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Antes de que me pregunte cómo es que una izquierdista con mi apellido escogió vivir en el imperio yanqui, le diré que no fue el resultado de un plan, ni mucho menos. Como casi todas las cosas fundamentales de mi existencia, ocurrió por casualidad. Si Willie hubiera estado en Nueva Guinea, seguramente allí estaría yo ahora, vestida de plumas. Supongo que hay gente que planifica su vida, pero en mi caso he dejado de hacerlo hace mucho tiempo, porque mis propósitos jamás resultan. Más o menos cada diez años echo una mirada hacia el pasado y puedo ver el mapa de mi viaje, si es que eso puede llamarse un mapa; parece más bien un plato de tallarines. Si uno vive lo suficiente y mira para atrás, es obvio que no hacemos más que andar en círculos. La idea de instalarme en Estados Unidos nunca se me cruzó por la mente, pensaba que la CIA había provocado el golpe militar en Chile con el solo propósito de arruinarme la vida. Con la edad me he vuelto más modesta. La única razón para convertirme en una más de los millones de inmigrantes que persiguen el American dream fue lujuria a primera vista. Willie tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amoríos que apenas podía recordar, llevaba ocho años solo, su vida era un desastre y andaba todavía esperando a la rubia alta de sus sueños, cuando aparecí yo. Apenas miró hacia abajo y me distinguió sobre el dibujo de la alfombra, le informé que en mi juventud yo había sido una rubia alta, con lo cual logré captar su atención. ¿Qué me atrajo en él? Adiviné que era una persona fuerte, de esas que caen de rodillas, pero vuelven a ponerse de pie. Era distinto al chileno medio: no se quejaba, no echaba la culpa a otros de sus problemas, asumía su karma, no andaba buscando una mamá y era evidente que no necesitaba una geisha que le llevara el desayuno a la cama y por la noche colocara sobre una silla su ropa para el día siguiente. No pertenecía a la escuela de los espartanos, como mi
abuelo, porque era obvio que gozaba su vida, pero tenía su misma solidez estoica. Además había viajado mucho, lo cual siempre es atrayente para nosotros los chilenos, gente insular. A los veinte años dio la vuelta al mundo haciendo autostop y durmiendo en cementerios, porque, según me explicó, son muy seguros: nadie entra en ellos de noche. Había estado expuesto a diferentes culturas, era de mente amplia, tolerante, curioso. Además hablaba español con acento de bandido mexicano y tenía tatuajes. En Chile sólo los delincuentes se tatúan, de modo que me pareció muy sexy. Podía pedir comida en francés, italiano y portugués, sabía mascullar unas palabras en ruso, tagalo, japonés y mandarín. Años después descubrí que las inventaba, pero ya era tarde. Incluso podía hablar inglés en la medida en que un norteamericano logra dominar la lengua de Shakespeare.
Alcanzamos a estar juntos dos días y luego debí continuar mi gira, pero al término de la misma decidí volver a San Francisco por una semana, a ver si me lo sacaba de la cabeza. Ésta es una actitud muy chilena, cualquier compatriota mía hubiera hecho lo mismo. En dos aspectos las chilenas somos ferozmente decididas: para defender a nuestras crías y cuando se trata de atrapar a un hombre. Tenemos el instinto del nido muy desarrollado, no nos basta una aventura amorosa, queremos formar un hogar y en lo posible tener hijos, ¡ qué horror! Al verme llegar a su casa sin invitación, Willie, presa del pánico, trató de escapar, pero no es un contrincante serio para mí. Le hice una zancadilla y le caí encima como un pugilista. Finalmente aceptó a regañadientes que yo era lo más cercano a una rubia alta que podría conseguir y nos casamos. Era el año 1987.
