39188.fb2 Muerte Por Fusilamiento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Muerte Por Fusilamiento - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

SIETE

Leonardo -llamó el Presidente, asomando la cabeza por la puerta de su despacho. Sus ojos se encontraron con los de Avelino Angulo, que escribía sobre su mesa. Angulo bajó la mirada, sin inmutarse. Era la primera vez que se veían.

El Subsecretario preguntó:

– ¿Sí, Excelencia?

– Ven un momento, por favor.

El Presidente cerró la puerta y entró otra vez en su despacho. Marta, su secretaria, le miraba con ojos de censura.

– ¿Por qué hace eso, Excelencia? -reprendió-. ¿Para qué estoy yo?

– Es una tontería -dijo el Presidente-. Anda, déjanos solos.

Marta recogió sus cosas. "Lo que pasa es que quería ver lo que ocurría ahí fuera", pensó.

En la antesala, el Subsecretario dijo a Angulo:

– Luego continuaremos.

Entró en el despacho presidencial, después de rascar la puerta con las uñas.

– Leonardo -dijo el Presidente-. Vamos, cierra la puerta. Me han dicho que has tomado un nuevo oficial.

– Así es, Excelencia.

Los ojos del Presidente se volvieron hostiles.

– ¿Para qué?

– Hacía verdadera falta. -El Subsecretario cruzó las manos sobre su exiguo abdomen-. Tuve que prescindir de Antúnez.

– Pero… yo designé a Antúnez -dijo el Presidente. Tenía los ojos azules y limpios, como los de un niño rubio, pero en su mirada faltaba determinación. Su cabello era completamente blanco-. Era de absoluta confianza.

– También lo es éste. Puedo enseñarle la ficha…

– ¡No me interesa la ficha! -gritó el Presidente. Estaba desasosegado. Se rascó el pecho, sin quitar los ojos de la alfombra. Hablaba mucho mejor con Leonardo cuando contemplaba la alfombra o el suelo-. Tú puedes enseñar la ficha de todo el mundo… Estás demasiado bien organizado. Y tienes demasiadas fichas. Quiero que se respeten mis cosas, que no me las toque nadie. Ni tú, Leonardo. ¿Qué hizo Antúnez de malo?

El Subsecretario separó las manos y abrió los brazos, en un gesto premeditadamente elocuente.

– Nada -dijo-. Eso es lo malo. Era incompetente.

– ¿En qué?

– En casi todo… Tuvo poco tacto en la cuestión de los tabaqueros. Les estimuló. Se atrevió a…

– ¿A qué?

– A decir que usted no veía con malos ojos la huelga.

El Presidente le miró ahora abiertamente.

– ¿Y no era cierto?

– Pienso que, aunque lo fuera, debía haberse callado. Era una huelga injusta. Hemos hablado de ello en otras ocasiones. Una huelga de brazos parados en la mejor cosecha que jamás…

– ¡No es verdad! -El Presidente buscó en sus cajones, revolvió papeles, pero no encontró lo que buscaba-. Bien, es igual. No se trataba de una huelga de paro, Leonardo, y tú lo sabes. Los obreros se quedaban en las fábricas, después de finalizado el trabajo. Eso era todo. ¿Repercute eso en la producción del tabaco?

– Era un desorden…

– Desorden… ¿Dónde está ahora Antúnez?

– Creo que fuera de la capital.

– Pero, ¿dónde?

El Subsecretario abrió de nuevo los brazos.

– No lo sé, Excelencia.

El Presidente apretó fuertemente los labios.

– Mándalo llamar -ordenó.

Se produjo un silencio embarazoso. El Presidente fue el primero en romperlo. Leonardo aguantaba endemoniadamente bien aquellas cosas.

– Ya me has oído -dijo.

– No creo que sea fácil. Lo intentaré, de todas formas. Su dirección actual…

– La policía. La policía te la dará.

– Sí, Excelencia.

El Presidente hizo un signo de que la conversación había terminado. Pero tal vez el Subsecretario tardaba demasiado en marcharse, o a él se le antojaban muy largos aquellos instantes; lo cierto es que cambió la posición de los ojos varias veces. Volvió a sentir en el costado derecho aquel extraño hormigueo que le atacaba en las sesiones del Gabinete cuando las cosas se le torcían o algo le contrariaba.

Dos horas después, el Subsecretario volvía a entrar en su despacho, inmediatamente más tarde de haber rascado la puerta con las uñas.

– Bueno, Leonardo -dijo el Presidente-. Perdona que te haya vuelto a llamar. Me molesta tener que disgustarme contigo, lo sabes muy bien.

– Eso no importa -dijo el Subsecretario-. Siempre nos hemos llevado muy bien.

