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Mediaba julio, y Nacho Arán ya había decidido dónde pasaría sus vacaciones. Al final resolvió que no compraría un coche nuevo. El suyo todavía tiraba bien, lo llevaba a diario al trabajo, y prefería emplear un sustancioso pellizco del dinero que le habían pagado por la conferencia y la estancia en el Cigarral de la Cava, o todo, si era necesario, en darse el lujo de viajar a lo grande por una vez, y no en plan mochilero como era su costumbre (impuesta por su extenuada economía de asalariado).
Tenía pensado ir a Nueva York. Finalmente había aceptado la invitación de Fernando Sierra y lo visitaría en su casa. Después, ambos habían planeado cruzar Estados Unidos hasta la costa Oeste en un coche alquilado. Fernando iba a enseñarle un poco del país. Lo recorrerían desde la Gran Manzana al parque de Yellowstone, en Wyoming. Quería explorar también otros importantes parques de los States, como decía Fernando: Yosemite, Gran Canyon, Bryce Canyon… Bordear el río Colorado y atravesar California, entrando en Las Vegas por el Valle de la Muerte pisando el acelerador, y luego seguir hasta San Francisco y Monterrey. Serían unas vacaciones inolvidables. Ése era uno de sus viajes soñados, y estaba convencido de que Fernando se portaría bien y procedería como un notable cicerone.
Fernando y él habían mantenido el contacto, y cada día afianzaban su amistad. En cambio, Nacho no podía decir lo mismo del resto de los participantes en el congreso de poetas auspiciado por doña Agustina Pons. No había vuelto a tener noticias de ninguno de ellos, a pesar de que les había escrito un mail a todos. Sí, era cierto que Cristina y Cecilia le habían respondido unas líneas, pero tan indolentes que él no insistió y ahí acabó todo. Otros cuantos mensajes le llegaron de vuelta, rechazados por los servidores. Mauricio no tenía dirección electrónica, y Nacho siempre pensaba que tendría que escribirle una carta, pero lo iba dejando, y…
Aún no había olvidado su desastrado encuentro romántico con Jacinta, a la que alguna vez había visto en televisión. Si bien se propuso no hacerlo, y enterrar su nombre y su olor en su memoria, la nostalgia y el dolor por el abandono pudieron más que su voluntad, y un par de veces se encontró en el salón de su casa, a las tantas de la madrugada, con el programa que ella presentaba sintonizado en su televisor. Le seguía pareciendo cautivadora. Proterva y maléfica, pero seductora.
Una semana después de su vuelta del cigarral, Nacho se subió a su viejo Opel y tomó la Nacional I con dirección a Burgos, un viernes por la tarde. Cuando quiso darse cuenta, se había plantado en Zaragoza. Podría haber ido en tren, pero conducir le gustaba, le permitía sumirse en sus pensamientos sin que nadie lo molestase, ni revisores, ni pasajeros excitados con un móvil pegado a la oreja y los ojos a punto de saltar al suelo, como pelotitas de golf craqueladas de suciedad, desde sus órbitas.
La madre de Rodrigo le abrió la puerta. La mujer llevaba una media melena teñida de brillantes y juveniles tonos cobrizos, pero sus ojeras de osito panda la delataban. Era farmacéutica y tenía dos hijos adolescentes que la marchitaban cada día un poco más.
– Ah, el poeta -le dijo, dándole un beso. A Nacho le encantaba que lo llamaran poeta. Mucho más que meteorólogo-. Pasa. Está en su cuarto. A ver si consigues sacarlo un rato de ahí. Sólo sale para comer. Siempre está presumiendo de que «tiene una fiesta», pero en el último minuto se arrepiente y no va. Nunca va. Necesita que le dé un poco el aire. Y su cuarto es una cloaca. Ni la mujer de la limpieza quiere entrar ahí.
– Y, además, él tampoco lo permitiría.
La señora asintió de mala gana.
– Me voy a trabajar. Esta noche tengo guardia en la farmacia, la chica tiene que irse dentro de una hora, y mi marido estará ya trinando mientras contempla el reloj. Cuando tardo en llegar mira tantas veces la hora que desgasta las manecillas del aparato. ¿Nos vemos mañana?
– No lo sé. Sólo he venido a traerle una cosa a Rodrigo. Dormiré en un hostal donde he reservado una habitación y creo que volveré tranquilamente mañana por la mañana.
