39187.fb2 Muerte Entre Poetas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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LAS RELACIONES PELIGROSAS

Cuando despertó, Jacinta ya se había ido. Nacho palpó la cama a su lado, pero las sábanas estaban frías, y el hueco del cuerpo de la mujer se veía cincelado en algodón a la media luz de la mañana; semejaba la voluta de humo de una pipa. Dúctil, menudo, lleno de curvas.

Se le atragantó un bocado de aire cargado de emoción, y un hormigueo le recorrió el estómago al recordar las sensaciones de la noche pasada.

Reconoció que la echaba de menos a la manera en que sólo se puede añorar a alguien con quien hemos compartido una intimidad de las que logran traspasar las pieles.

La vería más tarde. Tenía que ducharse y afeitarse. Se alegraba de haber llevado una buena provisión de colonias caras y de ropa interior. Eran casi las siete y media, había dormido mucho para lo que era su costumbre. Y la hora evidenciaba que Jacinta había dejado su habitación antes del amanecer, quizás temerosa de que los sorprendieran juntos.

Cogió su bolsa de aseo y se arriesgó a ir al cuarto de baño. Todavía no era su hora, pero quería ir adelantando tiempo.

No había nadie, de modo que se aseó y volvió a su habitación. Terminó de vestirse -se había paseado por el pasillo solitario pertrechado tras una toalla a modo de basto taparrabos-, leyó la prensa electrónica en su ordenador (un picoteo por los titulares de las cabeceras más importantes, y algunos confidenciales que echaban chispas con el reciente crimen en el cigarral) y se dijo que estaría bien bajar a la biblioteca antes del desayuno, para echar un vistazo a aquel dossier de prensa de papel que doña Agustina iba engordando poquito a poco con las noticias publicadas respecto al asesinato de Fabio, a las que ahora se añadirían las referentes a Richard. El ámbito de la música pop estaba conmocionado por la noticia de su muerte. En Noticias Digitales recogían una serie de testimonios de profesionales, compañeros y amigos del cantante verdaderamente lacrimógenos.

A él mismo se le hizo un nudo en la garganta al pensar en Richard, en que había desaparecido del mundo para siempre. Reflexionó un momento y comprobó que quizás ni él mismo era consciente todavía de que el hombre había muerto. ¿Cómo era aquello que había dicho Torres Sagarra sobre Jorge Manrique y que tanto le había gustado? Ah, sí: «su infinita ternura.» Richard, en muchos sentidos, era igual que las Coplas de Manrique, poseía esa infinita ternura que, de repente, se había esfumado definitivamente del universo. Cierto: quedaban sus libros de poemas, su música. Pero él ya no estaba, y el planeta había amanecido un poco más innoble, más desdichado y más desamparado que el día anterior.

Requiem eternam.

Cuando bajó, Carlos y Alina ya estaban en la cocina, con caras de haber visto una aparición. La tez cobriza de la mujer presentaba mal aspecto, y su mirada distraída decía a las claras: «Nadie logra respirar perpetuamente.» Su marido, por su parte, apenas saludó a Nacho con un «bu ías», que el meteorólogo tradujo por «Buenos días, ¿quiere usted un café?».

– No, gracias… No tomaré café ni ninguna otra cosa -dijo Nacho con toda seriedad, a pesar de que ninguno de los dos le había ofrecido nada-. Puedo esperar y esperaré al desayuno. Sólo he entrado en la cocina para saludar. Así que… hola. Y adiós, luego nos vemos.

Nadie le respondió.

La biblioteca presentaba un primoroso aire de recogimiento. La larga mesa había sido limpiada, incluso le habían sacado brillo, y los periódicos del día reposaban cuidadosamente ordenados en una mesita auxiliar, junto con unas pequeñas pilas de papeles que Nacho identificó como los dossiers pendientes. Las conferencias estaban apiladas y dispuestas en un estante bajo, que sobresalía de los demás, para que fuesen bien visibles. Quedaban cuatro por recoger, los otros poetas ya habían hecho los deberes y se las habían llevado a sus cubículos. Nacho era uno de los cuatro informales que aún no habían cumplido. Calculó que otros dos serían el difunto Richard y Rocío. Y el cuarto, a lo mejor Fernando. Al meteorólogo le daban espasmos sólo de pensar en leerlas, y lo había ido posponiendo, aunque tendría que hacerlo tarde o temprano.

Hojeó las fotocopias y recortes de prensa que hablaban del crimen de Fabio. Leyó algunas cosas de interés en La Vanguardia, en El Ideal y en La Voz de Galicia, más o menos atinadas y tibiamente ajustadas a la verdad, pero que él ya conocía de primera mano. Y un reportaje titulado «Sangre entre los cipreses», del Lanza. En el panfleto La Fiera Literaria, a pesar de la gravedad de los hechos (se había cometido un crimen, no era conveniente olvidarlo), aullaban de puro pitorreo en cada línea de su «número extra». El Periódico de Catalunya seguía diariamente el asunto con una atención casi forense, y nunca mejor dicho. En El Mundo tiraban a matar (si podía decirse así, teniendo en cuenta su estado) sobre la figura de Arjona, e insistían en sus relaciones «oscuras y enigmáticas» con el poder cultural durante los últimos veinte años, insinuando que el muerto había salido siempre a flote a pesar de la animadversión generalizada que solía despertar. Hacían especial hincapié en las malas relaciones que Fabio mantenía con algunos de los poetas presentes en el cigarral a la hora en que fue cometido el crimen; malas relaciones, aseguraban, conocidas por todos en el «mundo literario».

A Nacho se le antojaba una expresión presuntuosa esa del «mundo literario» (o el mundo del deporte, el mundo de la música…), que da por sentado que un grupito de personas dispares, por el mero hecho de tener algún interés común, ya forman un mundo por sí solos. ¡Qué desprecio metafórico a la excelencia del mundo real, a su belleza, a su complejo esplendor!

En fin. Continuó leyendo.

