39133.fb2 MI PA?S INVENTADO - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

MI PA?S INVENTADO - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

DULCE DE LECHE, ORGANILLOS Y GITANAS

Mi familia es de Santiago, pero eso no explica todos mis traumas, hay lugares peores bajo el sol. Allí me crié, pero ahora apenas lo reconozco y me pierdo en las calles. La capital fue fundada por soldados a golpes de espada y pala, con el trazado clásico de las ciudades españolas de antaño: una plaza de armas al centro, de donde salían calles paralelas y perpendiculares. De eso queda apenas el recuerdo. Santiago se ha desparramado como un pulpo demente, extendiendo sus tentáculos ansiosos en todas direcciones; hoy alberga cinco millones y medio de personas que sobreviven como mejor pueden. Sería una ciudad bonita, porque es limpia y no le faltan parques, si no tuviera encima un sombrero pardo de polución, que en invierno mata infantes en las cunas, ancianos en los asilos y pájaros en el aire. Los santiaguinos se han acostumbrado a seguir el índice diario del smog tal como llevan la cuenta de la bolsa de valores y el resultado del fútbol. En los días en que el índice se encumbra demasiado, la circulación de vehículos se restringe según el número de la licencia, los niños no hacen deportes en la escuela y el resto de los ciudadanos procura respirar lo menos posible. La primera lluvia del año lava la mugre de la atmósfera y cae como ácido sobre la ciudad; si usted anda sin paraguas sentirá como si le echaran jugo de limón

en los ojos; pero no se preocupe, nadie se ha quedado ciego por eso todavía. No todos los días son así, a veces amanece despejado y se puede apreciar el espectáculo magnífico de las montañas nevadas.

Hay ciudades, como Caracas o el D.F. en México, donde pobres y ricos se mezclan, pero en Santiago los límites son claros. La distancia entre las mansiones de los ricos en los faldeos cordilleranos, con guardias en la puerta y cuatro garajes, y las casuchas de las pobla

ciones proletarias, donde viven quince personas hacinadas en dos habitaciones sin baño, es astronómica. Siempre que voy a Santiago me llama la atención que una parte de la ciudad sea en blanco y negro y la otra en tecnicolor. En el centro y en las poblaciones de obreros todo parece gris, los pocos árboles que existen están exhaustos, los muros deslavados, la gente cansada; hasta los perros que vagan entre los tarros de basura son unos quiltros pulguientos de color indefinido. En los sectores de la clase media hay árboles frondosos y las casas son modestas, pero bien tenidas. En los barrios de los ricos sólo se aprecia la vegetación: las mansiones se ocultan tras infranqueables paredes, nadie anda por las calles y los perros son mastines que sólo sueltan de noche para cuidar las propiedades.

Largo, seco y caliente es el verano en la capital. Un polvillo amarillento cubre la ciudad en esos meses; el sol derrite el asfalto y afecta al humor de los santiaguinos, por eso quien puede procura escapar. Cuando yo era niña, mi familia partía por dos meses a la playa, un verdadero safari en el automóvil de mi abuelo, cargado con una tonelada de bultos sobre la parrilla y tres chiquillos completamente mareados dentro. Entonces los caminos eran pésimos y debíamos culebrear cerro arriba y cerro abajo con un esfuerzo descomunal para el vehículo. Siempre había que cambiar por lo menos uno o dos neumáticos, faena que requería descargar todos los bultos. Mi abuelo llevaba sobre las rodillas un pistolón de aquellos que se usaban antaño para los duelos, porque creía que en la cuesta de Cura–caví, llamada apropiadamente de La Sepultura, solían apostarse unos bandidos. Si los había, no creo que fueran sino unos atorrantes que habrían escapado al primer tiro al aire, pero, por si acaso, pasábamos la cuesta rezando, método infalible contra los asaltos, puesto que nunca vimos a los siniestros bandoleros. Nada de eso existe hoy. A los balnearios se llega en menos de dos horas por rutas espléndidas. Hasta hace poco los únicos caminos malos eran los que conducían a los sitios donde veranean los ricos, que luchaban por preservar sus playas exclusivas. Les horrorizaba ver llegar a la chusma en buses los fines de semana, con sus hijos morenos, sandías, pollos asados y radios con música popular; por eso mantenían el camino de tierra en el peor estado posible. Tal como dijo un senador de derecha: «Cuando la democracia se pone democrática, no sirve». Eso ha cambiado. El país está conectado por una larga arteria, la carretera Panamericana, que se une con la Austral, y por una extensa red de caminos pavimentados y muy seguros. Nada de guerrilleros buscando a quien secuestrar, o bandas

de traficantes de drogas defendiendo su territorio, o policías corruptos a la pesca de soborno, como en otros países latinoamericanos algo más interesantes que el nuestro. Es mucho más probable que te asalten en pleno centro de la ciudad que en un sendero despoblado en el campo.

