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V. La amiga

Cuando estaba exiliado Rosas no interrumpió su relación preferencial con las mujeres. Siendo gobernador había confiado en ellas como colaboradoras y activistas, pero también como custodios de su intimidad. Alejado definitivamente de su patria, una señora porteña, doña Josefa Gómez, se convirtió en su corresponsal. A ella reservó el ex dictador el cuidado de intereses económicos de importancia: la recaudación de fondos entre sus parientes, amigos y ex funcionarios de su gobierno para aliviar sus estrecheces y hasta le pidió que intercediera por él ante el general Urquiza. Paralelamente a la gestión de esos asuntos, Rosas encomendó a Josefa (Pepita), una suerte de legado espiritual gracias al cual la posteridad conocería aspectos de su actuación pública y también su punto de vista frente a los hombres y a los acontecimientos que conmovían a la Europa de entonces: la Comuna de París, el surgimiento de los sindicatos británicos, el rol del Papado en la Iglesia, etc., etc.

En el curso de esta correspondencia, sostenida con admirable continuidad entre 1853 y 1875, año en que falleció Pepita, don Juan Manuel expresaría algunas ideas sobre el rol de la mujer en la política que pueden considerarse sorprendentes para quien tenía una concepción tan autoritaria del poder:

“Pienso también -escribía en 1867- que si de las mujeres han nacido los hombres, también ellas pueden contribuir a la felicidad de la Naciones nacientes, que por su inexperiencia cometen los errores de la juventud, que es mejor sean modificados por las manos suaves de las Madres que por la aspereza de los preceptores”. [302]

Estima José Raed, el editor de estas Cartas del exilio, que fue el papel desempeñado por la Gómez, más independiente de la presión de Rosas de lo que fueron Encarnación o Manuelita, lo que hizo comprender al ex dictador que la mujer puede ser una contribución magnífica a la felicidad de las naciones y esto le parece un paso positivo de quien, cuando fue gobierno, anuló la Sociedad de Beneficencia, la entidad creada por Rivadavia que dio injerencia a las señoras de la alta sociedad porteña en cuestiones asistenciales y educativas. [303] Pero este reconocimiento tardío no era una revisión de la concepción conservadora de Rosas en la política y en la economía: expresaba más bien desconfianza hacia tantos varones que lo habían rodeado en sus días de gloria y luego lo abandonaron a su suerte, mientras la parte femenina del grupo federal, e incluso de su propia familia, le había sido más fiel y más sensible a sus dificultades económicas. Este Rosas de la vejez vuelve a confiar en la madre como elemento conservador por excelencia. En otro párrafo de esa misma carta, don Juan Manuel expresa su desdén por tantos jóvenes inexpertos que conducen a su país y que “cometen un grande error cuando no dan los lugares distinguidos (que corresponden) a los mayores de edad, con dignidad honrosa, servicios y saber”. [304]

Entre las mujeres de Buenos Aires que fueron más consecuentes con el ex gobernador, y le dieron apoyo y consuelo en los años de la derrota, Josefa Gómez ocupa, pues, un relevante lugar. Los historiadores de la época de Rosas, simpatizantes o críticos de su trayectoria, coinciden en admirar la constancia con que esta señora sostuvo la causa del Restaurador en tiempos en que todo lo que oliera a rosismo era anatematizado por la política oficial. Con razón le escribía Justo José de Urquiza que el motivo principal por el que se hallaba dispuesto a ayudar a Rosas, era por “el interés que usted toma por el amigo en desgracia”, mientras se preguntaba qué se habían hecho los amigos del general Rosas a quienes colmara de fortuna en su época. [305]

Así, aureolada por su desinteresada amistad, y como puente entre dos figuras cumbres de la historia argentina, Rosas y Urquiza, se coloca Pepita Gómez en la historiografía de la época federal. Su actuación pública, generalmente elogiada, resulta de interés no sólo por su propia relevancia sino porque resulta un buen ejemplo de cómo ha sido elaborada la memoria del pasado por los historiadores. Dice Manuel Gálvez: “La figura de esta mujer excepcional ocupará un puesto de primer plano en las relaciones entre Rosas y Urquiza”. Y Mario César Gras afirma que si Octavio Amadeo, autor de Vidas argentinas, se hubiera tomado el trabajo de buscar en los archivos, no hubiera escrito que Rosas, que ocupó mediante el terror las almas de sus conciudadanos, al exiliarse no dejó la nostalgia de su recuerdo, pues la conducta de Josefa Gómez, como la de su amigo el rico hacendado José María Roxas y Patrón, muestran que logró dejar en sus almas un sólido recuerdo y que incluso en la adversidad, y a pura pérdida, y sin reparar en sacrificios, le dieron su respaldo. [306] Hasta Sánchez Zinny, tan adverso a Rosas en su biografía de Manuelita, reconoce que padre e hija pudieron experimentar “la profunda abnegación de esa mujer maravillosa, sin un renunciamiento, sin una falla, sin enturbiar jamás el purísimo cristal de la más hermosa y leal de las amistades y cuya memoria debía aureolar todo a su alrededor, con la luz sublime de su alma exquisita, acrisolando en el corazón de sus amigos, su propia belleza moral”. [307]

Pepita fue la auténtica embajadora de Rosas en Buenos Aires, pero sus datos biográficos se han ignorado hasta ahora. Sólo Mario César Gras se preocupó por reunir antecedentes de esta señora, interrogando a gente del antiguo Buenos Aires. “Su biografía es desconocida -afirma- y su reconstrucción, a tanta distancia de los sucesos de que fue actora, resulta poco menos que imposible. La vulgaridad de su apellido impide una pesquisa a través de familiares suyos, que seguramente existirán, pero que es difícil identificar. Mi deseo de llenar así este vacío de la historia se ha visto así malogrado”, pero a través de testimonios de amigos y parientes del Restaurador, familias de Ortiz de Rozas, Terrero y Cordero, pudo ofrecer los siguientes datos:

Josefa Gómez pertenecía a una antigua familia de origen uruguayo, radicada en Buenos Aires y emparentada con los generales Servando y Leandro Gómez -este último defensor heroico de Paysandú-; era algo mayor que Manuela Rosas, morocha, de ojos negros y vivaces, bastante instruida para la época y el medio, bien considerada en la sociedad, aunque su pública adhesión a Rosas le produjo cierto aislamiento. Era soltera, y la Pepita a la que alude constantemente no era su hija, sino su sobrina, a quien había criado como hija, dándole el trato de tal al quedar huérfana. Vivía en su propia casa de la calle Potosí, con su madre y otros parientes, y era dueña del importante establecimiento rural Las Encadenadas, situado en el partido de Las Mulitas (hoy 25 de Mayo), de otro campo en Gualeguaychú y de otro más en el departamento de Río Negro (R.O. del Uruguay).