– Como quieras. Dame otro beso, entonces.
Se despidieron y Nacho se encaminó a la habitación de Rodrigo, que efectivamente estaba hecha una tasca de mala nota.
– Jo, tío, ¿a qué debo el honor?
– Toma esto, pequeño hobbit. Y a ver si consigues sacar algo, que nos hemos lucido con este caso -dijo Nacho tendiéndole el ordenador portátil de Fabio Arjona-. Joder, aquí huele que apesta, ¿nunca ventilas?
– Acabo de ventilar ahora mismo. Son prejuicios. Lo tuyo son prejuicios, como los de mi madre. ¡Olor, olor…! Bah. Creéis que oléis, pero no hay nada que oler, nada. Pero como estáis predispuestos…
– Sí, bueno. Vale.
Sin embargo, Rodrigo no logró sacar nada interesante de los archivos de aquel chisme, como lo había llamado el inspector Gámez Osorio. Hizo una concienzuda búsqueda por todas las carpetas, introduciendo palabras clave, que lo guiaron a la carencia más absoluta de pruebas o indicios de los manejos y chantajes de Fabio Arjona, pasados o presentes.
Estuvo un par de semanas trabajando en el asunto, con vanos resultados.
– Tío, tío -se quejó el chico por teléfono a Nacho-, este tipo tenía ordenador desde que inventaron la máquina de vapor en los tiempos de Herón de Alejandría. Era un adelantado, el menda, pero su ordenador está limpio como una patena. Listo para pasar cualquier revisión de la brigada de moral pública.
– ¿Escribió e-mails mientras estuvo en el cigarral de Toledo? -quiso saber el meteorólogo.
– Ninguno, tío. Se bajó unos cuantos. Eran spam y les dio boleto. Conseguí resucitarlos, pero se trata de la misma mierda del Viagra y la lotería que recibimos todos a diario. Su correspondencia electrónica había dado un serio bajón en el último año. Hasta entonces, ese pájaro escribía y recibía docenas de correos al día. Pero, en un momento dado, plaf, se acabó. Como si hubiesen perdido el interés. Él por los demás, y los demás por él.
– Pero utilizaría el ordenador para algo en esos días en Toledo, ¿no?
– Sí, claro, para leer la prensa electrónica y visitar algunas páginas del Instituto Cervantes Virtual. Nada que a mí me excite, personalmente hablando.
– Empiezo a creer que lo único que hemos hecho es chorizar un ordenador, como unos vulgares cacos.
– Sí, eso me temo. Hasta yo mismo tengo más que ocultar que este tío, que tiene un disco duro digno de la madre Teresa de Calcuta. -Rodrigo se quedó callado y luego preguntó-: ¿Puedo quedarme con el cacharro? Es una maravilla, tío. Puedo limpiarlo, y así tendría un bicho al día, que no me viene mal. De todas maneras, no creo que el propietario nos lo reclame. Y la poli ya se habrá olvidado.
– Pero…
– Haré una copia con toda la morralla de este tío y te la guardaré, por si acaso. Anda, dime que sí… Los estudiantes somos el proletariado del mundo. Si me quedo con el Mac, será como una ayuda para mi clase social desfavorecida.
Ahora, casi tres meses después, Nacho se encontraba leyendo el periódico en la cafetería de los estudios de televisión donde trabajaba. Era su hora del bocadillo. Habitualmente comía acompañado por la gente del programa, pero hoy estaba solo porque los demás habían decidido salir al pueblo y a él no le apetecía acompañarlos. Además, quería aprovechar el tiempo para revisar el maldito papeleo atrasado antes de que se echara encima agosto.
Soñaba con su próximo viaje, y con dejar atrás la rutina mientras mordisqueaba un sándwich de mortadela italiana, mayonesa y pepinillos, regado con una cerveza bien fría.
Solía aprovechar la hora del bocadillo para leer la prensa del día, que permanecía desparramada, desde primera hora de la mañana, sobre una mesa de la entrada al local, a disposición de los clientes. Les daba un repaso superficial, porque intentaba leer cinco periódicos en el tiempo que le hubiese ocupado la lectura de uno solo, pero bueno.
