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Es muy difícil determinar cómo es una familia chilena típica, pero
puedo decir, sin temor a equivocarme, que la mía no lo era. Tampoco yo fui una típica señorita, de acuerdo a los cánones del medio en que me crié; escapé enjabonada, como quien dice. Describiré un poco mi juventud, a ver si en el proceso ilumino algunos aspectos de la sociedad de mi país, que en ese tiempo era bastante más intolerante que ahora, lo cual es mucho decir. La Segunda Guerra Mundial fue un cataclismo que sacudió al mundo y cambió todo, desde la geopolítica y la ciencia, hasta las costumbres, la cultura y el arte. Nuevas ideas barrieron sin contemplaciones aquellas que sostuvieron la sociedad durante los siglos anteriores, pero las innovaciones demoraban mucho en navegar por dos océanos o cruzar el muro infranqueable de la cordillera de los Andes. Todo llegaba a Chile con varios años de retraso.
Mi abuela clarividente murió súbitamente de leucemia. No luchó por vivir, se abandonó a la muerte con entusiasmo porque sentía una gran curiosidad por ver el cielo. Durante su existencia en este mundo tuvo la suerte de ser amada y protegida por su marido, quien aguantó de buen talante sus extravagancias, de otro modo tal vez hubiera terminado recluida en un asilo para orates.
He leído algunas cartas que dejó de su puño y letra, donde aparece como una mujer melancólica, con una fascinación morbosa por la muerte; sin embargo la recuerdo como un ser luminoso, irónico y pleno de gusto por la vida. Su ausencia se sintió como un viento de catástrofe, la casa entró en duelo y yo aprendí a tener miedo. Temía al diablo que se aparecía en los espejos, a los fantasmas que deambulaban por los rincones, a los ratones en el sótano, a que se muriera mi madre y yo fuera a dar a un orfelinato, a que apareciera mi padre–ese hombre cuyo nombre no se podía pronunciar–y me llevara lejos, a cometer pecados e irme al infierno, a las gitanas y los cucos con los cuales me amenazaba la niñera; en fin, la lista era interminable, existían razones de sobra para vivir aterrada. Mi abuelo, furioso al verse abandonado por el gran amor de su vida, se vistió de negro de pies a cabeza, pintó los muebles del mismo color y prohibió fiestas, música, flores y postres. Pasaba el día en la oficina, almorzaba en el centro, cenaba en el club de la Unión y los fines de semana jugaba al golf y a la pelota vasca o se iba a las montañas a esquiar. Era uno de los que iniciaron ese deporte en los tiempos en que subir a las canchas era una odisea equivalente a escalar el Everest; nunca imaginó que un día Chile sería la meca de los deportes de invierno, donde se entrenan los equipos olímpicos del mundo entero. Sólo lo veíamos un minuto por la mañana muy
temprano; sin embargo, fue definitivo en mi formación. Antes de irnos al colegio, mis hermanos y yo pasábamos a saludarlo; nos recibía en su habitación de muebles fúnebres, olorosa a un jabón inglés marca Lifebuoy. Jamás nos hizo un cariño–lo consideraba malsano-, pero una palabra suya de aprobación valía cualquier esfuerzo. Más tarde, como a los siete años, cuando empecé a leer el periódico y a hacer preguntas, notó mi presencia y entonces se inició una relación que habría de prolongarse mucho después de su muerte, porque hasta hoy llevo las huellas de su mano en mi carácter y me alimento de las anécdotas que me contó.
Mi infancia no fue alegre, pero sí interesante. No me aburría gracias a los libros de mi tío Pablo, quien entonces estaba todavía soltero y vivía con nosotros. Era un lector impenitente; sus volúmenes se apilaban en el suelo, cubiertos de polvo y telarañas. Robaba libros de las librerías y de sus amigos sin cargo de conciencia, porque consideraba que todo material impreso–menos el suyo–era patrimonio de la humanidad. Me permitía leerlos porque se propuso traspasarme su vicio de la lectura a cualquier costo: me regaló una muñeca cuando terminé de leer La guerra y la paz, un libro gordo con letra minúscula. No había censura en esa casa, pero mi abuelo no permitía las luces encendidas en mi habitación pasadas las nueve de la noche, por eso mi tío Pablo me regaló una linterna. Los mejores recuerdos de esos años son los libros que leí bajo las sábanas con mi linterna. Los niños chilenos leíamos las novelas de Emilio Salgari y Julio Verne, el Tesoro de la Juventud y colecciones de novelitas edificantes, que promovían la obediencia y la pureza como virtudes máximas; también la revista El Peneca, que se publicaba los miércoles de cada semana. Desde el martes yo la esperaba en la puerta, para impedir que cayera en manos de mis hermanos antes que en las mías. Eso lo devoraba como aperitivo, luego me zampaba platos más suculentos, como Ana Karenina y Los Miserables. De postre saboreaba cuentos de hadas. Esos libros estupendos me permitieron escapar de la realidad más bien sórdida de aquella casa en duelo, donde los niños, como los gatos, éramos un estorbo.