Esta mujer de temperamento enérgico y varonil, continúa Gras, administraba personalmente sus bienes y pasaba largas temporadas en la estancia. Nunca ocultó, ni aun en los tiempos de la completa hegemonía del partido liberal en Buenos Aires, su simpatía por Rosas. “He visitado a la señora doña Pepita Gómez -escribe Roxas y Patrón a don Juan Manuel en 1865-. No la conocía sino de nombre. Es una federala exaltada, enragé, hablamos bastante de V. E. y varias veces le asomaron lágrimas a los ojos. No permite que se hable mal de V. E. delante de ella. Se bate con el más pintado.” [308]

En los momentos culminantes de la fobia antimazorquera en Buenos Aires, Josefa había sido agredida por la opinión liberal ultra. Así sucedió en 1856, cuando fracasó la invasión de Jerónimo Costa al Estado rebelde. Mercedes Rozas de Rivera, la hermana preferida del Restaurador, sufrió amenazas e insultos por parte de los jóvenes que acaudillaban los hijos de Florencio Varela. “A la pobre Pepa Gómez le tocaban a degüello y le gritaban horrores”, narra Mercedes, dando cuenta de las represalias que se tomaron contra los elementos federales de la ciudad y de la bravía respuesta que ella había sabido dar a hechos que mostraban que el espíritu de la guerra civil seguía intacto en la capital segregada. [309]

Gracias a documentos que existen en el Archivo General de la Nación, he podido establecer con fidelidad quién fue doña Josefa Gómez, la amiga intelectual de Juan Manuel de Rosas. El interés de esta biografía femenina reside en que ella permite atisbar aspectos poco conocidos de la vida íntima del círculo que rodeaba a Rosas en Palermo, y asimismo, del comportamiento de ciertos grupos de la sociedad porteña a mediados del siglo XIX, que incluye tanto a laicos como a sectores del clero local. Los ribetes cuasi novelescos de esta historia explican por qué resultaba tan difícil indagar acerca de esa gran amiga de Rosas.

Había nacido en Buenos Aires y era hija de Juan Simón Gómez y de Mercedes Perrín, casados en 1802. Josefa contrajo matrimonio con Antonio Elías Olivera, de quien no tuvo hijos. En la década de 1840 había enviudado, y realizó el trámite legal necesario para adoptar una niña, Juana Josefa, a la que daría el apellido de su marido, Olivera. Su madre se opuso a la adopción, que afectaba sus propios intereses, pero no pudo evitarla. Desde esa época, y hasta su muerte, en 1875, Josefa vivió en la calle Defensa 123, y no en la casa familiar de la calle Potosí como sostiene Gras. Compartía esa vivienda con su propietario, el canónigo Elortondo.

Don Felipe de Elortondo y Palacios (1802-1867), deán de la Catedral, director de la Biblioteca Pública (1837-1852), legislador y personaje destacado del clero porteño, hijo de un comerciante vasco y de una dama de antiguo linaje criollo, también consideraba a Juana Josefa (Pepita) como su hija adoptiva y en alguna oportunidad la llamó hija suya. [310] En su casa la viuda de Olivera se desempeñaba como ama de llaves. Ambos frecuentaban la quinta de Palermo y recurrían al gobernador y a su hija cuando necesitaban apoyo. Así lo hace el canónigo en setiembre de 1848; le escribe a Manuela, usándola como intermediaria ante Rosas:

“Esta carta pondrá en manos de usted a mi hija adoptiva, Juana Josefa. Creo que algo sabrá usted del aprecio que profeso a esta niña. Si en esto puede haber exceso, yo confieso mi responsabilidad. Mi amor se aumenta por instantes, y el deseo de su felicidad me ocupa sin intermesión (sic). Pero juzgo que no se la amaría realmente, si no pensase en su porvenir. Yo quiero bajar al sepulcro con la confianza de que se lo dejo asegurado.

”Mis bienes patrimoniales son ya de ella. También lo será todo lo que se encuentre al tiempo de mi muerte y me pertenezca. Me falta que aquellos bienes queden en tal disposición que puedan darle una subsistencia medianamente cómoda y segura, cualesquiera sean las eventualidades del tiempo y de los acontecimientos.

”Esto es lo que me propongo con las modificaciones que pienso hacer en la casa de mi propiedad. Mas para eso, me es indispensable realizar el boleto de tierras que el Exmo. Señor Gobernador se dignó despacharme como a empleado público.

”Aquí entra Señorita mi súplica. Con confianza se la dirijo porque no dudo que el asunto que la motiva encontrará una completa simpatía en un corazón tan sencillo y noble como el suyo.

”Quiero, pues, rogar a usted que cuando le sea posible, y en la oportunidad que su prudencia y discreción le sugiera, se interese con el Exmo. Señor su Padre”, etc., etc. [311]

En el tono cortesano que era de rigor, el canónigo buscaba la anuencia oficial para realizar las reformas que harían de la casa que había heredado de su madre, en la calle Defensa, una vivienda moderna con negocios a la calle (los alquileres se pagaban bien en esa zona elegante de la ciudad). Para ello debía cambiar por dinero el boleto en tierras que había recibido del Estado, por voluntad del gobernador, como recompensa a sus servicios políticos. La carta está fechada a fines de setiembre de 1848, pocas semanas después del fusilamiento de Camila O'Gorman y del sacerdote Uladislao Gutiérrez, ocurrido en agosto. Ellos habían sido encontrados culpables de escándalo público y ajusticiados para dar satisfacción “a la religión y a las leyes y para impedir la consiguiente desmoralización, libertinaje y desorden en la sociedad”.

Elortondo había tenido que ver con el caso O'Gorman. Temeroso de incurrir en la ira del gobernador porque demoró en denunciar la fuga de los amantes, deslindó responsabilidades: él no había recomendado a Gutiérrez para el curato del Socorro, la culpa era del señor obispo. [312] En cuanto a Rosas, que había dejado en claro que él no era un niño para escandalizarse con los pecados de los clérigos, no vaciló en hacer aplicar el peso de una ley medieval y absurda, con el agravante de que Camila estaba embarazada, para dar ejemplo de orden y de moralidad. Pero, ¿a qué ejemplo moral se refería cuando en su propia casa de Palermo imperaba una gran libertad de costumbres, como se vio en el anterior capítulo, y hasta los sacerdotes que formaban parte de su círculo vivían amancebados?

