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De vuelta una vez más en su dormitorio, Nacho entró en su buzón de correo electrónico. No tenía ningún mensaje de su tía, ni de Rodrigo, por fortuna, y en la bandeja de entrada sólo aparecía uno, con un misterioso asunto: «No "venir" más demasiado temprano?», de Dominique Kane. Rogó para sus adentros que Dominique fuera una mujer interesante, y no un hombre con algún problema sin interés (seguramente relacionado con su trabajo, o con el club), que el mensaje consistiera en la propuesta de una bella desconocida, una admiradora secreta de esas que leen versos en la cama, con la habitación medio a oscuras, mientras se acarician la mejilla con los dedos y dan rienda suelta a sus pensées sauvages debajo de un retrato a plumilla del joven Hölderlin antes de volverse loco, antes de que muriera su amada Susette Gontard, su Diotima, cuando aún pensaba en editar revistas para damas y en traducir a Píndaro.
Nacho se quedó mirando la parpadeante línea en mitad de la pantalla de su ordenador y disfrutó de la sensación de divagar un momento antes de lo que, sabía, probablemente sería darse de bruces contra la dura realidad.
Sí. Una desconocida. Una lectora de origen extranjero, aunque con un preciso manejo de la lengua española. Le escribía porque había leído todos sus libros de poemas y había llegado a sentir la fulgurante gracia de comulgar con el espíritu del poeta que se escondía detrás de aquellos versos. Después de haber degustado su espíritu, echaba en falta la carne mortal del autor, y se atrevía a presentarse sugiriendo una cita. Tal vez incluso fuera Rocío Conrado, enmascarada tras un seudónimo, tanteando la posibilidad de una aventura amorosa con él, sin saber que Nacho estaba más que dispuesto a consumar la andanza.
Hizo un esfuerzo por salir de su ensoñación y pinchó el mensaje hasta abrirlo. Lo leyó estupefacto.
De:
Asunto: No «venir» más demasiado temprano?
Fecha: 17 de abril de 2007 13.29.18 GMT + 02.00
Para: Ignacio.aran@telefonica.net
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Se sintió tan decepcionado que estuvo tentado de contestarlo airadamente, pero sabía demasiado bien que las direcciones de esos e-mails no son reales, y por tanto su mensaje vendría devuelto. Notó una importante sensación de ridículo. Estaba acostumbrado a recibir todo tipo de correo basura a diario, de spam, a pesar de los potentes filtros que usaba y, no obstante, en esta ocasión se había dejado llevar por una vana ilusión, sugestionado como estaba por el ambiente de la casa y la seductora presencia de Rocío. Se dijo que era un idiota sin remedio, o que tal vez llevaba demasiado tiempo sin enamorarse. O probablemente fueran las dos cosas a la vez.
Cerró de golpe la tapa del ordenador y se tumbó sobre la cama, mirando al cielo raso con cara de absoluto reproche hasta que estuvo a punto de quedarse dormido mientras recordaba que los ojos de Rocío eran azules como la Viagra.
Alguien llamó a su puerta con unos golpecitos suaves y Nacho, amodorrado, dio un respingo en la cama.
– Adelante. -De un salto, se puso en pie. Tenía esa costumbre, propiciada por su tía Pau desde su niñez, de no dejar que nadie lo viera en actitud indolente. Le daba la sensación de que lo pillaban en falta. Empezó a disimular, como si estuviera rebuscando algo en su maleta.
Fernando Sierra asomó entonces la cabeza con el sigilo de una joven amante, aferrándose a la puerta con dedos que parecían ensangrentados a la luz de la tarde.
– ¿Puedo pasar? -preguntó el hombre cuando ya estaba dentro.
– Sí, claro, adelante…
– ¿Te molesta si te hago compañía un rato?
– No, estaba aquí… -Nacho se rascó la cabeza, aturdido.
– He visto que te ha impresionado la mirada del cabezón.
El meteorólogo lo estudió con divertida curiosidad.
– Pascual Coloma está entretenido esperando la llegada de su propia posteridad, igual que otros esperan el advenimiento del nuevo Mesías. -Fernando observó las cortinas de la habitación, que dejaban pasar una luz dorada cortada en rodajas, tal que si alguien la hubiera separado en lonchas con un rotulador negro-. Nuestro futuro premio Nobel de Literatura, y comprenderás que eso es toda una profesión, emana el poderío de Catalina la Grande de Rusia, aquella señora imponente que convirtió a su marido, el gran duque Pedro, en impotente, lo cual no es de extrañar.
