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Desnúdate -dijo el enfermero.
Sabatina hizo un ademán indeciso. Ni tan siquiera había tenido derecho a que la viera un auténtico médico.
– ¿Del todo?
– ¿Qué es lo que te duele?
– Aquí, en la cadera.
– Pues levántate las faldas, eso es todo.
Ella obedeció. El consultorio era público, y estaba lleno de gente. Un indio viejo, con el cuello torcido y un médico a sus espaldas que le apretaba concienzudamente un ántrax, chilló primero de dolor y miró luego, con indiferencia, las piernas morenas de Sabatina.
– Podías haberte lavado, al menos -le dijeron al viejo-, antes de venir aquí.
– Sí, señor.
– ¿Desde cuándo tienes esto? -preguntó el enfermero a la muchacha. Era un joven delgado, con una nuez impresionantemente grande. Tenía las manos heladas.
– Hace quince, veinte días…
– ¿Quién te ha curado?
– Nadie. Me di un poco de vaselina, solamente…
El tercer miembro del Consultorio que trabajaba en la sala general, un médico pequeño y grueso, estaba desesperado. Tenía entre sus rodillas a un niño moreno, de mirada obstinada. Trataba de ver su garganta con la luz que penetraba por el ventanal.
– Pero, bueno-dijo a la madre-. ¿Es que no es usted capaz de lograr que su niño me abra la boca?
– Felipe -gimió la mujer. Era una india gruesa y grasienta-. Abre esa boca, te digo, esa boca. Te mataré, luego…
El niño abrió la boca lo menos que le fue posible.
– ¿Quién te lo ha hecho? -preguntó el enfermero de la nuez prominente.
Sabatina calló.
– Vamos, vamos…
– Mi novio.
– Es bastante animal ¿verdad? ¿Con qué te ha pegado?
– Con una madera.
– Con una madera… ¡Qué bestia! Si hay fractura, esto se va a complicar. ¿Tienes dinero?
– No pegue esos gritos, haga el favor -le dijeron al indio viejo-. Van a creer que le estamos matando.
Se refería a la sala contigua, maloliente, repleta de una silenciosa y angustiada congregación de gentes que esperaban turno. Una sola tarde por semana había consulta gratuita, y a veces había que esperar durante cuatro horas, sosteniendo con la mano el número de orden por el que eran llamados, y ver luego que el anochecer iba llegando y los médicos se marchaban, sin explicaciones, sin molestarse en advertir que la consulta había terminado. Entonces, ellos tenían que volver una semana más tarde. Guardaban cuidadosamente el número, sin casi protestar, y se iban. Eso era todo. Sin comentarios apenas, sin quejas. A veces se habían quejado, pero aquello no servía para nada.
– Me duele tanto, tanto, doctor -dijo el indio-. Cuando usted me aprieta, justamente puedo resistir sin…
– ¿Dinero? -preguntó Sabatina, con desconfianza.
– Para verte con rayos X es preciso dinero. Todo el mundo lo sabe, aquí.
– No, no tengo dinero.
El enfermero suspiró.
– Como quieras. Yo no puedo ayudarte, chica. Reza para que tu cadera no esté rota… ¿Te duele al andar?
– Sí, al andar sí.
– Yo no sé si… ¿Ni siete pesos tan sólo? Eso vale una exploración…
Sabatina negó con la cabeza. Sí que los tenía, pero tal vez Antoine… Consultaría con él.
– Yo no puedo hacer más. En la otra sala te pondrán una venda, pero si la cadera está rota, será igual… ¿Te molesta por las noches?
– No puedo dormir acostada sobre ese lado…
– Si dentro de unos días no has reunido siete pesos y te sigue doliendo… Solamente son siete pesos, demonios. Bien, si no los tienes, ven, de todas formas… Bájate ya las faldas, ahora pasarás a la Enfermería. Procura andar poco…
En la esquina, junto al ventanal, el médico que examinaba al niño volvió a impacientarse.
– Es inútil -dijo, quitándose de nuevo las gafas. El niño moreno le miró con un odio tranquilo y reposado-. ¿Tienes algún defecto en la boca? ¿Por qué no la abres?
– Por favor, Felipe -suplicó la madre, acalorada, pellizcando a su hijo en la nalga-. Abre esa boca o…
– Dígale que no le voy a hacer nada -explicó el médico, fastidiado, contemplando sin interés el jardín del Hospital mientras esperaba que se le arreglaran las cosas.
La madre empezó a mover las manos frente a la impasible cara de Felipe.
– El doctor, imbécil, no te va a hacer daño. Abre esa cochina boca o… Luego, en casa, te vas a…
En pleno pellizco, el niño abrió la boca, sin prisas. El médico, con cierta ansiedad, aprovechó el momento para echar un vistazo.
– Aquí no hay nada -dijo. El niño le miraba con insolente indiferencia-. Nada, absolutamente. ¿Dice que le supura…?
– Muchas gracias -murmuró Sabatina.
– Por allí, por aquella puerta. Toma, toma este papel. Cuando el enfermero se quede libre, se lo entregas.
Sabatina echó a andar.