Un artículo del diario La Razón despertó su interés. Estaba escrito por un crítico literario del periódico. Que Nacho recordara, ese hombre no había publicado ni una sola crítica demoledora de ninguno de los libros que venía reseñando en el suplemento desde hacía años. Nacho apreciaba ese gesto. Prefería a los críticos que estimulaban a la lectura, no a los que alejaban a la gente de los libros recordándoles lo malos que eran. Ya había pocos lectores, la cosa era no contribuir a que hubiese todavía menos (aunque a él le daba en la nariz que llegaría un día en que los analfabetos funcionales superarían abrumadoramente en número a las personas letradas, con o sin la ayuda de los críticos literarios). Sin embargo, en su fuero interno reconocía que él mismo había disfrutado sádicamente leyendo algunas críticas literarias feroces y varilargueras, de esas que ridiculizan un libro sin piedad hincando la cuchilla como si se tratase de un toro en la suerte de varas al que no se deja en paz hasta que brota el chorro torrencial de sangre. Libros de otros autores, por supuesto. Afortunadamente, él en la vida había sido pasto de las iras de un crítico, y esperaba no serlo en un futuro inmediato. Nunca, a ser posible. (No sabía cómo reaccionaría ante algo así. Quizás mucho peor que Cecilia Fábregas.) Se consoló pensando que era improbable que él llegase a ser lo bastante importante en el «mundo de la poesía» como para merecer los rabiosos zarpazos críticos de algún preboste pistolero de suplemento literario, con la sílaba caliente y juguetona y el asta biliosa. Esa idea lo entristeció un poco, pero no lo suficiente como para desear tener alguna vez una mala crítica. «Por otro lado -casi murmuró para sí-, el arte del insulto es una cosa tan española, tan nuestra, tan de aquí… El insulto ha sido literaria, política y hasta científicamente productivo de toda la vida: aunque los resultados sean en algunos casos inciertos, al menos obliga a unos y a otros a esforzarse. Quizás sea mejor cultivarlo, tal como se viene haciendo hasta la fecha, que intentar erradicarlo, inútilmente además.»

El crítico había escrito un largo artículo que hacía una semblanza bastante aguda, sin llegar a malintencionada, de ciertos poetas que en ese instante descansaban en sus cuartos, bajo el mismo techo que Nacho. Se notaban sus esfuerzos por ser delicado, pero aun así, sus capacidades retóricas eran insuficientes para lograr encubrir la realidad, o asearla un poco. Después de leer el texto, Nacho se enteró, por ejemplo, de que parecía probado que Fabio Arjona prestó una cantidad respetable de dinero al laureado poeta latinoamericano Rilke Sánchez, y que sin duda cuando lo hizo le constaba que este último no sería capaz de devolvérsela jamás, pero Rilke era miembro permanente de un prestigioso premio literario en su país de origen, uno de los más importantes en lengua española a ambos lados del océano, al que casualmente Fabio Arjona se había postulado con un librito de poemas «que no era lo mejor de lo suyo». Arjona no logró alzarse con el codiciado galardón, ni el año del préstamo ni los tres siguientes. Cuando se resignó a la idea de que no lo conseguiría por mas que lo intentara todos los años, contó a todo el mundo lo del préstamo que le había hecho a don Rilke, que montó en cólera al enterarse y, a la pregunta de un joven espectador, que entre irónico y avergonzado comparó su situación con la deuda externa de algunos países latinoamericanos, Rilke juró ante un auditorio de más de trescientas personas, mientras participaba en una mesa redonda en el Centro Cultural de España en Lima, que algún día le devolvería a Fabio, «a golpe por céntimo», cada uno de los dólares que había recibido del madrileño. Acto seguido calificó a su acreedor de «guataca» y «mojón rítmico», y el público estalló en nerviosas carcajadas.

Por su lado, Pascual Coloma no le había perdonado nunca al difunto Fabio Arjona que no apoyara una solicitud de candidatura oficial al ayuntamiento de Estocolmo para que le fuese concedido el Premio Nobel de Literatura (Nacho se preguntó si eso de la concesión del Premio Nobel funcionaba de manera parecida a lo de los juegos Olímpicos). Una candidatura que, sin embargo, tuvo un apoyo multitudinario y suscribieron incluso varios futbolistas del Real Madrid, que hasta entonces no habían brillado públicamente por su afición a la lírica.

A propósito de Coloma, Fernando le había dicho a Nacho: «Pero si Pascual… ¡hasta se ha casado dos veces con traductoras suecas! Bueno, vale, miento. En realidad, primero se casa con una sueca y luego la convierte en traductora. De su obra, faltaría más. Así combina con naturalidad y sencillez la vida familiar con su carrera hacia el Nobel, asegurándose de que los miembros de la Academia sueca puedan leer sus obras en su propio idioma.» Nacho supuso que Pascual Coloma le habría tenido guardado el agravio a Fabio Arjona desde entonces; bien guardado y a salvo, en la sección de rencores de su magistral pecho.

En cuanto a Jacinta Picón (sintió un ciempiés de caramelo paseándose por su estómago cuando leyó su nombre), había sido acusada por Fabio Arjona, por escrito y no hacía mucho, de ser «la Barbara Cartland de la poesía española. Ella no lo sabe, pero todos esos mordiscos sensuales y coitos placenteros de los que hablan sus versos son pura literatura rosa disfrazada de misticismo clásico, que además está cortada con una regla de medir versos rencos porque el caletre no le da para escribir una novela de quiosco. Debería volver a trabajar como ayudante de notario, así utilizaría ropa que le impediría resfriarse con frecuencia. O bien dedicarse solamente a la televisión, que es un medio lo bastante frívolo y badulaque para venirle como anillo al dedo, dicho en los términos del género literario que ella cultiva, uno de cuyos fines es alcanzar el altar cueste las páginas que cueste. Sí: no poner sus impúdicos versos sobre la pureza de la poesía y concentrarse en la tele le vendría fenomenal a doña Jacinta; a ella y a su tontería sentimentaloide, y a su escote. Aunque, en aras de ser justo, no me cuesta nada añadir que la señora está de muy buen ver, a pesar de su edad, y que todavía tiene un escote espléndido».

«Fiuuu…»

Nacho imaginó que, si Fabio Arjona estuviera todavía vivo, después de leer eso él mismo se hubiese encargado con mucho gusto de partirle los morros.

Sobre Pedro Charrón, el crítico había recogido la noticia, documentada por un periódico de provincias, que aseguraba que el hombre, un misántropo que habitualmente procuraba mantenerse alejado del ruido fatuo de la mundanidad y el relumbre de los círculos sociales, había retado en duelo (¡en duelo, como Pushkin!) a Fabio Arjona y que el encuentro, a pistola y a muerte, estuvo a punto de tener lugar, aunque afortunadamente fue parado a tiempo por la Guardia Civil, alertada por un vecino del pueblo de Pedro. Ni la autoridad ni los allegados a Pedro Charrón pudieron sonsacarle nunca el motivo de la disputa. Fabio Arjona también se lo calló («ahora para siempre», decía el crítico de La Razón, de manera poco afortunada). De modo que nadie sabía por qué los dos hombres estuvieron un día a punto de matarse, aunque se rumoreaba que había sido por un «asunto de honor».

«Vaya, vaya, vaya…»

De repente, doña Agustina entró en la biblioteca y, mientras la miraba, Nacho recordó su cara fotografiada por la webcam del ordenador de Fabio. Se le pusieron los pelos de punta.

– ¡Aaah…! -no pudo evitar exclamar.

– Perdona, muchacho, ¿te he asustado? -La voz de la señora era dulce, pero aun así el meteorólogo se sintió acorralado por fuerzas que ni siquiera era capaz de comprender-. Te has levantado muy temprano, ¿no? Creía que los jóvenes teníais la costumbre de dormir a pierna suelta. Al menos, en mis tiempos solía ser así. Yo ahora duermo poco.

