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LA ENVIDIA Y LA MENTIRA

Aquí la envidia y mentira

me tuvieron encerrado.

FRAY LUIS DE LEÓN

Entraron por la puerta principal esta vez. Nacho decidió hacerle una llamada a Rodrigo, para comprobar que se había puesto en marcha. Mientras sus dos acompañantes hablaban entre sí, sacó su teléfono y marcó el número del chico, que no atendió la llamada. Le dio a la tecla de rellamada y esperó. Tampoco esta vez. Se pasó la mano por el cabello castaño claro y refunfuñó mirando la pantalla del móvil, hasta que ésta se oscureció y se apagó. Volvió a intentarlo. Eran casi las once de la mañana, hora más que decente para estar en pie, aunque uno sea un jovenzuelo cuyo único sueño es dormir con las epifisis desparramadas por el catre, las vesículas seminales a punto de rebosar y la grasa subcutánea haciendo planes para salir al mundo exterior en forma de granos, barrillos y repugnantes puntos negros.

– ¿Sí?-respondió Rodrigo con voz de zombi.

– ¿Qué, estudiando, nooo…? -le reprochó Nacho. Su ironía cayó en saco roto.

– Ahora mismo, no. No me he levantado todavía.

– Pues ya va siendo hora, retaco. No sé de qué te quejas, si ni siquiera vas a clase. Estabas estudiando en la universidad a distancia, ¿nooo…?

– Es que me acuesto tarde, ¿sabes? Estoy estudiando una carrera, aunque vaya poco a clase. La gente… de tu edad -lo dijo como si estuviera dirigiéndose a un anciano veterano de la guerra civil, de la república de Roma, la primera o la segunda, daba igual-, la gente de tu edad ya ni se acuerda de lo que significa estudiar. Pues es un coñazo, tío. Hacen falta muchos codos.

– Sí, los necesarios para entrar en los ordenadores de tus profes y robarles las preguntas de los exámenes. No me cuentes batallitas, joven hobbit.

– Eres un incrédulo, como aquel apóstol. San Algo.

– ¿Te has puesto las pilas como te dije?

– Bueno.

– Vas tener que encomendarte a san Algo como no hagas lo que te he pedido.

– Cálmate, tío. Pero ¿qué desayunas?, ¿las uvas de la ira?

– Qué gracioso, chaval.

– Je, je… No eres tú el único que lee, dicho sea de paso.

– Vale, venga, dime lo que sea.

Rodrigo hizo un silencio, se le oyó rebullir a través de la línea, y que tiraba algo al suelo. Nacho compadeció a su madre, a todos los padres de adolescentes del mundo, y se alegró de no tener hijos ni esperarlos próximamente.

– Desde mi posición -la voz de Rodrigo había pasado de los tonos graves, ayudada por la tradicional ronquera del despertar de quien ha pernoctado con las nalgas al fresco, a un cascabeleo afilado, más propio de la cantarina voz de una soprano infantil-, repito, desde mi posición, que en este momento es tumbada, puedo decir que el ordenador personal del tal Fabio Arjona fue utilizado anoche, a las 24.05.30. Noche cerrada, tío.

– ¿Qué? ¡Pero si está muerto!

– ¿Qué quieres que te diga, tío? Yo no concibo el cielo sin un buen router que garantice el envío de datos a cualquier red computacional a través de ondas. Nada de cables. O sea, que el cielo tiene que disponer de Wi-Fi. Y para el infierno debe de ser fundamental, así que… Si ese colega que acaba de palmar está en el cielo, o en el infierno, está conectado. Fijo. El Purgatorio creo que ya no existe. Por allí no debían de estar al tanto de las nuevas tecnologías y desaparecieron del mapa, de la misma manera que si vivías en la Edad de Bronce y no controlabas el tema de la rueda estabas out. Totalmente.

– Entonces, ¿localizaste sus IP?

– Sí. ¿Lo dudabas, amore mio?

– No he oído nada sobre su ordenador. Supongo que, si era un portátil y lo tenía aquí con él, se lo llevaría la policía. Debió de ser la poli quien lo abrió anoche.

– ¿A las doce de la noche? No me consta que la policía trabaje hasta esas horas.

– ¿Puedes averiguar desde dónde se conectó?

– Ya no.

– ¿Puedes hacer algo al respecto?

– Si vuelve a conectarse, y coincidimos él y yo, puedo averiguar desde dónde lo hace. Puedo intentar saber desde dónde se hace la próxima conexión, pero no la anterior. En ésa, se nos pasó el arroz.

– Pues ya estás en ello.

– ¡Eh, oye, cálmate un poco! La policía está haciendo su trabajo, y…

– Y el Club Baskerville debería estar haciendo el suyo, si no fuera porque tú cada vez te estás volviendo más insoportable, perezoso, contestón, ineficaz y picajoso -le regañó Nacho-. ¿Qué hay de aquel placer que sentíamos, que sentías, cuando ganábamos por la manga a la poli y averiguábamos qué había pasado antes que ellos? Para unos auténticos sabuesos como nosotros no valen los segundos puestos. No hay medallas de plata. Es la gloria, o la ignominia del olvido. Y tú eliges, enano.

– Jo, tío. Lo pones de una manera…

Nacho retuvo la respiración un instante y procuró mostrarse conciliador con el chico.

– Si te pasa algo, y yo puedo ayudarte para que soluciones lo que sea y vuelvas a rendir como cuando tenías catorce años… Ya sabes que estoy aquí. A tu lado.

Rodrigo guardó silencio, aunque Nacho podía oírlo resoplar con la frustración de su edad; percibió su desaliño y, quizás, también su soledad. La adolescencia era un asco. Lo recordaba vivamente.

– Bueno, no sé.

– ¿Qué es lo que no sabes?

– No sé si me pasa algo o no.

– Descríbeme los síntomas.

Nacho salió al jardín de nuevo, donde nadie podía escuchar su conversación, a pesar de que no veía a ninguno de los huéspedes rondando por allí. Fernando y Miño habían desaparecido, y a Carlos lo entrevió a través de la ventana de la cocina, trasteando junto a su mujer.

– Creo… Tío, no sé. No sé.

– Inténtalo. Verbaliza, hombre. Quizás deberías empezar a escribir poemas. A mí me ayudó bastante a tu edad.

– Sí, claro, lo que me faltaba. No me gustaría ser tan relamido y prepotente. «El poeta es soberanamente inteligente, es la inteligencia por excelencia…», bla, bla, bla. -Aquilató su voz, en son de burla, hasta que consiguió sonar igual que Barry Gibb, de los Bee Gees, tratando de acentuar su voz por encima de las de sus hermanos.

– ¿Quién dice eso de soberanamente inteligente? No digas bobadas.

– Tío, lo decía Baudelaire. En Lettres. Lo he leído, no vayas a creer.

Nacho se quedó de una pieza. No tenía ni idea. Anotó mentalmente la referencia del libro. Tal vez debería leer con mayor frecuencia a Baudelaire.

– Bueno, siempre se exagera un poco la importancia de lo que uno es.

– Joder, exagera…

– Me estabas diciendo que no sabes si te pasa algo o no.

– Vale, pero ése es un tema que no sé si me apetece tratar contigo.

– Tú mismo. Yo no voy a forzarte. Sólo quería asegurarme de que te das cuenta de que estoy contigo. A tu lado. Y que puedes decirme, pedirme o preguntarme lo que sea, porque soy tu amigo, tu colega, tú mismo no paras de llamarme «tío», de modo que no te costará trabajo, en un momento dado, imaginar que soy tu tío. Un tío enrollado y…

– ¡Sí, enrollado! ¡Pero si me das una brasa…! Serías…, vaya, de hecho eres una madre de manual, tío.

– Bien, vale, acepto la protesta. Disculpa si te he apretado un poco las tuercas, pero es que me gustaría resolver este caso. Es un asesinato, ¿recuerdas? Y yo estoy en primera línea de fuego. Nunca antes lo habíamos tenido tan fácil, enano.

Rodrigo volvió a guardar silencio. Cuando habló, las palabras llegaron al oído de Nacho engastadas en esa desesperación que sólo es capaz de sentirse en la pubertad.

– Yo… Me parece. Vaya, no sé. Creo que estoy… Que estoy, er, enamorado. No te rías, joder, tío.

– No me estoy riendo. -Nacho esbozaba una enorme y campante sonrisa de deleite, pero su voz era grave y seria como la de un juez victoriano. Imaginó al chico en un jardín, como el que ahora mismo lo rodeaba a él, envuelto en el aroma de un celindo, sujetando unas bragas con una mano temblorosa y con la otra un libro de Baudelaire. Bueno, bueno, la adolescencia… Qué putada.

– Pues di algo.

– Rodrigo, eso no es ningún problema. Estar enamorado es natural a tu edad. E incluso a la mía.

– Perdona, pero a mí no me parece que sea tan natural. A mí me preocupa, ¿entiendes?

– ¿Quieres decir que tu amor no es natural?… -Por un momento, Nacho creyó que el chico tenía inclinaciones hacia su mismo sexo. En ese caso, pensó aliviado, podía pedirle a Fernando que hiciera de consejero-. ¿Me estás diciendo que hay algo en tu amor que no es natural en el sentido religioso de la acepción que le daría un inquisidor del Santo Oficio a un capuchino napolitano que llevara la falda del hábito demasiado corta?

– No, no soy gay, si es eso lo que estás preguntando. Mira que eres enrevesado… Lo que digo es que la sexualidad…

«Ah, claro, ahí íbamos.»

– … no es tan natural como pretenden hacernos creer. Yo, por lo menos, estoy un poco confundido.

– ¿Y…?

– ¡Tío, te estoy diciendo que estoy confuso! Has dicho que podías ayudarme. Tú me ayudas a mí, y yo trabajo para ti, para que resuelvas este caso y te apuntes un tanto. Eres un vanidoso, joder, Nacho. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo me utilizas? ¿Crees que sólo soy un crío que pone sus herramientas a tu servicio y no se entera de que la gloria te la llevas luego tú?

– Vaya, no sabía que existiera un problema de rivalidad entre nosotros. -Era sincero, pero se dijo que quizás debería meditar sobre ello-. Tú eres la única persona del club que recibe una, hum, asignación por su trabajo, que sin duda es inestimable. Casi todo lo que sacamos en metálico por la publicidad de la página va a parar a tu bolsillo. Nunca imaginé que vivieras todo esto como un conflicto de competencias entre tú y yo.

Nacho se acercó a un banco de hierro al borde de un sendero y se sentó con aire flemático.

Rodrigo calló, enfurruñado. Al cabo de un rato se decidió a decir unas palabras.

– No estoy diciendo que haya rivalidad exactamente. Es que…

– Hasta hace nada eras menor de edad, en los periódicos ni siquiera podían mencionar tu nombre, y mucho menos sacar tu cara bonita en una foto. Ahora ya has cumplido los dieciocho, la próxima vez que un periodista quiera escribir un reportaje sobre el club, lo pondré en contacto contigo. A mí no me importa permanecer en un segundo plano. Creía que éramos un equipo.

Nacho se hizo el dolido.

– Bueno, sí, somos un equipo, creo yo -concedió Rodrigo, al fin.

– Venga, olvidemos este malentendido. -El meteorólogo imprimió una buena dosis de entusiasmo a su voz, tratando así de contagiárselo al chico-. Haremos una cosa: te pones a trabajar en el caso y, si te apetece, me mandas un e-mail con todas las preguntas y dudas sobre sexo que se te pasen por la cabeza. Así no te sentirás azorado por tener este tipo de conversaciones conmigo por teléfono. Y yo te las iré respondiendo, en la medida en que sepa hacerlo, una por una. Y si te queda alguna incertidumbre suelta, lo hablamos por teléfono. Me das un toque y yo te devuelvo la llamada, para que no gastes saldo. A cualquier hora del día o de la noche. -Tomó nota en su libretita de apuntes de desconectar el teléfono a partir de las doce, no fuese a darle al mozalbete por tener conferencias íntimas de madrugada. Él tampoco era una línea erótica; ni el teléfono de la esperanza-. ¿Te parece un trato justo? Como decía aquel anuncio de la radio: «Si tiene dudas, no lo dude: llámenos.» Siempre creí que pedirle a alguien que tiene dudas que no dude para así poder salir de dudas… es demasiado. Pero nunca se sabe. En todo caso, tú no las tengas, ¿de acuerdo?

Casi pudo verlo asintiendo mudamente una y otra vez con el teléfono húmedo, pegado a la blanda oreja, aferrándolo con tanta fuerza que, cuando terminaran de hablar, parecería que le había sacado lustre a salivazos.

Nacho se rió mientras cortaba la comunicación.

En la biblioteca sólo estaba Mauricio Blanc, con las gafas pegadas en forma de lupa sobre unos folios impresos en una apretada letra Times New Roman, leyendo lo que Nacho supuso eran las ponencias prometidas por doña Agustina.

La mujer de Carlos, Alina, le había dicho que la señorita Rocío y la señorita Jacinta habían aprovechado para ir a la ciudad a hacer unas compras. Carlos las había llevado en el coche personal de la señora, un flamante Jaguar X-Type de color negro que Nacho había visto aparcado fuera, y que, por las noches, Carlos tapaba con una funda de tejido impermeable.

Saludó a Mauricio y se acercó hasta donde estaba sentado en una postura forzada y poco cómoda. El hombre lo recibió con una mueca espantosa que seguramente pretendía ser una sonrisa de bienvenida.

– Ah, hola, ¿cómo te encuentras, joven? -dijo, y dejó las gafas encima del manuscrito.

– Bien, gracias.

Nacho se sorprendió por la pregunta, dado que no había mostrado de momento ningún síntoma de malestar físico o químico de relieve, excepto por su recurrente jaqueca, que había procurado no hacer demasiado pública salvo para sacudirse de encima a Fernando. Entonces cayó en la cuenta de que la pregunta sólo era una evidencia de la repulida manera de hablar de Mauricio.

