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El Ministro de Información levantó una mano.
– Por favor, caballeros -dijo, con voz profunda-. No puedo contestar varías preguntas al mismo tiempo.
La salita estaba atestada. Como consecuencia de la larga espera que habían padecido, los corresponsales de Prensa habían fumado con exceso. Apenas se podía respirar. En el suelo había colillas, restos de papeles que tal vez habían envuelto emparedados, ceniza. El Ministro estaba desagradado. Le molestaba que aquella gente no guardara las formas, que los nudos de las corbatas estuvieran flojos y se divisara, al fondo, un periodista en mangas de camisa…
– ¡Usted! -señaló, acusador-. ¿Quién es usted, si me hace el favor?
Las miradas de los periodistas buscaron el objetivo del Ministro.
– Usted -repitió éste, con voz seca-. El señor que no tiene la chaqueta puesta.
El aludido se azoró. Mascaba chicle, naturalmente.
– Jaime Ardilla, de "La Hora"…
– ¿Quiere hacer el favor de ponerse la chaqueta?
– Perdone…-El periodista se la puso, y hasta se peinó, con los dedos, su cabello revuelto-. Lo lamento.
– Señores. -El Ministro odiaba la desenvoltura en los demás-. Quiero advertirles que cumpliré mi cometido, facilitando una simple nota oficial, si el comportamiento de ustedes…
Hubo protestas. Alguien, también en el fondo, levantó los brazos, agitándolos. Se seguía fumando de una manera desordenada.
– ¡Una nota oficial! -repitió, amenazador.
– ¡Por favor! -pidió un hombrecillo de la primera fila. Se volvió a sus compañeros y gritó-: ¡Dejadme a mí!
El Ministro aguardaba. El hombrecillo se enfrentó con sus compañeros, levantó los brazos y gritó: "¡Yo preguntaré!". Lentamente, el vocerío fue cesando. Un fotógrafo se acercó, y el Ministro dijo:
– ¡Nada de cámaras!
El hombrecillo se adelantaba ahora. Había conseguido un silencio discreto, aunque no total.
– Señor Ministro -empezó-. Soy Zelada, de "El Tiempo". Permita que sea yo quien…
– Sí, empiece. Y no toleraré ningún desorden.
– Sí, señor. ¿Es cierto lo que…?
– Sí -dijo el Ministro-. El Presidente ha sido asesinado.
Se llevó un chasco. Esperaba voces, gritos, confusión. Deseaba a toda costa poder largarse y endosarles la nota oficial que tenía escrita desde el mediodía. Pero se produjo un silencio intenso. Salieron a relucir diversos bloques y cuadernos, como en una orquesta que prepara sus instrumentos para atacar la partitura. Sin embargo, nadie escribió una sola línea. No era una noticia fácil de olvidar.
– ¿Cuándo?
– Esta mañana, temprano. Acababa de entrar en su despacho.
– ¿Recuerda la hora?
– Las nueve, tal vez las nueve y cuarto… Fue muerto de un solo disparo de pistola.
Zelada preguntó:
– ¿Y el agresor, señor Ministro?
El Ministro vaciló.
– Su nombre es Avelino Angulo.
Los periodistas le miraban. Esperaban más. Una aclaración, sin duda, sobre la personalidad del agresor. El Ministro se adelantó a sus preguntas.
– Un terrorista -dijo-. No sabemos más.
– Se dice -dijo un hombre rechoncho, con voz cuidadosa-, que trabajaba en el Ministerio…
– ¡No es cierto!
– … que ocupaba el cargo de Oficial de la Subsecretaría.
– Le acabo de decir que no es cierto, señor…
– Oleson, de "Noticias de la tarde".
– Bien: ya me ha oído, señor Oleson. Por favor, no insistan. Estoy dispuesto a cortar mis declaraciones en cualquier momento.
Zelada levantó una mano.
– ¿Qué motivos podía tener?
– ¿Usted sabe qué motivos puede tener un terrorista?
El periodista tomó unas notas, poco convencido.
– ¿Le molestaría, señor Ministro -preguntó luego-, contarnos lo sucedido con el mayor número posible de detalles?
– Prácticamente -dijo el Ministro-, no conocemos detalles. Avelino Angulo, no sabemos cómo, logró entrar en los Ministerios. Tal vez, durante la noche.