«No me extraña», conjeturó Nacho, algo resacoso.

Se armó de valor y decidió preguntarle a la mujer por el ordenador de Fabio. Sabía que no podía decirle por qué medios había averiguado que era ella quien lo tenía en su poder; no sin confesar que Rodrigo y él, que era el instigador, habían cometido una ilegalidad. No le gustaba dar una imagen de sí mismo como uno de esos tipos sin escrúpulos que creen que el fin justifica los medios. A pesar de sus jugueteos electrónicos (la policía los calificaría sin darle demasiadas vueltas de pura y simple piratería) y de lo que se traían entre manos, no creía pertenecer a esa calaña de gente. No, él no, por supuesto.

Miró a su alrededor, pero aún no habían bajado el resto de sus compañeros, y Carlos y Alina seguirían en la cocina, preparando el desayuno. La casa estaba en calma, apenas se oían ruidos de pájaros provenientes del exterior. El día había amanecido claro y despejado, con tan sólo alguna nube extraviada y subrepticia explorando a sus anchas el cielo. El gato de doña Agustina estaba varado cerca de la puerta, acariciándose la cara con una patita con los movimientos de un viejo que trata de quitarse los anteojos.

– Siéntese, doña Agustina, me gustaría hablar un momento con usted -pidió cortésmente.

La señora se dejó caer sobre una silla.

– ¿Tienes algún problema con tu habitación? ¿Necesitas algo? Carlos puede…

– No, estoy bien, no es eso. Muchas gracias.

– Pues entonces, tú dirás -su voz sonó como un graznido apagado.

Nacho tenía la impresión de que la mujer había encogido en los últimos dos días. Su cuerpo delgado crujió como un tallo seco al sentarse. La cara, por lo común recta, firme y vivaracha, se veía abatida, como si alguien la estuviera desmontando por las noches, poquito a poco. Delataba su cansancio. Tenía la mirada distraída, marcada por una expresión huera.

– Doña Agustina… Verá, creo… No sé cómo decirle esto, pero estoy seguro de que el ordenador que vi a su lado cuando llegué el otro día, ¿se acuerda?, un ordenador portátil que usted mantenía abierto mientras hablaba conmigo, pues… Creo que se trata del ordenador del difunto Fabio Arjona.

La dama irguió la espalda y aguantó la respiración un segundo, pero no dijo nada.

Nacho hizo un esfuerzo por seguir hablando. De repente pensó que quizás se equivocaba, que tal vez Rodrigo, impulsado por él mismo al mandarle la información, había confundido las IP de Fabio Arjona con las de doña Agustina. O que quizás habían errado desde un primer momento: a lo mejor Arjona había enviado sus e-mails desde el ordenador de la mujer. Tenía entendido que mantenía buenas relaciones con la fundación que ella presidía. Tal vez habían partido de una premisa equivocada y ahora todas sus conclusiones eran incorrectas. Le costaba hacerse a la idea de que aquella anciana, tan atenta y capaz, de aspecto inofensivo, fuese…

– Sigue -lo apremió ella entornando los ojos.

– ¿Qué?

– Continúa con lo que estabas diciendo, por favor.

– Bueno, yo… Eeeh… Decía que me parece que tiene usted el ordenador de Fabio Arjona. Que el señor Arjona llegó aquí provisto de un ordenador que no encontró la policía…

– La policía registró no sólo la habitación de Fabio, sino todo el cigarral. Se llevaron todo, todo lo que creyeron necesario, y precintaron las zonas de la casa, incluido el dormitorio del finado, que consideraron que no debíamos tocar o pisar.

– ¿Ese ordenador es suyo, es de usted, entonces?

La mujer se llevó las manos al regazo y bajó la cabeza. Nacho no sabía si se sentía ultrajada o abochornada. Mirarla, ver su aspecto derrotado de anciana, lo conmovió profundamente, incluso más que contemplar el cadáver desnudo de Richard.

Se hizo un incómodo silencio que el meteorólogo no se atrevió a romper, aunque seguía esperando una respuesta. Era fácil. Ella sólo tenía que declarar que «sí», y él casi estaba dispuesto a creerla. No pasaba nada si se habían descaminado desde el principio y habían seguido la pista del ordenador de la mujer en vez del supuesto ordenador de Arjona.

Nacho ya no sabía qué pensar. No le gustaba ver a aquella anciana con aire extraviado y esa enorme tristeza que parecía que alguien le había introducido con un calzador dentro del alma. Pensaba en su tía Pau, y en el respeto que le inspiraban las señoras mayores. Para él eran las guardianas de la especie, viejos ángeles custodios de la sensatez en un mundo desesperado.

Doña Agustina sólo tenía que reprenderlo por su atrevimiento, decirle que el ordenador era de su propiedad, y punto. Él casi aceptaría que así era. Ni siquiera le pediría que se lo enseñara. Pero doña Agustina no dijo nada. Continuó mirándose las manos, arrugadas y acartonadas como unas viejas zapatillas de ballet. Sus uñas lucían una buena manicura que empezaba a perder sus efectos.

De pronto Nacho se dio cuenta de que la señora estaba llorando. Había inclinado la cabeza y hacía girar su anillo de boda sobre el dedo anular con una obstinación infantil, como si deseara desenroscarse el dedo del resto de la mano y el anillo fuese la clave.

Nacho estaba tan azorado que apenas se atrevía a respirar para evitar ahogarse.

– Yo no quería… -balbuceó-. Lo siento.

Doña Agustina levantó por fin la mirada y sus ojos hirvieron como dos trocitos de invierno ártico.

– Yo no lo maté. No maté a Fabio Arjona. Mírame, Ignacio, ¿quieres? Soy una vieja. No tengo fuerza física ni para acabar con un borracho como él. Y no, tampoco envié a nadie a que hiciera ese trabajo por mí, si es lo que estás pensando. Apenas tengo el vigor necesario para organizar eventos como éste. Maldita sea la hora… -Se secó disimuladamente las lágrimas con un pañuelo que llevaba en la manga, detalle que a Nacho le pareció adorable y anticuado.

Asintió modosamente.

– Pero sí le robó su ordenador…

La señora cabeceó, asintiendo. De repente irguió la cabeza y el ambiente dejó de ser plácido entre los dos. El meteorólogo tuvo la clara percepción de que ahora eran igual que dos niños extraños y desconfiados que se observaran en mitad de un patio sucio de colegio. El momento de empatía se había desvanecido en la nada.

– Cuando descubrí su cadáver, entré corriendo en la casa para llamar a la policía y dar aviso al resto de las personas reunidas aquí, pero lo pensé mejor. No había nadie a la vista, y yo no sabía lo que hacía, me sentía nerviosa, mareada y enardecida por el miedo, de modo que fui hasta su habitación y la registré de arriba abajo antes de llamar a la policía. Tardé un cuarto de hora. No encontré nada, excepto un par de botellas de whisky, unos libros sin importancia, y su ordenador… Lo abrí y estaba encendido, en reposo. No necesitaba introducir ninguna contraseña para acceder a él, así que… lo metí dentro de su funda, me lo eché al hombro y salí de allí. Fui a mi dormitorio y llamé a la policía. Cuando registraron la casa debieron de pensar que era mío, porque ni siquiera me preguntaron por él cuando lo descubrieron en mi habitación. Abierto, tal y como tú lo viste el día que llegaste aquí, con ese salvapantallas repitiéndose sin cesar.