– No hay mucha algarabía por aquí. Las gentes andan en sus cuartos, o paseando arriba y abajo. Cuando llegue la hora de la comida -comentó con aspecto abstraído a pesar de que su voz sonaba tan incisiva como un cortafríos-, todos surgirán de sus cubículos como carcomas saliendo de la pata de una silla.

Señaló el montón de papel que contenía las conferencias con la mano que sujetaba las gafas.

– Los apologistas del bienquisto poeta Pons no se han mostrado demasiado entusiastas con sus estudios, por lo que he podido leer hasta ahora. Lo que no es raro, teniendo en cuenta que, entusiasmo, lo que se dice entusiasmo, no lo han manifestado ni sus apógrafos. Excepto su señora, a quien no se le puede negar la fe. Además del tiempo y el dinero, por supuesto.

Nacho tomó asiento frente a él.

– El día está tranquilo, por ahora -señaló desconcertado, inclinándose sobre los papeles y pensando que apenas había entendido lo que Mauricio acababa de decir «por el contexto», como aseguraban sus profesores de bachillerato que se aprendía vocabulario leyendo.

– A lo mejor llueve -elucubró Mauricio-, pero, claro, tú sabrás.

– No, yo no lo sé…

– Pues, hijo mío, si tú, que eres meteorólogo, no lo sabes, apañados vamos.

– Quiero decir que, normalmente, necesitamos consultar un montón de datos, de cifras, fotografías de satélites, y… El Instituto Nacional de Meteorología, pues… Bueno, qué más da -concluyó cuando observó la cara de absoluta indiferencia de su interlocutor-. El caso es que no se puede prever el tiempo con un ciento por ciento de posibilidades de acertar. Y si se hace, es a muy corto plazo.

– Ah. -Todo en la expresión de Mauricio declaraba sin ambages: «Lo que me cuentes al respecto me importa un rábano, así que puedes ahorrarte el esfuerzo.»

Nacho se dijo que quizás, ahora que tenían un rato, podría hablar con alguien sobre los tres días del encuentro que él se había perdido (en el trabajo se habían negado en redondo a darle esos días libres, incluso sin sueldo, y tuvo que resignarse a llegar tarde; a su jefe la poesía le importaba tanto como a Mauricio el ciclo vital de una tormenta).

Mauricio era uno de esos hombres apegados a las letras que nunca miran al cielo, aunque el cielo aparezca a menudo en sus poemas en forma de lunas incrustadas en el firmamento como gotas de diamante helado, lluvia que devora el cielo, estrellas como secretos transparentes, agua que cuaja el esmalte del cielo, lagos que reflejan su color, y toda una larga serie de chilindrinas semejantes. A Mauricio, los problemas del cielo le traían sin cuidado, incluidos los agujeros negros que se van tragando el universo a distancias abisales de su escritorio; el otro agujero más cercano, esta vez en la capa de ozono («¿quién demonios puede explicar qué clase de cosa es el ozono sin liarse un poco?»); las tormentas dispersas que echan a perder una tarde de playa y el granizo que arruina las cosechas de los agricultores. Para Mauricio lo único que tenía sentido en esta vida era estudiar la «entención» del autor del Libro de buen amor, por ejemplo; el ars grammatica del noble don Juan Manuel; el problema del «yo en la conciencia» en las obras de Charles-Humbert La Tour du Pin (l’amour de soi y todo eso), y las pistas sobre la influencia que tuvo en el humanismo del marqués de Santillana la versión de Villena de 1428 de la Divina Comedia, etcétera.

Todo lo demás… Brisas, calentamiento global, el dosel forestal de la selva, el efecto mariposa, la niebla de advección, los desastres naturales… Para Mauricio todas esas cosas, y tantas más, carecían de verdadera importancia. Al menos en su vida, que era lo que contaba. Por eso, hablar del tiempo se le antojaba una pérdida de tiempo.

Mirándolo, Nacho supo que el hombre era omnívoro como un oso pardo, pero sólo con la comida. «Quizás también en el sexo», se atrevió a discurrir, sintiéndose bastante retorcido. Era alto, más que Nacho (que ya medía sus buenos 189 centímetros sobre el nivel del suelo), y tenía un porte tan aristocrático que resultaba decadente. Su cabeza alardeaba de tener la forma de un trapecio, con dos lados paralelos y otros dos en absoluto paralelos. Lucía unas gruesas cejas que parecían más bien la cola de un pequeño lemúrido, pues alternaba franjas de un color blanco canoso con otras de color castaño oscuro. La boca era grande y sensual, contrariamente a lo que uno espera de esos linajudos señores, todos encopetados, de labios tan finos que nadie podría asegurar que los tengan, y cuya insignificancia o clara ausencia a veces esconden bajo un bigote gótico que Nacho siempre sospechaba habitado por auténticas civilizaciones de bacilos y parásitos (las microscópicas pseudomonas temblando de pánico y vértigo, agarradas por cientos de miles a los pelitos que rozan cualquier cosa que se lleven a la boca o que traiga consigo el viento).

Nacho tenía entendido que había enviudado tres veces de señoras que no sólo tenían posibles, sino hasta lo que para el resto de los mortales serían imposibles. Le llamaban, con muy mala intención, el Verso Cojo; porque arrastraba una pequeña cojera, casi imperceptible a la vista, supuso Nacho. Sus dedos eran larguísimos y de elegantes movimientos, como si constantemente se dispusiera a dirigir la orquesta del mundo con la apacible dignidad de un dios decepcionado con su obra.

– Mauricio… -lo interrogó Nacho con delicadeza-. Como sabes… -Se le hacía raro tutearlo, pero allí todo el mundo se tuteaba cuando hablaba frente a frente (si hablaba hacia todos los demás tomados como un auditorio, se podía utilizar el «ustedes», aunque Nacho no entendía muy bien esa regla), se suponía que estaban inter pares, menos en lo que se refería a Pascual Coloma, que sin duda era el primus-. Como sabes no pude asistir a este encuentro desde el primer día…

– Pues te perdiste lo mejor -asintió el otro.

– Me gustaría saber cómo transcurrieron esos días, y he pensado que quizás tú puedas decirme algo interesante, algo que te llamara la atención. Por cierto, ¿cómo era tu relación con la víctima?

Mauricio le dirigió una mirada llena de granizo. Nacho pudo sentir su malestar en un breve calambrazo en la mejilla izquierda del hombre.

– No existía.

– ¿No erais amigos?

– No -contestó secamente.

– Pero supongo que hablarías con él.

– No, no hablaba con él -respondió Mauricio-; pero yo no era el único, como imagino que sabrás.

– ¿Quién más no le dirigía la palabra?

– Por supuesto, su ex mujer; aunque creo que nunca se casó con ella, estuvieron viviendo juntos unos tres años. Me refiero a esa pobre chica, Cristina Oller.

– Sí, Cristina, ya lo sabía.

– Cuando llegamos, ellos dos ni se miraron el uno al otro. Fue en extremo desagradable verlos juntos. Ese verso… cataléctico que es la pobre Oller, a la que siempre parece que le falta una sílaba en alguno de sus pies. Y el verso amétrico, sin ninguna medida, que era el tal Arjona. -Sus gruesos labios se curvaron hacia abajo de manera fulminante, como una palabra abatida en la página en blanco por una tachadura-. Penoso espectáculo. Yo me limité a ignorar su presencia, aunque Arjona siempre se aseguraba de no pasar inadvertido.

– Entonces… ¿no os hablabais?

– Te lo acabo de decir.

– ¿Desde cuándo?

– No lo sé. Desde hacía años.

– ¿Muchos?

– Es posible. Yo no lo he echado de menos en todo este tiempo. Y supongo que él a mí tampoco.

– ¿Fuisteis amigos en el pasado?

– Jamás.

– Pero… Me he dado cuenta de que Fabio había conseguido hacerse con una buena colección de, digamos, enemigos. Por una razón u otra, bastante gente lo odiaba. Y lo seguirán odiando.

– Pero ya está muerto.

– ¿Qué más da? El odio no repara en minucias, cuando es vigoroso y sano. Y en este país crece fuerte, como el pelo de rata. Vivimos en la patria de grandes odiadores. Es el canibalismo español, sobre el que ya escribió Azorín.

– Sin embargo, cuando desaparece el objeto del odio, como el del amor…, el odio y el amor terminan por sucumbir al paso del tiempo, creo yo. Se extinguen un día u otro.

– Es posible. Entonces habrá que darles tiempo a los que odiaban a Arjona.

Nacho lanzó una pregunta temerosa:

– ¿Puedo preguntarte si tú también lo odiabas?

– No, amigo mío. No tengo tantas energías, aunque me sobren los motivos, y para odiar de verdad es necesario estar provisto de ambos requisitos.

– ¿Qué motivos?

– Era un malediciente, y yo fui una de sus incontables víctimas.

Se negó a contar nada más, y Nacho miró hacia los estantes repletos de libros que engalanaban las paredes de la estancia buscando inspiración.

– El odio… -repitió en voz baja.

– Sí, querido joven. País de odiadores natos, el nuestro. Hermano contra hermano y padre contra hijo. ¿Por qué iba a ser una excepción el colega contra el colega? Ésta es la tierra de Pedro I de Castilla, Pedro el Cruel, que asesinó a su hermano Fadrique, y era especialista en eliminar a las madres, hijos y esposas de sus enemigos. Un tipo sanguinario, lujurioso y engreído, si me permites la observación. Y, sin embargo, bajo su reinado florecieron las artes y las letras. También protegió a los judíos. Fue amigo del gran poeta Sem Tob de Carrión. Al carácter hispano nunca le ha hecho daño un poco de sangre, excepto por la sangre en sí.

– De modo que… ¿Cristina y él no tuvieron un encuentro demasiado amigable? -trató de reconducir Nacho la conversación.

– Pues no, no me lo pareció. Cada vez que tropezaba con él su mirada, ella agitaba la cabellera, como una María Antonieta prematuramente encanecida después de dormir en La Conciergerie. Por cierto, yo siempre he sido de la opinión de que María Antonieta no encaneció en su encierro, sino que simplemente mientras estaba en prisión no dispuso de los afeites y pelucas con los que habitualmente disimulaba las canas propias de su edad, y evidentemente…

– ¿Y Fabio, cómo se comportaba?

– Bueno, él la observaba de reojo, y en varias ocasiones lo oí quejarse de su presencia a terceros, concretamente a Pascual Coloma, que le respondía con forzados monosílabos, dado que no es muy propenso a hablar si no media un suculento cheque por medio. Por venir aquí lo ha recibido, el cheque, digo, pero debe pensar que, con su presencia y su ponencia (ambos elementos son lo mismo en su caso), ya ha cumplido y no tiene por qué soltar más prenda.

– ¿Pudiste oír qué le decía exactamente?

– Bueno, déjame recordar. Creo que oí algo así como: «Esa mujer es veneno. Una trepa que me arruinó.» O algo parecido.

– Pero Cristina Oller fue una niña prodigio. Normalmente a los trepas les cuesta más subir. Quiero decir que, si son trepas, es porque no les queda otro remedio -subrayó Nacho-, y suelen pasarse la vida tratando de escalar. Si todos hubiesen tenido las facilidades de Cristina desde la adolescencia… no serían trepas. No, ni mucho menos.

– Claro. Bueno, supongo que Arjona detestaba a Oller, y viceversa; vivieron juntos y luego dejaron de hacerlo. Sufrieron un mal remate de su relación, según tengo entendido.

– Sí, eso creo.

– Ella, cada vez que nos reuníamos todos y no podía evitar la cercanía de la grosera presencia de Arjona, se erizaba igual que el gato de doña Agustina. Tenía todo el aspecto de un gato escaldado. Y él bufaba y se movía nervioso, con ese núcleo sintáctico que era su enorme barriga temblando de indignación, como si la pobre mujer fuese la mayor perra de la historia de Occidente. -Levantó las cejas y ofreció un aspecto humorístico, a pesar de la solemnidad de su prosopopeya-. Yo estimo que no es para tanto, la verdad. Las buenas maneras se inventaron, precisamente, para evitar esas enojosas situaciones.

– ¿Alguien más no le dirigió la palabra a Fabio Arjona?

– La mayoría no estábamos demasiado ilusionados con su presencia, pero lo toleramos. Incluso la joven Rocío, algo inaudito, teniendo en cuenta que, en tiempos, Arjona fue su padrastro y el asunto tampoco concluyó de manera conveniente y civilizada con su madre.

– ¿Qué?

Mauricio asintió, envuelto en un nimbo de gravedad y reserva. Se removió en su silla con tanto afán que dio la impresión de estar escarbando en el asiento con el trasero.

– No me gusta ser chismoso -añadió, y se encerró en un taciturno mutismo.

– ¿Fabio Arjona estuvo… casado con la madre de Rocío Conrado…? -Nacho intentó que siguiera hablando.

Mauricio, prudente y serio, se tomó unos segundos antes de responder.

– Liado, más bien. El matrimonio no era la especialidad de Arjona. Él era más partidario de las delicias del amancebamiento. En fin, no quiero hablar demasiado. Aunque no estoy contando nada que no sepa todo el mundo.

– Vaya, pues no tenía ni idea.

– Sí, la propia Rocío puede explicártelo, si le apetece, claro está.

– Quizás deba preguntarle.

– ¿Estás tratando de… de resolver este caso? He oído que tienes una página web, o algún invento endemoniado de ésos, en la que tú y tus amigos les hacéis la competencia a las fuerzas del orden. Cosa que no debe de ser muy complicada, ahora que lo pienso.

– Algo así.

– Pues habla con Rocío, ella puede explicarte este asunto mejor que yo. Por otro lado, y ya que me has preguntado al respecto, he de decir que no tuve la impresión de que Rocío guardara rencor a Arjona, a pesar de lo que se dice que pasó.

– ¿Qué pasó?

Mauricio negó con la cabeza, inflexible.

– Que te lo cuente ella, si quiere.

– Le preguntaré.

– Pero insisto en que no noté resentimiento por parte de Rocío, todo lo contrario. Lo saludó amigablemente, al tal Arjona. Le estrechó la mano y le dijo que «hacía mucho tiempo», y que se alegraba de verlo con tan buen aspecto. Si la chica lo detestaba, no se puede negar que tiene cuajo. Disimulaba estupendamente.

