sobre la base de las nuevas encíclicas hizo grandes esfuerzos por apoyar los cambios que se habían producido en el país. Entretanto en el mundo se afirmaban dos sistemas políticos opuestos: capitalismo y socialismo. Para hacer frente al marxismo, nació en Europa la democracia cristiana, partido de centro, con un mensaje humanista y comunitario. En Chile, donde prometía una «revolución en libertad», la democracia cristiana arrasó en la elección de 1964, derrotando a la derecha conservadora y a los partidos de izquierda. El triunfo abrumador de Eduardo Frei Montalva, con una mayoría demócrata cristiana en el Parlamento, marcó un hito; el país había cambiado, se suponía que la derecha pasaba a la historia, que la izquierda jamás tendría su oportunidad y que la democracia cristiana gobernaría por los siglos de los siglos, pero el plan no resultó y en pocos años el partido perdió apoyo popular; la derecha no fue pulverizada, como se había pronosticado, y la izquierda, repuesta de la derrota, se organizó. Las fuerzas estaban divididas en tres tercios: derecha, centro e izquierda.
Al final del período de Frei Montalva el país estaba frenético. Había
un deseo de revancha por parte de la derecha, que se sentía expropiada de sus bienes y temía perder definitivamente el poder que siempre había ostentado, y un gran resentimiento por parte de las clases bajas, que no se sintieron representadas por la democracia cristiana. Cada tercio presentó su candidato: Jorge Alessandri por la derecha, Radomiro Tomic por la democracia cristiana y Salvador Allende por la izquierda.
Los partidos de izquierda se juntaron en una coalición llamada Unidad Popular, que incluía al partido comunista. Estados Unidos se alarmó, a pesar de que las encuestas daban como ganadora a la derecha, y destinó varios millones de dólares para combatir a Allende. Las fuerzas políticas estaban repartidas de tal modo, que Allende, con su proyecto de «la vía chilena al socialismo» ganó por estrecho margen, con treinta y ocho por ciento de los votos. Como no obtuvo mayoría absoluta, el Congreso debía ratificar la elección. Tradicionalmente se había designado al candidato con más votos. Allende era el primer marxista en alcanzar la presidencia de un país mediante votación democrática. Los ojos del mundo se volvieron hacia Chile.
Salvador Allende Gossens era un médico carismático, que había sido ministro de Salud en su juventud, senador por muchos años y el eterno candidato presidencial de la izquierda. Él mismo hacía el chiste de que a su muerte escribirían en su epitafio: «Aquí yace el próximo presidente de Chile». Era valiente, leal con sus amigos y colaboradores, magnánimo con sus adversarios. Lo tachaban de vanidoso por su forma de vestirse, su gusto por la buena vida y por las mujeres bellas, pero era muy serio respecto a sus convicciones políticas; en ese aspecto nadie puede acusarlo de frivolidad. Sus enemigos preferían no enfrentarlo personalmente, porque tenía fama de manipular cualquier situación a su favor. Pretendía realizar profundas reformas económicas dentro del marco de la Constitución, extender la reforma agraria iniciada por el gobierno anterior, nacionalizar empresas privadas, bancos y las minas de cobre, que estaban en manos de compañías norteamericanas. Proponía llegar al socialismo respetando todos los derechos y libertades de los ciudadanos, un experimento que hasta entonces no se había intentado.
La revolución cubana tenía ya diez años de existencia, a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos por destruirla, y había movimientos guerrilleros de izquierda en muchos países latinoamericanos. El héroe indiscutido de la juventud era el Che Guevara, asesinado en
Bolivia, cuyo rostro de santo con boina y cigarro se había convertido en símbolo de la lucha por la justicia. Eran los tiempos de la guerra fría, cuando una paranoia irracional dividió el mundo en dos ideologías y determinó la política exterior de la Unión Soviética y de Estados Unidos durante varias décadas. Chile fue uno de los peones sacrificados en aquel conflicto de titanes. La administración de Nixon decidió intervenir directamente en el proceso electoral chileno. Henri Kissinger, a cargo de la política exterior, quien admitía no saber nada de América Latina, a la cual consideraba el patio trasero de Estados Unidos, dijo que «no había razón para ver cómo un país se volvía comunista por la irresponsabilidad de su propia gente, sin hacer algo al respecto». (En América Latina circula este chiste: ¿Sabe por qué en Estados Unidos no hay golpes militares? Porque no hay embajada norteamericana.) A Kissinger la vía democrática hacia el socialismo de Salvador Allende le parecía más peligrosa que la revolución armada, porque podía contagiar al resto del continente como una epidemia.
