39188.fb2 Muerte Por Fusilamiento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 49

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CUARENTA Y OCHO

Era el último domingo de diciembre. Hacía más frío que de costumbre, y llovía de una manera constante y aburrida. Antoine entró rápidamente en “La Papaya”, se sacudió su traje mojado, y observó que el viejo indio y la niña ya estaban allí. También estaba el ciego y la prostituta. Y Sabatina, que desde la mesa del rincón, le miraba con ojos inexpresivos.

– Ha vuelto -dijo el ciego, como si sus ojos estuviesen presentes en todo lo que le rodeaba, como si se dirigiera al recién llegado-. La reconocí por el perfume. Jamás olvido un olor, por malo que sea.

Antoine vaciló, de pie, como si no supiera dónde dirigirse. El dueño del bar le contemplaba con divertida expresión. El indio dijo:

– Muchacho. -Antoine pensó que, el idiota, jamás le había llamado así-. No vaya ahora a dejarse seducir…

El indio había oído, una vez, una novela retransmitida por radio en la que un personaje le decía a otro: “No te dejes seducir por sus encantos”. Le pareció una buena frase. Sólo que, en esta ocasión, apenas si Sabatina tenía encantos.

– Estás empapado -dijo Sabatina-. Y hace un frío horrible.

– Podías haber escogido otro lugar -murmuró Antoine al sentarse. Estaba resentido por la presencia de ella- No veo por qué… ¿Quieres volver conmigo?

– No. Pero está bien que yo venga aquí. Me gusta este bar.

Al indio le molestaba la presencia de la muchacha. No le gustaban Las Caucas, y había imaginado que tal vez los tres -Antoine, la niña y él-, podrían vivir en el piso de su amigo. En Las Caucas, mientras uno dormía, las ratas se paseaban confianzudamente por el suelo. Al despertar en medio de la noche era frecuente oír sus breves pasos, sus pequeños choques, el lento trabajo de sus dientes. Sería preferible irse a vivir al piso de Antoine.

– He pensado que tal vez lo querrías -se justificó Antoine. Pidió una copa y luego se palpó la ropa-. Dios mío, estoy calado hasta los huesos. Lo he pensado así cuando te he visto aquí, sentada, como si me estuvieras esperando…

– Es que te esperaba. Quería verte.

– ¿Para qué?

– Para nada. Para verte.

La prostituta debía estar dormida, porque estaba con la cabeza apoyada sobre la mesa, como si durmiera o se hubiera propasado bebiendo.

– No se viene porque sí, me parece -se quejó Antoine. Estaba entristecido por la lluvia constante, por Las Caucas, por aquella muchacha que solamente venía para verle, sin ningún otro motivo-. ¿Qué ha dicho ese ciego de tu perfume?

– Cuando te llevaron -explicó ella-, me dio dinero.

– ¿El ciego? Estás loca.

– No tenía nada… Me tuvo que dar dinero.

– Como antes, como antes de que yo te encontrara.

Ella asintió con naturalidad. Sus ojos eran perfectamente inexpresivos. Jamás había distinguido el bien y el mal.

– Sí, como antes.

– Pero antes no te ibas con ciegos, antes eras otra cosa…

La prostituta había levantado la cabeza y les miraba ahora, con un ojo guiñado de sueño. Preguntó:

– ¿Le han matado?

– ¿A quién? -dijo Antoine.

– A su amigo, al terrorista… Tiene usted amigos famosos.

– ¿Era amigo de usted? -preguntó el dueño. El asunto le interesaba.

– No sé lo que… -empezó Antoine. Era odioso que siguiera lloviendo de aquella manera, que la lluvia no acabara jamás-. Déjenme tranquilo.

El indio levantó una mano.

– Ya lo saben -dijo-. Déjenle tranquilo. Él no tiene nada que ver con eso.

– Tendría gracia -empezó el ciego, con voz monótona-, que ese hombre hubiera luchado por la vuelta de Salvano. Tendría maldita gracia.

– ¿Qué hombre? -preguntó el indio.

– El terrorista.

Todos miraron al ciego. Antoine se sintió mal. La prostituta dijo, dirigiéndose al dueño:

– Estuvo aquí, en esta misma mesa, con él -y señaló a Antoine-. Hablaban de Europa.

El dueño asintió. Lo recordaba muy bien.

– Era un tipo raro -comentó.

– ¿Por qué tendría gracia lo de Salvano? -preguntó el indio.

– Porque no ha vuelto al Poder-dijo el ciego, lentamente-. Pero yo sé que alguna vez ha de volver.

– Seguro -dijo la prostituta-. Y le devolverá a usted los ojos.

– No, pero volverá -insistió el ciego.

Antoine estaba nervioso. ¿Tal vez le podía perjudicar que…? Sintió que la mano de Sabatina se apoyaba en la suya.

– Después de tanto tiempo -dijo ella, dulcemente-, he querido verte. Eso es todo. Saber si estabas peor.

– No, no estoy peor -suspiró Antoine-. ¿Vas a volver con él?

– Sí. Tal vez se case conmigo, alguna vez…

– ¿Te lo ha dicho?

Sabatina negó con la cabeza.

– Entonces, no se casará.

– Tampoco me ha dicho que no se casará -objetó Sabatina, sin convencimiento.

– Me acuerdo muy bien -dijo el dueño, pensativo-. Era un tipo que parecía estar siempre preocupado…

– Sí -asintió el ciego.

– Pero usted no le veía. No podía saber si…

– No hablaba -dijo el ciego-. O hablaba en voz muy baja. La gente que hace eso suele estar muy preocupada.

Se levantó, manoseando la mesa, y empezó a dirigirse hacia la salida. No andaba muy firme, y todos lo advirtieron. Cuando llegó a la puerta, se volvió. La puerta abierta hizo que el ruido de la lluvia pareciera furioso. Dijo, con voz pastosa:

– Algún día, Salvano volverá a este país. ¡Amén!

La corriente de aire frío se apagó, cuando la puerta se cerró tras él. El dueño murmuró, como si hablara para sí: "Ahora no va a parar de llover hasta el mes de febrero…". Y siguió limpiando los vasos.

El indio dijo a la niña:

– Anda… Nosotros también nos vamos. Es endemoniadamente tarde.

La niña se levantó. Había crecido un poco, y las angulosas rodillas que asomaban bajo su falda eran feas y huesudas.

– ¿Viene con nosotros? -preguntó el indio, dirigiéndose a Antoine-. Es más de medianoche.

– No… Iré más tarde.

Sabatina les vio marchar. Les recordaba muy bien: el viejo indio, y una niña que no parecía tener ningún parentesco con él, ningún parentesco con nadie. Un poco de pena asomó a sus ojos cuando preguntó a Antoine:

– ¿Es que vives con ellos?

– Vaya…-dijo Antoine-. Sólo provisionalmente.

Ella le miró de una manera inexpresiva. Aún no le había dicho a él que había venido a "La Papaya" porque estaba triste, aquella noche, y porque no comprendía el motivo de su tristeza. Ahora se daba cuenta de que no se lo diría jamás. No tenía objeto alguno.

– Siento que las cosas te hayan ido mal -dijo Sabatina, volviendo a poner su mano sobre la de él-. De verdad que lo siento.

Sin saber por qué, Antoine recordó a Avelino Angulo. Tampoco a él le habían ido muy bien las cosas.

– Oh -dijo, tratando de sonreír, tratando de quitar significación a todo lo que les rodeaba y al mundo entero-. No tiene ninguna importancia.