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EL Presidente oyó un zumbido prolongado. Murmuró algunas palabras entre sueños, cambió de postura sobre la almohada y estuvo a punto de despertar. Pero el sueño, más rápido que su consciente, asimiló el sonido y lo transformó: Leonardo, que le hablaba volublemente, cambió su voz. Su voz era ahora un zumbido absurdo y prolongado. Evidentemente, Leonardo se estaba riendo de él, se mofaba abiertamente, hacía muecas y visajes. Pero el zumbido se repitió, y el sonido real se impuso al sueño. Enteramente despierto, el Presidente descolgó el teléfono de línea interior situado en su mesilla de noche.
– Sí -dijo.
– Son las cuatro de la madrugada -dijo la voz metódica de la señora Flórez-. Por favor, la gragea blanca, Excelencia.
– Sí -contestó-. Gracias.
Encendió la luz. Le picaba la espalda, tal vez había sudado demasiado. Buscó la caja de plástico y tragó la medicina con un poco de agua. Súbitamente desvelado, bostezó mientras ojeaba la etiqueta pegada a la caja de grageas. "… dosis de carbamida, unida a un gramo de tetraborato sódico, procura una reacción…" Suspiró, al apagar la luz, y tuvo la impresión de que el sueño tardaría en volver a sus párpados.
Repasó las escenas del día. Ya se perfilaban ciertos tonos grises y fríos por la ventana. No tardaría ni una hora en amanecer.
– Mire esta fotografía -le decía Leonardo.
Eran las cinco de la tarde, y el cielo estaba encapotado. Las lluvias se aproximaban día a día. En la foto, aparecía un niño de rostro hundido, de la mano de un hombre joven y grueso. El hombre joven parecía haber sido captado en un momento de gran satisfacción personal.
– Entonces tenía seis años -glosó Leonardo-. El que está con él es su hermano.
– Sí, le conozco: el doctor Carvajo. Un hombre desagradable.
– Asustado, diría yo. Teme que el expediente de su hermano le salpique y estropee la carrera.
– ¿Es competente, como médico?
– Mediano, nada más. No tiene muy buena fama, además. Parece que más de una vez ha tenido que dar explicaciones al Colegio de Médicos.
– ¿Abortos?
– Drogas. Y también abortos, sí.
Segunda fotografía.
– ¿Quién es?
– Su novia: Elvira Lleras.
– Creí que ya no…
– Por lo visto, siguen a escondidas con lo suyo. La familia Lleras se opone. Dice que el chico no tiene salud…
El Presidente examinó a la muchacha, un poco vulgar, que aparecía retratada. Se hallaba en un campo de tenis, y su falda corta descubría unas pantorrillas vigorosas y firmes. Elvira reía, pero su risa no era capaz de borrar los rasgos austeros, casi rígidos, de su rostro.
– ¿Es verdad que está enfermo?
– No, exactamente. Estuvo tuberculoso, pero curó. Y a los catorce años le extirparon un tumor blanco de la cabeza. Mire esto.
En la nueva fotografía, Alijo Carvajo aparecía en la cama de un hospital. Sobre la almohada asomaba apenas un rostro pálido y cansado, de sonrisa triste. A su lado, su hermano, evidentemente satisfecho, miraba a la cámara en plena sonrisa.
– No me gusta nada este hombre. Sonríe demasiado…
– Aquí -y Leonardo le tendió una fotografía de gran tamaño-, aparece el chico dirigiéndose al Sindicato con no sé qué motivo. Renovación de Directiva, me parece.
Era un documento interesante. Alijo Carvajo aparecía subido a una improvisada tribuna. Tenía los brazos abiertos, como si ofreciera su inmolación a alguien. Varias docenas de estudiantes, a su alrededor, gritaban. Estaba bien claro que gritaban, que estaban transportados. Pero lo más curioso de la fotografía era observar el rostro del muchacho. No parecía el mismo de otras veces. Estaba transfigurado. En sus ojos se advertían una intensidad y una fuerza que, por contrastar tanto con su débil constitución, impresionaban mucho más. La mirada cansada y vaga de otras fotos había desaparecido por completo.