La CIA ideó un plan para evitar que Allende asumiera la presidencia. Primero intentó sobornar a algunos miembros del Congreso para que no lo designaran y llamaran a una segunda votación en la cual habría sólo dos candidatos, Allende y un demócrata cristiano apoyado por la derecha. Como lo del soborno no resultó, planeó secuestrar al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general René Schneider, por un supuesto comando de izquierda, que en realidad era un grupo neofascista, con la idea de provocar el caos y una intervención militar. El general murió baleado en la refriega y el plan tuvo el efecto contrario: una oleada de horror sacudió al país y el Congreso por unanimidad entregó a Salvador Allende la presidencia. A partir de ese momento la derecha y la CIA complotaron para derrocar al gobierno de la Unidad Popular, aun a costa de la destrucción de la economía y de la larga trayectoria democrática de Chile. Pusieron en acción el plan llamado «desestabilización», que consistía en cortar los créditos internacionales y una campaña de sabotaje para provocar la ruina económica y la violencia social. Simultáneamente seducían con canto de sirenas a los militares, que en última instancia representaban la carta más valiosa en el juego.
La derecha, que controla la prensa en Chile, organizó una campaña de terror, que incluía afiches con soldados soviéticos arrancando niños de los brazos de sus madres para llevarlos a los gulags. El día de la elección, en 1970, cuando el triunfo de Allende fue evidente,
salió el pueblo a celebrar; nunca se había visto una manifestación popular de tal magnitud. La derecha había terminado por creer su propia propaganda del miedo y se atrincheró en sus casas, convencida de que los «rotos» enardecidos iban a cometer toda suerte de tropelías. La euforia del pueblo fue extraordinaria–consignas, banderas y abrazos-, pero no hubo excesos y al amanecer los manifestantes se retiraron a sus hogares, roncos de tanto cantar. Al día siguiente había largas filas ante los bancos y las agencias de viajes del barrio alto: mucha gente retiraba su dinero y compraba pasajes para escapar al extranjero, convencida de que el país iba por el mismo camino que Cuba.
Para dar un espaldarazo al gobierno socialista, Fidel Castro llegó de visita, lo cual agravó el pánico de la oposición, sobre todo al ver el recibimiento que se le daba al controvertido comandante. El pueblo se juntó a lo largo del camino desde el aeropuerto hasta el centro de Santiago, organizado por sindicatos, escuelas, uniones de profesionales, partidos políticos, etc., con banderas, estandartes y bandas de música, además de la inmensa masa anónima que fue a mirar el espectáculo por curiosidad, con el mismo entusiasmo con que años después le daría la bienvenida al Papa.
La visita del barbudo comandante cubano se extendió demasiado: veintiocho largos días en los cuales recorrió el país de norte a sur acompañado por Allende. Creo que todos dimos un suspiro de alivio cuando partió; estábamos extenuados, pero no se puede negar que su comitiva dejó el aire lleno de música y risa; los cubanos resultaron encantadores. Veinte años más tarde me tocaría conocer a cubanos exiliados en Miami y comprobé que son tan simpáticos como los de la isla. Los chilenos, siempre tan serios y solemnes, quedamos sacudidos: no sabíamos que la vida y la revolución podían tomarse con tanta alegría.