– Mira por dónde.

– Sí, Arjona tuvo una vida larga e interesante, y el mundo es un pañuelo lleno de suciedad, cursis e inservibles bordados, conflictos de interpretación y signos fracasados. Pero pequeño, diminuto, y por norma general carente de todo indicador de poeticidad o de misericordia humana.

– Fabio conocía a todo el mundo.

– A todos los que habitábamos en su mundo, sí.

Nacho se pasó la mano por el pelo, que notaba seco, tratando de concentrarse.

– Mauricio, hay otra cosa.

– Dime -el hombre echó un vistazo rápido a su reloj, apuntando así claramente que estaba cansándose de tanta charla.

– ¿Sabes si Fabio, si Arjona tenía ordenador portátil?

– No tengo ni idea, pero supongo que sí. Presumo que tendría varios, incluso. Mientras yo no he logrado encumbrarme en la escala evolutiva más allá de la pluma de varios cientos de euros, él tenía fama de estar al tanto de cualquier invento tecnológico que se produjese. Pero debo decir que mis plumas son más caras que los ordenadores de algunos que conozco. Incluso las colecciono. Tengo verdaderas joyas antiguas. Lo digo pavoneándome, muchacho, con tu permiso. Estaré anticuado, pero estarlo me cuesta una pasta, como decís ahora.

– ¿Viste si llegó al cigarral con un ordenador?

– No. Cada uno llegó a una hora distinta. Eso sí, todos antes del mediodía.

– Entonces no sabes si viajaba con uno de esos maletines para transportar computadoras portátiles…

– No, pero puedes preguntarle a doña Agustina. Ella nos recibió a todos en la puerta, a cada uno de nosotros. Supongo que si Arjona trajo algo así en su equipaje, se fijaría. Además, la policía también te informará con gusto. Se llevaron todas sus cosas. Si había un ordenador entre ellas, estará en la comisaría.

– Sí, es posible.

Mauricio se levantó.

Nacho hizo lo mismo. Salieron de la biblioteca y fueron hablando sobre una pluma que había adquirido Mauricio, a través de una subasta en la que pujó por teléfono. Una estilográfica de tinta sólida de la factoría de Slavoljub Eduard Penkala, fabricada en la Croacia de los años veinte del siglo XX.

– Preciosa -dijo Mauricio-. Más preciosa que la infección del petrarquismo. Que una vida in sonetti, in canzoni, in madrigali… De manera más o menos regular, me reúno con algunos otros tullidos como yo, aficionados a lo mismo, y presumimos de nuestras adquisiciones además de compartir la…

Cuando entró en su habitación, Nacho se lanzó sobre la cama, se sacudió los zapatos, que fueron a parar detrás del biombo, se amoldó al colchón no sin esfuerzos y abrió el teléfono móvil. Marcó la tecla asignada al número de su tía, que respondió inmediatamente.

– Estaba esperando tu llamada, querido niño -bromeó la tía Pau-. Tengo noticias frescas.

– Yo también. He mantenido una charla interesante con Mauricio Blanc, uno de mis colegas.

– Ah, sí. Lo conozco. Blanc. Uno de los trece que te acompañan.

– ¿Lo conoces? ¿Tú conoces a Mauricio Blanc, tía? Vaya, vaya. ¿De qué? De oídas, supongo. O de leídas.

– Ja, ja. Eres un listillo. Lo conozco personalmente, y no veo por qué te sorprende tanto. Vino a dar una charla al club de lectura de la biblioteca antes de que me jubilara. Hace unos años. -La tía Pau suspiró con nostalgia-. Un tipo elegantísimo. Con una ligera cojera que le daba un aire como… como de veterano de guerra, de héroe.

– ¿Del I Batallón de Fusileros de la guerra de la Independencia? Ahogó una risita.

– No seas impertinente.

– No creo que Mauricio Blanc haya batallado nunca con nada que no sea su estilográfica o la rima oxítona de alguna comedia de Cervantes. -A Nacho le gustó el estilo que estaba adquiriendo en el hablar. Apenas llevaba horas en aquel sitio y notaba que su expresión y personalidad ampliaban sus horizontes por momentos. No había nada como disponer de la compañía adecuada para que uno refinara el espíritu y el lenguaje, se dijo, complacido.

– A mí me gustaron especialmente su porte, sus modos… Todavía lo recuerdo. Un caballero, sí, un auténtico caballero, de los que ya no quedan muchos. Todas las señoras del club de lectura y los dos varones que siempre nos acompañaban sin decir ni mu se quedaron encantados con su charla.

– Pues tampoco aparenta sentir una gran estima por el difunto Arjona. Aunque he sido incapaz de sacarle el motivo de su enojo hacia él. Y es evidente que lo siente.

– Bueno, quizás yo pueda ayudarte en eso. He estado curioseando por ahí. -El alborozo de la tía Pau se escapó como un arrullo entre sus dientes de canicas perladas en una estupenda clínica dental-. He estado navegando por la red, y me he acercado también a la Biblioteca Nacional. Por cierto, qué horror tener que ir a la capital. Está lejísimos de casa. Cada vez que voy a Madrid tengo la sensación de que he de atravesar dos husos horarios hasta que llego a mi destino.

– ¿Fuiste en taxi?

– No, en monopatín. ¿Tú qué crees?

– Bueno, bueno…

La tía Pau no sabía conducir, y Nacho sólo quería asegurarse de que no había ido en autobús. A su edad… Aunque, por otra parte, la mujer estaba sana y lustrosa. Tampoco le ocurriría nada por usar los transportes públicos. Así se ganaría una buena dosis de contacto humano, que falta le hacía.

– Ya que has sacado el tema de Mauricio Blanc, te diré que quizás su animadversión por Fabio Arjona se deba a que este último lo bautizó con el mote por el que todo el mundo lo conoce: el Verso Cojo.

– Yo creía que le llamaban así por su ligera y elegante cojera de héroe de la guerra contra las tropas francesas de ocupación, como tú decías antes.

– Nah. No tiene nada que ver -aseveró la tía Pau-. En una revista literaria de hace veinte años, Nuevas Letras, se cuenta con pelos y señales cómo en un café literario, donde al parecer se reunía la flor y nata de la intelectualidad del momento, muchos de los cuales siguen siendo flores y natas de la intelectualidad de hoy, Fabio Arjona avergonzó a Mauricio Blanc delante de todo el mundo.

– Sí, por lo que voy viendo era especialista en vilezas. O al menos, eso me están contando. Supongo que ya leíste la… pieza que te mandé por correo electrónico, escrita por su ex mujer.

– En efecto, la leí. Pobre mujer, se nota que está muy resentida. Le vendría bien pasar página; aunque las páginas de su historia, por lo que cuenta, deben de estar pegadas por culpa de las lágrimas y moqueos que les ha derramado encima. Bueno, espero que se recupere algún día. Bien, a lo que iba, pues Mauricio Blanc lleva gran parte de su vida, si no toda ella, labrándose una reputación de erudito a prueba de bombas. Y de erratas, y de posibles humillaciones. Es miembro de la Real Academia de la Lengua Española, y lo era ya por entonces, hace veinte años.

– Ingresó relativamente joven, ¿no? Un tierno cincuentón. Tengo entendido que eso no es nada fácil.

– No, no lo es. Y cuando entró aún no era ni siquiera cincuentón. Lo de la Academia depende mucho de los tiempos, y de los sillones que queden libres; del viento de cada época, no sólo literario, sino también político. De las camarillas, ya sabes… Pero, en fin, con eso no le quiero restar méritos, porque los tiene de sobra en lo suyo.

– No lo dudo, tía Pau.

– Ha sido varias veces premio Nacional de Traducción. Y es miembro de la Accademia Nazionale dei Lincei, una de las academias más ilustres y antiguas de Italia, y de toda Europa. Tiene su sede en el Palazzo Corsini de Roma. Su nombre, literalmente traducido, quiere decir Academia Nacional de los Linces. Y en verdad que está llena de ellos, de auténticos linces, tanto en ciencias experimentales y naturales como históricas, morales y filológicas. Mauricio es uno de sus miembros extranjeros. Cuenta con cien, de todo el mundo. Nunca ha dado clases en la universidad, supongo que porque puede permitirse no hacerlo y ganar su prestigio de erudito dedicándose a sus investigaciones tranquilamente, sin ser esclavo del sistema de enseñanza.

– Claro, es rico.

– Riquísimo. Tres veces rico, porque ha enviudado tres veces de otras tantas señoras ri-quí-si-mas… -La tía Pau volvió a inspirar con tanto anhelo que el teléfono le envió a Nacho una especie de repiqueteo rumoroso hasta la oreja.

– ¿No me digas que te gusta? Desde luego, es un buen partido. Te doy mi aprobación, tía. Adelante, yo…

– No digas tonterías.

– Bueno, por si acaso.

– Él es tan aficionado al matrimonio como yo a la soltería. Y, además, tiene una inquietante tendencia a quedarse viudo. No creo que me convenga, amiguito.

– Como tú veas.

– Hace veinte años, cuando tuvo lugar ese episodio irritante con Fabio Arjona del que hasta dan cuenta las crónicas, Mauricio Blanc ya era lo que es hoy día. Quiero decir que no ha progresado en su reputación, que desde luego era mucha en aquella época. Y, aunque tampoco ha perdido crédito, la verdad es que se me antoja que podría haber conquistado más si no fuese porque se quedó trabado con aquello. Como si hubiera perdido pie y ya nunca hubiese sido capaz de recobrar el equilibrio. -Un silencio respetuoso-. He dicho lo del pie sin intención de hacer burla de su cojera. Faltaría más.

– ¿Qué ocurrió exactamente?

– Todo él, todo su mundo, toda su nombradía y sus merecimientos se mantienen hoy día, y se asentaban entonces, en que es un erudito, capici?

– Por ahora, sí.

– He dicho que me da la sensación de que aquello supuso un punto de inflexión en su vida de intelectual porque, repasando concienzudamente su biobibliografía, me he dado cuenta de que desde entonces no ha hecho grandes avances. Sus libros importantes son de hace más de veinte años. Sus honores y reconocimientos, también. Excepto su vida matrimonial, todo lo demás se paralizó para él en esas fechas, y no ha vuelto a despegar.

– Cuando tengas a bien contarme lo que pasó…

– A eso voy. Fue algo que para ti o para mí seguramente no tendría demasiada importancia, excepto por la momentánea sensación de ridículo, que además sólo entenderían unos cuantos, con lo que el bochorno sería razonablemente llevadero. Pero tengo la sensación de que para Mauricio Blanc fue determinante.

– ¡Tía…

– Ya voy, ya voy… Te leo, espera que encuentre mis gafas.

Nacho soltó un gruñido de impaciencia.

– ¿Ves? Aquí lo tengo. Hice una fotocopia. Estamos hablando de julio de 1987, aunque como la revista era mensual, se supone que lo que se relata ocurrió durante el mes anterior, es decir, en junio. El artículo…, déjame ver, sí, incluso está fechado. Efectivamente, junio de 1987. Dice así: «… y allí estábamos cuando el todavía joven y brioso Fabio Arjona, de quien se dice que pronto será nombrado subsecretario de Estado para la Cultura, fulgurante carrera la suya, si tenemos en cuenta que se trata de un ayudante de universidad cuyo nombre no sonaba demasiado en los cenáculos…», bla, bla, bla. Bueno, esto no es. A ver, demonios, ¿dónde está? Sí. Aquí. Continúa: «… se levantó de su asiento en el café Gijón y, puesto en pie como un pregonero del viejo Imperio romano…» Se refiere a Arjona, claro, «… puesto en pie… Arjona le reprochó a Mauricio Blanc que su estudio sobre Las Pónticas, de Ovidio, y la consiguiente traducción que acababa de ser publicada por la editorial Gredos, parecía escrito y versionado, respectivamente, por un bachiller en artes, porque cometía varios errores de traducción propios de un escolar que no supiera distinguir inminutio y corruptio, y que además, en una revista muy reputada, había leído Arjona un artículo de Blanc que le hizo partirse de risa, porque llorar no le apetecía, cuando descubrió, por arte y gracia de la pluma de Mauricio Blanc, que Arnobio era discípulo de Lactancio, cuando hasta un niño de pecho analfabeto sabía que era al revés. La concurrencia prorrumpió en una sonora carcajada. Camilo José Cela, allí presente, murmuró un "¡increíble, increíble este Mauricio, menudo atrevimiento, el tío, porque la ignorancia siempre es un atrevimiento!". Rafael Alberti, que daba un sorbo tembloroso a su café frío, agitó su majestuosa melena como un león embestido por un ataque de hilaridad selvática, y…», bla, bla, bla. Luego sigue: «Aunque Mauricio Blanc aseguró, pálido como cera en casa de beata, que aquello no eran más que errores de imprenta, que fácilmente subsanaría en un futuro no muy lejano, Arjona le espetó con gracia: "Que no, Mauricio, que el lince está cojo. ¿No vas tú dándotelas de lince italiano? Pues parece más bien que seas un verso, y tan cojo como el lince que eres." El jolgorio fue indescriptible, pues todos los presentes estaban de acuerdo en que no hay nada más grotesco que un erudito adventicio y fingido que acaba cometiendo tales yerros de rusticidad, y que un académico como Blanc, que escribe libros en los que las notas a pie de página son más voluminosas que el propio texto "porque le encanta dar por saco con todo lo que sabe", como apuntó Cela, debería cuidar su…»

La tía Pau se quedó en silencio, y luego preguntó:

– O sea, ¿qué me dices, sobrino?

– Pues que llevas razón: yo no me hubiese enfadado tanto como Mauricio. -Lo pensó un instante-. Aunque, quién sabe… A nadie le gusta hacer el ridículo.

