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Ya no aguanto más -dijo Antoine-. Me marcho. Durante tres largos días, había permanecido encerrado en su piso. Cuando su aislamiento le empezaba a resultar inaguantable, había tratado de pensar que con ello iba logrando algo positivo. Deseaba convencerse de que cada día que transcurría sin que fuera detenido era un día que ganaba. Era como si el porcentaje de peligrosidad disminuyera cada veinticuatro horas. Como si él, permaneciendo escondido, acelerara aquel proceso cuya meta era la impunidad.
– ¿Por qué? -preguntó Sabatina. No preguntó a dónde iba. Era la noche del tercer día-. No has comido nada.
– He adelgazado -dijo él, con aprensión. Miró en el espejo su rostro amarillento-. Me doy cuenta de que estoy adelgazando a cada día que pasa.
– Tiene que ser así. No comes.
– No, no es eso. Es la enfermedad. Tú sabes que es la enfermedad. Yo debía estar ahora en un hospital.
– Y el alcohol.
– Sí, tienes razón. También es el alcohol.
– Mírate los labios. Los tienes morados y secos.
– Sí. -Antoine se pasó una mano por ellos. Luego se mojó, con la lengua, las costras que se le estaban formando-. Completamente secos. Todo me está pasando muy de prisa…
Abrió la puerta. Ella le vio marchar con una mirada que no significaba nada. En lo alto de la escalera, Antoine se detuvo a contemplar la oscuridad. Sentía vértigo, inexplicablemente. Pensó: "Debía estar ya en el hospital". La oscuridad parecía llena de manos. Él se iba aproximando a aquellas manos, a medida que descendía los escalones. Una claridad azulada le hizo ver los últimos peldaños. Una bombilla pequeña, infinitamente triste, iluminaba el portalón de suelo de piedra. Como siempre, aquellas piedras estaban húmedas, con la maldita humedad de aquel país.
El reloj de la Catedral dio una hora, no sabía cuál. Se acercó a "La Papaya" y estudió, desde la calle, el interior del pequeño local. A través de las cortinas escapaba un resplandor rojizo. Deseaba beber, aquella noche, pero no quería hacerlo con ella, con Sabatina. Empujó la puerta. Él bar tenía una fuerte luz roja, que ya casi no recordaba. Eran solamente tres días, pero le parecía que hacía mucho tiempo que no pisaba aquel lugar. Los cristales estaban muy sucios, o tal vez fueran opacos. En una de las mesas se sentaba un hombre viejo, acompañado de una niña. Antoine pidió una copa de aguardiente y ocupó la mesa contigua. Tal vez, se dijo, aquella niña fuera su nieta. Era muy delgada, y tenía una expresión de intensa insatisfacción.
No había más gente en el bar. Recordó lo aburrido que resultaba beber en compañía de Sabatina. Ella era silenciosa. Si hablaba, decía siempre las mismas cosas, cosas que Antoine había oído millares de veces, cosas que quizás él mismo le había enseñado. Bebió, y le pareció que las costras de sus labios se reblandecían, al tomar contacto con el aguardiente. La niña le miraba con una mirada profunda, como si estuviera absorta en su contemplación. Empezó a sentirse a gusto. Vio que la puerta del bar iba a abrirse, y decidió no tener miedo. No tuvo miedo. Entró un hombre, apoyándose en un bastón. El bastón era blanco, y con sus secos golpes sobre el suelo parecía explicar la desgracia del hombre. Era ciego. Buscó una mesa, y por su manera de buscarla y dejarse caer sobre el asiento, Antoine supo que ya había estado allí otras veces. Bebió, de nuevo, terminando la copa. El aguardiente le quemaba gratamente las entrañas, cuando se levantó y fue hasta el dueño del bar.
– Póngame más -pidió.
– ¿Otra copa?
– No, no. Sería demasiado pesado. Déme la botella entera.
¡Qué distinto era hacerlo solo! Sabatina era triste. ¿Cómo no se había fijado antes? Era inmensamente triste. Y, naturalmente, él terminaba de la misma manera por mucho que bebiera. La clase de tristeza que aportaba Sabatina al ambiente era impenetrable y sólida. Era inútil pretender ablandarla con alcohol, inútil e ineficaz. Por mucho que bebiera, no podía destruir aquella odiosa sensación que se le iba metiendo dentro a medida que contemplaba los ojos inexpresivos de la muchacha, su falta de alegría, su monótona inocencia.
– Fíjese -dijo el viejo indio, de pronto, tocándole con el brazo-, que esta niña no tiene ningún parentesco conmigo.
– En efecto -asintió Antoine. Y se dio cuenta de que el alcohol ya le estaba cambiando-. Me había dado cuenta.
– ¿Es posible? -preguntó el viejo. Era un indio. No llevaba ruana, lo que no dejaba de ser extraño, pero no cabía duda de que se trataba de un indio. Zipa, posiblemente. O tal vez fuera un mestizo de complicado linaje-. ¿Cómo ha podido…?
Antoine cerró los ojos. Le asaltaban recuerdos lejanos e incoherentes. Los recuerdos se convertían en voces. Voces viejas, pronunciadas muchos años antes. Y las voces le hablaban, le decían cosas dentro de la cabeza. Se sumió en la agradable incoherencia de palabras sin sonido, de conceptos que se achicaban y alargaban, que se mezclaban dentro de su cerebro y de sus oídos.
"-Absolutamente blanco -dijo una voz. Llegó casi jadeante y preguntó: "Entonces ¿ha sido un atentado?". "Sí, señor Ministro de Finanzas", le respondieron. "¡Inconcebible- exclamó-. ¿Y a quién iba dirigido, vamos a ver?" "A usted, señor Ministro de Finanzas." "¡Válgame…!" Y se quedó absolutamente blanco.