– ¿Qué estaba buscando usted?

– No lo sabía con exactitud.

Nacho la escrutó con gesto de incredulidad.

– ¿No lo sabía? Y entonces…, ¿por qué tuvo la ocurrencia de hurgar en sus cosas, en las pertenencias de un hombre recién asesinado?

Doña Agustina volvió a inclinar la cabeza y fijó la mirada en el gato, que dormitaba a sus pies.

– Fabio llevaba casi dos décadas chantajeándome.

Nacho enarcó una ceja.

– Si me permite la pregunta… ¿Con qué objeto? Quiero decir…, ¿cuál era el motivo, o la excusa, para hacerle chantaje?

– El pasado de mi difunto marido, que en gloria esté. Ése era su chantaje. Durante lustros me amenazó con hacer públicos documentos que probaban, según él, la amistad de mi marido con el conde Ciano, el yerno de Mussolini, que terminó siendo ejecutado por orden de su suegro, como sabrás. Y la connivencia de Alberto, de mi marido, con el fascismo italiano cuando Hitler intentaba convencer a Franco de que se uniese a su guerra, de que entrara en la Segunda Guerra Mundial luchando a su lado. Fabio me había dicho que tenía testimonios que demostraban que mi marido había participado en la conferencia que tuvo lugar en Bordighera, el 12 de febrero de 1941, entre Mussolini y Franco, que estaban acompañados por sus respectivos ministros de Exteriores, Ciano y Serrano Súñer. Fabio me dijo que mi marido estaba entre el séquito que los acompañaba.

– Vaya…

Doña Agustina asintió con aire rendido.

– En ese encuentro, Mussolini hizo de intermediario de Hitler, que no lograba arrancarle un sí a Franco, e incluso pensaba que el general español le estaba tomando el pelo, siempre dándole largas. Mussolini negoció la entrada de España en la guerra mundial, pero con cierta desidia. Mussolini no era Hitler, y en cualquier caso, no convenció a Franco, que no había tenido jamás ninguna intención de unirse a la guerra. -Doña Agustina suspiró con la emoción de una penitente-. Es cierto que Alberto fue amigo del conde Ciano, que era casi de su misma edad, un tipo exuberante, un niño mimado, contradictorio y apasionado, como dijo de él Serrano Súñer. En vida, Alberto me enseñó las fotos y las cartas que probaban esa amistad íntima y fraterna. -Miró a Nacho con gesto desafiante-. Esas pruebas ya no existen. A la muerte de Alberto las quemé todas, una por una, en la chimenea de esta misma casa, ayudada por mi secretario, el buen Teodorico. Los dos convinimos en que era lo mejor. Yo llevo…, cielo santo, llevo toda mi vida luchando por el legado de mi marido, porque su figura esté donde se merece; no me siento muy propensa a consentir que nadie lo denigre o mancille su nombre denunciándolo públicamente como fascista. Yo conocía bien a Alberto: era un hombre bueno. No lo puedo tolerar. Creo, creo… que tú también eres un buen hombre, y que me guardarás la confesión, pero en caso de que sintieras la tentación algún día de reproducir lo que ahora mismo te estoy diciendo, en unas circunstancias tan difíciles como las actuales para todos, te aseguro que no sólo negaré que sea cierto lo que dices, sino que te perseguiré hasta el último rincón del infierno judicial que alberga la burocracia de este país, y te lo haré pagar. Te haré pagar que hayas traicionado la confianza que estoy depositando en ti, obligada por mi situación, y te haré pagar al contado la mendacidad y la insidia respecto a la memoria de mi marido.

Nacho tuvo un sobresalto que le hizo dar un brinco en la silla.

– Señora, no es necesaria la amenaza -rezongó con un estremecimiento. No dudaba de que la mujer cumpliría su palabra-. Aún no me he decidido a ejercer el oficio de delator, ni el de chantajista, por muy sustanciosas que sean las ganancias.

Doña Agustina rió de buena gana. Estaba recobrando su presteza, y un lustre de color remotamente parecido al cereza, aunque exangüe, empezaba a teñirle el rostro. El meteorólogo imaginó que, en cierto modo, se sentía aliviada después de hablar con él y compartir su secreto.

– Las ganancias, sí… Fueron muchas, para Fabio. La fundación que presido le ha pagado generosamente su silencio durante todos estos años -dijo meneando nerviosamente la cabeza, igual que si estuviera desconcertada después de atravesar a ciegas un largo túnel-. Cualquier excusa era buena para enviarle un cheque. Los necesitaba a menudo, y yo se los mandaba puntualmente. Dios mío… Nadie, excepto mi fiel Teodorico, sabe cuánto he sufrido con este asunto, y lo mucho que me alegro de que haya acabado.

– ¿Encontró algo en su ordenador?

Doña Agustina negó con vehemencia con la cabeza; parecía que le estuvieran azotando la cara.

– Nada, nada, nada… ¿Te lo puedes creer? -dijo la mujer, casi gimiendo-. Él presumía de tener toda su vida dentro de su ordenador. Supuse que allí encontraría documentos escaneados, cartas, no sé, cualquier cosa que le hubiese servido para su chantaje. Pero tanto Teodorico, a quien le envié por correo electrónico muchísimos documentos de su disco duro, como yo, que no he parado de revisarlo desde que me hice con él, no hemos encontrado nada en el aparato. Nada. He llegado a conjeturar que simplemente Fabio intuía la verdad, y aunque carecía de pruebas, me la restregó por la cara y yo me lo creí a pie juntillas por eso, porque decía la verdad, y la verdad asusta.

Se quedó callada un momento.

– Es gracioso. Sin embargo… -añadió al cabo, en voz muy baja-, la ponencia que nos envió para este encuentro, sobre la figura literaria de mi marido, es excelente. De todo punto excelente. Me consta que no la escribió él, mandó que la redactaran tres de sus becarios, a los que les llevó seis meses concluirla, pero es un trabajo admirable, y le estoy muy agradecida.

– Siguiendo con lo del chantaje… ¿No cree que quizás tenga esas pruebas que usted teme en su casa, guardadas en un cajón? O en su despacho.

La dama volvió a negar, esta vez con menor ímpetu.

– No, no me parece posible. Ahora no me lo parece. Antes sí, antes estaba convencida de que era así, pero, en cualquier caso, una vez desaparecido él, ya no importa. Cualquiera que pudiese encontrar algo comprometedor para nosotros entre sus papeles ni siquiera sabría de qué se trata. Y aunque lo supiera…, ¿qué?, ¿para quién es importante, excepto para mí? Y para Fabio, que ya está en un lugar donde nada importa demasiado.