En la amplia antesala del comedor, la mayoría de los convidados estaban ya reunidos alrededor de unas mesas bajas de té. Al faltar la lectura de las ponencias, el programa se había quedado más cojo que Mauricio. No había mucho que hacer, y sin ponerse de acuerdo, casi todos los poetas bajaron a tomar el aperitivo. Cuando Nacho llegó, Miño conversaba con Pedro Charrón y Rilke Sánchez. Torres Sagarra y Rocío Conrado hablaban a través de sus respectivos teléfonos móviles. Evidentemente, la última ya había vuelto de su excursión para hacer compras en la ciudad junto a Jacinta. Mauricio se examinaba las uñas y bebía una copa de jerez a traguitos cortos y melindrosos. Pascual Coloma estaba sentado al lado del balcón, a la luz oscurecida del mediodía -se avecinaba una tormenta- y, o mucho se equivocaba Nacho, o contemplaba extasiado el escote de Jacinta Picón, que se movía por la estancia revisándolo todo con interés -los cuadros, las cortinas, las lámparas de lectura, los espejos- y llevaba un par de libros de pequeño formato asidos con desgaire en una mano. A Richard Vico no se lo veía por ninguna parte desde la noche anterior, y Fernando Sierra les estaba soltando un discurso apasionado a Cecilia Fábregas y a Cristina Oller, que lo escuchaban con distintos grados de atención y total indiferencia, respectivamente. «Menudo es Fernando. El tío no se calla ni así lo amordacen -receló Nacho-; su lengua parece la aguja de un tocadiscos.»

– ¡Vaya, meteorólogo! -lo saludó Fernando-. Toma una copita y asiento a mi lado -le señaló un sillón, pero Nacho prefirió una silla, algo más alejada de ellos, donde su espalda estaría tiesa. Tenía la sensación de que no hacían otra cosa más que comer, y el paseo le había sabido a poco. Precisaba sin falta un poco de ejercicio físico.

– Pues, a mí, Gómez de la Serna me parece que no tiene gracia, que es de una abundancia sosa, un sinsorgo, como dicen en Bilbao. -Pedro Charrón levantó la voz, y se fue iniciando una pequeña tertulia.

En realidad eran palabras textuales de Pío Baroja, que en sus memorias repartía estopa entre sus colegas de profesión con un exceso de generosidad, y la que le sobraba para la crítica era la misma que le faltaba a la hora de reconocerles algún mérito.

– ¡Hombre, hombre, sinsorgo…! ¡Y más todavía! -Miño se frotó las palmas de las manos, como dispuesto a arrancarles unos aplausos quisieran ellas o no.

– Y el tal Rubén Darío era uno de esos rastacueros clásicos que nos endosó América -añadió Torres Sagarra, también parafraseando a Baroja.

Jacinta Picón dejó de contemplar la finura de las líneas de un buró femenino Christian VIII de caoba que adornaba la estancia y se revolvió como si la mirada penetrante de Pascual Coloma acabase de darle un pellizco en el trasero con su punzante intensidad.

– Pero… ¿quién…? ¿Cómo te atreves a decir una blasfemia de esa categoría? ¡Rubén Darío, por favor! No te atrevas a insultarlo en mi presencia, Margarita -la reprendió Jacinta, aunque con una sonrisa cautivadora.

Torres Sagarra hizo un mohín de desagrado. No le hacía gracia que la llamasen Margarita. Invariablemente, tenía la sensación de que se lo restregaban por la cara.

– ¿Sabéis lo que escribió Baroja de Rubén Darío? -preguntó Fernando Sierra, levantando la voz, que resonó con ecos lóbregos y sepulcrales, como si la hubiera untado con pez antes de permitir que saliera de su garganta-. Pues le dijeron una vez: «Don Pío, ¿sabe usted lo que cuenta Rubén Darío de usted?», y el otro respondió: «Pues no, ¿qué dice?», y se lo refirieron: «Pío Baroja es un escritor de mucha miga, ya se conoce que es panadero.» Y Baroja, imperturbable, respondió: «¡Bah!, no me ofende nada. Yo diré de él que Rubén Darío es un escritor de buena pluma. Ya se conoce que es indio.»

Todos se echaron a reír, menos Rilke Sánchez, el aclamado poeta latinoamericano allí presente, que aunque no dijo ni pío (nunca mejor dicho), no consideró que la cita fuese de muy buen gusto, pero no supo si responsabilizar de ello a Baroja o a sus portavoces, y optó por callarse. Pascual Coloma respiró agitadamente, como si estuviera hiperventilando. Nacho se preocupó por su salud durante un instante antes de darse cuenta de que quizás el gran hombre también se estaba riendo.

– Ya sabéis que don Pío se hizo cargo de la tahona de una tía que le había dejado el negocio a su familia porque detestaba su profesión de médico, prefería ser panadero -apuntó Fernando, con lágrimas de risa cuajando sus ojos.

– Pues hablando de criticar a otros escritores -dijo Miño Castelo, tirando nerviosamente de las solapas de su chaqueta de terciopelo-, ahí tenéis a Jorge González Castillo, el último novelista bestseller del horizonte nacional que se está forrando, el muy descarado. A mi modo de ver, pedantesco, poco conceptuoso y nada inteligente. Un mal novelista que todavía me debe diez mil pesetas que le presté hace veintitrés años, cuando andaba chupando tintas por las redacciones de los periódicos de Madrid, a ver lo que pillaba. De él se puede advertir, como bien señalaba Machado en La guerra literaria, que sus libros sólo se ven en manos de sus amigos o de sus enemigos. ¡Y que tiene muchos de ambos bandos!, joder, si hasta yo he estado en los dos, ja, ja, ja…!

– No sé qué es peor, si tener muchos amigos o muchos enemigos -murmuró Rocío a la vez que jugueteaba con su móvil-. Por estos pagos…

– Baroja siempre se quejó de que a él lo ponían verde, y que en cuanto se le ocurría defenderse se le tiraba todo el mundo al cuello tachándolo de ofensivo. Qué poco hemos cambiado desde entonces -apuntó Mauricio Blanc con una sonrisa triste, enseñando sus dientes blanquísimos como si les estuviera buscando comprador.

– Baroja dejó dicho por escrito que la Pardo Bazán -Fernando miró a Torres Sagarra con precaución, y ella le devolvió la mirada inerte de un par de ojos de cristal- no le interesó nunca ni como mujer ni como escritora. Decía: «Como mujer era de una obesidad desagradable, y como escritora todo eso del casticismo y del lenguaje no he tenido muchas condiciones para sentirlo.»

– El viejo Pío, ah, tiraba a dar, el muy pendejo -dejó escapar Rilke Sánchez.

– Conozco a un académico, un mallorquín chueta, porrón como él solo, que publicó un estudio sobre las reprobaciones e invectivas que recibió Baroja a su vez. Son unas cuantas, por cierto -intervino Mauricio después de sorber su jerez.

– Hombre, quien da, recibe tarde o temprano.

– Pues hablando de dar -dijo Miño-, conozco a uno que te sacude cada vez que tiene oportunidad, Fernando.

– ¿A mí?

– Al mismo que viste y versa.

– ¿Quién?

– ¿No te lo imaginas? ¡Qué poco imaginativo eres para ser poeta!

– Pues no, no caigo. Se me ocurren tantos candidatos que… Y ya sabes que yo estoy muy retirado de todo esto. De los palacios de la vanidad. Viviendo en Estados Unidos no molesto a nadie -confesó Fernando-, o al menos lo procuro.

– Pues Raúl Hazar, ¿quién si no?

– ¿Raúl Hazar? ¿Y quién es ese tío?

– Ya sabes. Crítico y antólogo. Autor de varias antologías de enorme peso, en ninguna de las cuales te ha incluido a ti, por cierto. Y también poeta. Se metió a poeta hace tres años, ya talludito. Dijo que llevaba escribiendo versos desde los nueve añitos, pero que le había dado reparo publicar.

Fernando musitó varias veces el nombre entre dientes, más bien tratando de mascarlo.

– ¡Ah, joder, sí! Ya sé de quién estás hablando. ¿Y me arrea, dices…?

– Escribe en una revista en la que te menciona cada dos por tres. Siempre mal.

– Pero si lo he leído y todo. Alguien me mandó un librito suyo a Nueva York.

– Lo último que escribió sobre ti, que yo sepa, venía a decir que eres poco digestivo; o sea, que tu verbo es indigesto. Pero te ha llamado cosas mucho, muchísimo peores, que rayan en la difamación personal. Ah, ¿no lo sabías? -A Miño se le iluminó el semblante al saberse portador de tan malas nuevas-. En fin, el caso es que asegura que tus versos pueden producir cefaleas, y que eso es así porque no te has alimentado con los verbos adecuados. Que estás echado a perder por las malas lecturas, vamos.

Fernando dio un brinco que a punto estuvo de hacerle salir disparado.

– ¡Qué mamón! ¿Indigesto yo? Pero si yo a ése lo he leído. ¡Indigesto, dice! ¡Yo! Yo escribo una poesía… -Fernando escrutó el techo buscando inspiración-, una poesía… emoliente, antiinflamatoria, calmante… Mi poesía es como la malva y el llantén. No jodamos. Mientras que, por lo que recuerdo de ese pájaro, es un poeta abominable, porque leí el puñetero librito, que si llego a saberlo lo tiro por la ventana… Y eso que seguramente lo escribió en posición de firmes, convencido de que estaba haciendo algo tan importante como lo de Moisés dictando el Deuteronomio. En caso de que lo dictase, claro. O como Newton redactando los Principios matemáticos de la filosofía natural. Ese tío…, la poesía que escribe provoca atascos de circulación en la corriente de sentimientos del alma. Y dislexia. -Respiró agitado y se abanicó con su propia mano-. ¡Ya lo creo que estoy contaminado por las malas lecturas. ¡Si hasta lo leí a él! Tengo que tomar nota de su nombre, para que no se me olvide otra vez, no vaya a encontrármelo en algún sitio y lo salude como si tal cosa. Porque estos capullos luego se encuentran contigo por ahí y se te acercan a darte la mano, como si fuesen colegas tuyos de toda la vida. Tengo tendencia a olvidarme de quiénes son esos don nadies, así que he decidido apuntármelo -explicó Fernando, y luego sacó una libreta y un lápiz diminuto-. ¿Cómo dices que se llama?

Doña Agustina entró en el salón con paso decidido, acompañada de su gato, que avanzaba pegado a las paredes y a los muebles igual que un agente federal en una serie de televisión americana, rodeando la casa de un psicópata.

– Me alegra ver que estáis disfrutando -dijo con un toque de ánimo en la voz que contrastaba con la sequedad de sus ojos. Echó un vistazo en derredor, como contándolos a todos-. La comida ya está lista. Pero, hum, a ver… aquí falta Richard Vico. ¿Dónde está el adorable Richard? Fernando, a ti, sin embargo, siempre te veo mire donde mire.

– Se prodiga mucho -opinó Torres Sagarra con la vista fija y osada de un joven pistolero.

– ¿Quién, yooo…? -Fernando levantó las manos por encima de la cabeza, escandalizado-. ¿Que me prodigo yo? ¡Pero si salgo menos que Bin Laden!

– Esta mañana no ha bajado a desayunar -comentó Rocío sin levantar los ojos de su aparatito-. Hablo de Richard, claro.

– Carlos… -doña Agustina llamó al criado-. Sube a su habitación y dile que baje a comer. -Se volvió de nuevo en dirección a los poetas-: Está muy delgado.

Nacho se puso en pie y se acercó a la vieja señora, mientras todos sus compañeros se dirigían al comedor.

– Doña Agustina, espere… -Carraspeó un poco y prosiguió-: Tengo una curiosidad, quizás usted me la pueda satisfacer… -No sabía si estaba eligiendo las palabras correctas, pero normalmente le ocurría que, cuanto más pensaba en cómo decir las cosas, más dificultades tenía para decirlas. Por eso le gustaba escribir poesía: era la única manera que había encontrado de sentirse libre con el lenguaje. Y libre en todos los sentidos-. Me gustaría saber si Fabio Arjona trajo ordenador cuando llegó a esta casa.

La mujer permaneció impasible, escudriñándolo con tanta intensidad que lo hizo sentirse inseguro.

– ¿Ordenador?

– Sí, ya sabe. Un portátil. Un ordenador de mano. Como el que usted misma tiene.

Doña Agustina se dio media vuelta pesadamente y echó a andar detrás del resto de los comensales. Nacho se fijó en que tenía unos brazos tan delgados como los de un niño enfermo.

– No, no lo creo -habló la señora. Nacho tuvo la impresión de que le costaba pronunciar las palabras.

– ¿No lo vio con un maletín cuando llegó? O a lo mejor vio a la policía llevárselo…

– No, los policías me dieron una relación de los efectos personales que se llevaron, por si había entre ellos algo que perteneciera a la casa, y no recuerdo que en esa lista se incluyera ningún ordenador.

Alzó los ojos hacia Nacho, que la sobrepasaba en altura casi medio metro. Desplegó una radiante sonrisa. Como el cartel luminoso de Bienvenidos a Las Vegas. Pero también como si dispusiera dentro de ellos de una cortinilla de plástico con la que en cualquier momento podría taparlo.

– Lo siento. ¿Tienes algún interés especial en…?

– No, es simple curiosidad. Muchas gracias.

La dama suspiró y prendió el brazo del hombre igual que si se dispusiera a entrar en un salón de baile.

– Vamos a comer, que ya es hora.

Pero no, no llegaron a almorzar, o por lo menos no lo hicieron sentados todos juntos a la mesa.

Cuando se estaban acomodando, cada uno en su asiento más o menos asignado ya por la costumbre (el derecho consuetudinario de los encuentros literarios; en el cigarral no había tarjetas con los nombres de cada uno frente a las sillas), Carlos entró en el comedor con aspecto agitado.

Su presencia vino precedida del sonido de un trueno lánguido y lejano. Una de las cosas que más le había gustado aprender a Nacho en la escuela -la asignatura de Ciencias Naturales era su favorita, en la que sacaba mejores notas- fue calcular la distancia a la que se encontraba una tormenta. Bastaba fijarse en la luz del relámpago y luego contar los segundos que tardaba en oírse el trueno. Después se multiplicaban esos segundos por la velocidad del sonido y se obtenía la distancia en metros a la que había caído el relámpago. Así se sabía qué trecho le faltaba por recorrer a la tempestad hasta situarse encima de su cabeza, si el viento no se la llevaba en otra dirección, claro.