Se oyó claramente una voz sofocada que decía: "¿Y la vigilancia?". Pero el Ministro no pudo descubrir su procedencia. Sin inmutarse, continuó:
– Como de costumbre, el Presidente entró en su despacho a las nueve. Cinco o diez minutos más tarde, se oyó el disparo. Eso es todo: la muerte fue instantánea.
– ¿Y Avelino Angulo?
– Fue detenido, por supuesto.
– ¿Trató de huir?
El Ministro vaciló.
– No -confesó luego-. Lo encontraron de pie, con el arma en la mano…
El Ministro se arrepentiría más tarde de aquella declaración. Es muy difícil que resulte odioso un hombre que hace algo y luego no huye.
– ¿Opuso resistencia?
Nueva vacilación. ¿Sería prudente…?
– No, no opuso resistencia.
– ¿Se ha descubierto su afiliación a algún partido?
– El B. A. S. ha iniciado sus averiguaciones. Aún sabemos poco… Tengan en cuenta que no han transcurrido ni seis horas.
– Nos hacemos cargo. ¿Estaba casado?
– ¿El terrorista? Sí, estaba casado.
– ¿Edad?
– Treinta, cuarenta años.
– ¿Amistades?
– El B. A. S. les responderá mañana. Están sobre todo ello.
– ¿Profesión del agresor?
El Ministro pensó: "Profesor del Liceo". Pero dijo:
– Lo ignoramos.
– Sin embargo, era del país, ¿no es cierto?
– Creemos que sí. Aún tenemos pocos datos, no lo olvide.
– Por favor: ¿detalles del disparo?
– Les ruego que no ahonden demasiado, que sean discretos. Era nuestro Presidente, recuérdenlo. Una herida en la región abdominal.
– ¿Y murió en el acto? -Esta vez era un periodista alto y desgarbado quien hacía la pregunta, con gesto dubitativo.
– Sí, ya se lo he dicho.
– ¿Alguna información más sobre el atentado? -pidió Zelada.
El Ministro negó con la cabeza.
– Ninguna información -dijo-. He manifestado todo lo que sabía.
Se formó, inmediatamente, un cierto ambiente de incredulidad. Fue como un murmullo sofocado, como un zumbido. El Ministro se impacientó. Siempre le había fastidiado la Prensa. Siempre había pensado que los periodistas de aquel país eran aficionados a quitarse la chaqueta y hablar con el pitillo en los labios solamente porque lo habían visto hacer a sus colegas en las películas que llegaban de los Estados Unidos. Deseaba marcharse cuanto antes y trató de precipitar su fuga.
– ¿Alguna pregunta más?
– Sí -dijo un periodista joven y lleno de aplomo en quien el Ministro no había reparado hasta ahora-. ¿Quién asumirá ahora el Poder?
Se produjo un silencio desagradable. Todos los rostros contemplaban al Ministro, en cuyo labio inferior pareció producirse una pequeña vibración, casi un temblor. El Ministro recorrió con la mirada todos los bolígrafos y estilográficas que, quietos en el aire, aguardaban una respuesta.
– Es usted muy joven -dijo el Ministro, después de buscar una frase airosa y, a poder ser, humillante para el otro. Pero luego se dio cuenta de que atribuyendo juventud nadie podía molestarse-. Si tuviera más experiencia, no haría esa pregunta.
– Perdone, señor Ministro -se excusó el periodista.
Pero resultaba bien claro que no estaba avergonzado ni pesaroso. Su tono desvirtuaba sus disculpas. Y hasta se diría que se mostraba orgulloso de haber puesto el dedo en la llaga.
– Existe un Gabinete Ministerial – dijo el Ministro. Deseaba a toda costa mostrarse desagradable-. ¿Lo sabía usted?
– Sí, lo sabía.
El Ministro pensó que debía ir con cuidado. El muchacho parecía sutil. Se produjo alguna sonrisa, y lo grave fue, precisamente, que los que sonrieron bajaron la cabeza y fingieron escribir.
– El Gabinete se reunirá esta noche -explicó el Ministro, renunciando al ataque-. Mañana serán ustedes convocados nuevamente.
– ¿Sabremos mañana quién…?
– ¡Mañana sabrán lo que decida el Gabinete! -explotó el Ministro. Algo le decía que no se había apuntado precisamente ningún tanto en aquella convocatoria de Prensa-. Buenas tardes, caballeros.