– ¿No tiene familia que vaya a hacerse cargo de sus pertenencias? No sé, parientes cercanos, o lejanos… Alguien será su heredero.

– No, no tenía familia, que yo sepa. Era hijo único, y no tuvo descendencia. Jamás se casó. -La señora hizo memoria-. No sé si tenía algún tío que vivía en el extranjero, en Canadá o por ahí. Pero quizás su tío, que a estas alturas sería muy mayor, ya haya muerto. No sé nada al respecto. Ignoro si Fabio ha dejado testamento. Pronto lo sabremos. Además, normalmente siempre andaba emparejado, pero ahora no tenía una mujer a su lado. La soledad no le estaba sentando bien, y sospecho que por eso bebía más que de costumbre. En el último año, las veces que me encontré con Fabio, noté que empezaba a perder un poco el norte. Él, que siempre había sido una apisonadora, estaba distraído, atontado, y bebía mucho, como te digo. A veces, mientras estaba hablando conmigo, sonreía estúpidamente y cerraba los ojos unos segundos. Yo era muy consciente de que se quedaba dormido. ¡Se quedaba dormido mientras hablaba y ni siquiera se daba cuenta! No era tan viejo como para que le ocurriera eso, y yo pensaba que era mal síntoma. Nunca le dije nada. Prefería hablar con él lo menos posible.

– Doña Agustina -dijo Nacho-, ¿le puedo pedir un favor? ¿Me dejaría echarle un vistazo al ordenador de Fabio? Tengo un amigo que… Bueno, no sé. Se me ha ocurrido que quizás podamos encontrar algo.

– De todas formas, querido Ignacio, me consta, porque así me lo dijo Fabio en vida en varias ocasiones, que el disco duro de su ordenador está duplicado en el de su despacho de la facultad, además de las copias de seguridad que tenía en su casa. Era muy maniático con eso. La policía ya los habrá revisado cuidadosamente.

– Bueno, pero nunca se sabe…

Cuando vio aparecer a Jacinta en el comedor, a Nacho se le esclareció el gesto y sintió un vuelco en el corazón. Pequeño, sí, pero profundo, como si alguien le hubiera lanzado dentro una piedrecita. Sonrió a la mujer y se levantó para acercarse a ella.

Estaba a punto de llegar a su lado cuando cayó en la cuenta de que Jacinta no le había devuelto la sonrisa, ni siquiera un ademán que evidenciara que lo había visto. Aun así, no se arredró y se dijo que quizás estaba cansada después de lo de la noche anterior (más tarde, pensándolo con calma, se reprochó haber caído en esa trampa tan masculina y tan idiota de creer que las mujeres se dejan agotar por los hombres, como si el mundo no contara con fuerzas más poderosas capaces, ellas sí, de consumir sus ánimos).

– Hola, preciosidad -le susurró casi al oído.

Jacinta no le respondió, pero lo escrutó de arriba abajo y Nacho se vio envuelto de pronto en un clima frío, seco y ventoso, más propio del círculo polar ártico, a 66,5 grados de latitud norte.

Se quedó tan trastornado que estuvo a punto de caerse después de tropezar con una mesita de té. «La vida subsiste a duras penas en la Antártida -pensó como un tonto despistado-, y eso solamente en las zonas más templadas de la costa.» Le dio por recordar que, si se fundiera todo el hielo de la Antártida, el nivel de los mares del mundo se elevaría sesenta metros.

Pero… ¿qué le ocurría a aquella mujer? Ni siquiera se había fijado en él. Miró a un lado y a otro, pero sus compañeros habían comenzado a desayunar y apenas le prestaron atención. Quizás había pasado a otra dimensión sin darse cuenta, volviéndose invisible. O tal vez nunca había existido en realidad. «No somos más que espacio vacío -reconoció con pesar-, tal vez por eso ella no puede verme.»

Permaneció parado un momento en medio de la habitación, admirando el ir y venir de los comensales, y de Carlos y Alina, que revoloteaban alrededor de la mesa tristemente, como almas en pena sin los papeles de residencia al día.

Jacinta se sentó entre Torres Sagarra y Rilke Sánchez, de modo que perdió la oportunidad de acomodarse él mismo a su lado y estar a su vera mientras desayunaban. Decidió aproximarse a ella y pedirle que lo acompañara para hablar con él.

Así lo hizo.

Jacinta apretó los labios, se levantó y lo siguió en silencio hasta el pasillo.

En cuanto estuvieron solos, Nacho fue a abrazarla, pero ella lo detuvo en seco, interponiendo un brazo estirado que parecía una barrera de guardarraíles tan afilados como una hoz.

– No me toques, por favor -le pidió Jacinta.

– ¡¿Queeé?! -Nacho no conseguía salir de su asombro.

«¿No me toques?» ¿Qué diablos quería decir con eso? Ella, a la que había tocado la noche anterior con la naturalidad de quien explora su propio cuerpo, porque así se lo había rogado la propia Jacinta, ¿le pedía ahora que no la tocara? ¿Qué estaba pasando?

¿Acaso había hecho algo mal? Valoró esa posibilidad, pero aunque no quería ser arrogante consigo mismo, se le antojaba harto improbable, porque estaba relativamente seguro de ser capaz de satisfacer sexualmente a una mujer. Había aprendido con un libro, sí, pero el tiempo le había brindado más de una oportunidad de poner en práctica la teoría, y hasta la fecha no había recibido quejas ni querellas amorosas al respecto de ninguna de las mujeres con las que había salido. El libro se titulaba Cómo hacer bien el amor a una mujer, de Régine Dumay. Se lo regaló, en 1986, su tía Pau, camuflado entre otros muchos (manuales de meteorología y poesía modernista, creía recordar), justo cuando empezaba a tener las mismas dudas que ahora aquejaban al joven Rodrigo. Hasta había pensado que podría utilizarlo todavía para tomar unos apuntes y responder a las preguntas del chico. Lo conservaba como oro en paño. En su momento, a Nacho ni se le había pasado por la cabeza hablar de sus aprensiones amorosas con su tía, pero ella debió de intuir algo, y… No, no podía ser que Jacinta se sintiera contrariada con él por tu torpeza amatoria. Aunque con las mujeres nunca se sabía.

¿Qué les pasaba a las mujeres? Sobre todo a las occidentales. Nacho tenía la impresión de que carecían de sentimientos. ¡Y pensar que no hacía tanto, tras conocer los testimonios de Cecilia y Cristina, pensó que quizás las féminas eran las víctimas propiciatorias de los desalmados de su mismo sexo! Pues no, nada de eso.