Para quedarme junto a Willie estaba dispuesta a renunciar a mucho, pero no a mis hijos ni a la escritura, así es que apenas conseguí mis papeles de residencia empecé el proceso de trasladar a Paula y a Nicolás a California. Entretanto me había enamorado de San Francisco, una ciudad alegre, tolerante, abierta, cosmopolita y ¡tan distinta a Santiago! San Francisco fue fundado por aventureros, prostitutas, comerciantes y predicadores que llegaron en 1849, atraídos por la fiebre del oro. Quise escribir sobre aquel período estupendo de codicia, violencia, heroísmo y conquista, perfecto para una novela. A mediados del siglo XIX el camino más seguro para ir a California desde la costa este de Estados Unidos o desde Europa pasaba por Chile. Los barcos debían atravesar el estrecho de Magallanes o dar la vuelta al cabo de Hornos. Eran odiseas peligrosas, pero peor era cruzar el continente norteamericano en carreta o las
selvas infectadas de malaria del istmo de Panamá. Los chilenos se enteraron del descubrimiento del oro antes de que la noticia se regara en Estados Unidos, y acudieron en masa, porque tienen una larga tradición de mineros y les gusta partir de aventuras. Tenemos un nombre para nuestra compulsión de salir a recorrer caminos, decimos que somos «patiperros», porque vagamos como quiltros olfateando la huella, sin rumbo fijo. Necesitamos escapar, pero apenas cruzamos la cordillera empezamos a echar de menos y al final siempre volvemos. Somos buenos viajeros y pésimos emigrantes: la nostalgia nos pisa los talones.
La familia y la vida de Willie eran caóticas, pero en vez de salir huyendo, como haría una persona razonable, yo arremetí «de frente y a la chilena», como el grito de guerra de aquellos soldados que se tomaron el morro de Arica en el siglo XIX. Estaba decidida a conquistar mi lugar en California y en el corazón de ese hombre, costara lo que costara.
En Estados Unidos todos, menos los indios, descienden de otros que llegaron de afuera; mi caso nada tiene de especial. El siglo XX fue el siglo de los inmigrantes y refugiados, nunca antes el mundo vio tales masas humanas abandonar su lugar de origen para desplazarse a otros sitios, huyendo de la violencia o la pobreza. Mi familia y yo somos parte de esa diáspora; no es tan malo como suena. Sabía que no me asimilaría por completo, estaba muy vieja para fundirme en el famoso crisol yanqui: tengo aspecto de chilena; sueño, cocino, hago el amor y escribo en castellano; la mayoría de mis libros tiene un definitivo sabor latinoamericano. Estaba convencida de que nunca me sentiría californiana, pero tampoco lo pretendía, a lo más aspiraba a tener una licencia para conducir y aprender suficiente inglés para pedir comida en un restaurante. No sospechaba que obtendría mucho más.
Me ha costado varios años adaptarme en California, pero el proceso ha sido divertido. Me ayudó mucho escribir un libro sobre la vida de Willie, El Plan Infinito, porque me obligó a recorrerla y estudiar su historia. Recuerdo cuánto me ofendía al comienzo la manera directa de hablar de los gringos, hasta que me di cuenta de que en realidad la mayoría son considerados y corteses. No podía creer lo hedonis–tas que eran, hasta que el ambiente me contagió y acabé remojándome en un jacuzzi rodeada de velas aromáticas, mientras mi abuelo se revolcaba en la tumba ante estos desenfrenos. Tanto me he incorporado a la cultura californiana, que practico meditación y voy a terapia, aunque siempre hago trampa: durante la meditación invento cuentos para no aburrirme y en terapia invento otros para
no aburrir al psicólogo. Me he acomodado al ritmo de este extraordinario lugar, tengo sitios favoritos donde pierdo el tiempo hojeando libros, paseando y hablando con amigos; me gustan mis rutinas, las estaciones del año, los grandes robles en torno a mi casa, el aroma de mi taza de té, el largo lamento nocturno de la sirena que anuncia neblina a los buques de la bahía. Espero con ansias el pavo del día de Acción de Gracias y el esplendor kitsch de las Navidades. Incluso participo del obligado picnic del 4 de Julio. A propósito, ese picnic es muy eficiente, como todo lo demás por estos lados: conducir de prisa, instalarse en el lugar previamente reservado, colocar las cestas, tragarse la comida, patear la pelota y correr de vuelta para evitar el tráfico. En Chile echaríamos tres días en semejante proyecto.