Después, las fotografías oficiales de ingreso en el Presidio. Un rostro obstinado, flaco, de ojos fríos. Pero en aquellos ojos no había temor, ni tan siquiera inquietud.
– ¿Quién dijo que estaba asustado?
– Todos. Los guardianes, el doctor Martín… Es cierto que lo estaba.
– Aquí no lo parece.
– Era al principio.
– ¿Se le ha maltratado? Leonardo tardó un segundo en contestar.
– No.
– ¿De verdad? Entiéndeme, Leonardo. No quiero preguntarte si me engañas, naturalmente, sino si no te habrán engañado a ti los del B. A. S.
– Espero que no.
– Tendrías que verle, hablar con él…
Leonardo no se había atrevido a preguntar para qué.
– O mejor -rectificó el Presidente-, verle los dos.
– ¿Usted también?
– Sí. ¿Por qué no? ¿Sería la primera vez que yo visitaba el Presidio?
– No, desde luego. Pero no hay necesidad de que… Podrían trasladarle aquí.
– No. Iremos allí.
– Como usted quiera. ¿Cree, sinceramente, que conseguiremos alguna cosa?
– No voy a conseguir nada, Leonardo, sino a verle. Tengo curiosidad. Me hubiera gustado que este chico luchara a mi lado…
– Pero ya es tarde, por desgracia,
– Sí, muy tarde. -El Presidente contempló aquel rostro enfermizo y resuelto que se clavaba en sus compañeros. Era imposible que aquel muchacho fuera capaz de dobleces o hipocresías-. ¡Qué lástima, lo del policía!
Suspiró, con fuerza. Hizo girar su almohada: el sudor de sus mejillas y frente la habían humedecido. Una luz más precisa que brotaba no se sabía dónde daba a los objetos del dormitorio una apariencia engañosa, de cosas vivas pero en letargo.
Más tarde, habían leído los informes. Eran las seis de la tarde.
– La Universidad Occidental -leía Leonardo-, anuncia que no reanudarán las clases hasta que Carvajo no sea puesto en libertad.
– ¿Estudiantes?
– Estudiantes y profesores.
– ¡Tontos!
– El Comité del Cauca -siguió Leonardo-, desea hablar con el Presidente de la República y llegar a un acuerdo. El escrito es de un tono suave, moderado. Dan los nombres de las personas que integrarían el Comité. Todos ellos estudiantes, y de las familias más conocidas del Cauca.
– Por supuesto. No me interesa.
– Los del Este han destacado delegados en todas las Universidades. Quieren adoptar una postura idéntica, crear una fuerza estudiantil común…
– La fuerza ya está creada, y es común. ¿No han pedido nada?
– Nada. Dicen necesitar tiempo.
– ¡Tiempo! -El Presidente apretó los labios-. Eso es, precisamente, lo que hemos de negarles: tiempo.
– Es cierto: jamás una causa estudiantil ha sido tan popular como ésta. En el Cauca, los obreros de una fábrica se sumaron a una manifestación de estudiantes.
– ¿Qué dicen los observadores?
– Todos están pesimistas…
– ¡Pesimistas! Pero ¿qué dicen?
– Los observadores -puntualizó Leonardo, con sumo cuidado-, no se atreven a pronunciarse con toda libertad, diría yo. Por ello, no son claros. Pero auguran lo peor, si el chico muere.
– Lo peor -el Presidente se pasó una mano por la frente-. ¿Qué es lo peor, Leonardo?
– No lo sé -confesó el Subsecretario-. Pueden llegar muy lejos.
Sí, sí que podían llegar muy lejos, pensaba el Presidente por la noche. Estaba seguro de que ya no volvería a dormir. Tal vez hubiera sido mejor que aquella noche no tomara la pastilla y se quedara dormido hasta el alba. Pero, por otra parte, estaba su vejiga. Lo malo del caso era que, a la mañana siguiente, su rostro aparecería cansado. La falta de sueño hacía estragos bajo sus ojos.