¿Es que se estaban volviendo despiadadas, como los hombres? ¿No encontraban otro modelo mejor que seguir que el de los machos sañudos y promiscuos de su especie? ¿Qué hacía él mal para que todas concluyesen rompiéndole el corazón? La última había sido una ayudante de producción que trabajaba en la tele con él. Era alta y pelirroja, y llevaba el pelo enredado con rastas artificiales que, cuando estaban juntos, se le metían por la nariz y por la boca y le hacían estornudar. Ella lo dejó plantado un día, sin la menor explicación. Le partió en pedacitos su pobre corazón enamorado y fue regando las migas por los platós con el mismo entusiasmo que un Pulgarcito catódico. Y ahora Jacinta, Jacinta… Nacho había pensado que… Creía…

A veces le daba por rumiar si no sería una buena idea echarse una novia oriental. Tenía entendido (un compañero suyo, casado con una taiwanesa, se lo había asegurado así) que eran mucho más complacientes que las occidentales. «La decadencia de Occidente, Nacho -le había asegurado su colega- es culpa de las mujeres occidentales, que han acabado con los pilares de nuestra sociedad, con la familia y con el cabeza de familia. Ellas han descabezado la institución familiar con sus ideas sobre la liberación de la mujer; se han hecho esclavas de sí mismas y de su propia necedad al intentar imitar a los machos; después de eso, todo se ha venido abajo.»

Jacinta lo miró a los ojos y él pensó que no podría sostenerle la mirada.

– Lamento que -tartamudeó la mujer-, que hayas pensado que… Lo que pasó anoche… Bueno, en fin. Por mí es como si nunca hubiese ocurrido. Espero que no lo hayas malinterpretado.

– ¿Malinterpretado? -Nacho se preguntaba qué había sido de la dulzura y la gracia de la Jacinta de los días anteriores, de la noche pasada-. ¿Crees que lo que pasó entre nosotros se presta a múltiples interpretaciones? Eres una exégeta de primera, si piensas así.

– Mira, Nacho, ya tengo bastantes líos en mi vida, me viene… -En ese momento Alina salió al pasillo y los miró fugazmente, pero siguió andando con pasos medrosos en dirección a la cocina. Jacinta bajó aún más la voz-. No me viene bien un lío más en mi vida.

– ¿Un lío más? ¿De qué estás hablando? ¿Quieres decir que yo soy para ti un lío más? ¿Es eso lo que estás diciendo? Me hubiera gustado saberlo anoche, antes de…

– Lo siento, Nacho.

El meteorólogo asintió con lentitud. De repente, los ojos de la mujer, que la noche anterior lo habían cautivado con su luz, ahora se le antojaban dos pasadizos entenebrecidos. La decepción lo había dejado sin palabras, ni siquiera con fuerzas suficientes para sentirse enfadado.

– Está bien -logró decir-. Yo también lo siento.

Notaba flojas las piernas, y el estómago ardiendo.

Se dio media vuelta y entró de nuevo en el comedor. Creyó oír a Jacinta llamarlo: «Espera, Nacho, yo…», o algo similar, pero decidió seguir avanzando y no volver la vista atrás.

No pudo probar bocado, aunque se sirvió un zumo y le fue dando tranquilos sorbitos desganados mientras los demás desayunaban. No volvió a posar la vista en Jacinta.

Fernando se mostró gruñón e impertinente, aunque Nacho dedujo que se había dado cuenta de que algo no marchaba bien entre Jacinta y él y que, quizás para distraerlo, parloteaba sin cesar de cualquier tema.

Le confesó entre dientes que empezaba a estar más que harto y quería largarse cuanto antes a su casa. Estaba allí por dinero, y por deferencia hacia doña Agustina, que a lo largo del tiempo se había portado con él de maravilla. No olvidaba la vez que lo becó, hacía mil años, para escribir un libro de poemas, cuando él estaba pasando más hambre que el perro a dieta de un ricachón. Ella se enteró de su situación y lo salvó de la anemia y el fracaso. Justo a tiempo. Y de tener que abandonar Nueva York, algo que no le apetecía «ni un carajo».

Las caras del resto de los presentes también denotaban fatiga y falta de horizonte. Torres Sagarra lucía taciturna una blusa de volantes negros que a cualquier otra le hubiese servido de falda. Su gesto era mohíno. Hasta la elegante cabeza de estatua de Pascual Coloma presentaba una pátina sofocada, como si le hubiesen cagado encima una bandada de palomas.

Pero Jacinta… -Nacho se fijó con todo detalle cuando hablaba con ella-, Jacinta estaba resplandeciente, la muy zorra.

Echó de menos la presencia vibrante de Rocío, sus vestidos de joven e insolente viuda siciliana, y la hosquedad traviesa de su mirada.

– ¿No ha vuelto Rocío del hospital? -le preguntó a Fernando con un hilo de voz.

Antes de que el hombre tuviera tiempo de contestar, doña Agustina, que lo había oído, se le adelantó.

– Hace unos minutos acabo de hablar por teléfono con el hospital -respondió. Había recuperado en gran parte sus modales resolutivos y la seguridad de sus manos, que ya no temblaban-. La traerán sobre las doce del mediodía. Creo que la acompañará la policía. He hablado también con el inspector Gámez Osorio, y… En fin, cuando vengan ya veremos qué cuentan.

– Pero ¿la chica está mejor, más serena? -quiso saber Mauricio Blanc.

– Oh, sí, sí… Se ha calmado, ha pasado la noche durmiendo de un tirón, según me ha dicho la enfermera jefe de la planta donde está ingresada.

– Si Dios quiere, esto no afectará a su salud. Es joven y podrá… -asintió Mauricio.

Fernando se sacudió en su silla con fastidio.

– ¿Dios? ¡Ya estamos! -exclamó irritado.

Mauricio enarcó las cejas; todos los presentes miraron a Fernando con atención.

Cecilia Fábregas se limpió los labios con la servilleta y dejó los cubiertos al lado de su plato, como disponiéndose a disfrutar de la ceremonia de una rabieta más de Fernando.

– Déjame que te diga una cosa, Mauricio… ¡Dios no existe! -rezongó Fernando.

Alina, que le estaba sirviendo una fuente con trozos de naranja en rodajas, la dejó sobre la mesa, junto a una taza de café, y se santiguó dos veces.

– ¡Dios no existe! -insistió Fernando, ceñudo-. Dios es como el Ratoncito Pérez: no existe pero sirve para que los niños crezcan pensando que el mundo es lo contrario de lo que es.

– Si tú lo dices… -le concedió Mauricio, flemático.

Jacinta gruñó que tal vez no deberían hablar de Dios, sino de la Diosa. Y Fernando, que había tirado la servilleta al suelo mientras despotricaba con vehemencia, se agachó a recogerla y aprovechó para asegurarle a Nacho por lo bajo: «Dios mío, cómo detesto ese discurso vaginal…»

Nacho no respondió.

– Este encuentro está siendo tan largo e inquietante como el estriptís de una momia… -se lamentó Miño Castelo.

A su lado, Pedro Charrón y Rilke Sánchez asintieron con frenesí mientras masticaban algo.