Ojeaba las páginas y trataba de engullir su refrigerio al mismo tiempo, con los dedos manchados de tinta. Estuvo a punto de saltarse una noticia cuando dos palabras lo hicieron retroceder como si se le hubiesen atragantado. Muerte y Arjona. Hacía tiempo que no se hablaba del caso del cigarral. Todo había quedado «atado y bien atado», como dijo resignadamente el inspector de policía encargado del caso. Los periódicos se cebaron con el tema durante un par de semanas más, en las que a pesar de que la investigación dejó claro lo ocurrido (las pruebas biológicas eran concluyentes y el laboratorio de Zurich se embolsó una buena cantidad de dinero del erario público por su diligencia), las patrañas y las habladurías no dejaron de sucederse, pero al cabo ocurrieron un par de sucesos graves que relegaron el asunto a un segundo plano, hasta que en el plazo de pocos días murió de inanición, pues está claro que las murmuraciones requieren ser alimentadas pródigamente para desarrollarse y crecer sanas y vigorosas. Y, sin embargo, al cabo de tres meses, allí estaba de nuevo. El asunto. La muerte, y Fabio Arjona.
Nacho dejó su comida encima de una servilleta de papel y leyó, esta vez sí, detenidamente.
En verdad, la noticia no se refería a Fabio, aunque lo mencionaba, sino que informaba de la muerte de un tal Alejandro Martínez Ursola, un alto cargo de la cultura y figura «relevante, de primera fila» de las últimas décadas de la historia del país, que a la edad de setenta y tres años acababa de fallecer también «en trágicas circunstancias». Llevaba algún tiempo padeciendo una grave enfermedad, según el periódico, estaba retirado de toda actividad pública y había sido íntimo amigo y protector de Fabio Arjona, que -escribía la redactora-, como todos los lectores recordarían, había perecido víctima de un homicidio, o tal vez asesinato, a manos del cantante y poeta Richard Vico, no hacía ni tres meses, pocos días antes de que se conmemorase el Día del Libro, el 23 de abril, fecha del nacimiento y la muerte de William Shakespeare y del entierro de Miguel de Cervantes. La noticia era escueta y, si bien venía acompañada de una foto del finado, no explicaba cuáles eran las «trágicas circunstancias» de su muerte, de la muerte de Martínez Ursola. Nacho se preguntó si el hombre también habría muerto asesinado.
Arrancó la página del periódico con disimulo, aprovechando que el barman estaba de espaldas, y se la metió en el bolsillo. Terminó su almuerzo, se limpió con una servilleta, que dejó tiznada del color del pelo de rata, se levantó y volvió al trabajo.
Una vez en su casa le enseñó el recorte de prensa a su tía y le preguntó si le sonaba la cara de Martínez Ursola. La tía Pau se colocó las gafas y examinó el papel con atención.
– Ni idea, querido. No había visto su cara en toda mi vida. Y además, la fotografía es bastante borrosa. Da la sensación de ser una de esas fotos que consiguen los periodistas de un personaje del que no tienen muchas imágenes disponibles. A éste no lo han fotografiado mucho, estoy convencida.
Nacho asintió. Pero no tardaría en saber lo desorientada que andaba su tía.
– ¿Entonces no te suena su cara?
La tía Pau negó categóricamente.
– Su cara no me suena de nada, pero sé quién es.
– ¡Podrías haber empezado por ahí!
– Tú me has preguntado si me sonaba su cara, y yo te he dicho la verdad. Que no. -La señora dio un respingo, muy ofendida.
– Vaaale. ¿Y quién es? El periódico es muy vago al respecto. Lo llaman señor importante, pero no dan detalles que permitan calibrar su importancia. He buscado en Internet, pero no encuentro nada sobre él, excepto la misma referencia a su muerte que viene impresa en el periódico, copiada en unos cuantos sitios más casi textualmente.
– Voy a la cocina a hacer un té. ¿Quieres?
– ¡Espera, tía! ¡Tía…!
Nacho corrió tras ella y le dio alcance en la cocina, cuya puerta era una antigüedad india que la mujer había comprado en una tienda de la calle Ribera de Curtidores de Madrid. Cada vez que la señora la franqueaba, la tocaba como si la acariciase.
– Martínez Ursola se arrastró desde las alcantarillas de la censura franquista hasta lograr encaramarse al poder en la Transición, primero con la UCD, luego con los socialistas, después en el breve período en que gobernó la derecha en el país, y hacía unos años que había desaparecido del mapa político -explicó la tía Pau mientras sorbía su vaporosa taza de té, una pieza de cerámica adornada con un monigote azul que estaba leyendo mientras sostenía una pancarta en la que podía leerse «Getxo, Liburutegui Zerbitzua».