– Sí, es cierto. Pero, en lo de Antúnez…

– Reconozco que me he precipitado.

– No digo yo tanto. Precipitado… Pero me hubiera gustado que contaras antes conmigo. Siempre hemos obrado de la misma manera. ¿En alguna cuestión te he desautorizado?

– Nunca. No comprendo cómo no se me ocurrió…

– Déjalo. Tú eres joven, Leonardo, y puedes tener tus ideas propias que…

– ¡Joven! No, no. He cumplido cincuenta y…

– Y yo setenta. ¿Ves? Eres joven. En la política, se nace a los cuarenta, tal vez más tarde.

Sin embargo, comprendía que había dicho una estupidez. ¡Joven! Realmente, Leonardo no parecía tener edad, se dijo. Era delgado, grisáceo, sin emociones aparentes. Sin que se apreciara ningún brillo especial en su personalidad, no cabía duda de que tenía "fuerza". Esa clase de fuerza que se advierte cuando un determinado asunto la requiere, y nunca antes. Una fuerza secreta, sin gritos ni alteraciones. Era hipotenso, naturalmente. Y asténico. Por supuesto, se desconocían sus pasiones, en el problemático caso de que las tuviera. Lo que más alarmaba al Presidente era desconocer los móviles que tuviera el otro. No le gustaba esa clase de personas de las que no se sabe por qué ni para qué funcionan, de las que no se conoce sus estímulos. Leonardo era soltero, no bebía, no fumaba con regularidad, no tenía vicios. No cazaba, no jugaba al golf. Y en cuanto a mujeres… ¡Bien! Carecía de aquella clase de tentaciones. Era como si obrara y se desenvolviera sin cuerpo, como si su carga humana fuera perfectamente inapetente, no le exigiera nada. Tenía una mentalidad muy poderosa dentro de un cuerpo débil y sin necesidades. Tal vez aquello era la perfección. Pero a él, al Presidente, no le gustaban aquella clase de perfecciones. Las temía. Prefería conocer el origen de cada cosa, en lugar de tener que preguntarse qué remota procedencia podría tener un deseo manifestado.

Por el contrario, era curioso que de él, del Presidente, todos supieran inmediatamente cómo pensaba. Parecía que advertían lo que iba a decir. Y se formaban defensas; les encontraba prevenidos, esperándole. Era enojoso. En las reuniones del Gabinete, se le formulaban objeciones. Demasiadas objeciones. No se le ocultaba a él que aquello había ido en aumento, que durante los primeros tiempos de su mandato las cosas eran distintas. Y que, entonces, la suerte le había favorecido. La suerte era como un viento que, ahora, repentinamente, hubiera dejado de soplar. Ahora, en un determinado debate de Ministros, su opinión era una más, y rara vez la mejor. Lo advertía, era extraño, en las pausas. Rara vez podía él sostener un silencio y seguir hablando sin que nadie le interrumpiera. Siempre había alguien que aprovechaba la indecisión de su palabra para decir algo y desviar la atención general. En cambio, con Leonardo ocurría algo muy distinto. Si Leonardo estaba hablando y se callaba, podía prolongar su pausa sin temor: nadie le interrumpía. Se le notaba seguro de que aquel silencio era suyo. Por supuesto, no se trataba de hablar más o menos fuerte. Leonardo hablaba con voz casi débil, en tonos dóciles… pero seguros. Sí, no cabía duda de que en muy contadas ocasiones su opinión era la mejor. En otros tiempos, por el contrario, su palabra era la única que contaba. Lo advertía, más que en sus asentimientos, en las miradas de los otros. Por ello, ahora, estaba obligado a tomar soluciones mezquinas. Soluciones que, más tarde, cuando ya le habían conseguido el triunfo, le resultaban bajas y repugnantes. Su solución era ahora aferrarse a su juicio, defenderlo levantando la voz, golpeando incluso sobre la mesa de sesiones. Y aquellas pequeñas explosiones, aquellos arrebatos de ira que asomaban a sus ojos azules, iban seguidos, invariablemente, de silencio. Los demás se callaban. Le oponían una barrera sin palabras, de párpados bajos… ¿Qué estaban pensando? Cuando un hombre baja la cabeza y se calla, y parece sumirse en algún dibujo que había estado haciendo distraídamente, es imposible saber lo que está pensando. Pero él tenía necesidad de saberlo. Presentía que, cuando la reunión terminaba y él abandonaba el Gabinete, había comentarios, juicios, tal vez risas. Hubiera sido horrible, desde luego, que hubiera risas. No era probable que llegaran a tanto. Las horas que seguían a una reunión le resultaban penosas. Estaba inquieto. Buscaba constantemente un pretexto, una razón perfectamente natural que le obligara a llamar a Leonardo o a cualquiera de los otros que todavía le eran adictos. Necesitaba saber lo que habían hablado, lo que habían pensado… Y cuando Leonardo comparecía, le resultaba muy difícil esconder la inquietud que sentía, ante la inalterable calma del Subsecretario.

