39188.fb2 Muerte Por Fusilamiento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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TREINTA Y CINCO

EL Presidente dudó durante algunos minutos, sentado en el borde de la cama, con una bata roja sobre su pijama. ¿Qué pensarían de él si…? Finalmente, se decidió. Pulsó el botón del teléfono y, cuando tuvo al otro lado a la adormilada señora Flórez, dijo escuetamente:

– Por favor, súbanme un cigarrillo.

Hubo una pausa, al otro lado. Sin duda, la señora Flórez estaba preguntándose si no se trataba de una alucinación.

– ¿Un cigarrillo? -repitió, extrañada.

– Exactamente. Y fósforos. No olvide que tampoco tengo fósforos.

La señora Flórez parecía ordenar sus ideas. Solamente eso podía justificar la nueva pausa.

– ¿Qué clase de cigarrillos, Excelencia? -preguntó luego, con voz débil.

– Oh, cualquier clase.

Colgó el aparato y consultó el reloj. Era horrible, cada noche dormía menos. Eran ya cerca de las cuatro de la madrugada. Le trajeron una cajetilla de tabaco habano y rompió el precinto sin gracia, con falta de hábito. Sin duda, la señora Flórez propagaría por toda la casa que había pedido cigarrillos, que a los casi ochenta años le había dado por fumar, a él, que jamás lo había hecho. También era seguro que achacarían a su edad la causa de la extravagancia.

Encendió el cigarrillo, sin toser. Había pensado que aquello podría tranquilizarle. Se sabía más nervioso que nunca. Empezó a preguntarse dónde estaba el origen de sus desarreglos de aquella noche. Seis veces, en una sola noche, al cuarto contiguo. Jamás había tenido peor su vejiga. Podía ser, sencillamente, por la cuestión del estudiante. Era muy probable. O tal vez se tratara de las innumerables pequeñeces que le habían sucedido en aquel día. Él sabía que las pequeñeces le afectaban de una manera desmesurada, absurda. Le obsesionaban de tal forma que necesitaba proponerse mirar los incidentes de una manera imparcial, despersonalizándose, para darles, después de transcurridos, sus dimensiones justas.

Repasó las incidencias del día, los aguijones que ahora le estorbaban más que su decisión sobre una sentencia de muerte.

A primera hora del día, al abandonar su residencia, vio que uno de los policías que la custodiaban estaba fumando. Se había detenido junto a él.

– ¿Qué hace usted?

– Estoy de guardia, Excelencia -había respondido el otro, sin tirar el cigarrillo.

– ¿Qué tiene en esa mano?

– Oh -se la había mirado-. Un cigarrillo.

– Tírelo.

Lo había tirado, pisando luego la brasa. Y el hecho de ponerse a pisar, delante de él, le había parecido otra falta de respeto.

– ¿No le han instruido sobre…? -pero se había callado. Luego, dirigiéndose al sargento, que contemplaba sin alarma la escena, había dicho-: Reemplace a este hombre.

Pero, al bajar las escalinatas, presintió que varios ojos le contemplaban, que había demasiado silencio a sus espaldas, que tal vez había incluso sonrisas.

Ya en su coche, se había arrepentido, como de costumbre. Debía haber seguido de largo, pretendiendo ignorar que el otro fumaba. Al fin y al cabo, tenía el cigarrillo medio escondido tras la palma de la mano.

Más tarde, tan pronto como se hubo sentado tras su mesa, el Subsecretario había irrumpido -aquélla era la palabra exacta-, en su despacho, con visibles muestras de inquietud.

– Todos están esperando -fue todo lo que dijo.

El Presidente le había mirado enarcando las cejas.

– Buenos días, Leonardo -dijo, con intención.

– Buenos días, Excelencia. Perdone. Los Ministros se hallan ya…

Y podía ser muy bien que le censurara, encubiertamente, su falta de puntualidad. Porque el Presidente se había retrasado, y lo sabía, y tenía ya preparada la agresividad de quien teme, en el fondo, que se le eche algo en cara.

– Pueden esperar -dijo, tratando por una vez de ser mordaz.

Pero luego les había hecho pasar, de uno en uno, porque a nada conducía tenerles fuera cuando él mismo les había citado y no tenía, en aquella hora, otro cometido que el de recibirles.

Fue de todos ellos el Jefe del B. A. S. quien más le exasperó.

– Resultaría impolítico -había dicho, el idiota.

El Presidente había levantado bruscamente la cabeza.

– ¿Qué es lo que resultaría impolítico, vamos a ver?

– La ejecución del estudiante.

– Escuche -y el Presidente tuvo conciencia de que la sangre le afluía rápidamente a las mejillas-. Tengo de tal manera distribuido mi Gabinete que, cuando trato de saber si una cosa es política o no, me abstengo de convocarle a usted.

El Jefe de policía había pestañeado. El Presidente continuó, tratando de dar un tono helado a sus palabras:

– Limítese a contestar mi pregunta.