"-Cuando yo te tuve a ti -le explicaba su madre, hacía muchos años-, me dolía aquí, en la tripita.
"-Y ¿quién ha puesto la bomba?
"-No lo sabemos, señor Ministro de Finanzas.
"-Pues pesquisen, pesquisen…
"-Pero este Ministro de Finanzas no habla nada bien, pero que nada bien. "Pesquisen" es incorrecto. Ha de decirse…
"-¿Tú crees que yo no fracasaré? -preguntó Angulo, dentro de su cabeza.
"-Tú no puedes fracasar.
"-¿Y por qué no?
"-Porque tú eres de los que no fracasan. Tú das clases en el Liceo, sabes lo que haces. Un profesor de Latín sabe perfectamente lo que hace.
"-¿Estás completamente seguro?
"-Oh, sí. Y yo tampoco hubiera fracasado, si la cosa hubiera estado organizada. Pero nadie se preocupó de organizar nada.
"-Ha de decirse: "Hagan ustedes pesquisas". No soporto estas incorrecciones gramaticales en un Ministro.
"-¿En la tripita? -preguntaba él.
"-En la tripita. Y luego naciste tú.
"-¿Nací yo?
"-Y fíjese lo que le digo, fíjese. A la mañana siguiente me llama y me dice: "¿Pesquisaron ustedes?"
"-Tú. Luego, naciste tú. Y la tripita me dejó de doler.
"-¡Será animal! Pesquisaron… Y tuve que decirle, aguantándome la rabia: "Estamos pesquisando, señor Ministro de Finanzas. Aún no hemos terminado de pesquisar". Pero se quedó absolutamente blanco, eso sí."
El viejo indio le volvió a tocar en el brazo.
– No comprendo -dijo-, cómo se ha podido dar cuenta de que no tenemos parentesco. No lo entiendo.
– Es intuición -confesó Antoine, abriendo los ojos. La mirada de la niña estaba clavada en él, y era muy intensa-. No se esfuerce.
– No vaya usted a pensar -dijo el viejo-, que quiero que me invite a nada.
– No, no. No lo he pensado.
Cerró los ojos. Una vez, en una calle de Bruselas muy estrecha y con una luz que colgaba de un cable, mientras llovía y las luces rojas y verdes de los escaparates parecían ensuciar de colores el suelo húmedo, un peatón le detuvo, le pidió fuego, y le dijo:
"-¡Pero si tú eres Óscar!
"-¿Óscar? Perdone, creo que se…
"-¿No eres Óscar?
"-No, no.
"-Lo hubiera jurado. En mi vida he visto un parecido más… ¿De verdad que no eres Óscar?
"-A mí nunca me ha dolido la tripita -había dicho él.
"-Bueno, puede ser que alguna vez te duela.
"-¿Y nacerá un niño?
"-No puede hacerse un verbo de pesquisar, señor Ministro de Finanzas. Perdone que tenga el atrevimiento de decírselo, pero tal licencia es imposible". Claro que no se lo dije.
"-¡No, tonto! ¿Cómo iba a nacer un niño? Tú eres un hombrecito.
"-¿Un hombrecito?
"-Bueno, un niño."
– Oiga -dijo el indio-. ¿Le pasa a usted algo?
– No -dijo Antoine, levantando la frente.
– Se ha quedado muy blanco…
El dueño se acercó.
– ¿No se encuentra bien?
Y miró la botella medio vacía.
– Muy bien.
"-¿Cómo le puedo asegurar que no soy Óscar? ¡No soy Óscar! ¿Me entiende? No lo soy. Por favor, crea en mi palabra. No podemos prolongar esta conversación durante toda la noche.
"-¡Ah, claro que podemos! Y, de hecho, la prolongaremos, si mis sospechas son fundadas…"
– ¿Por qué no abre los ojos? -preguntó el dueño.
– Estoy bien así.
"-Señor Ministro de Finanzas: tras pesquisar concienzudamente, nuestras sospechas nos conducen a un belga.
"-¿A qué belga se refiere usted?
"-A uno llamado Antoine Ferrens."
– Ése soy yo -dijo Antoine, levantando la voz-. Ese belga soy yo.
"-Procedan a su detención, entonces."
– ¿Qué ha dicho? -preguntó el indio.
– No se encuentra bien -respondió el dueño.
– Es que ha dicho: "Ése soy yo".
– Bien, ya ve que no se encuentra bien.
El ciego levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Qué pasa por ahí?
Y su voz era grave y, al mismo tiempo, alegre. No era una voz de ciego.
– Nada -le contestaron.
– Es inútil que me digan eso. Algo está pasando.
– Un hombre ha bebido demasiado -explicó el dueño-. Está mareado.
– ¿Está usted mareado? -preguntó el viejo indio, tocándole el brazo por centésima vez.
– ¿Yo? -dijo Antoine-. Ah, no, claro.
– Pero está muy pálido.
Antoine abrió los ojos y se pasó una mano por la frente. Estaba sudando. Hacía tiempo que la bebida le hacía sudar con exceso.
– No se preocupen por mí -dijo-. Me encuentro perfectamente.
Y se levantó. La luz roja del local le bailaba en los ojos. No tenía oídos. Todos los ruidos eran lejanos, y las voces de su cabeza se habían apagado. Mucho después creyó recordar que alguien le había asido del brazo, para impedir que se cayera, y que ese alguien era el viejo indio. Pero no estaba muy seguro.
Salió a la calle.