Mi madre, convertida en joven soltera, gracias a que pudo anular su matrimonio, y viviendo a la sombra de su padre, contaba con algunos admiradores, calculo que una o dos docenas. Además de bella, tenía ese aspecto etéreo y vulnerable de algunas muchachas de antes, completamente perdido en estos tiempos en que las féminas levantan pesas. Su fragilidad resultaba muy atrayente, porque hasta el más enclenque de los hombres se sentía fuerte a su lado. Era
una de esas mujeres a quienes dan ganas de proteger, exactamente lo contrario de mí, que soy un tanque en plena marcha. En vez de vestirse de negro y llorar por el abandono de su frívolo marido, como se esperaba de ella, procuraba divertirse en la medida a su alcance, que era mínima, porque entonces las damas no podían ir a un salón de té solas, mucho menos al cine. La censura clasificaba las películas de algún interés como «no recomendables para señoritas», lo cual significaba que sólo podían verlas en compañía de un hombre de la familia, quien se responsabilizaba por el daño moral que el espectáculo pudiera provocar en la sensible psique femenina. Se han preservado algunas fotografías de esos años en las que mi madre aparece como una hermana menor de la actriz Ava Gardner. Poseía una belleza sin artificios: la piel luminosa, la risa fácil, facciones clásicas y una gran elegancia natural, razones sobradas para que las malas lenguas no la dejaran en paz. Si sus platónicos pretendientes espantaban a la mojigata sociedad santiaguina, imagine usted el escándalo que se armó cuando se supo de sus amores con un hombre casado, padre de cuatro hijos y sobrino de un obispo. Entre muchos candidatos, mi madre escogió al más feo de todos. Ramón Huidobro parecía un sapo verde, pero con el beso de amor se transformó en príncipe, como en el cuento, y ahora puedo jurar que es guapo. Relaciones clandestinas habían existido siempre, en eso los chilenos somos expertos, pero de clandestino ese romance nada tenía y pronto fue un secreto a voces. Ante la imposibilidad de disuadir a su hija o de impedir el escándalo, mi abuelo decidió salir–le al paso y trajo al amante a vivir bajo su techo, desafiando a la sociedad entera y a la Iglesia. El obispo en persona vino a poner las cosas en su sitio, pero mi abuelo lo condujo de un ala amablemente hacia la puerta, con el argumento de que con sus pecados corría él y con los de su hija también. Con el tiempo ese amante habría de convertirse en mi padrastro, el incomparable tío Ramón, amigo, confidente, mi único y verdadero padre; pero cuando llegó a vivir a nuestra casa lo consideré mi enemigo y me propuse hacerle la vida imposible.
Cincuenta años más tarde él asegura que esto no es cierto, que jamás le declaré la guerra; pero lo dice de puro noble, para aliviarme la conciencia, porque recuerdo muy bien mis planes de darle una muerte lenta y dolorosa.