A aquel trueno siguió otro, más brioso; pero aún no se distinguía la luz de los relámpagos por ninguna parte. La tronada estaba todavía lejos. Tapada por los montes de Toledo, quizás. A lo mejor no había superado la sierra de las Guadalerzas. Pero debía de ser potente, si su eco se presentía hasta en la ciudad.

El hombre, Carlos, indiferente a los manejos del cielo, se retorcía las manos, las llevaba luego a sus mejillas y se las restregaba nerviosamente. Ofrecía un aspecto sudoroso y lastimero, y figuraba haber empequeñecido aún más de tamaño.

– ¡Señora, señorita! Porfavorsito, señora. No he podido… -dijo Carlos, o más bien gimió-. No puedo, señorita.

Doña Agustina arrugó el ceño y lo interrogó severamente con sus ojos azules de perro.

– ¿Qué pasa, Carlos?

– El señorito, señora. ¡El señorito! Está dormido o, no sé, y no lo puedo despertar. Porfavorsito, señora. Vaya usted. Mírelo usted, si le parece, señorita… Yo no he conseguido nada, señorita. Por favor…

Doña Agustina se puso en pie dando un respingo. En la mesa cayó de pronto un silencio sepulcral, cubriéndolos a todos con una suerte de mantel de hielo.

– ¿Qué estás diciendo? Cálmate -doña Agustina rodeó el comedor y se acercó hasta Carlos, que había empezado a llorar quedamente.

– Vaya usted, señora. Yo no puedo… -sollozó. Hizo un puchero que le afeó la cara porque dio la sensación de que sus rasgos se desbordaban y no cabían en tan poco espacio.

Rocío se llevó las manos a la boca y reprimió un chillido. Luego salió corriendo detrás de doña Agustina, que ya se disponía a subir la escalera hasta la primera planta de la casa, donde se encontraba el dormitorio de Richard.

Nacho también se levantó de su silla y siguió a las dos mujeres dando grandes zancadas. Al pasar al lado de Torres Sagarra, sintió que le daba sin querer un golpe con el codo en todo el cuello. Gritó un apresurado «¡perdón, Margarita!», y salió del comedor sin mirar atrás.

Apenas unos segundos después, los poetas que se habían quedado sentados en el comedor pudieron oír el alarido de dolor de Rocío. Con su vehemencia, retumbó por toda la casa, a pesar de que era enorme.

– ¡Nooo…! ¡No, Dios mío, no, por favor! -La voz de la joven sonó como una cuchillada que rasgara el aire; un aire tan agitado y turbulento que casi tenía la densidad del agua. Del agua sucia.

Richard Vico yacía de medio lado sobre la cama de su dormitorio. Estaba desnudo y, por una vez, tenía el pelo enredado, apelmazado por un sudor frío. En la habitación en penumbra, pues las cortinas estaban corridas y las contraventanas cerradas, se respiraba un olor fuerte y amargo. Su cuerpo delgado, con el estómago plano, el pene pequeño, macilento y arrugado y las piernas laxas extendidas de cualquier manera por la cama revuelta, bajo la poca luz del cuarto, le daban el aspecto del borrón hecho rápidamente a carboncillo de un bocetista desganado. O de un Jesucristo de tamaño natural que acabara de desprenderse de su cruz encima de la cabecera del tálamo.

Doña Agustina encendió la luz, situada cerca de la puerta, en la entrada, y la escena cobró relieve a la vez que el grito de Rocío llenaba la habitación y se expandía por la casa como el humo de un incendio arrollador.

Nacho se acercó al cuerpo, que no mostraba ningún signo de vida ni de movimiento, y pudo ver la jeringuilla todavía pegada a la vena de Richard, en el muslo izquierdo, muy cerca de la femoral. Su brazo izquierdo presentaba unos cortes paralelos, aún frescos, como si no hiciera mucho que se había tajado allí con algo.

– No debemos tocar nada, por favor -sujetó a Rocío, que hizo ademán de precipitarse sobre Richard.

Doña Agustina recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Con voz quejumbrosa dijo:

– Santa María, Madre de Dios…

Rocío se echó a llorar y se escurrió hacia el suelo, donde se acurrucó sujetándose las piernas con los brazos y golpeando la cabeza una y otra vez contra las rodillas.

A los pies del muerto Nacho vio un trozo de papel arrugado. Se aproximó para examinarlo mejor y pudo leer unas palabras escritas por un pulso sin duda tembloroso:

Perdóname, R

El papel era fino, y no parecía tener nada más escrito al dorso, pues se hubiera transparentado. Nacho no lo tocó.

La dueña de la casa recuperó entonces el dominio de sí misma y se reunió con él. Le echó un vistazo también al papelito, y después volvió a sujetarse del vigoroso brazo del meteorólogo, igual que un guacamayo que se encarama a su percha.

– ¿Cómo era aquello que decía Paul Éluard? -preguntó suavemente la vieja señora-. Ah, sí: hay otros mundos, pero están en éste. Bien, yo diría que no es así. Yo diría que hay otros mundos, pero que no salimos de éste.

Nacho señaló los restos de Richard Vico con la mirada.

– Pues yo me atrevería a asegurar que él ya lo ha conseguido. Que ha conseguido escapar de éste -dijo, también en voz baja-. Eso parece, al menos.

– Creo que ya nos podemos hacer a la idea de que no vamos a recibir pasado mañana la visita del ministro -suspiró doña Agustina, y Nacho la observó de arriba abajo, perplejo.

Mientras el juez procedía al levantamiento del cadáver, y la policía hacía su trabajo, el grupo de poetas se reunió en la biblioteca para no molestar, después de haber declarado ante los dos inspectores que ahora rondaban la casa con el gesto preocupado de unos agrimensores de abismos.

Doña Agustina les confesó que, si por ella fuera, clausurarían el encuentro en ese mismo momento y cada uno podría irse a su casa, incluso ella misma, que pensaba abandonar la propiedad en cuanto le fuera posible, pero que el comisario de la policía científica, el comisario general de la policía judicial y los dos inspectores que llevaban el caso de Fabio Arjona, lamentablemente, no eran de su misma opinión.

– Prefieren, ya habéis oído todos al inspector Gámez Osorio, que nos quedemos aquí un poco más por si necesitan interrogarnos de nuevo o… No sé, o algo. De todos modos, el encuentro aún no ha finalizado, según teníamos previsto -les dijo con los ojos segados por la pesadumbre y el cansancio-. Todo indica que esta muerte no es como la de Fabio Arjona. Pero aun así resulta de lo más espantosa. Richard… sin duda ha muerto por una sobredosis de heroína o de… No sé, no entiendo mucho de drogas. Pero, en todo caso, es el forense quien debe decir la última palabra. Y hablando de palabras, ya lo habéis oído: es mejor que ninguno de nosotros hable con la prensa, en caso de que alguien de los presentes reciba la llamada de algún periodista. Mi secretario, Teodorico, cree que sería conveniente hacer público un comunicado. Él mismo se encargará, desde su casa, a pesar de su enfermedad, de enviarlo a varias agencias. En resumen, vendrá a decir que lamentamos mucho los hechos luctuosos que han tenido lugar en esta casa en los últimos días, por las víctimas y por sus familias, y que respetamos la investigación policial y el secreto de sumario, con lo que no tenemos nada más que añadir, a la espera de que concluyan las indagaciones puestas en marcha por la policía. Supongo que lo recibirán a tiempo de recogerlo en los periódicos de mañana.

Pascual Coloma no se hallaba presente, se había retirado a su habitación poco después del descubrimiento del segundo cadáver y tras obtener permiso de la policía, alegando una terrible jaqueca. Nadie dudó de que dijera la verdad.

– ¿Creéis que Richard se suicidó? -preguntó Jacinta Picón-. La nota y todo eso, no sé, da la impresión de que…

– ¿Estáis seguros de que era su letra, de que la letra de esa nota de… supuesta despedida es de Richard? -Miño tenía el ceño arrugado y un gesto que decía a las claras: «Para mí, todos vosotros sois sospechosos, de esta muerte y de la otra, y de las que se puedan producir en un futuro inmediato.»

– ¿Cómo está Rocío? -volvió a inquirir Jacinta-. ¿Qué ha dicho el médico?

– Está en el hospital Virgen de la Salud. La médica que la atendió dice que tiene un shock postraumático. Le han dado un calmante fuerte, y pasará allí la noche, en observación. Probablemente pueda regresar mañana. Ver así a Richard la ha conmocionado. Pobrecilla. Lo quería mucho. Cuando entró en la ambulancia, camino del hospital, no dejaba de repetir eso, que ella lo quería mucho, mucho, mucho.

– Pero ¿había algo entre ellos, o no? -la pregunta indiscreta partió de los labios de Fernando y se quedó revoloteando como una polilla alrededor de un fluorescente.

– No tengo ni idea. -Rilke sacudió la cabeza, desconcertado, pensando que él, en realidad, los acababa de conocer a los dos hacía poco más de cuatro días.

– Ellos sabrán. Bueno… ella. Rocío, la chica… -dijo Cecilia Fábregas con la cara demacrada y rastros de tristeza que le punteaban el cutis de rodales mortecinos como un maquillaje caducado-. ¿Habéis leído la prensa? Cielo santo, yo… Hablan de que todos nosotros somos sospechosos de asesinato. Están sacando lo que ellos creen que son los trapos sucios de nuestras vidas, y aireándolos sin el menor pudor y con toda la inexactitud posible, para que tenga morbo. Cuando esta muerte, la de Richard, llegue también a oídos de los medios de comunicación… ¿Qué más van a decir de nosotros? Es como si este encuentro estuviera maldito. -Y repitió, crispada-: Maldito, maldito…

Doña Agustina, con la inestimable ayuda de su secretario ausente por enfermedad (Nacho sospechaba que, simplemente, el hombre se había quitado de en medio porque no le apetecía lidiar con tan egregia compañía), había preparado un dossier de prensa sobre el asesinato de Fabio Arjona, que estaba a disposición de los invitados en la biblioteca, junto a las ponencias y las publicaciones semanales, pero Nacho aún no había tenido tiempo de enfrascarse en su lectura con tranquilidad. Se prometió que no tardaría en hacerlo.

– La verdad es que… sí. Yo nunca había tenido tanta notoriedad -gruñó Pedro Charrón con una sonrisa socarrona-. Ni siquiera cuando lo de mi libro, que se vendió hasta en las panaderías. ¡Incluso los periódicos que me tienen vetado hablan de mí! Perdona, Cecilia, pero yo, sin embargo, estoy encantado… Como decía Cela, ¡que hablen de mí aunque sea bien! ¡Cuando pienso en lo que estaré dando que decir en mi pueblo…!

– No seas tan frívolo, Pedro -lo reconvino Fernando.

Pedro soltó un taco y, casi atragantado de la risa, le respondió:

– ¡No me des lecciones de solemnidad, querido amigo! ¿Cómo te atreves? Tú, que usas esas camisas…

– ¿Y me lo dices tú, apreciado consocio, que cuando te levantas no eres capaz de calzarte dos zapatos del mismo color?

– Oh, vamos, dejadlo ya, por favor… -los reconvino alguien.

Jacinta Picón casi tropezó con Nacho cuando salían de la biblioteca. Torres Sagarra le marcaba el paso, siguiéndola con asombrosa desenvoltura, a pesar de su tamaño.

– ¡Ay, perdona, hombre! Te he pisado, lo siento.

– No es nada, no te preocupes.

Jacinta le dedicó una sonrisa sugerente. Estaba tentadora con aquel vestido de cóctel con reflejos dorados de Jovani, y Nacho pensó que tenía mejor escote que la chica del tiempo de su trabajo. Y eso ya era decir mucho.

– He descubierto un lugar encantador, al otro lado de la parcela -le susurró Jacinta a media voz-. No se ve desde la casa, de modo que no es un lugar muy transitado. ¿Quieres venir a tomar un té? Alina nos ha llevado allí unos bocadillos. Yo estoy muerta de hambre. No sé por qué todo lo que tiene que ver con la muerte siempre me abre el apetito. Una vez leí un libro de la marquesa de Maillé, Les cryptes de Jouarre, y mientras lo devoraba, aunque no sé si ésa es la palabra correcta, engordé dos kilos.

– Cómo lo siento -dijo Nacho, e inmediatamente se sintió estúpido.

La tormenta se estaba cerrando encima de ellos, y ahora sí podían distinguirse los relámpagos, que invadían las estancias del cigarral con la desfachatez de gigantescos faros de policía.

– Está empezando a llover, Jacinta -dijo Torres Sagarra-. Si no nos damos prisa nos vamos a empapar.

– Hay paraguas en el hall de la entrada -explicó doña Agustina, que pasó al lado de los tres sin mirarlos, como un convicto recién salido del confesionario que se dirige, resignado, a cumplir con su destino.

– Vamos.

La luz que envolvía los jardines era metálica y acalambrada, dotaba al espacio de una apariencia de limbo azulado en el que abundaban los fenómenos. Tomaron uno de los muchos senderos de la parcela andando uno detrás de otro, como una hilera de hormigas jubilosas y decididas. Jacinta abría el paso.

Se trataba de un bonito invernadero, oculto tras un grupo espeso de cipreses, pinos piñoneros y albaricoqueros en flor.

– ¡Qué belleza! -alabó Nacho cuando Jacinta se plantó delante de la puerta indicándola como una guía turística que se atribuyera el mérito de la catedral que señala con su vibrante paraguas rojo.

El meteorólogo se refería con su exclamación tanto al rincón del jardín, que verdaderamente era hermoso rotulado por la incipiente lluvia, como a la mujer, que sonreía igual que una niña excitada por su descubrimiento.

– Lo encontré el primer día, cuando llegamos -explicó con la cara encendida de satisfacción. Un relámpago le apagó y le inflamó el rostro en un instante-. Tú aún no habías venido, claro.