– Bueno, sí que parece un tipo con autoridad… -«Sobre todo si uno lo ve sentado», pensó Nacho.
– La tiene, no dudes de que la tiene. La autoridad, digo. ¿Sabes que él cobra, al menos, cuatro o cinco veces más que el resto de nosotros por estar aquí? Su caché no es cualquier cosa. Casi el de una estrella de rock. Menos mal que lo paga la fundación…
– No sabía que cobrara tanto.
– Su tiempo es oro, muchacho, y sus palabras también. Es un dios, o eso se comenta por su barrio, el Olimpo.
– No lo conocía personalmente. Es increíble que yo comparta mesa y mantel con Pascual Coloma.
Nacho había leído todos sus libros, y sentía una gran admiración intelectual por el autor de Sacrificio y Pérdida, obras que había estudiado, por obligación pero con gusto, en el instituto.
– Sí… -reconoció Fernando-. Es una gran cabeza… -Se rió con pequeños jadeos-. Yo no lo soporto.
– Claro, una cosa es la obra, y otra la vida; e imagino que no siempre la grandeza de una persona alcanza para las dos. -Nacho buscó refugio para sus manos hasta que, no sabiendo qué hacer con ellas, se las metió en los bolsillos.
Fernando se había repantigado en un sillón, cerca del ventanal.
– Me consuela su aspecto físico. Es un pelele, como habrás podido comprobar. Es curioso cómo con la gente que odiamos nos ocurre algo similar que con los extraterrestres.
– ¿Qué?
– Sí, ¿no te has fijado? Todo el mundo tiende a creer que los extraterrestres, si es que existen, son mucho más inteligentes que nosotros, pero también muchísimo más feos. Con la gente que detestamos, al menos en los casos como el de Pascual, nos reconforta lo mismo: que quizás sean más listos que nosotros, pero que desde luego son considerablemente más repelentes. -Hizo un gesto de coquetería con las manos y añadió-: Me tomaría un whisky, pero tú no tendrás, claro…
– No, lo siento.
– Dios mío, no sé por qué hablamos de Pascual Coloma… L’altissimo poeta. Mencionarme a mí ese asunto es como sacar el tema de la crucifixión en la última Cena…
– ¡Pero si lo has sacado tú!
– Ah, sí. Bueno, da igual. Es una inconveniencia, en todo caso. «Enhiesto surtidor de sombra y sueño, que acongojas el cielo con tu lanza.» Coloma es un ciprés de aquellos de Gerardo Diego, empeñado en alcanzar las estrellas. Con el inconveniente de su baja estatura, no lo olvidemos. Un tipo insufrible, y además, un pelmazo.
– ¿Querías hablar de algo, o sólo quejarte de Pascual Coloma? -Nacho se quedó admirando la boca de Fernando como si fuera un surtidor. Pensó que tenía unos bonitos labios a pesar de su edad.
Fernando sopesó sus palabras antes de hablar.
– Tengo entendido que eres un sabueso aficionado que ha resuelto varios casos…
– Bueno, con ayuda de mucha gente. No es mérito mío en exclusiva.
Nacho se dijo que en el siglo XXI el trabajo colectivo era bastante habitual.
– Pues supongo que también estarás interesado en resolver éste.
Nacho asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.
– Pues… -repitió incansable-, yo sólo trato de charlar contigo e intercambiar impresiones, por si te sirven de ayuda a la hora de esclarecer este…, hum, asunto.
– Muy bien. Se nota que estamos en un ambiente de gente privilegiada y notable, distinguida.
Fernando sonrió. Se daba un aire a un viejo actor de Hollywood que no acabara de perder su juvenil atractivo, ni mucho menos su bronceado, porque antes se dejaría arrancar la piel que consentirlo.
– ¡Gen-te dis-tin-gui-da! Se nota que eres nuevo en estos saraos. Espera unos años más y verás. Si es que logras aguantar, claro. O si no te echan antes a patadas. Ah, pero no todo está tan mal. Aprenderás mucho sobre sadomaso, por ejemplo.
– Mi interés por la poesía no tiene nada que ver con estos actos. Estoy aquí porque me han llamado. Si no hubiese sido así, ni siquiera se me habría ocurrido soñar que pudiera estar entre vosotros.
– Eres un alma cándida, meteorólogo. Pero ya no tienes edad para seguir siendo inocente por mucho tiempo… ¿Cuántos años tienes?