Al final de la jornada, una muchacha sonrosada, llena de aplomo, había penetrado en su despacho. ¿Eran las siete y media de la tarde?
– ¿Cómo te llamas?
– Elvira Lleras.
– ¿Eres la novia de Alijo Carvajo?
– Sí.
– Otras personas me dicen: "Sí, Excelencia" -sonrió el Presidente.
– Sí, Excelencia -repitió ella, sin simpatía. Tenía excesivo aplomo.
– Bueno -el Presidente miró innecesariamente unos papeles. Era una estupidez que hubiera hecho aquel inciso-. ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis.
– Tu novio ¿es de la misma edad?
– Unos meses mayor que yo. Tres meses.
– Sois un par de chiquillos. ¿No te parece? Tu familia ¿está conforme con el noviazgo?
– No, no lo está.
– ¿Y eso?
– Tienen sus motivos. A mí no me interesan.
– O sea, que no os importa, y seguís adelante con lo vuestro.
– Exactamente, Excelencia.
¿Era posible que en la palabra "Excelencia" hubiera un matiz de…? No, naturalmente que no. Él era el Presidente de la República. Aunque lo disimulara, ella debía estar intimidada en su interior.
– Sois demasiado jóvenes para quereros, y mucho más para colocar bombas de plástico.
Ella calló. Su mirada era fría.
– ¿No es verdad lo que digo?
– Mi novio no ha colocado bomba alguna.
– ¿Quién lo ha hecho, entonces?
– No lo sé. Ni tan siquiera sé si alguien ha colocado una bomba…
– ¿Piensas que es mentira, una mentira oficial?
– No pienso nada. No sé nada.
– ¿Tienes órdenes de tu novio de no hablar?
– Mi novio jamás me da órdenes.
– ¿A quién las da, entonces?
– A nadie. Es un estudiante.
– Creo que te ha interrogado el B. A. S. ¿No es cierto?
Elvira asintió.
– ¿Qué les has contado?
– Nada.
– ¿Ignoras que tu novio ha confesado?
En los ojos de la muchacha brilló algo frío y desagradable.
– No lo creo -dijo, con aplomo-. Y, si algo ha dicho, es que le han forzado a mentir.
El Presidente preguntó;
– ¿Qué suerte esperas que corra ahora Alijo Carvajo?
– Morirá -dijo ella, con convicción profunda, con odio-. Todo el mundo lo sabe. ¿Puedo decir algo?
– Un momento -interrumpió el Subsecretario.
– Déjala… -dijo el Presidente.
– ¿Algo que, después, no será utilizado contra mí? -inquirió la muchacha-. Soy estudiante de Derecho, pero me bastará con su palabra.
– Por favor -pidió Leonardo al Presidente.
Angulo había levantado los ojos.
– Di lo que quieras -autorizó el Presidente.
– Todos saben que él morirá -dijo Elvira, con lentitud-. Y eso es lo grave para todos ustedes. Si alguien se preguntase todavía por la suerte que ha de correr Alijo Carvajo, era que aún existía un asomo de fe en lo que ustedes significan.
El Presidente dijo, con asco:
– Vete.
Angulo la acompañó a la puerta. Ella aún habló, pero sus tonos no fueron claros. "Dígaselo", pidió a Angulo. Pero éste movió la cabeza. "Se lo ruego", indicó aún Elvira. Angulo cerró la puerta tras ella, volvió a la mesa presidencial y recogió unos papeles. Leonardo se mantenía en silencio, con cierta violencia. El Presidente tenía una mirada vidriosa, de niño a quien se ha negado un capricho y está disgustado.
– ¿Qué le ha dicho ahora? -preguntó, de repente.
– ¡Oh!-Angulo abrió los brazos. Era desagradable que…-. Estaba furiosa.
– Pero ¿qué le ha dicho?