– Bueno… -suspiró Cristina Oller-, yo no sé si hay otra vida, querido Fernando. Nadie lo sabe. Pero, en cualquier caso, espero que Fabio… Espero que ahora que Fabio ha muerto… Bien, lo que quiero decir es que confío en que le haya mejorado el carácter.

El inspector Gámez Osorio era un tipo corpulento y no muy alto, que no debía de estar aún en la cuarentena. Tenía el pelo cortado al cero y, visto en según qué ambientes, habría pasado mucho antes por un delincuente de poca monta recién salido del maco que por un madero. No sonreía a menudo, por lo que se podía ver, y a pesar de su aspecto rudo y sus modales desabridos, sus ojos del color de la albahaca embarrada, de un verde cenagoso, refulgían de inteligencia y sutileza. Nacho pensó que no le gustaría tener que vérselas con él mano a mano, a pesar de que lo sobrepasaba en estatura. Se preguntó qué diría aquel hombre si supiera que doña Agustina les había escamoteado una prueba, el ordenador portátil de la víctima, y que él mismo era cómplice de la ocultación, pues ahora mismo el aparato dormía plácidamente en estado de reposo electrónico en el fondo de una baqueteada maleta de mano, en su habitación.

Lo acompañaba un hombre a sus órdenes, con aspecto de magrebí, pero cuyo acento no dejaba la menor duda de su origen local, llamado Juan de Dios López Aguirre, para más pruebas. Claro que a lo mejor era adoptado.

Formaban una pareja de esas de las que uno saldría huyendo en caso de encontrárselos en un callejón oscuro, y a la que nunca se le ocurriría solicitar auxilio. «Dos tipos duros, madre mía», pensó Nacho, y se mordió los labios.

Habían venido acompañando a Rocío, que presentaba un aspecto como ido, encogida bajo una chaqueta con estampados grises de camuflaje que a todas luces alguien le había prestado y que le quedaba demasiado grande. La chica temblaba igual que un conejo acorralado por una alimaña. No había dejado de repetir que se sentía bien, que todo estaba bien, pero nadie se lo había creído. Ni siquiera los policías, uno de los cuales le prestaba su brazo como apoyo, y de vez en cuando le lanzaban miradas furtivas.

El inspector Gámez Osorio les arrojó una mirada penetrante que a Nacho le produjo un escalofrío en la espalda. Estaban reunidos en el salón, todos con aire grave y formal. Apenas se oía en ocasiones una tos o el crujir de una silla.

– Pueden irse -les dijo el policía-. Todos ustedes. Si los necesitamos, ya sabemos dónde localizarlos. Este caso está resuelto. Quizás alguno de ustedes tenga que declarar si se celebra un juicio, aunque es posible que el juez sobresea la causa.

Un murmullo de sorpresa recorrió la estancia. Fernando se pegó a Nacho.

– Pero yo tengo que volver a mi casa, a Nueva York -le dijo-, ¿también me podrán encontrar allí fácilmente?

– No te preocupes -lo calmó Nacho, y le pidió que guardara silencio.

Acababa de sentir un inequívoco estremecimiento de decepción que hizo que se le cayera al suelo un bolígrafo Bic que había estado mordiendo durante las últimas dos horas. ¡El Club Baskerville había perdido la oportunidad de resolver un caso de lo más jugoso! La policía se les había adelantado. Casi podía ver la cara de chasco de la tía Pau y de Rodrigo cuando les diera la noticia.

– Pero… no comprendo -doña Agustina habló con su pulido acento de gran dama-. ¿Dice usted que han resuelto el caso? No sabíamos nada. Pensé que tardarían ustedes mucho más tiempo en obtener algún resultado.

El policía se volvió lentamente hacia donde se encontraba sentada la dueña del cigarral.

– Normalmente, señora, estas cosas van más lentas, en efecto. Hay que hacer pruebas biológicas que tardan semanas, la autopsia, estudios forenses, las comprobaciones de ADN de los restos en el escenario del crimen, de alrededor de la herida incisa y del arma… Pero alguien allá arriba… -el inspector señaló al techo como dando a entender que el propio Dios (¿el Dios de Mauricio?) o algún otro capitoste se encontraba embozado en el cielo raso- ha decidido que este caso corría mucha, muchísima prisa.

Su actitud de disgusto traslucía que no aprobaba el diferente trato dado a las víctimas importantes y al resto de los pobres desgraciados.

– Pero ¿quién lo hizo? ¿Quién, ah, terminó con la vida de, este, del señor Fabio? -preguntó Rilke Sánchez.

– Sí, ¿quién mató a Arjona? ¿Quién fue? -inquirió Pedro Charrón, sin duda urgido por el avasallador deseo de conocer el nombre de la persona que había terminado un trabajo que a él ni siquiera le dejaron empezar en su día.

El inspector se atusó la barbilla, punteada de una barba incipiente, y reflexionó antes de responder.

– El caso está todavía bajo secreto de sumario, y aunque los detalles no saldrán a la luz, no tardará en hacerse público el desenlace de la investigación -dijo-. Las marcas biológicas no dejan lugar a dudas. Tuvimos que mandar el material a un laboratorio de Zurich para tener los resultados en un tiempo récord. Algo que no solemos hacer… jamás, pero como les decía, nos han forzado para que nos diésemos prisa… Lo cierto es que la gente del laboratorio suizo encontró restos del ADN del señor Richard Vico Montalbán en el cuerpo de don Fabio Arjona y en el arma que sirvió para acabar con su vida.

Rocío, que llevaba unos minutos llorando sordamente, ahogó un grito llevándose una mano a la garganta, si bien todo en ella sugería que ya le habían dado la noticia, quizás en el camino de vuelta al cigarral.

– Vico se hizo un corte en el antebrazo izquierdo. Uno de los forenses cree que hubo un forcejeo, que aunque no duró mucho sirvió para que el homicida se rasguñase a sí mismo. Trató de limpiar el arma, pero no fue muy concienzudo, porque incluso la dejó incrustada en el cuerpo; probablemente tenía prisa por abandonar el escenario del crimen. Lo suyo fue una auténtica chapuza, si no se ofenden por la expresión. -Respiró hondo y continuó hablando-. Para examinar las muestras se utilizó lo que los expertos llaman «técnica de bajo número de copias», capaz de detectar indicios de fluidos corporales, sangre o saliva, por pequeños que sean. Aunque, en realidad, no hacía mucha falta, porque el cuerpo del difunto Arjona estaba literalmente plagado de huellas biológicas y restos del ADN de Vico. Arjona había bebido, mucho, según consta en los análisis forenses. Y Vico llevaba al menos un año consumiendo con regularidad heroína y sulfato de anfetamina en polvo, según los primeros resultados de la autopsia.

Nacho, que oía al inspector entre líneas, se hacía una clara idea de lo que estaba insinuando bajo aquella apariencia grave y pericial: un borracho y un yonqui se encuentran en la hora bruja, ¿qué se puede esperar?

