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No es posible -pensó Jaramillo. Contempló el cadáver de Constantino. El ratón tenía los ojos abiertos y fijos, como si no pudiera dejar de contemplar algo destacadamente sorprendente. Su rabo permanecía lacio, bajo la lupa. Era increíble la cantidad de pelos que descubría una lupa.
Con calma, Jaramillo irguió la cabeza. Dieron las once de la noche en el reloj de la Catedral. El corredor de la casa permanecía a oscuras, y no se oían ruidos. Se levantó pausadamente, ajustando los tirantes a sus huesudos hombros, y tuvo fuertes tentaciones de avanzar de puntillas. Pero no lo hizo. Llamó, sin levantar mucho la voz:
– Alicia.
Nadie contestó. Jaramillo salió de su despacho y fue hacia el cuarto de baño. Bajo la puerta asomaba un poco de luz, pero dentro no se oían ruidos.
– Alicia -repitió Jaranillo, con la cabeza pegada a la puerta-. Tengo que hablarte.
– Estoy desnuda -contestó una voz gruesa.
Jaramillo vaciló.
– Esperaré -dijo luego-. Ponte algo encima.
La puerta se abrió en seguida. Alicia estaba vestida con una simple combinación. Sus hombros eran macizos y robustos.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Otro ratón -susurró Jaramillo. Estaba agitado.
– No sé de qué…
– Ha muerto otro ratón. Es el tercero.
– No me interesan tus ratones.
– Pero a mí, sí. No es posible que se mueran así, uno tras otro. Y siempre mis favoritos. ¿Qué le has dado?
Alicia avanzó un paso. Tenía un aire rotundo y seguro, pero había cierta insatisfacción en su mirada.
– Estricnina -dijo, suavemente-. Me lo recomendó un farmacéutico. Creo que mataré a todos ellos.
Jaramillo cerró los puños. Apenas si su cabeza sobrepasaba el pecho de ella. Era una mujer muy corpulenta. Sentía deseos de gemir, de arañar.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué? No es posible que sigas viviendo en esta casa, tú lo sabes. Me fui de aquel piso por no verte.
– Ya lo sé. Pero me diste una llave.
– No deseo realmente que estés aquí, que duermas aquí. No puedes quedarte. Yo soy el dueño, y no puedes quedarte. No puedes seguir matando mis ratones, Alicia.
– Eres un viejillo -dijo ella. Pero su voz no podía ser suave, era demasiado bronca-. No tengo otra cosa.
– Sabes que te odio -razonó él, consciente de su debilidad-. No sé por qué quieres estar aquí. No lo comprendo…