Los emigrados, que estaban al tanto del doble mensaje moral que trasmitía el gobernador en sus exigencias públicas y su conducta privada, lo indujeron a buscar un chivo expiatorio en Camila y Uladislao. En 1849, pocos meses después del fusilamiento de Santos Lugares, se preguntaba Sarmiento si había sido el celo llevado al fanatismo por la religión y la moral lo que había motivado aquel exceso de rigor. Más bien, suponía, Rosas aprovechó la oportunidad para aterrorizar a una sociedad que empezaba a relajar su disciplina política, puesto que él “en su sociedad íntima de Palermo, admite a la barragana de un sacerdote, del señor Elortondo, bibliotecario, sirviendo este hecho de base a mil bromas cínicas de su contertulio”. [313]

En Rosas y su tiempo, Ramos Mejía hace mención de “ciertos clérigos galantes y algunos de mundanas aunque discretas costumbres, que respetando severamente el candor de las niñas solteras solían insinuarse en su corazón para insinuar predilecciones imprudentes que rozaban la política (…) Muchos de ellos estaban emparentados con las principales casas, federales y unitarias”. Muy veladamente se refiere luego a “algunos tipos de singulares galanteadores que cambiaban su adhesión y entusiasmo político por aquella parte de tolerancia que el espíritu volteriano y travieso de don Juan Manuel solía brindar cuando le convenía usar de los vicios y las debilidades ajenas”. [314]

Como Rosas no ignoraba los amores de Elortondo, le exigía fidelidad absoluta y lo utilizaba como principal informante en cuestiones eclesiásticas. Esto pudo verificarse cuando en enero de 1851 el delegado apostólico Ludovico Besi desembarcó con gran pompa en Buenos Aires con el propósito de estrechar las relaciones entre la Iglesia local y la Santa Sede romana. Besi mostró mucho disgusto por la condición cuasi cismática del clero porteño, comprobó su escasa moral y su dependencia del gobierno civil. Informó a Roma acerca de la conducta del deán Elortondo -a su ama de llaves la apodan “la canonesa”, dijo, y además, él es el correveidile de Palermo-; se sentía, “circundado por mil espías” que noche a noche consignaban a Rosas una puntual memoria de sus actos y dichos, de todo paso que daba y de las visitas que recibía. [315]

No se equivocaba: en el archivo de Rosas se guardan los documentos en los que Elortondo daba cuenta al gobernador de las andanzas del delegado papal, de su presencia en el Colegio de Huérfanas, o en lo del canónigo García y de la forma en que se había expresado en relación con el problema de la intervención de la autoridad política en la elección del obispo de la diócesis. “He ofrecido a S. E. que nada le he de reservar de lo que crea que es necesario o cuando menos conveniente que V. E. sepa”, afirmaba el deán, ratificando que su lealtad era primero con el poder político y sólo en segundo término con el Papa. [316]

En cuanto a la “canonesa”, es decir, Pepita Gómez, ella tenía bastante autoridad para efectuar reclamos ante el jefe de policía, pidiendo el castigo o la libertad de quien la hubiera perjudicado; su presencia en Palermo era frecuente, en la tertulia de Manuela y en las alegres cabalgatas que allí se organizaban. Pero no era íntima amiga de la hija del gobernador; no se tuteaba con ella pese a la poca diferencia de edad y Manuela no conocía a la madre de la Gómez, aunque sí a su hermana, Ignacia Gómez de Cáneva, con la que también mantuvo relación epistolar durante el exilio. [317]

Al día siguiente de la derrota de Rosas en Caseros, Josefa se apresuró a confirmar su fidelidad y solidaridad con el vencido. Manuela supo agradecérselo con palabras sinceras que escribió desde el Centaur, en la rada de Buenos Aires, y apenas llegó a Plymouth en las Islas Británicas. “En la adversidad las amigas como usted son un bálsamo consolador”, le decía. “Tatita jamás dudó de su amistad (…) Cuando leo sus cartas me imagino que estoy hablando con usted. Su lenguaje es tan claro como ha sido usted constante y cariñosa amiga.” [318]

En esta larga e ininterrumpida correspondencia entre Josefa, Rosas y su hija, hay recuerdos afectuosos para don Felipe Elortondo; al principio, con bien justificada incertidumbre, porque el deán había sido de los primeros en saludar y homenajear a Urquiza en Palermo y obtener así que se lo mantuviera en sus dignidades eclesiásticas: “Si usted cree que no será desagradable al señor canónigo Palacios mis recuerdos, sírvase manifestárselo”, escribe Rosas en 1854. En los saludos casi nunca se olvida, además de don Felipe, a Pepita, la hija supuestamente adoptiva de esta pareja, y más tarde, cuando en 1857 Juana Josefa contrajo matrimonio con Adolfo Barrenechea, a su esposo, hacendado en el partido de La Matanza. [319]

Otra persona muy mencionada en estas cartas es Dalmacio Vélez Sarsfield, gran amigo de Felipe y de Josefa: “A la llegada del paquete no dejo de ir a lo de su amiga doña Pepa y regularmente veo letra de usted. Hablamos de los tiempos pasados; le cuento mil mentiras de usted respecto de mí: se enoja, me burla, se ríe y acabamos tristemente dudando si la volveremos a ver o no”, le dice Vélez a Manuela en 1854, cuando aún no se habían enfriado sus relaciones con los Rosas, debido a la actitud que el jurista cordobés adoptó en 1857, cuando la Legislatura inició el juicio contra Rosas. [320]

Josefa, en cambio, mantendría su relación con el autor del Código Civil, pero de todos modos su posición era, como se ha visto, mucho más expuesta a las agresiones de los miembros exaltados del partido liberal que no le perdonaban su reconocido rosismo. Su relación con Manuela y su padre se profundizó a medida que el tiempo pasaba, y a medida que los proscriptos precisaban de los servicios de alguien siempre dispuesto a ayudarlos y a solidarizarse con ellos de mil maneras.

Las dos mujeres empezaron a tutearse. Las visitas a amigos y parientes se hicieron cada vez más frecuentes, y mientras Ignacia Gómez de Cáneva visitaba en Inglaterra a los Rosas, Josefa conocía a la familia Terrero, mantenía su amistad con Mercedes Rosas y ejercía cierta protección sobre Eugenia Castro, como se vio en el capítulo anterior. Pero en las cartas que intercambió con Manuelita abundan referencias a preocupaciones clásicamente femeninas, al estado físico de las dos señoras que empiezan a engordar y a envejecer, a recomendaciones para mejorar y conservar la salud. En ese sentido, la señora de Terrero aconsejó a Pepita que llevara una vida más sana. Ella que había sido una de las primeras jinetes del país en los tiempos en que frecuentaba Palermo, no podía abandonar el ejercicio físico por completo: “Si no te hubieses apoltronado antes de tiempo y hubieses continuado dando tus paseos a caballo, no estarías tan gruesa y tu salud se habría conservado mejor”, le dice en 1866 cuando ya se cuentan catorce años desde su separación y no saben si tendrán el placer de abrazarse y acariciarse mutuamente. [321]

En cada cumpleaños los retratos de los amigos más queridos ocupan el lugar de honor en casa de los Terrero, de ahí la importancia que tiene el envío de fotografías de ellas y de sus familias. Mientras Manuelita le hace conocer a sus “ingleses”, Pepa le manda el retrato de su hija, Pepita, “una real moza que tiene toda la razón en llamarse linda”, dirá la señora de Terrero que posteriormente admirará las gracias de María, la niña adoptada por el matrimonio Barrenechea.