Apenas uno sale de Santiago, el paisaje se toma bucólico: potreros bordeados de álamos, cerros y viñedos. Al visitante le recomiendo detenerse a comprar fruta y verduras en los puestos a lo largo de la carretera, o desviarse un poco y entrar en los villorrios en busca de la casa donde flamea un trapo blanco, allí se ofrecen pan amasado, miel y huevos color de oro.

Por la ruta de la costa hay playas, pueblos pintorescos y caletas con redes y botes, donde se encuentran los fabulosos tesoros de nuestra cocina: primero el congrio, rey del mar, con su chaleco de escamas enjoyadas; luego la corvina, de suculenta carne blanca, acompañada de un cortejo de cien otros peces más modestos, pero igualmente sabrosos; enseguida el coro de nuestros mariscos: centollas, ostras, choros, ostiones, abalones, langostinos, erizos y muchos otros, incluso algunos de aspecto tan sospechoso que ningún extranjero se atreve a probarlos, como el erizo o el picoroco, yodo y sal, pura esencia marina. Son tan buenos nuestros pescados, que no es necesario saber de cocina para prepararlos. Coloque un lecho de cebolla picada en una fuente de barro o Pyrex, ponga encima su flamante pez bañado en jugo de limón, con unas cuantas cucharadas de mantequilla, salpicado de sal y pimienta; métalo al horno caliente hasta que la carne se cocine, pero no demasiado, para que no se le seque; sírvalo con uno de nuestros vinos blancos bien fríos, en compañía de sus mejores amigos.

Cada año en diciembre partíamos con mi abuelo a comprar los pavos de Navidad, que los campesinos criaban para esas fechas. Puedo ver a ese viejo arrastrando su pierna coja, a las carreras en un potrero tratando de dar caza al pájaro en cuestión. Debía calcular el salto para caerle encima, aplastarlo contra el suelo y sujetarlo, mientras uno de nosotros procuraba atarle las patas con un cordel. Luego debía darle una propina al campesino para que matara al pavo lejos de la vista de los niños, que de otro modo se habrían negado a probarlo una vez guisado. Resulta muy difícil retorcer el cogote a una criatura con la cual se ha establecido una relación personal, como pudimos comprobar aquella vez que mi abuelo llevó una cabra para engordarla en el patio de la casa y asarla el día de

su cumpleaños. La cabra murió de vieja. Además resultó que no era hembra, sino macho, y apenas le salieron cuernos nos atacaba a traición.

El Santiago de mi infancia tenía pretensiones de gran ciudad, pero alma de aldea. Todo se sabía. ¿Faltó alguien a misa el domingo? La noticia circulaba de prisa y antes del miércoles el párroco tocaba la puerta del pecador para averiguar sus razones. Los hombres andaban tiesos de gomina, almidón y vanidad; las mujeres, con alfileres en el sombrero y guantes de cabritilla; la elegancia era requisito indispensable para ir al centro o al cine, que todavía se llamaba «biógrafo». Pocas casas tenían refrigerador–en eso la de mi abuelo era muy moderna–y a diario pasaba un jorobado repartiendo bloques de hielo y sal gruesa para las neveras. Nuestro refrigerador, que duró cuarenta años sin ser reparado jamás, poseía un ruidoso motor de submarino que de vez en cuando estremecía la casa con ataques de tos. La cocinera sacaba con una escoba los cadáveres electrocutados de los gatitos, que se metían debajo buscando calor. En el fondo ése era un buen método profiláctico, porque en el tejado nacían docenas de gatos y sin los corrientazos del refrigerador nos habrían invadido por completo.

En nuestra casa, como en todo hogar chileno, había animales. Los perros se adquirían de diferentes maneras: se heredaban, se recibían de regalo, se encontraban por allí atropellados, pero aún vivos, o seguían al niño a la salida de la escuela y luego no había forma de echarlos. Siempre ha sido así y espero que no cambie. No conozco a ningún chileno normal que haya comprado uno; los únicos que lo hacen son unos fanáticos del Kennel Club, pero en realidad nadie los toma en serio. La mayoría de nuestros perros nacionales se llaman Negro, aunque sean de otro color, y los gatos se llaman genéricamente Micifú o Cucho; sin embargo, las mascotas de mi familia recibían tradicionalmente nombres bíblicos: Barrabás, Salomé, Caín, excepto un perro de dudoso linaje que se llamó Sarampión, porque apareció durante una epidemia de esa enfermedad. En las ciudades y pueblos de mi país corretean levas de canes sin dueño, que no constituyen jaurías hambrientas y desoladas, como las que se ven en otras partes del mundo, sino comunidades organizadas. Son animales mansos, satisfechos de su posición social, un poco somnolientos. Una vez leí un estudio cuyo autor sostenía que, si todas las razas existentes de perros se mezclaran libremente, en pocas generaciones habría un solo un tipo: un animal fuerte y astuto, de tamaño mediano, pelo corto y duro, hocico en punta y cola voluntariosa, es decir, el típico quiltro chileno. Supongo que llega

remos a eso.

