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El hombretón entró en la celda de Antoine y se sentó en la banqueta, sin decir palabra. Era fuerte como un toro. Estaba fumando un cigarrillo liado con papel de maíz. Miró al prisionero y le dijo con voz vigorosa;
– Escuche. Mi nombre es Óscar. Estoy aquí para interrogar a los presos. Dentro de unos momentos va a venir un hombre con una máquina de escribir. Tomará sus declaraciones. ¿Comprende?
Antoine asintió.
– No me gusta perder tiempo -siguió el otro. Se notaba en su manera de hablar, en sus movimientos, que estaba acostumbrado a ir directamente al fondo de las cosas-. Esta tarde tengo programados tres interrogatorios. ¿Se da cuenta? Si usted es buen chico y responde a mis preguntas, Óscar termina pronto su tarea y se va al cine. ¿Le gusta a usted el cine?
– Sí, señor.
– A mí me gusta mucho. Si usted me dice lo que quiero saber, la cosa no durará más que unos minutos… Es mucho mejor para todos. Sin violencias, sin gritos. Y Óscar se irá al cine.
– Pero lo que yo no comprendo…
– Usted puede permitirse el lujo de no comprender nada. Óscar, no. Óscar tiene que comprenderlo todo. En una palabra, amigo: el que pregunta soy yo.
Entró en la celda un hombre chiquito, con un esparadrapo en la mejilla izquierda. Llevaba una minúscula máquina de escribir.
– Me han sajado-dijo a Óscar, señalándose la cara-. ¿Le has dicho lo del chino?
– Enhorabuena. Estaba harto de ver esa colina en tu cara. No, todavía no.
– Pues más vale que se lo digas. Ganaremos tiempo.
– Sí -y Óscar contempló otra vez a Antoine-. Usted no parece muy fuerte.
Antoine calló.
– Quiero decir que no denota lo que se puede llamar una gran fuerza de voluntad. ¿Me equivoco?
– No lo sé -respondió Antoine, con voz apagada.
– A fuerza de preguntar, uno conoce a los que responden-explicó Óscar. Miró al hombrecillo del esparadrapo, que estaba instalando su máquina-. ¿A ti qué te parece?
– Es blando.
Óscar sonrió a Antoine.
– Dice que usted va a ser un buen chico. ¿Estás dispuesto?
– Sí -dijo Antoine. Pero no le preguntaban a él, sino al de la máquina-. Perdone.
– Lo del chino -dijo Óscar, con desgana-, es un asunto desagradable. En dos palabras: si usted nos ofrece dificultades, nosotros se lo pasamos al chino.
– ¿A qué chino? -preguntó Antoine, ingenuamente.
– ¿Cómo se llama? -inquirió Óscar.
– Profesor Yan -respondió el hombrecillo.
– Profesor Yan -repitió Óscar-. Un especialista. El chino tiene abajo una oficina muy original. Y no tiene prisa. Nos presenta unos cuestionarios muy brillantes. Nosotros le damos una copia a máquina de las preguntas, y él las devuelve todas contestadas. Jamás nos envía una sin responder.
– Ustedes quieren atormentarme, ¿verdad? -preguntó Antoine.
Tenía miedo. Siempre lo había tenido. Una vez, cuando cumplía el servicio militar en Bélgica y pidieron un voluntario, él se adelantó. Y lo hizo precisamente porque tenía miedo y quería vencerse. Pero el sargento le dijo en voz baja, después de mirarle a los ojos: "No, usted no". "¿Por qué?", preguntó Antoine. "Porque tiene miedo."
– No diga tonterías -dijo Óscar-. Usted responda y no pasará nada.
Sacó un papel muy fino, doblado en cuatro, y lo extendió ante sí.
– Bueno -dijo-. Vamos a empezar.
Una hora después, el profesor Yan les franqueaba la entrada del sótano.
– ¿Les he hecho esperar? -preguntó, con aprensión.
– No, no -dijo Óscar-. Acabamos de llamar.
– Pero pasen, por favor -y se echó a un lado. Era joven, pero su cabello agrisaba. Tenía un semblante mofletudo y aniñado que contrastaba con su pelo y la tristeza de sus ojos-. ¿Ustedes se quedarán, también?
– Ah, no -dijo el hombrecillo del esparadrapo-. No nos necesita, ¿verdad?
– Claro que no -y Yan sonrió. Tenía una bata blanca, una bata de médico, y aquello encogió el corazón de Antoine-. ¿Son muchas preguntas?
– Diez o doce -dijo Óscar-. Ya sabe, como de costumbre: si después de ser contestadas resultaran insuficientes…
– Nuevo interrogatorio. No se preocupe, recuerdo cómo lo hicimos en otras ocasiones.