Como Manuela conoce el espíritu inquieto de su amiga, los sinsabores que atraviesa y la manera en que esto influye en su constitución sanguínea, le recomienda tomar alguna tisana que le adelgace la sangre y caminar mucho como se estila en Inglaterra. Cuando la epidemia de 1868 amenaza a Buenos Aires, se alegra porque Josefa, siempre decidida y emprendedora, se cuenta entre las primeras en alejarse de la ciudad para evitar el contagio. Otro punto de coincidencia entre la Gómez y los Rosas es el amor por la vida rural. Josefa manejaba personalmente su estancia de Las Encadenadas en el partido de Las Mulitas. Entre octubre y diciembre vigilaba la esquila (los lanares eran la principal riqueza de los hacendados argentinos hacia 1860) y a menudo su estadía se prolongaba varios meses más. [322]

La señora de Terrero encarga a su diligente amiga algunas misiones delicadas, por ejemplo, visitar a las ancianas tías Ezcurra, Margarita y Juanita, para sugerirles, lo más discretamente posible, que en sus testamentos se acuerden de los hijos de su hermana Encarnación tan injustamente desprovistos de sus bienes por razones políticas. Las gestiones habrían dado fruto, pues en 1869 Manuela se anoticia de las disposiciones temporales “que conforme a tus justas indicaciones” practicaron las dos damas. Algunos años después, también será Pepita la responsable de rescatar dos prendas muy entrañables que habían pertenecido a doña Encarnación, unos zarcillos de oro y una caja, y de intentar disuadir a la tía Juanita de que dejara como heredero suyo a un muchacho paraguayo al que había recogido; la tía estaba haciendo el ridículo. [323]

El fallecimiento del deán Elortondo en agosto de 1867 dio lugar a que Manuela expresara su pesar. Se apresuró a escribirle a Josefa por la pérdida “de tu mejor amigo y a quien con tanta razón lloras sin consuelo (…) Así vamos viendo desaparecer tanto ser querido, Pepita, hasta que nos llegue el turno de pagar también nosotros el tributo a que nuestra existencia está sujeta. Quiera el cielo que se cumpla el mío antes que pasar por el tormento de ver desaparecer a mis tan amado padre, Esposo e hijos. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Tened piedad de mí. A otra cosa hijita”. Siempre tolerante, la señora de Terrero comparaba el dolor de su amiga por la pérdida del canónigo con el que le ocasionaría a ella la desaparición de sus seres más queridos. [324]

Elortondo había muerto luego de una breve enfermedad. Como era todo un personaje del clero porteño, la prensa católica lo elogió en estos términos: “Algún día, la historia, iluminando su nombre, lo legará a la posteridad como modelo del sacerdote cristiano”. [325] Pero la testamentaría del deán se complicó por su situación familiar: vivía en la casa de la calle Defensa, rodeado de imágenes de santos y de libros piadosos, en compañía de Josefa, que administraba el hogar; de la hija adoptiva de ambos, Pepita, y de su esposo; de otro niño adoptivo, Felipe, y de algunas personas de servicio. Al morir, no había testado en favor de su hija, según se lo había propuesto en 1848, cuando le escribió a Manuelita, y esto daría lugar a un conflicto de intereses que se sumó a otros incidentes contra su sucesión.

En diciembre de 1851, precisamente poco antes de la batalla de Caseros que tantas cosas cambió en Buenos Aires, el canónigo había testado en favor de su alma y encargado a uno de sus primos que fuera el comisario de su “testamento largo”. En el lenguaje de la época esto quería decir que todos sus bienes se aplicarían al rezo de misas o a limosnas por el bien de su alma y de la de sus padres. Correspondía al albacea determinar la forma en que se encargarían dichos rezos, pero cuando los sacerdotes amigos del muerto revisaron sus cajones, seguramente por reclamo de las Gómez y Olivera, hallaron una disposición manuscrita que modificaba en parte la última voluntad otorgada en el 51: la niña Juana Josefa Olivera de Barrenechea quedaba como heredera usufructuaria de la casa materna -Defensa 133- con la condición de que la madre, doña Josefa, mantendría la administración de ésta “en el mismo orden en que hoy la tiene”. Muertas ellas sin sucesión, la casa se vendería en beneficio de su alma, pero aún había una cláusula que protegía a Adolfo, el yerno, y un legado de mil pesos anuales para Pepita, que recibía, además, la cama del muerto y los retratos de sus padres: “Espero del amor que debe tenerme que los tratará como si yo mismo los tuviese”, escribía el deán de su puño y letra. [326]

Esta disposición, fechada en 1863, provocó un asunto que se ventiló en los Tribunales, pues mientras los albaceas, que eran sacerdotes, se atenían a la voluntad expresada en primer término por Elortondo, “las dos honestas ancianas que desde hace años tiene el deán a su servicio”, según dirían discretamente los primeros documentos del caso, se mostraron muy decididas a hacer valer sus derechos y a seguir cobrando los jugosos alquileres de la casa que habitaban.