– ¿Podemos pasar ya? -protestó Torres Sagarra-, ¿o nos quedamos aquí fuera a hacer el picnic? Pronto anochecerá, y…

– Oh, vale, entremos -cedió Jacinta-. ¿Qué hay de tu espíritu aventurero, de tu afán poético, Margarita?

– Te lo diré cuando me ponga a resguardo ahí dentro. Quizás lo he dejado en mi habitación, pero rebuscaré en mis bolsillos.

– ¡Aaah! ¡Qué mujer!

– Y no me llames Margarita.

En el invernadero había una escuálida bombilla que pendía en la mitad del techo y ofrecía una luz enfermiza, propia de un desván o de un granero.

– Este sitio no está pensado para disfrutarlo de noche.

– Sí, pero no me digas que no tiene su encanto. Desde luego, no es igual que el de los Kew Gardens, pero no está nada mal. Ojalá yo pudiera tener algo parecido en mi casa. Y el ambiente es superior. Los truenos y los relámpagos, la luz misteriosa que se cuela aquí procedente del exterior entenebrecido y palpitante, el olor de las flores, esta bombilla que podría iluminar un velatorio de principios del siglo pasado… -Jacinta se paseó entre las macetas con soltura-. Ah, aquí están las viandas…

Alina había dispuesto unos vasos y unos bocadillos tapados con papel de cocina encima de una bandeja, en una mesita de hierro pintada de blanco, de aspecto no muy sólido, que normalmente servía para apoyar las regaderas. En el suelo había una nevera portátil con bebidas. Una botella de vino, refrescos y un par de cervezas de lata.

– Menudo banquete -se relamió Jacinta-. Hoy no es el caso pero, a veces, cuando tengo mucha hambre me da por pensar que la vida ha sido en vano. En cuanto como un poco se me pasa la depresión -explicó, animada-. Sentaos, buena gente, tomad acomodo. Vamos a disfrutar por una vez del efecto invernadero…

Nacho rió de buena gana.

Mientras se repartían las provisiones y luego daban buena cuenta de ellas, contaron historias de miedo, de mansiones encantadas y de muertos que pasean su putrefacción entre las tinieblas de los cementerios, reclamando a los vivos un ajuste de cuentas mientras el viento sopla entre las tumbas y los fuegos fatuos alumbran los camposantos con su luz fosca y amenazadora.

– Los fuegos fatuos son un gran invento para solucionar el problema de la energía. ¡Con lo caro que sale el recibo de la luz! -se rió Jacinta.

El meteorólogo la contempló con placer. La comida frugal y sencilla, de bocadillos de queso manchego en aceite regados con vino de la tierra, le estaba sentando de maravilla después de tantos atracones aparentemente exquisitos servidos sobre manteles entorchados de orlas y ribetes de seda bordada.

– Eh, escuchadme -dijo Jacinta.

Torres Sagarra la miró con los ojos entornados. A la luz amarillenta del invernadero, daba la sensación de que alguien había vaciado sobre su pelo un cazo lleno de ceniza.

– Yo creo… -continuó Jacinta-, creo que deberían cambiarle el nombre a este cigarral. En vez de llamarse Cigarral de la Cava deberían ponerle La Cripta de los Poetas. ¿No os parece? ¿Y bien?, ¿quién creéis que será el próximo de nosotros en caer? -Soltó una risita inane, y Nacho creyó percibir una nube de miedo cruzando por sus vivarachos ojos.

El hombre se encogió de hombros. La lluvia comenzó a golpear con furia el techo de cristal del invernadero. Oyeron caer, cerca de ellos, una gotera en un cubo de metal estratégicamente situado. Furiosa, torrencial, el agua bajaba del cielo espesa como sangre, y Jacinta sintió un escalofrío que hizo que temblara todo su cuerpo.

– ¿Tienes frío? -le preguntó Torres Sagarra-. Esos vestidos tan monos que te pones no son lo mas adecuado para este tiempo.

– No, no tengo frío. Ha sido un repullo, nada más. A veces los siento, sin venir a cuento.

– No creo que haya más muertes -dijo Nacho.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Torres Sagarra.

– ¿Acaso eres tú el asesino y por eso estás tan seguro? -Jacinta habló dulcemente, siseando como una víbora.

– Te recuerdo que yo no estaba aquí cuando asesinaron a Fabio Arjona. Tengo una coartada magnífica: a esas horas estaba trabajando, en San Sebastián de los Reyes, a más de setenta kilómetros del lugar del crimen. En unos estudios de televisión. Me vieron al menos cuarenta personas. Sin embargo, sin embargo… creo que ninguna de vosotras dos puede decir lo mismo. Je, je.

– Ah, vale, si te vas a poner así…

– Hablando en serio, creo que lo que está ocurriendo aquí gira únicamente alrededor de la figura de Fabio Arjona. Lo de Richard… Ya veremos si tiene o no algo que ver con su asesinato.

– ¿Tú qué crees? Aún no lo sé con certeza, aunque tengo mis sospechas, de momento todas sin confirmar.

– Lo que me ha sorprendido es la aversión que todo el mundo en esta casa parece sentir por el muerto. Me refiero a Arjona. -La voz de Nacho casi quedó solapada por el ruido de la lluvia golpeando el techo y las paredes del invernadero.

– Sí, claro, porque a Richard todo el mundo lo quería -asintió Torres Sagarra.

– Sí, ya lo creo. Tan frágil, tan dulce, tan grande por dentro. -Jacinta hizo un movimiento con la mano que delineó una cabriola en el aire, y luego cruzó los brazos, con aspecto de sentirse aterida de frío-. Me ha conmovido mucho su muerte. Muchísimo, podéis creerme.

– A propósito… -quiso saber Nacho-, ¿alguna de vosotras dos estaba en el baño que compartimos en la segunda planta a primera hora de esta mañana, sobre las siete?

Las dos mujeres se miraron y negaron con la cabeza a la vez, mientras cerraban y abrían los párpados con la diligencia de unos pequeños parabrisas.

– No sé, es que me pareció oír… -Nacho recordó los gemidos femeninos, en los que no había vuelto a pensar hasta ahora, y recapituló que si ninguna de las dos mujeres que tenía enfrente había sido la autora, en caso de que le dijeran la verdad, las otras aspirantes a dama desconsolada al amanecer eran Rocío y Cristina Oller. Siempre que nadie más, procedente de otra planta (como Cecilia Fábregas, que ocupaba un dormitorio en la primera) se hubiese introducido en el aseo, quizás huyendo de sus compañeros de piso. Doña Agustina tenía su propio baño, y Nacho no creía probable que se dedicara a ir visitando lavabos ajenos a horas intempestivas para descargar unas lagrimitas, pudiendo hacerlo con tranquilidad en el de su alcoba-. Bueno, no tiene importancia. ¿Vosotras dos también lo aborrecíais?, a Fabio Arjona, claro.

Torres Sagarra y Jacinta Picón se miraron de nuevo durante un instante y se contrajeron a la vez en sus incómodos asientos de mimbre casi podrido, que crujieron acompasándose al ritmo de la lluvia.

– ¿Quién no tenía una cuenta pendiente con él? -admitió la mujer mayor.

– Era una buena pieza. Pero de ahí a asesinarlo… No sé. La brutalidad del arma blanca, un puñal clavado en el corazón… ¿Quién es capaz de algo así? Hacen falta motivos muy poderosos para eso -asintió Jacinta.

– Yo me las tuve tiesas con él hace años. Todavía no lo he olvidado, ni creo que lo haga nunca -confesó Margarita Torres Sagarra.

– Ah…

– Sí. Trabajamos juntos durante unos años en el mismo departamento de la universidad. Él se convirtió, en cierta medida gracias a mí, en uno de los catedráticos. Siempre le encantó ser el amo del corral, y aunque había otros que le hacían sombra, no dejaba de estirar el cuello en su intento desesperado de dejarlos por debajo de él. Ya sabéis lo que decía Unamuno del carácter español, que hay en el fondo de nuestra alma una propensión a no creernos ricos sino en proporción a la pobreza de los demás. En eso, Fabio era profundamente español. No le bastaba con estar arriba, que lo estaba. Muy alto. Necesitaba vernos a los demás arrastrándonos por abajo, donde él pudiese confundirnos con cualquier insecto, con cualquier gusano.

– Yo creo que, en el fondo, tenía un monumental complejo de inferioridad -dijo Jacinta acariciándose un brazo lentamente, mimándoselo con las yemas de sus dedos entumecidos.

– A mí me robó una… -Torres Sagarra observó a Nacho con ojillos juguetones-. No, no, ya sé lo que estás pensando, y te equivocas.

– ¿Qué, qué estoy pensando? -Nacho volvió la cabeza oteando a su alrededor, como si sus pensamientos se hubieran encarnado y miraran por encima de su hombro, igual que observadores indiscretos alrededor de una mesa de jugadores de ruleta rusa, y él pudiera espantarlos de un manotazo.

– Crees que soy lesbiana y que me quitó alguna novia. -La mujer rió de buena gana-. No soy lesbiana. Mira, no suelo hablar de estas cosas, pero el vino me habrá soltado la lengua y… bueno, allá va. Soy asexual, chico, no pongas esa cara, ¿vale?, pero no voy por ahí repitiéndolo porque eso sí que es algo que nadie entiende. Nadie entiende que alguien pueda carecer de interés por el sexo. En este mundo absurdo dominado por los apetitos, la codicia, los excesos y la avidez, se ofrece comprensión, clínica y hasta social, a los mayores pervertidos sexuales, hijos de perra, que imaginarse pueda. Siempre hay algún experto dispuesto a explicar (lo que es una manera de justificar) sus aberraciones echando mano de polvorientos manuales y la habitualmente desgraciada historia personal del depravado en cuestión. Pero si dices que no te interesa el sexo… Amigo, no esperes que nadie te tome en consideración y te ofrezca su hombro, o una página web a propósito de lo tuyo. Te conviertes inmediatamente en un proscrito. Una sociedad en estado de perenne excitación, sexual y de todo tipo, no tiene espacio ni tiempo para ocuparse de una memez semejante, de modo que opta por ignorarla.

– Yo no he dicho en ningún momento que pensara que tú eres, esto…, homosexual -musitó Nacho muy serio, conteniendo el hipo y empezando a sentir el efecto del vino en su estómago y en sus venas, al tiempo que se decía que la mujer llevaba mucha razón, porque exactamente eso era lo que pensaba hasta hacía un instante: que Torres Sagarra era lesbiana. Pardiez.

«Qué tía más rara.»

– Vale, es igual. El caso es que Fabio me robó. Una vez, y luego otra. Por dos veces. Abusiva y despóticamente.

– Caray.

– Sí. Por entonces yo era una doctoranda y él aspiraba a una cátedra. Pero publicaba poco, y aunque contaba con los apoyos necesarios, le faltaban investigaciones de empaque en las que respaldar su ascenso. El viejo Arnés, que lo atrancó como a una puerta durante sus muchos años de ayudante en la universidad, todavía seguía dando guerra, y Fabio necesitaba presentar investigaciones que lo avalaran, y de las que escaseaba, para impedir que Arnés, que continuaba teniendo mucha influencia, volviera a bloquearlo.

– Ya te veo -dijo Jacinta, y sorbió el vino mientras miraba en derredor con cara aprensiva, desconcertada por la luz de los rayos que estallaban a su alrededor con un fulgor irritado y que tan decorativos le habían parecido hacía un rato.

– Yo había escrito un estudio deslumbrante, porque así lo calificó mi director de tesis, sobre El filósofo autodidacto, de Abentofail. No quiero aburriros con los detalles académicos de por qué mi estudio era tan bueno, pero lo era, creedme. Y sigue siéndolo, lo podéis leer cuando queráis, está publicado. Conseguí que se publicara hace pocos años una versión de la tesis. Bueno, a lo que iba… Fabio se enteró de que la tesis existía antes de que yo la leyera, incluso de que la acabara, porque le llevé un capítulo para someterlo a su consideración con vistas a publicarlo como artículo en una revista que él controlaba, dado que era director del consejo de redacción. Yo necesitaba publicarlo; pensaba sacar al menos cinco buenos artículos de aquella tesis que aún no había terminado de escribir.

– Y a Fabio, el artículo le encantó.

– Por supuesto. Y se le ocurrió que merecía ser publicado por todo lo alto. No en su revista, sino en una americana de hispanismo, de esas que te dan un montón de puntos para añadir al currículum y te convierten de la noche a la mañana en una investigadora de primera.

– Ah, pues…

– Todavía no he acabado. -Torres Sagarra levantó la mano y su voz enronqueció con un deje autoritario-. Me dijo que lo mejor -sonrió con tristeza y una extraña palidez le enjalbegó el rostro-, que lo mejor sería que firmásemos el artículo los dos, él y yo. Al fin y al cabo, yo era una perfecta desconocida; por muy brillante que fuese el artículo, nunca conseguiría que lo aceptaran en una revista de primera categoría. Pero él era conocido en el mundo del hispanismo, y tenía sus contactos, y… Al principio no dije nada, me sentía tan ofendida que no conseguí articular palabra. Pero él… Bien, el caso es que me lo pintó de tal manera que le dije que lo pensaría.

– ¿Y lo consultaste con alguien, con tu director de tesis?

– No, Fabio me pidió que tomara una decisión por mí misma, pensando en mi futuro. Aquello podía ser un gran paso para mí en la universidad, y si lo andaba contando… Bueno, las personas con las que lo hablara quizás no se mostraran demasiado objetivas, y no pensaran tanto en mí como en perjudicarlo a él. «Ya sabes que no carezco de enemigos», me dijo Fabio.

– Y decidiste que aceptarías su propuesta.

– Sí, lo hice. Le dije que adelante. Me sentía esperanzada, creía que de verdad sería un buen salto hacia arriba en mi carrera. Era joven, tenía fe, y creía que mi trabajo merecía esa oportunidad.

– El artículo se publicó, entonces.

– Sí. Pero mi nombre figuraba en segundo lugar, como si yo hubiese sido la simple ayudante de Fabio, dadas nuestras posiciones académicas, y él el investigador responsable que me había concedido la gracia de dejar que mi nombre apareciese en un trabajo suyo porque quizás, estas cosas hay quien las cree, yo le había llevado los cafés mientras lo materializaba, o le había echado una mano con las fotocopias.