El sentido del tiempo de los norteamericanos es muy especial: carecen de paciencia; todo debe ser rápido, incluso la comida y el sexo, que el resto del mundo trata ceremoniosamente. Los gringos inventaron dos términos que no tienen traducción: snack y quickie, para designar comida de pie y amor a la carrera… y a menudo también de pie. Los libros más populares son los manuales: cómo convertirse en millonario en diez lecciones fáciles, cómo perder quince libras en una semana, cómo sobreponerse al divorcio, etc. La gente siempre anda buscando atajos y escapando de lo que considera desagradable: fealdad, vejez, gordura, enfermedad, pobreza y fracaso en cualquier aspecto.
La fascinación de este pueblo con la violencia nunca ha dejado de chocarme. Se podría decir que he vivido en circunstancias interesantes, he visto revoluciones, guerra y crimen urbano, sin mencionar las brutalidades del golpe militar en Chile. A nuestra casa en Caracas entraron ladrones diecisiete veces; nos robaron casi todo, desde un abrelatas hasta tres automóviles, dos que se llevaron de la calle y el tercero después de arrancar de cuajo la puerta del garaje. Menos mal que ninguno de los asaltantes tenía malas intenciones, incluso una vez nos dejaron una nota de agradecimiento pegada en la puerta del refrigerador.
Comparado con otros lugares de la tierra, donde un niño puede pisar una mina en su camino a la escuela y perder las dos piernas, Estados Unidos es seguro como un convento, pero la cultura es adicta a la violencia. Así lo prueban los deportes, juegos, arte y no hablemos del cine, que es terrorífico. Los norteamericanos no quieren violencia en sus vidas, pero necesitan experimentarla de rebote. Les encanta la guerra, siempre que no sea en su terreno.
El racismo, en cambio, no me chocó, a pesar de que según Willie es el problema más grave del país, porque yo había soportado durante cuarenta y cinco años el sistema de clases en Latinoamérica, donde los pobres y la población mestiza, africana o indígena viven inexorablemente segregados, como la cosa más natural del mundo. Al menos en Estados Unidos existe conciencia del conflicto y la mayor parte de los norteamericanos, la mayor parte del tiempo, lucha contra el racismo.
Cuando Willie visita Chile es objeto de curiosidad para mis amigos y para los niños en la calle, por su innegable pinta de extranjero, que él acentúa con un sombrero australiano y botas de vaquero. Le gusta mi país, dice que es como California hace cuarenta años, pero se siente forastero, tal como yo me siento en Estados Unidos. Entiendo el idioma, pero no tengo las claves. En las ocasiones en que nos juntamos con amigos, puedo participar poco en la conversación, porque no conozco los acontecimientos o la gente de los cuales hablan, no vi las mismas películas en mi juventud, no bailé al son de la guitarra epiléptica de Elvis, no fumé marijuana ni salí a protestar contra la guerra del Vietnam. No sigo los chismes políticos, porque veo poca diferencia entre demócratas y republicanos. Cómo seré de extranjera que ni siquiera participé en la fascinación nacional por el escándalo amoroso del presidente Clinton, porque después de ver los calzones de la señorita Lewinsky catorce veces por televisión perdí interés. Incluso el béisbol es un misterio para mí; no entiendo tanto apasionamiento por un grupo de gordos esperando una pelota que nunca llega. No calzo socialmente: me visto de seda mientras el resto de la población usa zapatillas de gimnasia, y pido bife cuando los demás andan en la onda del tofu y el té verde.