El pleito se inicia formalmente en setiembre de 1867 cuando la señora de Barrenechea confiere poder general a su madre, Josefa Gómez, para que en su nombre entienda en todas las instancias. Ella demostrará entonces la tenacidad singular que, como es sabido, aplicó a la defensa de los intereses de Rosas: se niega al desalojo que ordena el juez en primera instancia, apela, argumenta que su hija es dueña de la finca por una antigua donación inter vivos y que ambas disponen de la vivienda desde veinte años antes de la muerte del canónigo; que las reformas que se hicieron en la casa desde sus cimientos fueron pagadas con su dinero, etc., etc. Los albaceas advierten que la maniobra consiste en entablar distintas acciones para mantener la posesión indefinidamente; dicen que la posesión es precaria, pues las dos señoras entraron en la casa por simple consentimiento del dueño. Sólo en el archivo de Rosas, allá en la lejana Inglaterra, se guardaba el testimonio de don Felipe sobre el dinero que había pagado las mentadas reformas. Y, seguramente, allí también se conocía el origen de los campos en el partido de Las Mulitas, pero estos secretos estaban a buen recaudo. Nadie por otra parte osaba afirmar que el derecho de Juana Josefa provenía de su condición de hija del deán, aunque éste, en una única oportunidad, hubiera reconocido a la niña como su hija, a la que nada podía negar. [327]

Pepa Gómez de Olivera falleció repentinamente de un ataque al corazón el 14 de mayo de 1875, a los 63 años de edad y sin recibir los sacramentos debido al carácter súbito de su muerte, en la misma casa de la calle Defensa a la que había entrado, treinta años antes, con el clásico subterfugio de ama de llaves del poderoso dignatario eclesiástico don Felipe de Elortondo y Palacios. Su testamento, otorgado en 1868, era claro y prolijo: dejaba el grueso de su patrimonio, la estancia de Las Encadenadas, y la parte de la casa que finalmente le correspondiera en el juicio, a Juana Josefa; había legados especiales para su nieta María, y para una sirvienta de mucha confianza; también para su hermano Juan Gregorio Gómez y para los hijos de Luis, que ya había fallecido. [328]

Hasta el día de su muerte Josefa se carteó con los Rosas. Su correspondencia con Manuela, según se ha visto, giraba en torno de intereses económicos y de intimidades domésticas, pero con don Juan Manuel el espectro de temas se ampliaba considerablemente: Pepita no es sólo la gestora de la ayuda pecuniaria que sostiene al ex gobernador en sus últimos y difíciles años, sino también su confidente en asuntos de política nacional y extranjera y en lo que hace a la historia de la Confederación Argentina durante su hegemonía. Ella se convierte así en una suerte de intermediaria entre el destacado hombre público en el exilio y sus compatriotas, pero además oficia de hilo conductor entre el pasado histórico y las preguntas que se podrían formular desde el presente. Mario César Gras y José Raed utilizaron esas cartas para importantes publicaciones, y a esto debe agregarse su indudable vinculación con Saldías: el testamento de Pepita se registró en la escribanía del padre del primer historiador que revisó la época de Rosas.

La amistad entre don Juan Manuel y Josefa se comprende asimismo desde otra perspectiva: ella era una mujer práctica, voluntariosa, trabajadora y cuidadosa de sus bienes. Rosas valoraba y respetaba a ese tipo femenino, más aún cuando demostraba ser, como Pepa, una diestra administradora de estancias y en lo político una defensora tenaz del orden conservador. De algún modo, esta dama representaba el rostro femenino del poder, frío, pragmático, seguro.

En noviembre de 1863 Rosas se empobreció a tal punto que debió abandonar su casa en la ciudad de Southampton y retirarse a la chacra de los alrededores; decidió entonces encomendar a su gran amiga una delicada misión: hacer llegar a manos de Urquiza una carta en la que solicitaba ayuda económica, cualquiera fuese la cantidad que pudiera acordarle, “pues creo que debo hasta a mi patria, no perdonar medio alguno permitido a un hombre de mi clase para no parecer ante el extranjero en estado de indigencia, quien nada hizo por merecerla”.

Explicaba Rosas a Pepita las razones por las que la había elegido: “He preferido a usted para su entrega por la amistad y confianza que me merece, por su lealtad, por la finura de su benevolencia y por la capacidad y acierto con que no dudo se ha de ocupar en este tan importante servicio para mí”. [329]

Ella recibió con júbilo el encargo que le permitía superar definitivamente su ambigua condición social: ya no era la “canonesa” como la apodaba la maledicencia porteña, ni sería objeto de las pesadas bromas que Rosas le hacía en Palermo: ahora era la persona de confianza del ex gobernador a la cual recurría en “uno de los hechos más penosos de su vida”. Lamentaba en su respuesta no estar en condiciones de ayudarlo personalmente “como lo haría sin hacerme esperar, si tuviera la mitad de la fortuna de a quienes usted hizo ricos o del mismo general Urquiza. Y agregaba: “mucho favorece usted mi pobre inteligencia cuando somete a ella el examen y aprobación de la carta que usted dirige al general Urquiza”.

Diligente, Josefa se puso en contacto con el caudillo entrerriano; insistió ante la esposa de Urquiza, Dolores Costa, explicándole que se trataba del “pedido de un amigo desterrado en patria extranjera, mi señor amigo, el general Rosas” y por último, en cumplimiento de su misión, viajó al palacio San José a entregar personalmente la carta, permaneció allí siete días y conversó largamente del tema con el propio Urquiza. Según escribió Pepita a Rosas, pudo escuchar de los propios labios del vencedor de la batalla de Caseros una autocrítica -difícilmente creíble- por su gran error y crimen en haber dado por tierra con el gobierno de don Juan Manuel y una serie de reflexiones sobre la ingratitud de los hombres y de los pueblos. En lo material, Urquiza se comprometió por escrito a contribuir con mil libras anuales para el sostenimiento de Rosas que se harían efectivas a través de la firma Dickson, que tenía agentes en Buenos Aires.

Rosas respondió emocionado ante la generosidad de quien lo había derrocado, consciente además de que las cartas que ellos intercambiaban formaban parte ya del “registro de páginas ilustres pertenecientes a la historia”. Su agradecimiento se hacía extensivo a Pepita. Manuela le escribió a su vez: “Como hija, como amiga y como semejante, mi admiración y reconocimiento para ti no tienen límites, pues lo real es que la elevación de tu alma y heroico tesón en obsequio de la justicia, son dones raros en nuestra miserable vida”.

Pero, explica Mario César Gras, de no haber sido por Pepita, mujer tenaz y decidida, las cosas hubieran quedado ahí, pues Urquiza demoró el cumplimiento de su palabra. [330] Sea porque de este modo mantenía en vilo a su antiguo adversario, o porque, para desempeñar bien su rol de caudillo, se comprometía con demasiados auxilios económicos, o porque hubo quienes se entrometieron en el asunto, lo cierto es que el pago se demoró inexplicablemente, para desesperación de Rosas, que había hecho gastos extraordinarios dando por descontada la recepción del dinero prometido.