La Unidad Popular era popular, pero no era unida. Los partidos de la coalición peleaban como perros por cada morcilla de poder y Allende no sólo tenía que enfrentar la oposición de la derecha, sino también a los críticos entre sus filas, que exigían más velocidad y radicalismo. Los trabajadores se tomaba fábricas y fundos, cansados de esperar la nacionalización de las empresas privadas y la extensión de la reforma agraria. El sabotaje de la derecha, la intervención norteamericana y los errores del gobierno de Allende provocaron una crisis económica, política y social muy grave. La inflación llegó oficialmente a trescientos sesenta por ciento al año, aunque la oposición aseguraba que era más de mil por ciento, es decir, una dueña de casa despertaba sin saber cuánto le costaría el pan
del día. El gobierno fijó los precios de los productos básicos; industriales y agricultores quebraron. Era tal la escasez, que la gente pasaba horas esperando para conseguir un pollo raquítico o una taza de aceite, pero quienes podían pagar compraban lo que querían en el mercado negro. Con su manera modesta de hablar y de comportarse, los chilenos se referían a «la colita», aunque ésta tuviera tres cuadras de largo, y solían pararse en ella sin saber qué vendían, por pura costumbre. Pronto hubo psicosis de desabastecimiento y apenas se juntaban más de tres personas, se colocaban automáticamente en fila. Así adquirí cigarrillos, aunque nunca he fumado, y así conseguí once tarros de cera incolora para lustrar zapatos y un galón de extracto de soya, que no sospecho para qué se usa. Existían profesionales de las colas, que ganaban propina por guardar el puesto; entiendo que mis hijos redondeaban su mesada de este modo.
A pesar de los problemas y del clima de confrontación permanente, el pueblo estaba entusiasmado porque sintió por primera vez que tenía el destino en sus manos. Se produjo un verdadero renacimiento de las artes, el folklore, los movimientos populares y estudiantiles. Masas de voluntarios salieron a alfabetizar por los rincones de Chile; se publicaban libros al precio de un periódico, para que en cada casa hubiera una biblioteca. Por su parte la derecha económica, la clase alta y un sector de la clase media, en especial las dueñas de casa, que sufrían el desabastecimiento y el desorden, detestaban a Allende y temían que se perpetuara en el gobierno, como Fidel Castro en Cuba.
Salvador Allende era primo de mi padre y fue la única persona de la familia Allende que permaneció en contacto con mi madre después que mi padre se fuera. Era muy amigo de mi padrastro, de modo que tuve varias ocasiones de estar con él durante su presidencia. Aunque no colaboré con su gobierno, esos tres años de la Unidad Popular fueron seguramente los más interesantes de mi vida. Nunca me he sentido tan viva, ni he vuelto a participar tanto en una comunidad o en el acontecer de un país.
Desde la perspectiva actual, se puede decir que el marxismo ha muerto como proyecto económico, pero creo que algunos de los postulados de Salvador Allende siguen siendo atractivos, como la búsqueda de justicia e igualdad. Se trataba de establecer un sistema que diera a todos las mismas oportunidades y de crear «el hombre nuevo», cuya motivación no sería la ganancia personal, sino el bien común. Creíamos que es posible cambiar a la gente a
punta de adoctrinamiento; nos negábamos a ver que en otros lugares, donde incluso se había tratado de imponer el sistema con mano de hierro, los resultados eran muy dudosos. Todavía no se vislumbraba la debacle del mundo soviético. La premisa de que la naturaleza humana es susceptible de un cambio tan radical ahora parece ingenua, pero entonces era la máxima aspiración de muchos de nosotros. Esto prendió como una hoguera en Chile. Las características propias de los chilenos que ya he mencionado, como la sobriedad, el horror de ostentar, de destacarse por encima de los demás o llamar la atención, la generosidad, su tendencia a transar antes que confrontar, la mentalidad legalista, el respeto por la autoridad, la resignación ante la burocracia, el gusto por la discusión política, y muchas otras, encontraron su lugar perfecto en el proyecto de la Unidad Popular. Incluso la moda fue afectada. Durante esos tres años, en las revistas femeninas las modelos aparecieron vestidas con rudos textiles artesanales y zapatones proletarios; se usaban sacos de harina blanqueados con cloro para hacer blusas. Yo era responsable de la sección de decoración en la revista donde trabajaba y mi desafió era fotografiar ambientes acogedores y agradables a un costo mínimo: lámparas hechas con tarros, alfombras de cañamazo, muebles de pino teñidos de oscuro y quemados con soplete para que parecieran antiguos. Los llamábamos «muebles fraileros», y la idea era que cualquiera podía hacerlos en su casa con cuatro tablas y un serrucho. Era la época de oro del llamado DFL2, que permitía adquirir viviendas de ciento cuarenta metros cuadrados como máximo, a precio reducido y con ventajas de impuestos. La mayoría de las casas y apartamentos eran del tamaño de un garaje para dos carros; la nuestra tenía noventa metros cuadrados y nos parecía un palacio. Mi madre, quien estaba a cargo de la sección de cocina de la revista Paula, debía inventar recetas baratas que no incluyeran productos escasos; teniendo en cuenta que faltaba de todo, su creatividad estaba un poco limitada. Una artista peruana que llegó de visita durante ese tiempo preguntó extrañada por qué las chilenas se vestían de leprosas, vivían en casitas de perro y comían como faquires.
