39188.fb2 Muerte Por Fusilamiento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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VEINTITRES

No es bastante lo que ha hecho mi marido -dijo Margarita. Estaba sofocada. A su lado, el doctor Carvajo se revolvió inquietamente en su silla, con la desagradable convicción de que iba a ser juzgado con dureza-. Tengo la certeza de que no es suficiente.

El doctor Martín contempló a su colega.

– ¿Qué es lo que ha hecho usted? -quiso saber.

– Ha visto al Presidente -se anticipó Margarita, mientras su marido preparaba la garganta con carraspeos-. Pero no ha obtenido nada, absolutamente nada. Salvo un simple permiso de visita para la cárcel… Tengo la certeza de que le matarán.

Carvajo levantó una mano. Deseaba hablar.

– Es todo cuanto yo podía…-dijo. Era evidente que no estaba muy seguro de lo que quería decir-. No es fácil ser recibido por el Presidente de la República. Pero ella ha de pensar siempre que… Yo no pude hacer más, no se me ocurre nada más.

Margarita miró al doctor Martín y movió la cabeza. Parecía querer decir que no era sorprendente que a "él" no se le ocurriera nada más. O tal vez tratara de justificarse por tener aquel marido.

– Él es así -dijo, con afectada resignación, como quien resume una situación suficientemente elocuente-. Jamás tuvo carácter…

– Por favor -suplicó Carvajo-. Te lo suplico.

– Me costó trabajo que fuera a los Ministerios -siguió explicando Margarita. Una maestra hubiera usado el mismo tono de voz para razonar las acciones de un alumno incompetente-. A pesar de que es su único hermano… Y el infeliz ha estado enfermo: tuberculosis, un tumor…

– ¿Se ha declarado culpable? -preguntó el doctor Martín.

– No lo sabemos. No sabemos nada. Aún no hemos utilizado el boleto de visita que le extendieron a mi marido. Pensamos que era preferible hablar antes con usted.

– ¿Por qué?

– Usted es el médico del Presidio.

– ¿Solamente por eso?

– No… También sabemos que tiene usted amistad con el Subsecretario.

– Sí, es cierto.-Martín se levantó. Era enormemente alto, de facciones grandes y largas piernas. Margarita le miró con aprobación-. Pero ustedes no saben lo poco que sirve tener amistad con el Subsecretario en un caso como éste. Prácticamente, de nada.

– ¿Quiere decir -preguntó Carvajo-, que no puede influir?

– Influir… -Martín paladeó la palabra como si tuviera un sabor ácido. Era un hombre joven y prematuramente envejecido-. Es difícil influir, tratándose de un Presidente de la República y habiendo un policía muerto en el asunto. Todo hubiera sido mucho más fácil si el policía viviera. Pero, claro, entonces no me necesitarían ustedes… Hace varios meses intercedí por unos muchachos que se dedicaban al pillaje. Era una cuadrilla de seis o siete chicos… Conseguí poco. Tal vez les pegaron un poco menos de lo que acostumbran, eso es todo.

Margarita se llevó una mano a la garganta.

– ¿Es que les pegan?

– Sí -respondió Martín, lacónico.

– Eso es cosa sabida -dijo Carvajo, con naturalidad. En sus ojos había una juiciosa repulsa.

– Oh, Jesús. -Ella contuvo una especie de sollozo-. Pero a Alijo no pueden… Él está muy delicado. ¿Con qué les pegan?

– Al chico no le han hecho nada aún -dijo Martín.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Carvajo. Le molestaba que, al hablar, el otro se dirigiera siempre a su mujer, y no a él.

– Porque le he visto.

Ambos le miraron rápidamente.

– ¿Está enfermo, tal vez?-preguntó Margarita.

– No… He entrado en su celda, sencillamente. Tengo acceso a todas las celdas.

– ¿Lleva mucho tiempo en el presidio?

– Le trasladaron ayer, desde la Prevención, en un coche celular. Yo estaba en la puerta, cuando llegaron, y conversé con él mientras le hacían la ficha. Está bastante asustado.

– ¿Por qué ha ido usted a verle, doctor Martín? -preguntó ella.

– Sabía que era muy joven… No sé. A veces suelo visitar a los detenidos y conversar con ellos aunque no estén enfermos ni me lo pidan.

– Usted es un hombre bueno -afirmó Margarita.

– ¿Por qué hace eso, con exactitud?-preguntó Carvajo-. Verles, quiero decir, aunque no estén enfermos.

– Tal vez sea por costumbre -sonrió Martín.

– No, no es por costumbre -objetó Margarita. De pronto pensó que se sabía a sí misma una mujer insoportable, pero que si hubiera estado casada con un hombre como aquél tal vez no lo hubiera sido. Pero luego se dijo que era un pensamiento necio-. Usted es un hombre bueno.

– Ni lo sueñe -contestó Martín.

– ¿Tal vez le interesa la psicología de los presos? -preguntó estúpidamente Carvajo.

– Tal vez.

– ¿Con qué les pegan? -insistió Margarita.

– Ah, no recuerdo. Con todo. Con cualquier cosa.

– ¿Usted lo ha presenciado?

– Por favor.

– No me interprete mal. No soy morbosa. Es que la salud de ese chiquillo es mala. Tal vez usted, como médico del Presidio, podría certificar…

– Certificar… -repitió Martín. Empezó a pensar en el flaco servicio que sus certificados habían prestado muchas veces a los reclusos-. No serviría para nada.

– Sin embargo -dijo Carvajo-, ellos no pueden torturar a un ser enfermo.

– ¿Por qué no? -preguntó Martín, con rudeza. Aquel hombre con aspecto de buey le parecía curiosamente tonto-. ¿Por qué no?

– Podría ocurrirle algo… Fallecer, incluso.

Martín le miró a los ojos.

– Sí -dijo-. Ha sucedido muchas veces, en los últimos años.

– ¿Que mueran?

– Que mueran durante los interrogatorios. ¿No lo sabía?

– Por supuesto que no.

Martín empezaba a pensar por qué diablos había empleado el otro aquel "por supuesto, cuando Carvajo le preguntó:

– ¿Qué hace usted, en esos casos?

– Certificar su muerte.

– ¿Y las causas?

Martín contuvo un sarcasmo. Aquel tipo le reventaba. Preguntó:

– Si usted fuera médico de una prisión y muriera un enfermo apaleado por los hombres del B.A.S. ¿qué causas especificaría en su parte facultativo?

Las bolsas que pendían de los párpados de Carvajo temblaron.

– No lo sé.

– No lo sabe-murmuró Martín, con los labios fuertemente apretados, como si algo le mortificara interiormente. Miró su reloj-. Mi clientela particular debe estar llegando… ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Carvajo empezó a buscar palabras de un modo vacilante, pero Margarita le interrumpió:

– Por favor, véale -pidió-. Dígale que nosotros iremos pronto. Y aunque sé que lo que le pedimos es imposible… haga algo, si puede.

Martín la miró con simpatía.

– Lo haré -dijo, con sinceridad-. Si tengo algo que comunicarles, les llamaré. Déjenme su teléfono, por favor.

"¡Qué idiota! -pensaba Carvajo, mortificado-. ¡Qué manera de hablarme!"