– ¡No! Claro, además tú eras la mujer. Las mujeres siempre pasamos por las secretarias de los tíos -se quejó Jacinta.

– ¿Y no protestaste, no fuiste a verlo para decirle lo que pensabas?

– Claro que lo hice. Nada más recibir la revista por correo me fui a la universidad y lo busqué hasta detrás de los rodapiés. Cuando conseguí dar con él y le dije lo que pensaba, se ofendió mucho.

– Encima.

– Incluso me gritó, llamándome ingrata, soberbia e histérica. Le encantaba la idea de la histeria femenina. Decía que por algo la palabra proviene del griego «útero». -Suspiró con resignación-. Levantó la voz y se estiró igual que uno de esos payasos que vienen dentro de una caja, impulsados por un muelle que hace que salte violentamente su cabeza cuando abres la tapa. Me asustó. Empecé a pensar que igual llevaba razón. Que tal vez me estaba pasando, que en realidad quizás debía agradecerle humildemente el favor y largarme de su presencia arrastrando el trasero por el suelo que él acababa de pisar.

– No me digas que eso fue exactamente lo que hiciste… -Jacinta la señaló maliciosamente con la mano-. Las mujeres no tenemos remedio.

– Más o menos. Le pedí disculpas y traté de calmarlo. Tenía un carácter bastante colérico, y yo no me encontraba en posición de desafiarlo. Me tragué mi resentimiento, y le pedí perdón.

– Eso. Hala…

– No volví a verlo durante meses, y todo quedó así entre nosotros. Continué escribiendo mi tesis, pero en un viaje a Sevilla, para consultar un mapa del Archivo de Indias que me hacía falta para completar un trabajo de rutina que me habían encargado sobre Fernando de Magallanes, fui a visitar varias veces a un anciano sacerdote, tío de una amiga mía, consumado bibliófilo, amante de la poesía árabe, sobre la que yo tanto había trabajado. El hombre era encantador, y nos hicimos incluso amigos. Murió hace diez años, y lo lloré como a un padre. Tenía una biblioteca espectacular que, por supuesto, no era suya, sino de la Iglesia católica, como todas sus posesiones en este mundo. Había sido párroco en un pueblecito cercano a Sevilla, en unos tiempos en los que se demolían viejas iglesias para levantar monstruos de ladrillo visto con cruces abstractas de hierro de aspecto soviético, porque la restauración salía más cara que la demolición. El hombre consiguió rescatar del trapero, o de la lumbre, casi todos los libros que se habían acumulado en la casa del cura, aneja a la iglesia, durante cientos de años, antes de que echaran abajo la parroquia. Aún los conservaba en la casa que entonces compartía con otros religiosos jubilados. Allí, curioseando en la biblioteca del tío de mi amiga, que fue jesuita en su juventud antes de convertirse en sacerdote, fue donde lo encontré. -Margarita Torres Sagarra hizo un esfuerzo para que su voz no sonase turbada, sin conseguirlo.

– ¿Qué, qué encontraste?

– Los textos de Abul-Beka.

– Ah, pues qué bien.

– Eran una delicia. Y no me parecía que fuesen conocidos. A Abul-Beka, un poeta árabe nacido en Ronda en el siglo XIII, se lo conocía por El libro sobre las leyes de la rima, y unos cuantos versos sueltos, pero yo al menos no tenía noticia de que hubiera escrito nada semejante a lo que encontré citado en aquel viejo centón del cura.

La lluvia empezaba a amainar, y el golpeteo sobre el invernadero fue haciéndose suave y calmado, como los andares de una partida de gatos presumidos vagando por el tejado.

– Le pedí prestado el libro al sacerdote, una edición del siglo XVIII que aún conservaba sus tapas de tafilete y el aspecto sólido, atractivo e ineluctable de los libros hechos para durar. La traducción del árabe era bastante chapucera, pero por fortuna venía acompañada de ¡la versión original y la francesa! El libro se titulaba Cento Litterae para la educación de niños de cualquier edad y damas cuidadosas de su hogar, de autor e impresor desconocidos. Estaba al lado de unos ejemplares amorosamente encuadernados en un solo volumen del periódico Efemérides barométrico-médicas matritenses. Al principio ni sospeché lo que tenía entre las manos.

Nacho caviló un momento antes de decir:

– Pero espera… Ahora me acuerdo. En la biobibliografía de Fabio Arjona se le atribuye a él el mérito de ese descubrimiento que mencionas. Lo leí en la Wikipedia, creo.

– Pues claro. Así ha quedado para la historia, y así quedará. Basta con repetir una mentira el suficiente número de veces para que la ilegitimidad se convierta en legítima, como quizás dijo Montesquieu.

– Se me escapa de qué va todo esto -dijo Jacinta, que con su ligero vestido en medio de la noche desapacible parecía un triunfo humano sobre el mundo físico. Fuerte, arrebatadora (Nacho empezaba a creerlo así), valiente. Con buen gusto para la lencería (le asomaba el sostén de encaje lila por el descocado escote).

Sintió deseos de acariciarle los labios con los dedos. Cuando se inclinaba para dejar el vaso sobre la lastimosa mesa, Nacho notaba que su mente era igual que un niño montado en un columpio.

Había dejado de llover.

– ¿No lo entiendes? -preguntó Torres Sagarra-. Me llevé el libro a Madrid, aún no sabía qué podía sacar de todo aquello, pero esos versos me sonaban con un eco conocido. Los traduje del francés, y le pedí a un compañero que daba clases de árabe que intentara traducir el original. Cuando tuve las dos versiones me di cuenta de que aquello tenía ecos de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, con la diferencia de que el árabe había escrito sus versos más de doscientos años antes. Hice una traducción, basada en el francés y en el árabe que me había trasladado mi colega. Sonaba más o menos así: «¿Dónde están los monarcas poderosos del Yemen? ¿Dónde sus coronas y diademas? Reyes y reinos han sido como vanas sombras que soñando ve el hombre». -Torres Sagarra tomó aliento, impulsada por un arrebato-. Ahora bien, si a aquellos versos literalmente vertidos de otras lenguas se les aplicaba la misma estructura métrica de las Coplas de Manrique, ya que el motivo era el mismo (la vida y la muerte, la fama y la fortuna, ese estoicismo que ya estaba presente en el Eclesiastés y en Marco Aurelio; el tempus fugit, el vanitas vanitatum, el ubi sunt…), el resultado era francamente sorprendente.

– Vas a decirnos cómo quedaron esos versos.

– Claro. Mi traducción final quedó así: «Con sus cortes tan lucidas, del Yemen los claros reyes, ¿dónde están? En dónde los sasánidas, que dieron tan sabias leyes, al Islam…» El parecido con las coplas manriqueñas era meridiano. Jorge Manrique escribió: «¿Qué se hizo del rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron?…» -Sonrió débilmente, como vencida-. Pensé que había descubierto que uno de los pilares de nuestra literatura estaba basado en algo más que coincidencias con una obra olvidada de un poeta infiel medieval. Jorge Manrique, al fin y al cabo, no había compuesto nada igual de hondo, de reluciente y genial, que las Coplas. Su poesía cancioneril no vale mucho, aunque tal vez a él le sirvió para seducir damiselas. No, su gran obra son las Coplas. Y yo acababa de darme cuenta de que aquella infinita ternura de su ópera magna quizás no era más que…

– Es muy interesante. No tenía mucha idea sobre ese asunto.

– Dejé aparcada mi tesis doctoral y me dispuse a escribir sobre el asunto de Jorge Manrique y Abul-Beka. Trabajé febrilmente. Por entonces no tenía despacho en la facultad, sólo una mesa en las oficinas del departamento, que afortunadamente estaba cerca del radiador, por lo que en invierno no pasaba demasiado frío.

– Dios mío, qué lloricas sois los funcionarios -se quejó Jacinta, bromeando.

– Bueno, el caso es que un día recibí la visita de Fabio en mi mesa, mi despacho, a todos los efectos. Hacía tiempo que no hablaba con él, aunque a veces lo veía por los pasillos, o en la cafetería. Ni él ni yo teníamos muchas ganas de entablar charlas distendidas, ni de hacernos confidencias, ni de invitarnos el uno al otro a una cena íntima. Además, yo no soy precisamente el tipo de mujer que a él le gustaba.

– No te subestimes, Margarita, querida… -sugirió Jacinta.

– Aunque esté muerto, prefiero no subestimar a Fabio, con tu permiso -dijo Torres Sagarra, y luego prosiguió-: Sospecho que Fabio tenía un fabuloso instinto para detectar todo aquello de lo que podía sacar algún provecho. Era un verdadero depredador. Olisqueaba la carne, o la carroña en caso de no haber nada mejor a mano. De algún modo debió enterarse de que yo andaba metida en un asunto interesante. Tal vez mi colega del departamento de árabe comentó cualquier cosa por ahí al respecto. A lo mejor me vio enfrascada con mis papeles en la biblioteca, o en mi mesa abarrotada de volúmenes ajados y folios garabateados. No sé. El caso es que una mañana se plantó delante de mí mientras yo trataba de aislarme del ajetreo que tenía lugar a mi alrededor y concentrarme en mi trabajo. Me distrajo un rato con una charla insustancial sobre uno de mis libros de poemas, del que yo casi me había olvidado porque no lo tengo en mucha consideración. De hecho, me avergüenza un poco porque… Bueno, el caso es que Fabio, con esa cualidad suya para averiguar qué era lo que causaba turbación, temor o arrepentimiento en los demás, estuvo una buena hora dándome la brasa sobre ese libro con una excusa absurda, y por supuesto falaz: me dijo que tenía a una estudiante que quería hacer la tesina sobre él, sobre mi patético libro, pero que no encontraban un ejemplar por ninguna parte. A regañadientes, accedí a conseguirle uno. «Lo necesito hoy mismo, la chica se va dentro de unas horas a Italia, a estudiar un semestre con un colega mío en Florencia», me dijo. De modo que me obligó a ir a buscar el dichoso ejemplar a mi casa. Tampoco quería dejar pasar la oportunidad, por mucho que no me agradaran esos poemas, de que se hiciera un estudio sobre mi obra. Me puse a recoger la mesa, pero él me detuvo con una mano de guardia de tráfico. «Si no te vas pronto, no volverás a tiempo», me aseguró. Le dije que podría mandarle el libro por correo, pero se negó en redondo. La joven no estaba dispuesta a perder ni un solo día de trabajo, porque tenía un tiempo limitado, y si no disponía del material, buscaría otro tema nada más llegar a Italia. Le pregunté que por qué no había ido la estudiante a pedírmelo en persona, y afirmó que había sido una decisión de última hora, que lo había hablado con él por teléfono y que todavía no había llegado a la facultad. Me levanté, remisa y un poco deprimida a pesar de que la noticia no era mala, guardé mis libros y mis apuntes en uno de los cajones sin llave de mi mesa, cogí mi abrigo y el bolso y salí de allí con la intención de estar de vuelta en menos de una hora. Resolví que iría y volvería en taxi, aunque no podía permitírmelo.

Ahora el viento silbaba su partitura de gemidos por encima de los árboles del jardín. Los tres escucharon atentos durante unos segundos antes de que Margarita continuara con su relato.

– Cuando volví a la universidad, Fabio no estaba. Fui a buscarlo a su despacho, pero estaba cerrado con llave. Pregunté a los administrativos que rodeaban mi mesa si lo habían visto por allí, pero se encogieron de hombros y dijeron que ni se habían fijado. Entregada al desánimo, colgué de nuevo mi abrigo en una percha cercana y volví a mi mesa con la intención de seguir trabajando un par de horas más.

– No me puedo creer lo que vas a contar ahora… -avanzó Jacinta, mordiéndose los labios enrojecidos por el vino y el frío del ambiente.

Torres Sagarra asintió con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero contuvo la emoción cerrando los párpados como si fueran las pequeñas compuertas de un dique.

– Cuando abrí los cajones me di cuenta de que faltaba mi libro, bueno, el libro que me había prestado el sacerdote; y mis notas, todas ellas; mis cuadernos, al menos un par, con anillas y la tapa de color negro. Le había dado tiempo a hacer una selección precisa de lo importante. No se llevó nada que no tuviera que ver con mi investigación. Estuve segura de que había sido él desde el primer momento. Pregunté a mis compañeros si habían observado que Fabio se llevaba unos papeles y unos libros de mi mesa, pero me respondieron que se había sentado allí a esperarme y no le habían hecho mucho caso. «Nosotros estamos trabajando, Torres», me dijeron. Y que, además, cuando llegó a verme llevaba unas carpetas en la mano, de modo que no sabrían decir si cuando se fue se había llevado algo más «por equivocación».

– Qué ladrón.

– Sí, con todas las letras de la palabra. A partir de ese día desapareció de la facultad, y no respondía al teléfono en su casa. Nadie sabía cómo ponerme en contacto con él, decían que tenía previsto un tiempo de encierro para preparar la oposición a cátedra, que lo habían eximido de dar clase por tal motivo, y que era normal que no hubiese manera de localizarlo. Ni siquiera el viejo Arnés pudo ayudarme a dar con él. Y eso que movió cielo y tierra intentándolo.

Los tres volvieron a quedarse silenciosos por unos momentos. Torres Sagarra respiró con aire derrotado.

– ¿No le contaste a nadie lo que ocurrió, tu versión de los hechos?

– Sí, se lo dije a Arnés, que estaba a punto de jubilarse y que no tragaba a Fabio desde que lo conoció como estudiante suyo, porque decía que lo consideraba una persona de «moral distraída», y él, Arnés, era de la vieja guardia, ya sabéis… Me creyó a pie juntillas, pero ambos estuvimos de acuerdo en que era difícil probar aquel robo, o intentar hacerlo público sin correr el riesgo de hacerme pasar por una difamadora malintencionada.

– Pero habría alguna solución, no sé… Podrías haber conseguido otro ejemplar del libro antiguo y reanudar la investigación. ¿No tenías copias de tus traducciones?