– Pero no lo entiendo… -Cristina Oller levantó la mano para pedir permiso para hablar-. De todos los que estamos aquí, si exceptuamos a Nacho y al servicio doméstico, quizás Richard Vico fuese el único que no tenía cuentas pendientes con Fabio. Richard vivió siempre en otra esfera, era un músico, una figura mítica del pop, su vida había transcurrido lejos de los tentáculos de mi ex. Del señor Arjona, quiero decir. No veo por qué razón iba a pelearse con Fabio hasta el punto de llegar a apuñalarlo. No sé cuál pudo ser el motivo.

– Nosotros tampoco lo sabemos, señora. Es verdad que hay zonas dudosas en ese punto, pero es evidente que Richard Vico asesinó a Fabio Arjona. Los homicidios no siempre ocultan un motivo -dijo como de mala gana-. A veces la gente se enzarza en una discusión que sube de tono y… si hay un arma por medio y los… ánimos están caldeados… -cuando hablaba de ánimos, el inspector probablemente pensaba en el caballo y el whisky, corriendo enloquecidos por las venas de los dos hombres ahora muertos-. Mucha gente pasa su vida deseando acabar con la de otra persona, y no por eso da el paso y comete un asesinato. Las fantasías son libres, incluso cuando son tan terribles. Mientras que otros, que jamás habrían soñado con matar a nadie, caen en una mala hora presas de un arrebato y se llevan por delante a quien sea.

– ¿Y Richard, entonces…, se suicidó? -preguntó tímidamente Jacinta. Nacho miró para otro lado y royó un poco más el capuchón del bolígrafo.

– No tenemos ningún motivo para sospechar que no fuese así. Dejó una nota de despedida, creemos que dirigida a la señorita Rocío Conrado, aquí presente, con la que mantenía una relación… -echó un vistazo a Rocío, que asintió de mala gana, dándole su aprobación para que continuara hablando-, algún tipo de relación sentimental, platónica o no.

Rocío arrugó los labios, asqueada.

– Era su letra. Y se metió un pico que hubiese servido para llevar al otro barrio a una docena de hombres más recios que él. Según sus informes, los forenses están convencidos de que él mismo se perforó la vena, que nadie lo hizo por él. Llevaba buena parte de su vida pinchándose. Era un yonqui experimentado. Sabía calcular las dosis. Pero padecía sida en un estadio bastante avanzado y, si bien con la medicación actual la enfermedad le habría permitido vivir veinte años más, una dolencia así no es fácil de sobrellevar según qué día. Y acababa de cometer un homicidio, posiblemente no lo soportó. Aunque parezca mentira, hay hombres que tienen conciencia. También pudo sentirse acorralado, debió darse cuenta de que no había hecho las cosas bien, de que lo había dejado todo regado de evidencias. No era ningún idiota, ningún ignorante. Sabía lo que había hecho y cómo lo había hecho.

– Dios mío -murmuró doña Agustina, como si rezara-. Dios mío…

– Aun así -el inspector dudó un instante antes de proseguir-, aun así…, hay cosas que no cuadran, es verdad. Es muy cierto que del encuentro entre dos hombres con sus facultades mentales… trastornadas por alguna sustancia tóxica… Bueno, he visto muchos episodios de ese tipo, y soy capaz de creer cualquier cosa, pero… Si no nos hubiesen metido tanta prisa para cerrar este caso, quizás… Pero los de arriba quieren que todo cuadre, y rápido. Cuando uno corre mucho no es capaz de disfrutar del paisaje, y además se le escapan los detalles. Quizás habríamos averiguado qué pasó realmente entre ellos de haber tenido algo más de tiempo. La señorita Rocío Conrado, aquí presente, ha declarado que el señor Vico no le contó nada, y tampoco se confesó con nadie más, según los testimonios del resto de ustedes. No dejó ninguna nota aclaratoria, ni nada que explicara por qué lo hizo, no habló con nadie por teléfono, en el exterior de esta casa, a quien le refiriese lo sucedido. Hemos interrogado una por una a todas las personas con las que habló por teléfono en esos dos días. No fueron muchas. En resumen: no tenemos nada a lo que agarrarnos. Nada -enseñó las palmas de las manos, abiertas hacia arriba-. Continuamos sin saber muchos porqués que arrojarían luz sobre todo este asunto, y por lo que a mí respecta, el caso sigue abierto, aunque la investigación oficial haya concluido.

Se dirigió hacia su compañero y le hizo un ademán. Cuando ambos se disponían a abandonar la habitación, lo pensó mejor.

– Hay otra cosa -dijo.

Los presentes lo miraron, alertas.

– No hemos encontrado un ordenador portátil que -doña Agustina cerró los ojos con fuerza mientras Gámez Osorio hablaba-, según consta en una factura de su departamento en la universidad, compró hace pocos meses Fabio Arjona para su uso personal, con dinero del departamento en cuestión. Un compañero de la víctima en la facultad ha atestiguado que eso no es nada raro, porque en los últimos dos años el difunto catedrático presentó dos denuncias falsas en la comisaría más cercana a su domicilio por el inexistente robo de otros tantos ordenadores que, aseguró, le habían sustraído en el aeropuerto y en la estación de Atocha, respectivamente.

– Todo el mundo en la universidad sabía que Arjona no gastaba ni un chavo de su bolsillo en comprar ordenadores o gadgets electrónicos de cualquier tipo -asintió Torres Sagarra-. No si podía evitarlo y pagar las facturas con el dinero de la universidad.

– Según dijo el compañero de Arjona, la víctima denunciaba un robo falso, regalaba el ordenador supuestamente robado a algún estudiante, por lo general de sexo femenino, a cambio de algún trabajo académico que pudiera firmar con su nombre, y luego le reclamaba a la facultad la compra de otro aparato, de último modelo. Hemos comprobado las denuncias, y fueron presentadas, efectivamente.

– Sí, Fabio siempre fue muy cuidadoso con su economía doméstica -asintió Cristina Oller-. Y estaba a la última en informática.

– Bueno -concluyó el policía-. En su casa de Las Rozas tenía al menos dos portátiles más, un ordenador de sobremesa y varias unidades zip y de disco duro, todos actualizados el mismo día y a la misma hora en que salió de su casa para llegar hasta aquí. Pero me preocupa la desaparición de ese chisme, me gustaría saber qué ha sido de él. Quizás volvió a regalarlo a cambio de algún favor, o quizás no. Aquí no lo encontramos, y si hemos de creerlos, nadie de ustedes lo vio usarlo o comprobó que llegase con uno al cigarral. Pero si…, si de ahora en adelante recuerdan algo más al respecto, les agradeceré que me llamen. A veces, pasados unos días, uno rememora detalles, y…

Los dos policías se despidieron cortésmente y se encaminaron a la salida.

Se hizo un silencio incómodo que duró justo hasta que doña Agustina soltó un suspiro que sonó como un tiro en la quietud de la habitación.

Rocío ni siquiera abrió la boca.