– ¿Cómo lo sabes?
– Ay, hijo mío, porque soy muy vieja…
– Deja de hacerte la víctima, es un papel que te queda… pequeño.
– Sí, lo que tú digas, pero mira mi escote -se señaló el pecho, tapado hasta el cuello a pesar del calor que ya comenzaba a arreciar-. No puede decirse que sea el de una miss.
– Bueno, no te desvíes del tema.
– El tema… Ah, sí. La firma de Martínez Ursola, censor, era imprescindible en otras épocas para disponer de según qué títulos en las bibliotecas públicas, en las que yo he trabajado toda mi vida útil, laboralmente hablando. Y fue un censor meticuloso. Nada que ver con aquellos ingenuos que aprobaban obras literarias, o de cine y televisión, porque apenas se enteraban de lo que estaban contando los autores. Se las metían dobladas, como dirías tú. Pero Martínez Ursola no era de ésos. A él no se le escapaba ni una.
– Un tipo listo.
– Sí, y cumplidor. Lo que nunca logré explicarme es cómo alguien es capaz de adaptarse al paso de un régimen político a otro y seguir mandando. Porque ese señor fue parte sustancial del poder de este país desde mediados de los años cincuenta, que se dice pronto.
– Mucho tiempo, sí.
– Y de alguna manera se las había arreglado para que nadie lo conociera. La foto que me has enseñado hace un momento es la primera imagen suya que he visto en mi vida. Y llevo tantos años como Martínez Ursola en esto, sólo que yo los he empleado en leer periódicos.
– ¿Qué crees que tenía que ver este hombre con Fabio Arjona?
– No lo sé. La periodista dice que fue su protector. Eso puede significar cualquier cosa, pero conociendo el percal de ambos, seguramente fue una relación interesada.
Nacho decidió llamar a Rocío para preguntarle qué tal andaba, y de paso comprobar si sabía algo sobre Martínez Ursola. La relación, puesta por escrito en la prensa, del recientemente fallecido con Arjona no dejaba de ocupar sus pensamientos de una manera molesta y desasosegante. Tenía que hacer algo, preguntar, hablar… No sabía muy bien qué, pero sentía un pálpito extraño rondándole el pecho.
Se dio cuenta de que no sabía el número de teléfono de Rocío. No habían llegado a intimar lo suficiente, resolvió con pesar, aunque a él le hubiera gustado hacerlo.
Ella no le había dado ninguna tarjeta de presentación, como sí habían hecho la mayoría de los poetas del cigarral; sólo conocía su dirección electrónica, y no creía que ésa fuese una manera rápida de comunicarse con ella. Prefería el teléfono.
Llamaría a doña Agustina y le preguntaría por el número de la chica.
No era demasiado tarde, apenas las ocho de la noche, y ya estaban en verano, aun así, doña Agustina tardó en contestar. Cuando lo hizo su voz sonaba artificialmente alegre, como azuzada por una corriente eléctrica repentina.
– Ignacio Arán, el poeta meteorólogo. ¡Cuánto tiempo, querido joven! Me alegra mucho tener noticias tuyas, ¿te encuentras bien? -preguntó la dama con un ligero deje de inquietud.
Nacho la imaginó rodeada de su fiel secretario, a quien él nunca conoció, y su gato ronroneante y escurridizo, de mirada acusadora.
– Buenas noches, doña Agustina, ¿qué tal se encuentra? ¿Va todo bien por la fundación? -replicó él.
– Bueno, ya sabes, nos costará superar todo esto. Qué mala publicidad, querido, qué mala publicidad… Cuando pude hablar con el ministro, y me costó Dios y ayuda que se pusiera al teléfono para atender mis llamadas, ambos convinimos en que debemos idear alguna otra cosa que borre el mal sabor de boca de este encuentro, que, por otra parte, podría haber sido maravilloso. Tenemos casi listo el libro con las conferencias que tan amablemente preparasteis sobre la figura literaria y humana de mi marido. Hemos conseguido que lo ilustre un artista plástico de primerísima fila, y vamos a incluir fotos de Alberto, desde su infancia hasta los últimos días de su vida, rodeado en la mayoría de las instantáneas de gente ilustre. Está quedando precioso. En cuanto salga de la imprenta os enviaré a casa vuestros ejemplares. Te va a encantar.