Nacho se aclaró la garganta. Le sonaba raro decirlo:
– Hum… Cuarenta.
– ¡Ah! -Fernando batió palmas como si acabara de ganar un premio-. ¡Sólo soy veintidós años mayor que tú! Ajá. Engañas un montón: te hacía mucho más joven. -Pues ya ves.
– ¿Qué estabas haciendo tú en mayo del 68?
– Poca cosa, tenía un año de edad. Creo que mi capacidad de maniobra era bastante limitada por la época.
Nacho empezó a impacientarse. Miró la hora de su reloj sin ningún disimulo, y al levantar la vista sorprendió en su colega un poso de tristeza que perseguía la comisura de su boca con la tenacidad de un perro rabioso.
Entonces, de manera imprevista, Fernando se confesó.
– ¿Quieres saber qué hacía yo por aquellas fechas? -dijo el hombre. Su voz tenía un tono deshelado y vil. Nacho casi pudo sentir cómo el aire salía raspando su garganta-. Tenía veintitrés años, y llevaba cuatro meses en Madrid. Primero me enamoré de Fabio Arjona. Sí, de nuestro Fabio. Y al poco terminé odiándolo y jurando que lo mataría a la menor ocasión. Nunca olvidé mi promesa.
Nacho no habló. Sintió un escalofrío y pudo ver un nudo de rabia apelmazándose en los iris de Fernando, igual que una bolita de mugre que va creciendo libre y saludable con las excrecencias del tiempo.
– No sé, Fernando. Lo que acabas de decir me parece brutal -se atrevió a sugerir por fin.
– Lo es. Lo es.
– Espero que no le hayas dicho lo mismo que a mí a la policía. Sería una bonita manera de señalarte como sospechoso.
– Querido, pero ¿no te das cuenta de que aquí casi todos somos sospechosos menos tú? Y tampoco pondría la mano en el fuego por ti.
Eso era lo mismo que le había dicho doña Agustina.
– Hombre, no sé. Todos, todos… -Nacho recordó a Rocío y su cara de ángel medio punki.
– Todos tuvimos oportunidad, y lo que es peor: todos tenemos motivos. Fabio Arjona era un miserable. Aparte de los que estamos en este cigarral, tampoco te costaría encontrar por ahí fuera unas cuantas docenas más de candidatos a ser su asesino. Fabio fue sembrando su vida de cadáveres, y no precisamente exquisitos. Supongo que por eso ha tenido este final, ¿verdad?
Nacho volvió a guardar silencio durante unos instantes. Era evidente que, por lo que había visto y oído y lo que podía intuir, pocos apreciaban al difunto, pero se dijo que sin duda debía de haber alguien en alguna parte que lo quisiera o lo estimara. Así se lo dijo a Fernando, que negó con la cabeza.
– Tendrá familia, digo yo. Hijos…
– No tiene hijos. Nunca los quiso. Se conformaba con las hijas de las mujeres con las que se acostaba. -Fernando se relamió y levantó una ceja antes de acariciársela con dos dedos vacilantes-. Mientras hablaba con la policía me di cuenta.
– ¿De qué?
– De lo que acabo de decirte, de que Fabio siempre estuvo liado con mujeres solteras o separadas que tenían hijas. Nunca hijos varones. Hice un repaso de su historia sentimental y todas las mujeres con las que vivió, aunque jamás se casó con ninguna, tenían una hija o dos que no eran de Fabio.
– Ah.
– Sí, es curioso, ¿a que sí?
– ¿A qué crees que se debía esa, hum, tendencia?
– No estoy seguro. Él era un pájaro de cuidado, pero se mantenía fiel a su última adquisición durante todo el primer año de relación. Ese espacio de tiempo era de una exaltación física y lírica asombrosa, que él vivía con apasionamiento, enardecido. Convertía a la elegida en su musa, le escribía poemas que plagiaba de aquí y de allí, a trocitos que luego juntaba… -Suspiró divertido-. Tengo un colega en Nueva York, hispanista como yo, en mi propia universidad, que una vez me dijo que Fabio Arjona era el «poeta de las preposiciones».
– No entiendo…
– Sí, hombre. Decía que como pedía prestados versos de aquí y de allá, lo que Fabio llamaba impúdicamente «homenajes que sólo entienden las personas cultas que saben leer», en realidad lo único que hay de original, de suyo verdadero, en sus poemas son las preposiciones. Ya sabes: a, ante, bajo, cabe…
Nacho arrugó el ceño.
