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Antes de despedirse, Rocío le entregó a Nacho un sobre. El meteorólogo se quedó mirándolo como temiendo quemarse si lo tocaba.
– No, no es lo que piensas -le aseguró Rocío-. No son las dichosas fotos. Ésas están guardadas a buen recaudo, aunque ahora que ha muerto uno de sus figurantes…, creo que me desharé de ellas el día menos pensado. Verlas no puede hacerle bien a nadie.
Nacho cogió el sobre que ella le entregaba.
– ¿Qué es?
– Cuando me entregaron las llaves y las escrituras de la casa de Fabio, fui a verla.
Nacho la animó a seguir con un gesto.
– Me armé de valor, y un buen día me planté allí por la mañana, con todo el tiempo del mundo por delante. La registré centímetro a centímetro, lo que, por otra parte, ya había hecho la policía. Pensé que quizás podría encontrar algún recuerdo de mi madre, o de mi hermana, entre las cosas de Fabio.
– ¿Y tuviste suerte?
– Pues no. Fabio tenía una vida sucia, pero quizás era muy consciente de ello y por eso se había preocupado de ir desinfectando su casa. No había nada interesante. Su pongo que las fotos eran su mejor secreto, y se las había entregado a Richard. -Rocío se puso en pie y apuró su café-. Pero encontré esto.
Nacho volvió a prestar atención al sobre que acababa de recibir. Amarillo y acolchado, nuevo.
– ¿Qué es? -quiso saber.
– Una carta. Puedes verla, el sobre…, los dos sobres están abiertos. Dásela a doña Agustina de mi parte, con mis respetuosos saludos. Parece que hablas con ella de vez en cuando.
Nacho también se levantó y le tendió la mano, pero ella se acercó y le dio un beso.
– Nos vemos, ¿vale?
– De acuerdo.
Cuando salió del café, abrió el sobre. Dentro, como le había dicho Rocío, había otro. Una carta con matasellos muy antiguo. Estaba dirigida al conde Ciano, el remitente era don Alberto Pons, poeta laureado, que la había escrito con una letra redondeada, clara e infantil. Estaba encabezada con un «carissimo amico».