– Gracias, doña Agustina, lo estoy esperando con impaciencia -aseguró Nacho. Luego carraspeó y se lanzó-: Mire, estoy tratando de ponerme en contacto con Rocío Conrado. No he vuelto a saber nada de ella y me gustaría estar al tanto de cómo está y todo eso. Me siento fatal porque tendría que haberla llamado antes, pero es que he estado liadísimo con el trabajo y…
– Oh, Rocío, sí. Pobrecilla. Yo la he llamado varias veces. Está mucho mejor, mucho mejor -repitió la mujer con una voz algo menos calurosa.
– Me preguntaba si usted me podría dar su número de teléfono…
– Faltaría más, claro que puedo dártelo. -Se oyeron unos movimientos agitados y un cuchicheo: «Teodorico, búscame el número de la niña Conrado, gracias, querido, muchas gracias»… -. Toma nota, Ignacio, aquí lo tengo.
Le dictó los números con una lentitud exasperante y Nacho los copió en su libreta de notas.
– Es usted muy amable, como siempre, doña Agustina -dijo-. Bueno…
– Oye, Nacho…
– Dígame.
– Aquello de, ya sabes, de lo que hablamos, aquello… ¿Sacasteis algo en claro? Ya sabes… Tú y tu amigo.
– Ah, ya. Se refiere a aquello. Pues no. No había nada de interés allí, ya sabe -imitó a la mujer, y se sintió un poco infantil-. Fue una gran decepción. Por eso no la he llamado para discutir sobre el tema. Y, además, pensé que no sería prudente hablar de esto… ya sabe.
– Sí. Me hago cargo. Bueno, he de decir que casi lo prefiero así. Mucho mejor para todos. A ver si podemos darle carpetazo a esta historia de una vez por todas. -Suspiró con afectación-. Bueno, pues me alegro de haber charlado un ratito contigo. Llámame cuando quieras, Nacho.
– Lo mismo digo, doña Agustina.
– Y dale recuerdos de mi parte a Rocío. -Lo pensó un poco y se le ocurrió algo-. ¿Te enteraste de que, al final, fue ella la que heredó a Fabio Arjona?
– ¿Qué me dice?
– Ah, ¿no lo sabías?
– No tenía ni la más remota idea, ya le digo que no hemos estado en contacto.
– ¿Recuerdas que estuvimos hablando sobre eso precisamente, sobre la herencia de Fabio Arjona? -preguntó la señora-. Tú decías que quizás tendría parientes, aunque fuesen lejanos.
– Sí, lo recuerdo.
– Pues al parecer no los tenía y, como estuvimos comentando, hacía tiempo que no andaba en pareja. Al parecer, hizo testamento hace algo más de un año, y nombró a Rocío heredera universal de sus bienes, que tampoco es que fueran muchos. -Caviló un instante, como si estuviera contando con los dedos-. Bueno, sí, tenía una casa que debe de valer algún dinero, y una buena biblioteca, pero no mucho más. Con todo, algo es algo.
Nacho llamó a Rocío, pero nadie contestó a su llamada. Insistió un par de veces más, con la misma falta de provecho. Dejó pasar una hora y lo intentó de nuevo. Sin respuesta. Concluyó que quizás ya era demasiado tarde y se dijo que la llamaría al día siguiente.
Así lo hizo, pero Rocío no atendió a ninguna de sus llamadas hasta que, a la hora del bocadillo, la llamó desde el teléfono público del bar donde solía almorzar. Casualidad o no, la chica se puso esta vez al teléfono.
– ¿Diga?
– Rocío, soy Nacho Aran, ¿cómo estás?
– Oh, Nacho.
– Llevaba semanas queriendo llamarte, pero me ha costado dar con tu número.
– ¿De dónde lo has sacado? -su voz sonaba vacía y acre-. Podrías haberme escrito un correo electrónico.
– Me apetecía oírte, espero que no te moleste.
La chica se relajó y bajó la guardia lo imprescindible para no parecer maleducada.
– No te preocupes, no me importunas. Dime.
Nacho notaba la resistencia de Rocío, y decidió no perder tiempo y jugarse el todo por el todo. Temía perder su atención, y tampoco estaba muy seguro de lo que pretendía conseguir de ella.