– Por el contrario -prosiguió el Presidente, después de una larga pausa-, la política acorta la vida. Agota.

El Subsecretario buscó una frase adecuadamente impersonal.

– Me parece -dijo-, que toda actividad intensa causa esos efectos.

– Cerraremos la cuestión de Antúnez -dijo el Presidente, tratando de ser casi afable.

Estaba lleno de dudas. Si un hombre sospecha que empieza a declinar, a deslizarse hacia abajo ¿era preferible ser magnánimo, o tal vez no? Era cierto que los mezquinos, los pequeños y los débiles, no eran jamás generosos. Pero ¿se podía con síntomas, con manifestaciones externas, demostrar a otro que se tiene lo que uno mismo sospecha haber perdido? ¿O se trataba de algo más que una simple sospecha? Tal vez, en su interior, él mismo supiera que algo había cambiado. Entonces, era claro que trataba de dar señales de fortaleza ante sí mismo, no ante los demás. Si así ocurría, era claro que luchaba por creerse fuerte, pensando, sin saber que lo pensaba, que esa fe originaría nuevamente su fuerza. La fe siempre originaba fuerza.

Mucho más tarde, cuando regresaba en el coche oficial a su residencia, empezó a torturarse pensando si había obrado acertadamente. Desde hacía algún tiempo, no era muy firme en sus convicciones. Si imponía su voluntad, las lentas y obsesionantes meditaciones que seguían a su acción le configuraban, ante sí mismo, como un hombre irrazonable y despótico. Y él odiaba la palabra despotismo. No siempre los hombres del B. A. S. lograban borrar los adjetivos clandestinos que aparecían algunas mañanas en las paredes y fachadas de la ciudad. Eran palabras garabateadas durante la noche, mal trazadas por la precipitación que el peligro había provocado. Algunas veces, muy pocas, había acertado a leer desde su coche aquellas palabras. "Déspota" y "Dictador". La Prensa extranjera repetía el último término hasta la saciedad. "Dictador". Era cosa sabida que fuera de sus fronteras nadie le llamaba de otra manera. ¿Había obrado acertadamente, con el asunto de Antúnez? También era frecuente que le sucediera que, si abandonaba una convicción propia por contentar a otros, se atribuyera luego debilidad de carácter.

Durante todo el viaje de regreso le atormentó la idea de haber confirmado la destitución de Antúnez. Había hecho mal, sin duda. Prácticamente, había pedido disculpas al Subsecretario, al quitar al asunto toda su virulencia. Se había comportado como un hombre que ha disparatado sin que le asistiera una brizna de razón. Y no debía de haberlo hecho. Él tenía toda la razón. No se podía destituir a nadie sin contar con él, no se podían efectuar cambios con la alegría e irreflexión que Leonardo había demostrado.

¿Qué pensaría ahora Leonardo? ¿Había entendido su gesto, que él entonces creyó ecuánime? Una cosa era segura, y aquello era lo inquietante: si detrás de la decisión del Presidente había algo de cobardía, Leonardo lo habría advertido. Leonardo lo advertía absolutamente todo.

El coche enfiló una estrecha avenida en sombras, bordeó el pequeño estanque y se detuvo ante la fachada principal del palacete. Dos hombres, vestidos de paisano, se inclinaron cuando él subió la escalinata. Otro le abrió la puerta. El Presidente no saludó a nadie. Prefería ignorar a los que se encargaban de su custodia personal. Tres años antes, cuando subió al Poder y le mostraron las fotografías de su guardia recién elegida, vio que se trataba de gente torva. Jamás los había mirado de frente. Aquello era algo que el instinto le había enseñado. Una especie de instinto presidencial.

El ama de llaves le abrió la puerta y procedió, con lentitud, a quitarle el abrigo.

– No voy a cenar, señora Flórez -dijo él. Tenía frío-. Una copa de brandy, simplemente.

– ¿Le caliento la copa?

– Sí, como siempre.

Fue a subir la escalera cuando un ramo amarillento de flores, colocado sin gracia ninguna sobre un jarrón, le llamó la atención.

– ¿Qué clase de flores son ésas? -preguntó, bruscamente.

– Crisantemos, me parece.

– Quítelas -dijo, malhumorado. Luego, a mitad de la escalera, se creyó obligado a dar una explicación-. No sé si usted sabrá, señora Flórez, que el crisantemo, en Europa, es una flor fúnebre.