Lo que más aprecio de mi condición de inmigrante es la estupenda sensación de libertad. Vengo de una cultura tradicional, de una sociedad cerrada, donde cada uno de nosotros carga desde su nacimiento con el karma de sus antepasados y donde siempre nos sentimos observados, juzgados, vigilados. El honor manchado no puede lavarse. Un niño que roba lápices de colores en la guardería infantil queda marcado como ratero para el resto de su vida, en cambio en Estados Unidos el pasado no importa, nadie pregunta los apellidos, el hijo de un asesino puede llegar a presidente… siempre que sea blanco. Se pueden cometer errores, porque sobran nuevas oportunidades, basta irse a otro estado y cambiarse el nombre, para comenzar otra vida; los espacios son tan vastos que nunca se terminan los caminos.
Al principio Willie, condenado a vivir conmigo, se sentía tan incómodo con mis ideas y mis costumbres chilenas como yo con las suyas. Había problemas mayores, como que yo tratara de imponer mis anticuadas normas de convivencia a sus hijos y él no tuviera idea de lo que es el romanticismo; y problemas menores, como que yo soy incapaz de usar los aparatos electrodomésticos y él ronca; pero poco a poco los hemos superado. Tal vez de eso se trata el matrimonio y de nada más: ser flexibles. Como inmigrante he tratado de preservar las virtudes chilenas que me gustan y renunciar a los prejuicios que me colocaban en una camisa de fuerza. He aceptado este país. Para amar un lugar hay que participar en la comunidad y devolver algo por lo mucho que se recibe; creo haberlo hecho. Hay muchas cosas que admiro de Estados Unidos y otras que deseo cambiar, pero ¿no es siempre así? Un país, como un marido, es siempre susceptible de ser mejorado.
Un año después de trasladarme a California, en 1988, cambió la situación en Chile, porque Pinochet perdió el plebiscito y el país se preparó para restaurar la democracia. Entonces regresé. Fui con temor, porque no sabía qué iba a encontrar, y casi no reconocí Santiago ni a la gente en esos años todo había cambiado. La ciudad estaba llena de jardines y edificios modernos, invadida por el tráfico y el comercio, enérgica, acelerada y progresista; pero quedaban resabios feudales, como empleadas con delantales azules paseando ancianos en el barrio alto y mendigos en cada semáforo. Los chilenos actuaban con prudencia, respetaban las jerarquías y se vestían en forma muy conservadora, los hombres de corbata, las mujeres con faldas y en muchas oficinas del gobierno y empresas privadas los empleados usaban uniforme, como auxiliares de vuelo. Me di cuenta que muchos que se quedaron en Chile y lo pasaron mal consideran traidores a quienes nos fuimos y piensan que afuera la vida era más fácil. Por otra parte, no faltan exiliados que acusan a los que permanecieron en el país de colaborar con la dictadura. El candidato de la Concertación, Patricio Aylwin, había ganado por escaso margen, la presencia de los militares aún era apabullante y la gente andaba asustada. La prensa seguía censurada; los periodistas que me entrevistaron, acostumbrados a la prudencia, me hacían preguntas cautelosas e ingenuas, luego no publicaban las respuestas. La dictadura había hecho lo posible por borrar la historia reciente y el nombre de Salvador Allende. Al volver en el avión y ver la bahía de San Francisco desde el aire di un suspiro de fatiga y dije sin pensar: por fin llego a casa. Era la primera vez desde que
salí de Chile en 1975 que me consideraba «en casa».