Padre e hija hicieron de Josefa su paño de lágrimas y ella, infatigable, procuró averiguar qué estaba ocurriendo: chocó con la indiferencia de Dolores Costa, supuso que “alguna mano perversa” había impedido que el dinero llegara a destino, sospechó del barón de Mauá que en un principio había sido encargado de la operación, y la había desatendido “como buen canalla brasilero”, y escribió insistente a Urquiza; hizo, de paso, un gran elogio de la señora de Terrero: “algún día verá la luz pública un gran libro sobre esa argentina que no sabe aborrecer pues nunca tuvo para nuestros enemigos políticos una palabra agria”. Recomendó a Urquiza influir sobre el presidente Mitre para que éste a su vez indujera al gobernador de Buenos Aires, Mariano Saavedra, a fin de que desembargara los bienes de Manuelita. Y por fin halló un aliado seguro: el padre Domingo Ereño, cura de Concepción del Uruguay y federal entusiasta que había sido capellán del ejército de Oribe cuando el sitio de Montevideo. Con esta colaboración finalmente fueron entregadas las mil libras, única contribución, según ha demostrado Gras, enviada por Urquiza a Southampton. [331] El testimonio de los afanes de la Gómez por lograr el envío del giro está en el archivo de Urquiza; son muchas las cartas escritas con ese mismo objeto, pero también, a través de otros documentos, parecería que Josefa era informante de Urquiza en Buenos Aires y que parte de su correspondencia, más allá del problema de Rosas, la enviaba con seudónimo o de manera anónima. [332] Pepita integraba sin duda el círculo federal que había considerado a Urquiza como el jefe político que sucedía a Rosas, pero que paulatinamente, a medida que se definía la política del gobernador de Entre Ríos y su alianza con el presidente Mitre, se iría alejando de él hasta calificarlo por último de traidor. Precisamente, cuando esta alianza se hace evidente, el 2 de junio de 1865, Josefa escribe a Urquiza:

“Usted puede disponer siempre sin reserva de su constante amiga siempre en el camino del honor y sin ofrecerle sacrificios indignos que usted mismo rechazaría con indignación, al verme apostatar de mis principios por galantear el error de un amigo que estimo muy de veras aunque marchemos encontradamente; al fin de la jornada nos encontraremos frente a frente de la justicia de Dios que vela por el decoro y la dignidad, independientemente de su pueblo”. [333]

Así concluía la parte sustancial de la relación triangular entre Josefa, Rosas y Urquiza. A partir de entonces, el afán de don Juan Manuel por conseguir recursos se centraría más bien en sus amigos, parientes y antiguos colaboradores, algunos de los cuales, como José María Roxas y Patrón, o la familia de Juan Nepomuceno Terrero, enviaron regularmente dinero a Southampton, sin olvidos ni reticencias. Pero correspondió a Pepita la responsabilidad de visitar una por una a las personas que Rosas le indicaba en sus cartas, registrar las sumas con las que se habían comprometido y hacérselas llegar. En ese empeño, viajó a Montevideo y se encontró con Mateo García de Zúñiga, de la acaudalada familia de estancieros amiga de los Ortiz de Rozas; visitó también a Pedro Ximeno, el ex capitán del puerto de Buenos Aires que había ganado mucho dinero en su función; trató a Carlos Orne y a Antonino Reyes. Sólo Orne la rechazó e incluso sospechó de la limpieza de sus intenciones, suponiendo que la carta de Rosas era apócrifa y que ella quería hacerse de algunas libras. “Miserables, mi leal probidad no recibe mancha con ese lodo que no me alcanza”, exclama la Gómez, que atribuye a Diógenes Urquiza haber derramado la semilla de la duda en el corazón de Orne.

Pero la dama no se amilanó. Sabía que los Rosas la querían y apreciaban como a un miembro de la familia. Íntimamente comparaba su propia generosidad con sus ilustres amigos en desgracia con la de tantos antiguos rosistas que se habían pasado a la causa de los vencedores. Ella también había recibido favores del ex gobernador, “pero no en beneficio mío -aclara- todos en bien de los desleales salvajes unitarios”. Y comparaba los sinsabores de Rosas con los que padeció Napoleón cuando los generales y mariscales a los que había colmado de riquezas se entibiaron y por último propendieron a su caída. Sin duda el concepto del Estado que tenía doña Josefa se reducía a un sistema primitivo de lealtades y favores que se dispensaban mutuamente gobernantes y gobernados. Ella, por su nobleza de alma, se hallaba ahora en primera fila para servir a quien la recibiera en Palermo cuando estaba en la cúspide de su poderío y pese a que la situación irregular de Pepita era pública y notoria. [334]

En materia de fidelidades, una mirada a la lista de contribuyentes redactada por el mismo Rosas sugiere que había más mujeres que varones entre quienes aún se mantenían leales al Restaurador en la distante Buenos Aires. Fuera de ciertos rechazos abruptos, como el de doña Estanislada Arana de Anchorena, que se negó a reconocer servicios hechos por Rosas a su familia cuando administraba campos de don Nicolás, su finado marido, varias señoras viudas de rosistas prominentes mostraron comprensión ante las dificultades económicas que atravesaba el proscripto. Así lo hicieron la viuda de Facundo Quiroga, doña Petrona V. de Vela, y Josefina H. de Ramírez, lo mismo que Margarita y Juanita de Ezcurra y Petrona Ezcurra de Urquiola, que se manifestó muy conmovida. Entre las desagradecidas, Rosas señaló temporariamente a la íntima amiga de Manuelita, Petrona Villegas de Cordero, hija de su gran amigo don Justo Villegas, y a Ignacia Gómez, la hermana de Josefa. [335]

También lo preocupaba la frialdad de algunas de sus hermanas y cuñadas. Gregoria Rozas, la mayor de la familia a la que “frecuentemente recuerdo con sentimientos de ternura, aprecio y honor”, no se anotó en las listas de personas que auxiliaban a don Juan Manuel. Tampoco lo había hecho doña María Josefa Ezcurra, según se dijo en otro capítulo; ella ni siquiera había pagado la deuda que Rosas sentía que aún le debía porque la ayudó cuando estaba pobre; doña Andrea Rozas de Saguí se había ido a la tumba dejando como heredero a un sobrino y a una niña adoptada. Y así sucesivamente. Ni hablar de Gervasio, que más bien había parecido aliviado que contristado con la partida de su omnipotente hermano luego de la derrota del 3 de febrero de 1852. [336]

Pero más allá de ser su brazo derecho en materia financiera, Josefa Gómez tendría el rol de hacerle a Rosas una suerte de gran reportaje para la historia. Como una periodista avant la lettre ella contribuiría a escribir la biografía del Restaurador. Por su intermedio, sabemos, por ejemplo, la plena responsabilidad de Rosas en el fusilamiento de Camila O'Gorman y de Uladislao Gutiérrez. La pregunta, formulada en 1869, tendía a librar de responsabilidad en el trágico hecho a Dalmacio Vélez Sarsfield, el gran amigo de Pepita: “Cuando presidía el gobierno provincial bonaerense encargado de las relaciones exteriores y con la suma del poder por la ley goberné según conciencia. Soy pues el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como los malos, de mis errores y de mis aciertos”, afirmaba el ex dictador, en gesto de supremo orgullo, como si la historia del país hubiera pendido sólo de su voluntad exclusiva y excluyente. [337]