– Verás, quería hablar contigo porque ayer leí en el periódico una noticia que me inquietó.
– ¿Qué noticia? -ahora su voz crujía como pedernal cayendo por un acantilado.
– La muerte de Alejandro Martínez Ursola. No sé si tú sabes quién es, Rocío.
Se hizo un mutismo sobrenatural en la línea. Transcurridos unos instantes, Nacho insistió:
– Rocío, ¿estás ahí?
Como si hiciera un esfuerzo heroico, la mujer respondió al fin:
– Ahora no puedo hablar, si quieres podemos vernos algún día.
Se pusieron de acuerdo para verse al cabo de tres días, en el centro de Madrid. Rocío aseguró que no faltaría a la cita, y Nacho colgó el auricular del teléfono mientras sentía que la cabeza le daba vueltas.
Con la ayuda de los fieles internautas habituales del Club Baskerville, Nacho consiguió averiguar que Martínez Ursola se había suicidado. Sufría un cáncer de páncreas desde hacía algo más de un año, y aunque los médicos no le habían dado mucha esperanza de vida, él decidió no esperar y se inyectó una sobredosis de morfina. En la prensa no había vuelto a aparecer ninguna noticia más sobre el tema (él estuvo muy atento, pero no encontró nada), y la familia lo había enterrado discretamente.
Mientras se encaminaba a su encuentro con Rocío, no comprendía demasiado bien de qué manera encajaba la muerte de aquel hombre con la de Fabio Arjona, o incluso con la actitud de la joven escritora, que se le antojaba turbadora y confusa. Pero le daba en la nariz que Rocío ocultaba algo, y que fuera lo que fuese lo que estaba escondiendo, no le hacía bien.
Dejó el coche en el parking de los Mostenses, detrás de la Gran Vía madrileña, y salió al sol de julio, que lo azotó como una vaharada recién importada del infierno. La plaza estaba sucia, llena de restos orgánicos del mercado (fruta podrida, cartones, porquería informe en sereno proceso de putrefacción), cerrado a esas horas de la tarde, y de los detritos de los viandantes, convencidos de que las aceras eran un gran basurero al aire libre con funciones adjuntas de urinario público. Olía mal, y arrugó la nariz mientras se encaminaba a la Gran Vía y subía hasta Callao, tratando de superar el disgusto que le producía andar por el centro de una ciudad hermosa como Madrid que parecía deteriorarse a marchas forzadas, carente por completo de unas cuantas normas básicas de orden público.
Llegó al bar donde había quedado con Rocío, en la calle Preciados esquina con Sol, un semisótano que a esa hora estaba relativamente tranquilo, fresco y oscuro, y pidió un Martini seco y unos cacahuetes. Nunca sabía qué pedir a esas horas.
La joven se presentó diez minutos después que él. Vestía de negro, según su costumbre, y llevaba unas enormes gafas que le tapaban media cara. Iba escuchando música en un iPod, y al ver a Nacho se quitó los auriculares como si estuviera arrancándose de la cabeza dos mechones de pelo cano.
– ¿Qué tal? -dijo. Se sentó a la mesa que Nacho ocupaba, sin hacer ademán de ir a saludarlo.
Nacho le sonrió con dulzura, o al menos lo intentó; no supo si Rocío apreció el gesto.
– Bien, gracias. ¿Y tú cómo estás?
La chica se encogió de hombros y no dijo nada.
– Te veo muy guapa, como siempre.
– Querías verme…
– Sí, sí. -Nacho sintió un nudo en la garganta. Estaba tan nervioso como si fuese a hacerle una declaración de amor. Y no era el caso.
– Pues ya me has visto -Rocío hizo ademán de ir a levantarse, pero Nacho la detuvo sujetándola suavemente por un brazo.
Ella volvió a sentarse, dócilmente. No se había quitado las gafas, pero el meteorólogo presentía que tras aquellos cristales negros, que rechazaban la luz, los ojos de la joven chispeaban, quizás anegados en un llanto tan tenue como una ligera llovizna del lagrimal.
– Tienes que decírmelo -Nacho habló en un tono tan bajo que apenas se oyó a sí mismo-. Te hará sentirte mejor. En mí puedes confiar, Rocío. -Puso sus cartas de farol sobre la mesa y le buscó los ojos, pero nadie podía traspasar aquella oscuridad tras la que ella había parapetado su mirada.