No sé si mi casa es el lugar donde vivo, o simplemente es Willie. Hemos estado juntos varios años y me parece que él es el único territorio donde pertenezco, donde no soy forastera. Juntos hemos sobrevivido a muchos altibajos, grandes éxitos y grandes pérdidas. El dolor más profundo fue la tragedia de nuestras hijas; en el lapso de un año Jennifer falleció de una sobredosis y Paula de una extraña condición genética, llamada porfiria, que la sumió en un largo coma y finalmente acabó con su vida. Willie y yo somos fuertes y testarudos, nos costó admitir que se nos había roto el corazón. Nos tomó tiempo y terapia poder por fin abrazamos y llorar juntos. El duelo fue un largo viaje al infierno, del cual salí gracias a él y a la escritura.
En 1994 volví a Chile en busca de inspiración y desde entonces lo he hecho cada año. Encontré a mis compatriotas más relajados y la democracia más firme, pero condicionada por la presencia de los militares, aún poderosos, y de los senadores vitalicios designados por Pinochet para controlar el Congreso. El gobierno mantenía un difícil equilibrio entre las fuerzas políticas y sociales. Fui a las poblaciones, donde antes la gente era luchadora y organizada. Los curas y monjas progresistas, que habían vivido entre los pobres durante esos años, me contaron que la miseria era la misma, pero la solidaridad había desaparecido y ahora al alcoholismo, la violencia doméstica y el desempleo se sumaban el crimen y la droga, que se había convertido en el problema más grave entre los jóvenes. La consigna entre los chilenos era silenciar las voces del pasado, trabajar por el futuro y no provocar a los militares por ningún motivo. En comparación con el resto de América Latina, Chile vivía un buen momento de estabilidad política y económica; aunque todavía había cinco millones de pobres. Salvo las víctimas de la represión, sus familiares y algunas organizaciones que velaban por los derechos humanos, nadie pronunciaba las palabras «desaparecidos» o «tortura» en alta voz. La situación cambió cuando arrestaron a Pi–nochet en Londres, adonde fue a una revisión médica y a recoger su comisión por un negocio de armas, acusado del asesinato de ciudadanos españoles por un juez, quien pidió su extradición a España. El general, que todavía contaba con el apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, había vivido veinticinco años aislado por los aduladores que siempre rodean al poder y a pesar de que le habían advertido los riesgos, viajó confiado en su impunidad. La sorpresa que se llevó al ser detenido por los británicos sólo puede comparar
se a la que se llevaron los demás chilenos, acostumbrados a la idea de que era intocable. Me encontraba por casualidad en Santiago cuando eso ocurrió y comprobé cómo en el curso de una semana se destapó una caja de Pandora y lo que había permanecido oculto bajo capas y capas de silencio, empezó a emerger. Los primeros días hubo furibundas manifestaciones callejeras de los pinochetistas, que amenazaban nada menos que con declarar la guerra a Inglaterra o enviar un comando militar al rescate del prisionero. La prensa del país, asustada, hablaba de la afrenta contra el Excelentísimo Senador Vitalicio y contra el honor y la soberanía de la patria; pero una semana más tarde las manifestaciones callejeras en su apoyo eran mínimas, los militares permanecían mudos y el tono había cambiado en los medios de comunicación, que ahora se referían al «ex dictador arrestado en Londres». Nadie creyó que los ingleses entregarían a Pinochet para que fuera juzgado en España, como de hecho no ocurrió, pero el miedo que aún flotaba en el aire disminuyó rápidamente en Chile. Los militares perdieron prestigio y poder en cuestión de días. El acuerdo tácito de callar la verdad terminó gracias a la gestión de aquel juez español.