– No me parece -dijo el otro, con voz pastosa-, que se altere el orden público.

– ¿Puntos que presentan peor aspecto?

– El Valle, en general, según mis informes.

– ¿Tiene bastantes hombres?

– Espero que sí.

– ¿Ha cancelado los permisos?

– Por supuesto, Excelencia.

"Por supuesto" era una respuesta idiota. Podía muy bien no haberlos cancelado.

– Si le vuelvo a necesitar, le llamaré.

Y se había sumido en un expediente cualquiera, para evitar que el otro le tendiera la mano.

Después de cerca de una docena de audiencias, contuvo al Oficial, que se disponía a pasarle la última visita.

– Espere -dijo-. ¿Quién es esta mujer?

No entendía la letra del parte de visita. Había dicho mil veces que los partes se escribieran a máquina…

– La señorita Elvira Lleras -dijo Avelíno Angulo.

– ¿Quién es?

– Es la novia de…

– ¿La novia del estudiante?

– Sí, Excelencia.

– La recibí una vez… ¿Por qué no se me ha consultado?

Angulo miró al Subsecretario. Éste avanzó un paso.

– Perdone, Excelencia -dijo-. Pero hace varios días, cuando la muchacha solicitó ser recibida de nuevo, usted me dijo que podía…

Aquello le ponía frenético: que aludieran a viejas concesiones suyas -siempre opuestas a su parecer actual-, que ya no recordaba haberlas hecho. Sabía que tenía mala memoria. No podía oponerse con fuerza a lo que decían era una autorización suya. En el fondo, temía que le engañaran, que se aprovecharan de su falta de memoria.

Luego, la chica. Era inconcebible que, tras la arrogancia y soberbia que demostraba, viniera a pedir clemencia.

– Lo siento -manifestó el Presidente, casi con hostilidad-. Es imposible revocar la sentencia.

– Si se refiere -empezó ella, con voz suave-, a la imposibilidad legal de revocarla, le recuerdo, Excelencia, que existe un recurso…

– No me interesan los recursos.

Había sido absurdo que dijera aquello. Hasta el mismo Leonardo había levantado la cabeza, sorprendido.

– Lo siento -repitió, como si deseara ya despedirla.

– ¿Será ejecutado? -preguntó ella.

– Sí.

– ¿A pesar de no haber cumplido…?

Silencio.

– Pero eso… es ilegal.

El Presidente preguntó:

– ¿Alguna otra cosa?

Todo estaba resultando penoso. La chica, aun estando desolada, no perdía su sangre fría.

– No -respondió-. Ninguna otra cosa.

Pero tardó en darle la espalda, tardó en salir del despacho, y el silencio que rodeó aquellos instantes se prolongó luego, hasta mucho más tarde. Incluso cuando firmaba, minutos después, los documentos que Angulo le iba pasando, le parecía que aún les rodeaba aquel silencio espeso. Se diría que aquella vez los papeles eran más fuertes, que crujían con más sonoridad, y que el péndulo del reloj de pared produjera un ruido mucho más excitante que de costumbre.

Y las pequeñeces habían continuado. El pescado, a la hora del almuerzo, no estaba fresco. Al llegar a su residencia, entrada ya la noche, tuvo un estremecimiento de frío y tocó uno de los radiadores. Estaba helado.

– ¿Por qué no han encendido hoy la calefacción?

Era chusco que él, el Presidente… Resultaba que el carbón estaba húmedo, que no había prendido. También aquello resultaba abiertamente ridículo. Era como si fuera descubriendo los engranajes de una complicada red de conspiradores que alcanzara desde la primera autoridad de su gabinete hasta la cocinera misma.

Se le ocurría ahora pensar que el tabaco que le acababan de subir sería, con toda probabilidad, un tabaco de ínfima categoría. Trató de recordar la marca de los cigarrillos, para consultar alguna vez con algún fumador.

Mediada la tarde, había tenido que imponer una condecoración a un maestro jubilado. Fue penoso. El maestro era viejísimo, y necesitaba tener constantemente en su mano un pañuelo con el que se enjugaba la nariz, que le goteaba. Mientras leía las cuartillas, el Presidente pensaba en Elvira Lleras. ¿Qué haría, cuando su novio muriera? ¿Era el tipo de muchachas que se olvidan con facilidad? Tal vez dentro de un par de años volviera a tener novio, cuando el recuerdo hubiera convertido en símbolo a Alijo Carvajo. El maestro estaba visiblemente emocionado. A sus espaldas, se apelotonaba su familia: gentes oscuras, cubiertas con ruanas y pañuelos de cabeza, vestidos de gris o negro. Tuvo la impresión de que todos ellos olían mal. Acudieron dos fotógrafos. El Presidente leía con voz monótona, sin entonaciones.

Tres años antes, cuando ocupó el Poder, daba a aquellos actos un impulso y un dinamismo que sorprendían a todos. Rechazaba las cuartillas que le habían sido preparadas. Decía:

– No, no. Se pierde mucho tiempo leyendo. ¿De qué se trata?