A pesar de los múltiples problemas que enfrentó la población durante ese tiempo, desde desabastecimiento hasta violencia política, tres años más tarde la Unidad Popular aumentó sus votos en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973. Los esfuerzos por derrocar al Gobierno con sabotaje y propaganda, no habían dado los resultados esperados; entonces la oposición entró en la última eta
pa de la conspiración y provocó un golpe militar. Los chilenos no teníamos idea de lo que eso significaba, porque habíamos gozado de una larga y sólida democracia, y nos jactábamos de ser distintos a otros países del continente, que llamábamos despectivamente «repúblicas bananeras», donde a cada rato un caudillo se apoderaba del Gobierno a balazos. No, eso jamás nos ocurriría, sosteníamos, porque en Chile hasta los soldados eran democráticos y nadie se atrevería a violar nuestra Constitución. Era pura ignorancia, porque si hubiéramos revisado nuestra historia, conoceríamos mejor la mentalidad militar.
Al hacer la investigación para mi novela Retrato en sepia, publicada en 2000, me enteré de que en el siglo XIX nuestras Fuerzas Armadas tuvieron varias guerras, dando muestras de tanta crueldad como coraje. Uno de los momentos más famosos de nuestra historia fue la toma del morro de Arica (junio de 1880) durante la guerra del Pacífico, contra Perú y Bolivia. El morro es un alto promontorio inexpugnable, doscientos metros de caída vertical hacia el mar, donde había numerosas tropas peruanas apertrechadas de artillería pesada, defendidas por tres kilómetros de parapeto de sacos de arena y rodeadas de un campo minado. Los soldados chilenos se lanzaron al ataque con cuchillos corvos entre los dientes y bayonetas caladas. Muchos cayeron bajo las balas enemigas o volaron en pedazos al pisar las minas, pero nada logró detener a los demás, que llegaron hasta las fortificaciones y las treparon, enardecidos de sangre. Destriparon a cuchillo y bayoneta a los peruanos y se tomaron el morro en una increíble proeza que tardó sólo cincuenta y cinco minutos; luego asesinaron a los vencidos, remataron a heridos y saquearon la ciudad de Arica. Uno de los comandantes peruanos se tiró al mar para no caer en manos de los chilenos. La figura del gallardo oficial lanzándose desde el acantilado montado en su caballo negro con herraduras de oro es parte de la leyenda de aquel episodio feroz. La guerra se decidió más tarde con el triunfo chileno en la batalla de Lima, que los peruanos recuerdan como una masacre, a pesar de que los textos de historia de Chile aseguran que nuestras tropas ocuparon la ciudad ordenadamente. La historia la escriben los vencedores a su manera. Cada país presenta a sus soldados bajo la luz más favorable, se ocultan los errores, se matiza la maldad y después de la batalla ganada todos son héroes. Como nos criamos con la idea de que las Fuerzas Armadas chilenas estaban compuestas de obedientes soldados al mando de irreprochables oficiales, nos llevamos una tremenda sorpresa el
martes 11 de septiembre de 1973, cuando los vimos en acción. Fue tanto el salvajismo, que se ha dicho que estaban drogados, tal como se supone que los hombres que se tomaron el morro de Arica estaban intoxicados con «chupilca del diablo», una mezcla explosiva de aguardiente y pólvora. Rodearon con tanques el Palacio de la Moneda, sede del Gobierno y símbolo de nuestra democracia, y luego lo bombardearon desde el aire. Allende murió dentro del palacio; la versión oficial es que se suicidó. Hubo centenares de muertes y tantos miles de prisioneros, que los estadios deportivos y hasta algunas escuelas fueron convertidas en cárceles, centros de tortura y campos de concentración. Con el pretexto de librar al país de una hipotética dictadura comunista que podría ocurrir en el futuro, la democracia fue reemplazada por un régimen de terror que habría de durar diecisiete años y dejar secuelas por un cuarto de siglo. Recuerdo el miedo como un permanente sabor metálico en la boca.