Cuando también se fundan en una sola todas las razas humanas, el resultado será una gente más bien baja, de color indefinido, adaptable, resistente y resignada a los avatares de la existencia, como nosotros, los chilenos.

En esos tiempos el pan se iba a buscar dos veces al día a la panadería de la esquina y se traía a la casa envuelto en un paño blanco. El olor de ese pan recién salido del horno y aún tibio es uno de los recuerdos más pertinaces de la niñez. La leche era una crema espumosa que se vendía a granel. Una campanita colgada al cuello del caballo y el aroma de establo que invadía la calle anunciaban la llegada del carretón de la leche. Las empleadas se ponían en fila con sus tiestos y compraban por tazas, que el lechero medía metiendo su brazo peludo hasta la axila en los grandes tarros, siempre cubiertos de moscas. Algunas veces se compraban varios litros de más, para hacer manjar blanco–o dulce de leche-, que duraba varios meses almacenado en la penumbra fría del sótano, donde también se guardaba el vino, embotellado en casa. Comenzaban por hacer una fogata en el patio con leña y carbón. Encima se colgaba de un trípode una olla de hierro negra por el uso, donde se echaban los ingredientes, en proporción de cuatro tazas de leche por una de azúcar, se aromatizaba con dos palitos de vainilla y la cáscara de un limón, se hervía pacientemente durante horas, revolviendo de vez en cuando con una larguísima cuchara de madera. Los niños mirábamos de lejos, esperando que terminara el proceso y se enfriara el dulce, para raspar la olla. No nos permitían acercarnos y cada vez nos repetían la triste historia de aquel niño goloso que se cayó dentro de la olla y, tal como nos explicaban, «se deshizo en el dulce hirviendo y no pudieron encontrar ni los huesos». Cuando se inventó la leche pasteurizada en botellas, las amas de casa se ataviaban con sus galas de domingo para fotografiarse, como en las películas de Hollywood, junto al camión pintado de blanco que reemplazó al inmundo carretón. Hoy no sólo hay leche entera, descremada y con sabores, también se compra el manjar blanco envasado; ya nadie lo hace en casa.

En verano pasaban por el barrio humildes chiquillos con canastos de moras y sacos de membrillos para hacer dulce; también aparecía el musculoso Gervasio Lonquimay, quien estiraba los resortes metálicos de los catres y lavaba la lana de los colchones, una faena que podía durar tres o cuatro días, porque la lana se secaba al sol y luego había que escarmenarla a mano antes de volver a colocarla en los forros. De Gervasio Lonquimay se murmuraba que había es

tado preso por degollar a un rival, rumor que le otorgaba un aura de indudable prestigio. Las empleadas le ofrecían horchata para la sed y toallas para el sudor.

Un organillero, siempre el mismo, recorría las calles, hasta que uno de mis tíos le compró el organillo y salió tocando la musiquita y repartiendo papelillos de la buena suerte con un loro patético, ante el horror de mi abuelo y del resto de la familia. Entiendo que mi tío pretendía seducir así a una prima, pero el plan no dio el resultado esperado: la muchacha se casó a las carreras y escapó lo más lejos posible. Finalmente mi tío regaló el instrumento musical y el loro quedó en la casa. Tenía mal genio, y al primer descuido podía arrancar un dedo de un picotazo a quien se aproximara, pero a mi abuelo le hacía gracia porque maldecía como un corsario. Aquel pajarraco vivió veinte años con él y quién sabe cuántos más había vivido antes; era un Matusalén emplumado. También pasaban las gitanas por el barrio, embaucando a los incautos con su castellano enrevesado y esos ojos irresistibles que habían visto tanto mundo, siempre de a dos o tres, con media docena de criaturas moquillen–tas colgadas de sus faldas. Les teníamos terror, porque decían que robaban niños pequeños, los encerraban en jaulas para que crecieran deformes y luego los vendían como fenómenos a los circos. Echaban mal de ojo si se les negaba una limosna. Se les atribuían mágicos poderes: podían hacer desaparecer joyas sin tocarlas y desatar epidemias de piojos, verrugas, calvicie y dientes podridos. Así y todo, no resistíamos la tentación de que nos leyeran el destino en la palma de las manos. A mí siempre me decían lo mismo: un hombre moreno de bigotes me llevaría muy lejos. Como no recuerdo a ningún enamorado con esas características, supongo que se referían a mi padrastro, quien tenía bigote de foca y me llevó por muchos países en sus peregrinajes de diplomático.