Habían pasado más de veinte años desde el fusilamiento de los amantes en Santos Lugares y el asunto provocaba todavía un estremecimiento de horror en la sociedad argentina y enlodaba a sus posibles instigadores, como Vélez o Lorenzo Torres. Pero Josefa Gómez, la barragana del deán, no parecía sentir otra cosa que una natural curiosidad acerca del episodio del 48: mujer pragmática y nada romántica, había sabido protegerse mediante una relación privilegiada con el poder, sin trasgredir abiertamente las normas morales de la época, como lo hiciera la apasionada Camila. Y una de esas normas era la de impedir que se hicieran públicos los vicios privados del grupo gobernante, fuera éste civil o eclesiástico. En la penumbra se admitía todo, o casi todo; a plena luz era muy diferente.

El diálogo histórico entre doña Josefa y don Juan Manuel incluía muchos otros asuntos. A veces se detenía en el análisis de las grandes figuras contemporáneas: en mayo de 1870 Pepa relató a Rosas con lujo de detalles el asesinato de Urquiza y los sentimientos contradictorios que esta muerte suscitó en su ánimo. Por un lado, lealtad y amistad hacia el caudillo entrerriano, por otro “como mujer patriota y de partido, no pude menos como ahora digo a usted que exclamar: ¡La justicia de Dios se ha cumplido, los traidores y parricidas tienen que morir trágicamente! No siempre se puede jugar impunemente con la vida de los pueblos y de los hombres, sin que éstos se levanten protestando contra el traidor vendido al extranjero”.

Ella era contraria a la actitud del gobierno nacional que responsabilizó a Ricardo López Jordán por este crimen y decretó la intervención federal a la provincia de Entre Ríos usando el arma que le daba la Constitución al Poder Ejecutivo para imponer el orden en el interior del país. “Si fuese un hombre de ellos batirían palmas por la muerte de Urquiza, como las batieron cuando don Juan Lavalle fusiló de su orden al benemérito coronel Dorrego”, afirmó Pepa, conmovida ante la lucha que se avecinaba, y en la que, a la postre, resultaría destruido el único ejército provincial en condición de competir con las fuerzas nacionales. [338]

Rosas tampoco era partidario de la intervención federal, y así seguía el intercambio de noticias y de opiniones sobre asuntos públicos. También le interesaba al ex gobernador, que no había olvidado su experiencia de estanciero, lo que ocurría en los campos de Pepita, las pérdidas frecuentes de ovejas (3.000 murieron en el verano de 1870, como consecuencia de tormentas que castigaron la región); otras, le recrimina algunas actitudes, por ejemplo, haber entregado al doctor Vélez la carta en que hacía la célebre afirmación sobre Camila, porque él la había escrito “de cualquier modo, sin reparos de ningún género”, confiado en “nuestra fina y noble amistad e impulsado por el deseo de complacer a usted al contestar a sus reiteradas preguntas”. A veces se disgusta porque la Gómez hace circular otras misivas y en otras oportunidades desciende a un tono más íntimo, recomienda recetas para sus mutuas dolencias, o la felicita porque aún permanece soltera (pasando por alto que ella misma se reconocía viuda de Olivera). [339]

Los hechos contemporáneos que ocurren en Gran Bretaña son interpretados por Rosas exclusivamente desde su experiencia en la política rioplatense. Cuando en 1870 el gobierno de Su Majestad adopta medidas durísimas en relación con lo que ocurre en Irlanda, Rosas siente que así se justifica el acierto del partido federal argentino cuando lo invistió con la suma del poder. “Si la Gran Bretaña hubiera hecho lo mismo, ha muchos años, no se habría encontrado hoy en la dura necesidad indispensable y urgente de hacerlo”, opina. [340]

El paso del tiempo no había hecho más que profundizar el conservadurismo de don Juan Manuel, aprendido en la niñez en el hogar de los Ortiz de Rozas, en la capital virreinal, y en las estancias de la frontera sureña. Episodios resonantes como los de la Comuna de París (1871) lo ratificaron en sus temores sobre los peligros relativos a la Sociedad Internacional de Trabajadores de los que ya había apercibido a su amigo, Lord Palmerston. Le horrorizaban determinados postulados de la Internacional, sobre todo el de abolición del derecho a la herencia. Tampoco estaba de acuerdo con que el Concilio Vaticano (1871) tratara el dogma de la infalibilidad papal, pues la discusión de asuntos tan sagrados debía dejarse para tiempos tranquilos (tal como él lo había propuesto en la Confederación Argentina cada vez que los gobernadores intentaban ponerse de acuerdo sobre la organización constitucional), y esto lo llevaba a reflexionar sobre los sacerdotes que en su país habían sido sus contrarios políticos.

“Estas naciones siguen bajando en la marcha bien equivocada de que ya no poco hemos escrito”, afirma Rosas, y recomienda para frenar la anarquía en Francia, que ha entrado en la Tercera República, que el designado por gran mayoría para la presidencia sea robustecido por ley con la suma del poder, a imitación de lo hecho en Buenos Aires en 1829. Disgustado ante las “inauditas insolencias de la Internacional ”, sostiene que “cuando hasta en las clases vulgares desaparece cada día más el respeto al orden, a las leyes y el temor a las penas eternas, solamente los poderes extraordinarios son los únicos en hacer respetar los mandamientos de Dios”. [341]

El hijo de misia Agustina López se estremecía ante el avance del socialismo y sólo creía en el sistema republicano cuando se ejercitaba, como él lo había hecho, dictatorialmente. Desde Buenos Aires, Josefa le informa que incluso allí se movilizaban grupos de trabajadores nucleados en la Sociedad Tipográfica Bonaerense (1871). Un año después, el tema eran los asesinatos en Tandil, llamados los “crímenes de Tata Dios”, sublevaciones populares de inspiración arcaica que darían lugar a una serie de reflexiones de Rosas. Estas abarcaban incluso cuestiones educativas: criticaba el plan presentado por el rector Juan María Gutiérrez para la Universidad de Buenos Aires bajo el principio de enseñanza “compulsoria y libre” que producirá solamente anarquía en las ideas de los hombres porque es perjudicial enseñar a las clases pobres. Este conservadurismo extremo lo lleva a lamentar que en el Imperio Británico se autorizaran meetings -reuniones públicas- y a proponer un golpe de Estado, encabezado por Su Santidad Pio Nono, a fin de evitar el indiferentismo y la multiplicidad de sectas. [342]