– Pues claro que tenía copias, al menos, dos docenas, pero Fabio se las llevó. Estaban todas juntas en mi mesa. Ese día aprendí la lección, y desde entonces tengo varios escondrijos. Por aquella época yo ni siquiera usaba ordenador, era una tecnófoba de cuidado. Nunca he sido capaz de presumir de mi ignorancia y mis prejuicios, de modo que no empezaré a hacerlo ahora, pero vaya… Escribía a máquina y usaba aquellos papeles de calco que me dejaban las manos como un calamar. Parecía la incompetente y bigotuda secretaria de Menéndez Pelayo. Pero, de todas formas, lo de las copias era lo de menos porque yo me sabía los poemas de memoria, y las traducciones también. Y porque mi colega de árabe tenía la fotocopia del texto original, que yo le había dado y que no me había devuelto. No, eso era lo de menos. Lo importante era que me había quedado sin la fuente, sin el libro del párroco donde se citaba el texto, y sin todo el trabajo escrito, de literatura comparada, que había realizado con meticulosidad y un mimo exquisito, descuidando mi tesis.

– ¿Y… eso, el libro del cura? ¿No conseguiste otro ejemplar?

– Lo intenté con verdadera desesperación. Arnés me ayudó. Puso a mi disposición a dos becarios para que buscaran en las bibliotecas y en las librerías de viejo por todo Madrid. Pero fue inútil. Por entonces no existía la posibilidad de rastrear un título en uno de esos portales de Internet que sirven para vender libros viejos y descatalogados, como Iberlibro.com y todos ésos. Ahora sólo tienes que teclear un título o un autor para saber al cabo de un segundo si hay una librería en Lugo, o en Santiago de Chile, que dispone de un ejemplar. Pero en aquel tiempo no cabía esa posibilidad. Y, de cualquier manera, cuando existió lo intenté y no pude localizar otro por ninguna parte. A veces estas cosas ocurren. Probablemente el libro era un raro superviviente de una tirada reducida, o bien sus hermanos están sepultados bajo una encuadernación defectuosa que les atribuye otro título, o… vaya usted a saber.

– Qué faena.

– Y, por si fuera poco, al cabo de un par de meses el trabajo por el que yo me había partido el alma, ¡firmado por Fabio!, con algunos retoques de su cosecha, con la impronta de su particular estilismo, salió publicado en la revista americana donde poco antes él y yo habíamos compartido la autoría de mi artículo sobre Abentofail. Más o menos por esas fechas, Arnés se jubiló y pasó a ser catedrático emérito. Fabio Arjona no tardó en hacerse con la cátedra que tanto deseaba y por la que tanto había luchado, conspirado y hasta robado.

– Digamos que la víctima no hizo muchos méritos en vida para resultarte simpático. -Nacho trató de sonreír, pero a Margarita no le hizo ninguna gracia.

– Lo odiaba con todo mi ser -soltó muy despacio, como si fuese consciente de que sus palabras podrían mancharle la boca.

Se puso en pie de repente y se sacudió la ropa.

Nacho se rebulló desazonado en su crujiente sillón.

– Chicos, se hace tarde. Me voy a dormir -dijo Torres Sagarra, y antes de que los otros dos pudieran darse cuenta se encaminó decidida hacia la puerta del invernadero, sorteando con paso firme varias hileras de macetas.

– ¡Espera, Margarita! Vamos contigo… -casi gritó Jacinta.

Pero la mujer ya no estaba.

Mucho después, cuando Nacho rememoró lo sucedido aquella noche, cuando Jacinta y él se quedaron solos, se dio cuenta de que no recordaba bien cómo había llegado a ocurrir.

Su memoria había atrapado algunas sensaciones confusas en las que el espacio y el tiempo no estaban concordados. Del resto, no tenía ni idea. Por ejemplo, se acordaba de que Jacinta y él habían salido al jardín después de guardar como mejor pudieron los restos de la comida y dejarlos encima de la mesa. La mujer se torció un pie y se rompió el tacón del zapato mientras avanzaban entre la verdura fuliginosa del vergel, yendo de un camino a otro sólo guiados por las luces de la casa, que se distinguían hacia el norte, en dirección al río. Ella se quitó el zapato y, pensándolo mejor, se descalzó los dos pies. El suelo estaba húmedo después de la tormenta y el ajetreo de los ruidos nocturnos quería colarse dentro de él. Cuando Nacho la vio descalza, salpicada de motas de hierba y de barro hasta los tobillos, se acercó a ella y le susurró:

– ¿Qué haces? Qué bonita eres, ¿lo sabías? Estás loca. Estás loca… -Puso la boca sobre la de Jacinta y los labios de la mujer se hincharon como brotes de soja rociados con agua fresca.

La rodeó por la cintura. Su vestido era tan ligero que se le escurría entre los dedos. Le vinieron a la memoria unos versos de Manuel del Palacio (¡qué daño le había hecho la biblioteca de su tía Pau!), y mientras la besaba los recitó para sí: «De la lisonja al arrullo, entre sedas ha crecido, tu cuerpo, qué envidia da. Pero no muestres orgullo, que un gusano te ha vestido, y otro te desnudará.» Intentó alejar aquellos fúnebres versos de su cabeza y se concentró en la piel de Jacinta, helada a esas horas. En su cuello, que latía al ritmo de una secreta coreografía que bombeaba sangre desde su corazón.

No recordaba en absoluto cómo habían terminado en su habitación (la entrada en la casa, la subida por la escalera hasta la segunda planta del cigarral, ¿dónde había quedado todo eso?). Sin embargo, se sentía avergonzado porque Jacinta hubiese visto su ropa interior desperdigada a los pies de la cortina, y el desorden de la cama.

Cuando la vio desnuda, enterró la cara entre sus senos y sólo fue capaz de murmurar: «Cuánto tiempo, mi cielo, cuánto tiempo…»

Abrió los ojos sobresaltado por el timbre de su teléfono móvil. Le costó encontrarlo entre la ropa de Jacinta y la suya, que cohabitaban, igual que sus propietarios, pero en el suelo, a un lado de la cama.

Jacinta dormía cerca de él, respirando apaciblemente. Antes de adormecerse a su lado, le había dicho a Nacho: «Las camas compartidas son la fosa común del matrimonio.»

Por fin pudo abrir la tapa del condenado electrodoméstico y responder, bajando la voz todo lo posible para no despertar a la mujer.

– Diga… joder. -Ni siquiera había comprobado en la pantalla quién llamaba.

– Pues… joder -respondió Rodrigo-. ¿Te vale?

– Qué gracioso, el niño. ¿Sabes qué hora es?

– He mandado varios mensajes, a tu correo y a tu teléfono, pero no me has respondido. Estaba preocupado. Primero me metes una prisa que te cagas, y luego te olvidas de mí -le reprochó el chico-. A ver si te aclaras.

– Lo siento. He estado… Bueno. Muy ocupado.

– Sí, lo creo. Qué remedio.

– Bueno, ¿y qué?

– ¿Has visto mis mensajes? Te mandé mis dudas, como me dijiste, y estoy esperando…

– ¿Me estás diciendo que has perdido el tiempo en hacer una lista de las retorcidas incertidumbres que manifiesta tu atormentada, lacrimosa, pueril e inexistente vida sexual y te has olvidado de lo que nos traemos entre manos?

– Tío, no sé cómo te soporto, te lo digo como lo siento -se defendió Rodrigo.

– Vale, vale, perdona… -susurró Nacho.

– ¿Tienes tu ordenador a mano?

– Sí. -Se acercó arrastrándose hasta el biombo, a cuyos pies reposaba, y sacó el aparato de su funda.

– Pues ponlo en marcha, tío. Y mira mis mensajes, ¿vale?

Nacho comprobó que tenía dos cuyo remitente era Rodrigo.

Con su manía de no rellenar las casillas del «asunto», no sabía cuál abrir primero. Optó por hacerlo por orden de recepción. El primero de ellos era sencillamente patético, y puso al meteorólogo de muy malhumor. Allí estaba él, desnudo y con una mujer hermosa tumbada en su cama, a la que podría estar acariciando, o simplemente observando, o durmiendo agarrado a su talle, y se veía obligado a perder el tiempo cuchicheando por teléfono con un arrapiezo hiperhormonado y desobediente…

De: rgabriel@gmail.com

Asunto:

Fecha: 18 de abril de 2007 11.37.47 GMT + 02.00

Para: Ignacio.aran@telefonica.net

Eh, capullo, cómo va eso.

Aquí tienes mi lista, tal y como TÚ me pediste. Me dijiste que te llamara a cualquier hora del día o de la noche, pero ya te he llamado dos veces y ni caso. Bueno, no me enrollo más.

DUDAS (SON ÉSTAS, DE MOMENTO, PERO TE MANDARÉ MÁS):

1. ¿Qué es la identidad sexual? ¿Tengo que tenerla, o no es algo estrictamente necesario para funcionar normalmente? Y, en caso de que sea estrictamente necesario, ¿es como un carnet o algo así? ¿Dónde puedo conseguirlo? (¿Necesito llevar fotos?)

2. ¿Cómo puedo saber si le gusto a una chica? NOTA: He probado a preguntárselo, pero no funciona. Algo en su cerebro les dice a las chicas que no respondan con sinceridad a esa pregunta. Y a ninguna otra que un tío les pueda hacer.

3. ¿Cómo puedo estar seguro de que mi miembro viril ha terminado de desarrollarse por completo? Y en caso de que pueda estar seguro, ¿quién me dice que su tamaño es el correcto, el homologado, digamos?

4. ¿Qué debo hacer si soy virgen y no tengo esperanzas de dejar de serlo en un futuro próximo? Sé que me dirás que al menos así estoy seguro de no haber contraído enfermedades venéreas, pero no me vale esa respuesta porque tampoco me fío mucho de mí mismo.

5. ¿Cómo hago para encontrar novia en el plazo de una semana? Tengo una fiesta para entonces y me gustaría ir acompañado para joder a mis colegas. Y tengo otra fiesta dentro de un mes y…, lo mismo.

6. ¿Crees que si encuentro una novia solucionaré algunas de mis dudas, o que mis dudas aumentarán en número y gravedad?

Respóndeme enseguida, por favor. R.

Nacho estuvo a punto de estrellar el ordenador contra la pared, pero se contuvo.

– Eeeh, esto… Las contestaré mañana en cuanto pueda, ¿vale? Una por una -dijo, tragándose el malhumor.

– Ten en cuenta que me corre muchísima prisa.

– Supongo que casi tanta como a mí el trabajito que te encargué, ¿verdad? -apuntó Nacho maliciosamente.

– Ah, eso. Sí, casi se me olvidaba. Me ha costado lo suyo, no creas que todo es pan comido.

– ¿Y…? -El hombre sintió la esperanza crecer en su pecho como uno de esos pelitos tan molestos y pertinaces que se abren paso, resplandecientes los condenados, a través de un lunar.

– He usado varios programas de software. Y, bueno, un lío. Al final he encontrado uno de código abierto, porque no ando tan bien de pelas como tú y no puedo permitirme estar comprando programas por ahí en Internet, en universidades americanas o vete a saber dónde. En las islas Pescadores. Además, no me fío de usar mi tarjeta de crédito en según qué sitios. Y tampoco me has dado tiempo a hacer mi propio programa.

– Ya, ya, ya…

– He encontrado uno que puede modificarse. Creo que trabajaré en él cuando tenga un rato. Es divertido, ¿sabes? Quizás consiga que desarrolle un sistema de localización por GPS. ¡Podría patentarlo y me forraría! Imagínate la de gente que hay por ahí a la que le han robado el portátil y daría lo que fuera por localizarlo…

– Sí, sí, sí…

– Bueno, eso. Que he puesto en marcha el programa después de hacerle unos ajustes y, tío, tío… -La pasmada voz adolescente de Rodrigo sonaba embriagada. «Me encanta la gente que disfruta con lo que hace», pensó Nacho-. Tío, como un sabueso en busca de un oloroso hueso de mamut… Enseguida ha empezado a enviar datos a un servicio de servidores de San Diego. Así que ya tengo en mi poder la última dirección utilizada y los datos de los routers que se han usado últimamente para conectarse desde el ordenador del, este…, del muerto. Mañana puedo localizarlos y decirte su ubicación exacta.

– ¡Genial! -masculló Nacho; no quería despertar a Jacinta y hablaba bisbiseando y haciendo los ruidos de un roedor atragantándose con una nuez de hilos y pelusa debajo de la cama-. Buen trabajo. Repito: bu-en traba-jo…

– Pero eso no es todo. Mientras trabajaba en el tema… alguien se conectó a la red desde ese portátil. Entré a echar un vistazo y, ¡bingo!, el cacharro tiene webcam incorporada. Es un aparatito encantador, un modelo nuevo de Macintosh que salió a la venta hace pocos meses. Así que… Le hice una foto al usuario a través de ese agujerito tan simpático que tiene esa preciosidad en lo alto de la pantalla. Era usuaria, más bien. Una tiparraca espantosa, si puedo decirlo. Te la he mandado por mail. Si abres el otro correo que te he enviado, podrás verla en todo su antifotogénico horror.

– ¿Qué estás diciendo?

– Lo que oyes. Rodrigo Bond al servicio de su majestad. Te estoy diciendo que le he hecho una fotografía (no muy buena, pero tengo más, si te apetece verlas, otras dos más) a la persona que está utilizando ahora mismo el ordenador de un señor que está criando malvas con un cuchillo clavado en el pecho como si fuese un clavel en el traje. ¡Qué pillina, eh, la espécimen esta!

Nacho notó que le temblaban los dedos cuando pinchó el segundo mensaje del chico y lo abrió.

La foto era un documento adjunto y tuvo que teclear sobre él, de nuevo, para desplegarlo en pantalla.

El corazón le latió con más intensidad que un rato antes, mientras hacía el amor con Jacinta, porque el rostro contraído, arrugado y algo deformado por la cámara web llenaba toda la pantalla: doña Agustina Pons parecía saludarlo desde allí, con el ceño fruncido y los incisivos de raposa al descubierto, como tronchados mondadientes.