En ese viaje recorrí el sur, me abandoné nuevamente a la prodigiosa naturaleza de mi país y me reencontré con mis fieles amigos, de quienes estoy más cerca que de mis hermanos, porque la amistad en Chile es para siempre. Volví a California con renovadas energías, lista para trabajar. Me asigné un tema lo más alejado posible de la muerte y escribí Afrodita, unas divagaciones sobre gula y lujuria, los únicos pecados capitales que valen la pena. Compré un montón de libros de cocina y otros tantos de erotismo y partí de excursión al barrio gay de San Francisco, donde recorrí durante semanas las tiendas de pornografía. (Una investigación como ésta habría sido difícil en Chile. En caso que el material existiera, jamás me habría atrevido a conseguirlo; el honor de mi familia estaría en juego.) Aprendí mucho. Es una lástima que adquiriera esos conocimientos tan tarde en mi vida, cuando ya no hay con quien practicar: Willie declaró que no estaba dispuesto a colgar un trapecio del techo. Ese libro me ayudó a salir de la depresión en que me había sumido la muerte de mi hija. Desde entonces he escrito un libro por año. La verdad es que no me faltan ideas, lo que me falta es tiempo. Pensando en Chile y en California, escribí Hija de la fortuna y luego Retrato en sepia, libros en los cuales los personajes van y vienen entre estas mis dos patrias.
Para concluir deseo agregar que Estados Unidos me ha tratado muy
bien, me ha permitido ser yo misma o cualquier versión de mí que se me ocurra crear. Por San Francisco pasa el mundo entero, cada uno con su cargamento de recuerdos y esperanzas; esta ciudad está llena de extranjeros, no soy una excepción. En las calles se oyen mil lenguas, se alzan templos de todas las denominaciones, se huele comida de los más remotos lugares.
Pocos nacen aquí, la mayoría son extraños en el paraíso, como yo. A nadie le importa quién soy o qué hago, nadie me observa ni me juzga, me dejan en paz, lo cual tiene la contrapartida de que si me caigo muerta en la calle nadie se entera, pero, en fin, es un precio barato por la libertad. El precio que pagaría en Chile sería muy caro, porque allí todavía no se aprecian las diferencias. En California lo único que no se tolera es la intolerancia.
La observación de mi nieto Alejandro sobre los tres años de vida que me quedan me obliga a preguntarme si deseo vivirlos en Estados Unidos o regresar a Chile. No lo sé. Francamente dudo que dejaría mi casa. Visito Chile una o dos veces al año y cuando llego muchas personas parecen contentas de verme, pero creo que están más contentas cuando me voy, incluyendo mi madre, quien vive asustada de que su hija cometa un desatino, como aparecer en televisión hablando del aborto, por ejemplo. Me siento dichosa por unos días, pero a las dos o tres semanas empiezo a echar de menos el tofu y el té verde.
Este libro me ha ayudado a comprender que no estoy obligada a tomar una decisión: puedo tener un pie allá y otro acá, para eso existen los aviones y no me cuento entre aquellos que no vuelan por miedo al terrorismo. Tengo una actitud fatalista: nadie muere un minuto antes ni después de lo que le toca. Por el momento California es mi hogar y Chile es el territorio de mi nostalgia. Mi corazón no está dividido, sino que ha crecido. Puedo vivir y escribir casi en cualquier parte. Cada libro contribuye a completar ese «pueblo dentro de mi cabeza», como lo llaman mis nietos. En el lento ejercicio de la escritura he lidiado con mis demonios y obsesiones, he explorado los rincones de la memoria, he rescatado historias y personajes del olvido, me he robado las vidas ajenas y con toda esa materia prima he construido un sitio que llamo mi patria. De allí soy.
Espero que esta larga diatriba responda la pregunta de aquel desconocido sobre la nostalgia. No crea usted todo lo que digo, tiendo a exagerar y, tal como le advertí al principio, no puedo ser objetiva cuando de Chile se trata; digamos mejor que no puedo ser objetiva casi nunca. En todo caso, lo más importante de mi viaje por este
mundo no aparece en mi biografía o en mis libros, sucedió en forma casi imperceptible en las cámaras secretas del corazón. Soy escritora porque nací con buen oído para las historias y tuve la suerte de contar con una familia excéntrica y un destino de peregrina errante. El oficio de la literatura me ha definido: palabra a palabra he creado la persona que soy y el país inventado donde vivo.
FIN