Miró a Antoine.
– Pero los nuevos interrogatorios -dijo-, suelen despacharse en las celdas, por lo general. No les gusta volver aquí.
– Claro -dijo Óscar. Y señaló al prisionero-. Éste es un idiota. Está jugando a ser hombrecito.
El chino le miró con curiosidad.
– ¿Es usted de aquí, del país? -preguntó, amablemente.
Antoine negó con la cabeza. Estaba blanco.
– ¿Europeo, tal vez? ¿Americano?
– Europeo.
– ¡Ah, yo tengo muchos deseos de conocer Europa! ¿De qué país es usted?
– Bruselas. Bélgica.
– Me parece que es una hermosa tierra, ¿verdad?
Antoine asintió.
– Eso he oído decir -dijo el chino-. Un compañero mío, que vivió en París y en Bruselas, decía siempre que Bruselas era infinitamente mejor. Menos bullicio, más seriedad. Los parisienses tienen fama de ser algo ruidosos…
– Sí -asintió el hombrecillo del esparadrapo-. Nosotros nos vamos ya.
– Como quieran, como quieran -y Yan les acompañó hasta la puerta, la cerró y se volvió sin prisas hacia el prisionero.
A media tarde, Óscar regresó al sótano. Golpeó la puerta y Yan respondió, desde el interior, que abría en seguida.
– Pase usted, por favor.
Antoine había perdido el conocimiento, pero levantó súbitamente la cabeza al oír la llamada. Todos los dedos le sangraban.
– Quíteme lo del cuello -suplicó.
– Luego -dijo el chino.
– Ya estoy hablando -dijo Antoine-. Ahora, ya estoy hablando…
Pero Yan no le hizo caso. Abrió la puerta, y Óscar entró con semblante preocupado. Traía un papel en la mano.
– Estamos bien arreglados -dijo, y entregó el papel al otro-. ¿Ha empezado a hablar?
– Ahora, hace unos minutos…
Yan leía el papel con dificultad. Óscar sudaba. Se acercó al prisionero y le echó una mirada. Antoine tenía los ojos abiertos, sin odio, sin rencor. Estaba blanco como un papel.
– Oiga -dijo Óscar-. ¿No sangra demasiado?
– No, no. Lo normal.
Y el chino siguió leyendo el papel. Óscar le tocó en el codo, con impaciencia.
– ¿Ha comprendido? -preguntó.
– Sí-dijo Yan.
– ¿Qué le parece?
El otro se encogió de hombros.
– Tengo ya algunas respuestas -dijo, y señaló su papel.
Óscar las leyó. Luego movió la cabeza.
– Justamente -dijo-. ¿Cómo no me ha llamado?
– Yo no conozco estos nombres -objetó el chino.
– Sí, le comprendo. Más vale que usted y yo nos olvidemos de estos nombres, me parece.
– Quíteme lo del cuello, por favor -pidió Antoine-. Lo del cuello.
– ¿Qué tiene en el cuello? -preguntó Óscar, con curiosidad.
– Oh, un aparatito.
– ¿Y eso…?
– Es muy eficaz.
– Ya me parece que se lo puede ir quitando -dijo Óscar. Estaba sumamente preocupado. Señaló otra vez el papel que tenía el chino-: Esto nos puede traer muchas molestias.
– No saben lo que quieren. Debían habérmelo advertido antes…
– Sí. Yo que usted le iría ya quitando esa cosa que tiene en el cuello. Ya no merece la pena.
– Sí -dijo Antoine-. Por favor.
Pero luego se desvaneció de nuevo.
– Oiga. -Óscar frunció las cejas-. ¿Siempre sangran tanto?
– Ah, eso varía…
– ¿No le va a quitar…?
– Sí. -Se acercó y procedió a desmontar el aparato. Antoine gimió, y su cabeza cayó luego sobre el pecho-. Debían habérmelo dicho antes. Un trabajo inútil.
– Yo tampoco sabía nada. Ahora, más vale que rompa el papel de sus declaraciones.
Yan lo acercó a una llamita azulada y el papel ardió.
– ¿Cómo dicen ustedes en este país? -dijo Yan, haciendo memoria-. ¿No es algo como "aquí no ha pasado nada"?
– Sí -asintió Óscar. Contempló ceñudamente el aspecto del prisionero. Era la primera vez que veía uno después de…-. Me parece que será mejor que venga un enfermero.
– No es necesario, de verdad. Yo mismo le curaré. Siempre lo hago.
Y se dirigió a un pequeño armario, colgado en la pared, que tenía grabada una cruz roja.
Dieron las siete de la tarde, en algún reloj, y Óscar pensó que, de todas formas, ya no llegaría a tiempo al cine.