– Sé cuáles son las preposiciones… -Se removió en su asiento con impaciencia, algo mosqueado.
– Fabio agarraba dos versos de Cernuda, una metáfora de Li Po, y luego los pegaba con unas cuantas preposiciones, o conjunciones, y listo. Poema propio, lleno de lecturas para los que de verdad «saben leer». O sea, para los que recuerdan de memoria la poesía universal y son capaces de detectar todas y cada una de sus «citas». Evidentemente a mí, y a otros como yo, no nos la daba fácilmente. Yo también manejo muchas lecturas, y hablo y leo cinco idiomas.
– No lo sabía. Creía que Arjona tenía fama de refinado y de intelectual.
– Oh, sí, desde luego. Será por eso mismo. Por la cantidad de bibliografía que manejaba. Además, él mismo se preocupó de cultivar esa fama que tú dices.
– Lo que no entiendo es por qué venía él a este encuentro y no Eugenio Vitale, que me parece más importante. O por qué no ha venido Vitale, en cualquier caso.
– Ah, bueno… Vitale estaba invitado, el primero de todos, pero se disculpó con los de la organización del ministerio, y con Agustina. No podía venir, según parece.
– ¿Por…?
– Porque está resfriado. Vaya, lo siento.
– Veremos qué pasa con el funeral de Fabio -musitó Fernando, distraído-. Como tienen que hacerle la autopsia y todo eso, no lo enterrarán hasta dentro de cuatro o cinco días. Para entonces ya habremos salido de aquí.
– Será en Madrid, imagino…
– Sí, en Madrid. Yo no pienso asistir, aunque sienta tentaciones: así me aseguraría de que lo entierran de verdad y de que cierran bien la lápida. -El hombre mayor dio un manotazo al aire, ahuyentando algún pensamiento inoportuno-. El caso es que Fabio se enamoraba de una mujer, vivía con ella un año de arrebato lírico y lúbrico, escribía un libro dedicado a su amor y luego se enfriaba de golpe y se entregaba con igual fogosidad al desamor, del que obtenía otro libro, evidentemente, muchos de ellos premiados por todo lo alto. Ya sabes cómo va esto de los premios, al menos, la mayoría de ellos. En los premios de poesía las leyes del mercado ni pinchan ni cortan. Y no es que yo defienda las leyes del mercado, que pueden ser, y habitualmente son, despiadadas como un lobo de la tundra asiático, pero… al menos suponen la presencia de algún tipo de ley. Él ganó todos aquellos premios a los que se presentó. Los que otorgaban esos galardones, los patrocinadores o el jurado, o bien le temían, o bien le debían un favor. Porque, a lo largo de su vida, Fabio igualmente hizo muchos favores, que se cobraba con toda puntualidad… -Fernando pensó mientras se rascaba la mejilla-. Así que quizás no deberíamos llamarlos «favores» exactamente.
– ¿Cuántas relaciones, más o menos estables, habrá tenido? -quiso saber Nacho.
– ¡Ufff…! Muchas, querido. La última de ellas, la pobre Cris-ti-na O-ller, y ya has visto la cara que se le ha quedado. Muchas. Más de las que tú podrías soñar, a pesar de que eres bastante más alto, más fuerte y más atractivo que él. Y mejor poeta, dónde va a parar… Al menos tú eres original, no un puro pastiche. Él, sencillamente, no era poeta. Aunque creo que era bastante culto, y que amaba la poesía casi tanto como a sí mismo. Sí… Supongo que porque con ella alimentaba su vanidad. Su vanidad era un gorrino de cuyo engorde se ocupó metódicamente durante toda su vida.
– Eso es algo que no entiendo, su éxito con las mujeres. Por las fotos que he visto de él, no era un hombre, digamos, agraciado. Quizás las seducía con su labia, o con sus poemas.
– Bueno, de joven tenía cierto encanto. Era bajito, claro, pero en aquella época casi todos éramos bajitos; yo un poco más alto que la media, pero… Eso es algo que se explica fácilmente si tenemos en cuenta que nacimos en los años cuarenta del pasado siglo. Tiempos de escasez. En Europa se libraba una guerra, y en España una posguerra de estraperlo y hambre. En el año 68, como te decía antes, Fabio no estaba mal. Yo me enamoré de él, ya lo has oído, y aunque él nunca fue homosexual, o al menos se ha ido a la tumba convencido de no serlo, me siguió el juego como si lo fuera. Si quieres te lo puedo explicar, te puedo contar cómo fue aquello…