Le decían el nombre de la persona que aguardaba fuera.

– ¿Qué ha hecho este hombre?

– Ha descubierto una nueva vacuna contra…

– Bien, bien.

Y empezaba a hablar. No le interesaban los datos que pudieran facilitarles sobre nadie. Hablaba en abstracto, y solía mantener que las personas tienen una enorme propensión a identificarse dentro de los conceptos abstractos, especialmente si han sido citadas para recibir una condecoración y oír un breve discurso.

Pero las cosas habían cambiado. Ahora, se sentía menos seguro. O tal vez menos alegre. No debía ser cuestión de seguridad: en ningún caso le hubiera podido intimidar un maestro jubilado.

La familia del maestro se inquietó levemente. Al jubilado le había dado una tos, una tos convulsiva e incontenible. Tapando la voz monótona del Presidente, que no quiso aumentar la angustia interrumpiendo su lectura, el maestro tosía ahora de una manera desenfrenada. Las oscuras mujeres del grupo se asustaron.

"Me odiará, mientras viva -pensaba el Presidente-. Pero alguna vez volverá a tener novio, se casará, y hablará de su primer novio como quien habla de un santo o de una virtud inalcanzable. Hasta es posible que se la disputen luego los demás chicos, precisamente porque su novio fue ejecutado por…"

Llegó el momento supremo. El anciano se adelantó, escondiendo su pañuelo, con los ojos húmedos, en una actitud parecida a quien se ofrece en holocausto. El Presidente prendió la condecoración en la solapa. Se fijó, tan sólo, en que la negra chaqueta tenía brillos, y pensó que probablemente sería prestada o alquilada. Le estrechó la mano. El hombre le miraba con una reverencia absoluta.

"Un partidario sin reservas-se dijo el Presidente-. El hecho de que yo le haya condecorado le hará defenderme hasta la muerte."

Pero la muerte no era cosa lejana, para aquel hombre.

El cigarrillo le había sentado mal, pero encendió otro. No había la más leve señal de que fuera a amanecer. Sin embargo, eran ya más de las cuatro. Abrió la ventana y la lluvia que había caído con insistencia durante todo el día, cobró sonido. Se asomó, para escuchar los pasos del policía que hacía la vigilancia, y durante varios minutos se quedó mirando, pensativamente, los grandes charcos que se habían formado en el jardín.

Aquel maestro, pensó, estaría siempre a su lado. Y tal vez los que fueran como él, las gentes de edad. Cuando los hombres envejecen, aborrecen los cambios, incluso los cambios de Gobierno. Está bien lo que está, piensan. Es preferible que no cambie absolutamente nada, aunque lo que exista no sea muy bueno.

Pero la Universidad, no, la Universidad no estaba a su lado. Y era algo así como el símbolo de la juventud. La juventud se separaba abiertamente de él. Era tan claro y palpable aquello que ni tan siquiera los miembros de su Gobierno se habían molestado en tratar de hacerle ver las cosas de otra manera.

Ahora bien: ¿qué fuerza tenía la Universidad en aquel país? Era como una fuerza latente apenas comprobada. ¿Qué posibilidades tendría, cuando Carvajo muriera?

Porque Carvajo iba a morir. Ya no existía solución de ninguna otra clase. Era irremediable.

Alijo Carvajo moriría dos días después, al amanecer. ¿Llovería, aquel día? Era probable, pues estaban en el comienzo de la temporada de las lluvias, cuando éstas eran más fuertes. Y seguramente habría niebla. Era frecuente la niebla matinal, en noviembre.

La ejecución sería muy breve, y todos obrarían en silencio. Si los soldados del piquete hablaban, lo harían en cuchicheos. Él, en su juventud, había asistido a varias ejecuciones. Nada había variado, desde entonces.

El piquete se situaría frente al estudiante, pero mucho más cerca de él de lo que la gente imagina. No se puede fallar. Si alguien falla, uno puede encontrarse, al dar el tiro de gracia, con unos ojos abiertos que le están mirando sin odio, y esa impresión dura toda la vida.

¿Qué piensa un moribundo? Porque un hombre ante un pelotón de fusilamiento es un moribundo. Aún peor: sus sentidos están desgarradamente abiertos. La muerte física ha de entrar primero por la imaginación, pues el cuerpo aún no ha tomado contacto con ella. La muerte ha de imaginarse. Y como todavía no se siente en la propia carne, seguramente es más terrible y aguda al pensarla que al sentirla.

¿Qué pensaría un moribundo? Aquel tabaco era infame, infame. Cerró la ventana y se apagó bruscamente el ruido de la lluvia. Tal vez no pensara nada. Tal vez todos los sentidos se concentren sobre un solo dolor físico, como quien se apoya sobre una bayoneta que se le va hincando.

Era muy difícil imaginar aquellas cosas.