Chile es posiblemente el único país de la galaxia donde no existe el divorcio, porque nadie se atreve a desafiar a los curas, a pesar de que el setenta y uno por ciento de la población lo reclama desde hace mucho tiempo. Ningún parlamentario, ni siquiera los que se
han separado de sus esposas y juntado con una serie de otras mujeres en rápida sucesión, enfrenta a los curas. El resultado es que la ley de divorcio duerme año tras año en el archivo de asuntos pendientes y cuando finalmente se apruebe tendrá tantas cortapisas y condiciones, que será más conveniente asesinar al cónyuge que divorciarse. Mi mejor amiga, cansada de esperar que saliera su nulidad matrimonial, consultaba a diario los obituarios de la prensa con la esperanza de ver en ellos el nombre de su marido. Nunca se atrevió a rezar para que el hombre recibiera la muerte que merecía, pero si se lo hubiera pedido buenamente al Padre Hurtado, sin duda éste la hubiera complacido. Los resquicios legales han servido por más de cien años a millares de parejas para anular sus matrimonios. Así lo hicieron mis padres. Bastaron la voluntad de mi abuelo y sus conexiones, para que mi padre desapareciera por obra de magia y mi madre fuera declarada soltera con tres hijos ilegítimos, que nuestra ley llama «putativos». Mi padre firmó los papeles sin chistar, una vez que le aseguraron que no tendría que mantener a sus chiquillos. La nulidad consiste en que una serie de testigos falsos jura en vano frente a un juez, quien finge creer que lo que le cuentan es cierto. Para obtener una nulidad se necesita por lo menos un abogado, para quien el tiempo es oro, porque gana por hora, de modo que no le conviene abreviar los trámites. El único requisito para que el abogado «saque» la nulidad es que la pareja se ponga de acuerdo, porque si uno de los dos se niega a participar en el engaño, como hizo la primera mujer de mi padrastro, no hay caso. El resultado es que hombres y mujeres se juntan y se separan sin papeles de ninguna clase, como ha hecho la casi totalidad de la gente que conozco. Mientras escribo estas reflexiones, en el tercer milenio, la ley de divorcio aún sigue pendiente, a pesar de que el presidente de la República anuló su primer matrimonio y se volvió a casar. Al paso que vamos mi madre y el tío Ramón, que ya están en los ochenta y han vivido juntos bastante más de medio siglo, morirán sin poder legalizar su situación. Ya no les importa a ninguno de los dos y aunque pudieran, no se casarían; prefieren ser recordados como amantes de leyenda.
El tío Ramón trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores, como mi padre, y al poco tiempo de instalarse bajo el techo protector de mi abuelo en calidad de yerno ilegítimo, fue enviado en una misión diplomática a Bolivia. Eran los comienzos de los años cincuenta. Mi madre y nosotros, sus hijos, partimos tras él. Antes de comenzar a viajar, yo estaba convencida de que todas las
familias eran como la mía, que Chile era el centro del universo y que el resto de la humanidad tenía nuestro aspecto y hablaba castellano como primera lengua; el inglés y el francés eran asignaciones escolares, como la geometría. Apenas cruzamos la frontera tuve la primera sospecha de la vastedad del mundo y me di cuenta que nadie, absolutamente nadie, sabía cuán especial era mi familia. Aprendí rápido lo que se siente al ser rechazada. Desde el momento en que dejamos Chile y comenzamos a ir de un país a otro, me convertí en la niña nueva en el barrio, la extranjera en el colegio, la rara que se vestía diferente y ni siquiera podía hablar como los demás. No veía las horas de regresar a mi terreno conocido en Santiago, pero cuando finalmente eso ocurrió, varios años más tarde, tampoco me avine allí, porque había estado afuera demasiado tiempo. Ser extranjera, como lo he sido casi siempre, significa que debo esforzarme mucho más que los nativos, lo cual me ha mantenido alerta y me ha obligado a desarrollar flexibilidad para adaptarme a diversos ambientes. Esta condición tiene algunas ventajas para alguien que se gana la vida observando: nada me parece natural, casi todo me sorprende. Hago preguntas absurdas, pero a veces las hago a la gente adecuada y así consigo temas para mis novelas.
Francamente, una de las características de Willie que más me atraen es su actitud desafiante y confiada. No duda de sí mismo o de sus circunstancias. Siempre ha vivido en el mismo país, sabe comprar por catálogo, votar por correo, abrir un frasco de aspirina y dónde llamar cuando se inunda la cocina. Envidio su seguridad; él se siente totalmente a gusto en su cuerpo, en su lengua, en su país, en su vida. Hay cierta frescura e inocencia en la gente que ha permanecido siempre en el mismo lugar y cuenta con testigos de su paso por el mundo. En cambio aquellos de nosotros que nos hemos ido muchas veces desarrollamos por necesidad un cuero duro. Como carecemos de raíces y de testigos del pasado, debemos confiar en la memoria para dar continuidad a nuestras vidas; pero la memoria es siempre borrosa, no podemos fiarnos en ella. Los acontecimientos de mi pasado no tienen contornos precisos, están esfumados, como si mi vida hubiera sido sólo una sucesión de ilusiones, de imágenes fugaces, de asuntos que no comprendo o que comprendo a medias. No tengo certezas de ninguna clase. Tampoco logro sentir a Chile como un lugar geográfico con ciertas características precisas, un sitio definible y real. Lo veo como se ven los caminos del campo al atardecer, cuando las sombras de los álamos engañan la vista y el paisaje parece sólo un sueño.