Angulo le miró. En sus ojos alentaba la duda. Pero se anticipó rápidamente al germen de ira que advirtió en el Presidente, y dijo:
– Estaba furiosa, Excelencia. Ha dicho: "Cuando un hombre está dispuesto a matar a un niño, es que ese hombre está perdido".
Leonardo bajó la cabeza. Angulo, no, pero no se sintió molesto, pues veía que, aun tocando su rostro con la mirada, los ojos del Presidente no le veían.
– ¿Hay alguna otra visita? -preguntó el Presidente, con voz incolora.
– No, Excelencia. Son ya las ocho.
– Está bien.
Ahora amanecía ya de una manera decidida. El jardín emitía ruidos: no todavía de pájaros, cuya algarabía se dejaría sentir más tarde, sino un impreciso vagido de algo que despierta con esfuerzo y sueño. El Presidente había ya renunciado por completo a dormir. Los párpados estaban secos y duros, y sentía dentro de ellos la redondez insomne de sus ojos. Visitaría al muchacho. Le hubiera gustado, no sabía por qué, tener gente así a su alrededor. Gente como Alijo Carvajo. En realidad, le conocía ya un poco. La actitud de su novia era, para él, como un elocuente retrato del revolucionario. Ella pertenecía a aquella clase de personas que pueden estar completamente enamoradas de alguien y, luego de haberle visto cometer una iniquidad, despreciar a ese alguien de una manera absoluta e inapelable. Y continuar luego viviendo con la misma apariencia de siempre, sin que nadie pudiera presumir si era dolor o resignación o indiferencia lo que había dentro de ella. Él mismo, en cambio, lo traslucía todo, lo expresaba todo con gestos, con elocuentes delaciones de sus ojos. Sus arrugas, sus leves movimientos nerviosos, le traicionaban. Claro que, al principio, había sido diferente. ¿Por qué había cambiado? Se había roto algo dentro de él, no había duda: una pieza fundamental. Y ellos -todos los demás- lo advertían, lo presentían. Especialmente, Leonardo. Claro que eran sutiles, hábiles: no demostraban que conocían el fallo. Si él imponía su voluntad, se callaban y bajaban los ojos.
Llegó así a la conclusión de que lo que él en realidad añoraba era un poco de sinceridad. Nada más. La sinceridad le hubiera ayudado mucho. Una sinceridad dura, incluso no amistosa. Tal vez la sinceridad de un enemigo fuera la mejor, si hubiera podido restar de ella el porcentaje exacto de odio y aprovechar el resto. Empezó a pensar entonces que en la visita a Carvajo que proyectaba había, solamente, egoísmo.
Aquello también le preocupó. Pocas veces, muy pocas veces, se sorprendía en la ejecución de algo que no le ayudaba en absoluto y beneficiaba exclusivamente a los otros. Y aun entonces, al paladear aquella acción, descubría indefectiblemente en ella una fuente de beneficios propios. Algo que, en principio, se había escondido a sí mismo, pero que ya, al parecer, había intuido. Aquello le había sucedido con el estudiante Alijo Carvajo. Ni éste ni nadie sospecharían jamás que, detrás de aquella visita que proyectaba realizar al Presidio, se ocultaba un vago deseo de aprender, de llegar a conocer algo que le fuera beneficioso. De aprender estudiándose a sí mismo, y comparándose con una personalidad tan diametralmente opuesta como la que parecía tener Carvajo.
Se sentó en la cama, dispuesto a levantarse. Quería anticiparse a toda costa al odioso zumbido del teléfono interior, a la voz pastosa y rutinaria de la señora Flórez, que anunciaría en seguida: "Las ocho en punto, señor Presidente". Los pájaros habían empezado a cantar, ya debía ser la hora en que cada día se levantaba. Pensó: "Cuando un hombre está dispuesto a matar a un niño…". Estaba seguro de que, al decir aquello, la voz de Elvira Lleras debía de estar llena de una dulce ponzoña, que ella paladearía lentamente.