También Josefa compartía ese disgusto por la marcha de la modernidad, la preocupaba, por ejemplo, el exceso de extranjeros que habitaban en Buenos Aires. Entre las últimas cuestiones que abordó con su amigo, estaba la de los derechos argentinos sobre la Patagonia y el Estrecho, el Cabo de Hornos y las costas sobre los dos océanos, es decir, al problema limítrofe con Chile que era una de las preocupaciones del gobierno del presidente Sarmiento. Don Juan Manuel demostró en esa oportunidad su impecable información y seguro criterio. El anciano exiliado recordaba con precisión que los documentos pertinentes se encontraban en el Archivo General y en el del Ministerio de Relaciones Exteriores. Su lucidez y claridad en la materia contrastaba con su dificultad para comprender los cambios que se estaban produciendo en la sociedad europea y rioplatense. [343]

Tenía cerca de ochenta años y seguía carteándose con Pepita, que lo interrogaba sobre los grandes hechos de los que había sido protagonista. ¿Cómo se desarrolló la entrevista entre Rosas y Lavalle en 1829? Juan Manuel aclaraba la cuestión y luego comentaba el proyecto de la Gómez: ella quería vender sus ganados, arrendar el campo y dar un paseo en abril o mayo de 1875 por esos países, si Dios quiere, “para tener el placer de visitar a sus queridos amigos antes de bajar a la tumba”.

Juan Manuel se opone; el campo le parece lo mejor de mayo a setiembre para conservar la salud, no un paseo por tierras extrañas. “¿Y adonde podría ir usted que estuviera con más comodidad, confianza y sosiego que a su propia casa? Mis padres, personas de la mejor salud, acortaron sus días por la venta que hicieron de sus estancias y retiro a la ciudad. No olvide que los arrendatarios en los campos perjudican su valor, por lo que cuesta echarlos; y si son de chacras mucho más, por los intrusos que permiten, lo difícil que es echar o hacer desalojar a unos y a otros, y lo que hacen desmerecer el campo, las malezas que nacen en los rastrojos.” Por otra parte, el viaje resultaría costoso e incómodo. “Estos paseos son buenos para los jóvenes -insiste- no para las personas de edad que necesitan cuidados y ser bien asistidas.” Pepita precisaría por lo menos dos criadas que supieran el idioma de esas naciones; una sola podría enfermarse, “y entonces, ¿quién cuidaría de usted?”. Puntilloso y previsor como siempre, le recomienda no olvidar “cómo es hoy el servicio de asistencia y de criados en estos países, que en el día ha llegado al extremo de una insolencia insoportable”.

En estas cartas últimas a Pepita, Rosas recuperaba en plenitud su pasión por las cosas del campo argentino, y sus cuidados de muchacho, cuando con el apoyo incondicional de Encarnación se instaló en Los Cerrillos y convirtió esas tierras incultas en un establecimiento modelo. Se explayaba también sobre sus achaques con más confianza que con su propia hija: “Manuelita no siempre sabe cuál es el indudable estado de mi salud. Aunque me escribe con muchísima frecuencia, solamente le contesto pocas veces, en cada año, cuando el asunto lo precisa, pues mis ocupaciones no me permiten más. Y jamás le hablo de mi salud, ni a persona alguna”. [344]

En cuanto a Josefa, sorprende su extraña lucidez al proponerse viajar para abrazar a los Rosas antes de partir definitivamente, pues falleció en mayo del 75 y es probable que ya sintiera los síntomas del mal del que murió en forma repentina.

Las últimas cartas intercambiadas por los dos amigos tratan simbólicamente de un asunto eclesiástico relativo a la expulsión de los jesuitas decretada por Rosas. El arzobispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros, había recordado este hecho. Pepita, que no estaba de acuerdo pues suponía que era una crítica injusta al gobierno del ex gobernador, aunque se tratara de un hecho rigurosamente histórico, escribió al prelado reclamando explicaciones, se indignó con la respuesta y luego se comunicó con Rosas, exaltada como siempre. [345]

El 20 de abril del 74, don Juan Manuel le contestó. Manifestó desconfianza por ese arzobispo modernizador que había restablecido los vínculos entre la Iglesia argentina y la Santa Sede, tan descuidados en los tiempos en que el deán Elortondo era personaje prominente del clero porteño. “El señor arzobispo Aneiros no se hubiera atrevido a tanto, decía, si el gobierno hubiera, y mucho tiempo ha, contenido sus escandalosas y funestas propagandas de doctrinas anárquicas, y esto sin tomar en cuenta sus injusticias al inventar cargos contra el Jefe Supremo de una administración, que tantos y tan distinguidos servicios rindió a la Iglesia, a su clero secular, al regular, a la religión de la República Argentina y a la Cristiandad, consagrándole un respeto y una protección sin ejemplo.” [346]

La carta en que se hacían consideraciones de esta naturaleza no llegó a su destinataria: Josefa había muerto el 14 de mayo. Rosas falleció dos años después; su estupenda fortaleza física le había permitido también sobrevivir a su esposa Encarnación, y a Eugenia, la amante treinta años menor que él. Sólo Manuela, entre las mujeres próximas a su vida, enterró a este hombre poderoso.


  1. <a l:href="#_ftnref302">[302]</a> Rosas, Cartas del exilio, p. 87.

  2. <a l:href="#_ftnref303">[303]</a> Ibídem, p. 88.

  3. <a l:href="#_ftnref303">[304]</a> Ibídem, p. 87.

  4. <a l:href="#_ftnref305">[305]</a> Citada por Gras, Rosas y Urquiza, p. 322.

  5. <a l:href="#_ftnref306">[306]</a> Ibídem, p. 161.

  6. <a l:href="#_ftnref306">[307]</a> Citado por Gras, p. 159.

  7. <a l:href="#_ftnref308">[308]</a> Ibídem, p. 160

  8. <a l:href="#_ftnref309">[309]</a> Citado por Gras, p. 172.

  9. <a l:href="#_ftnref310">[310]</a> AGN, Tribunales. Sucesiones, testamentaría del deán Felipe Elortondo y Palacios, cura rector del Sagrario de la Iglesia Catedral, Secretario de la Curia Eclesiástica de este Obispado, Honorable representante de esta provincia y encargado de la Biblioteca de esta ciudad, natural y vecino de Buenos Aires, hijo de Blas José Elortondo y de doña Manuela de Palacios y Galán. Legajo 5599 y 5601. Agradezco a Juan M. Méndez Avellaneda haberme informado acerca del contenido de esta sucesión en lo que respecta al vínculo entre el canónigo y Josefa Gómez.

  10. <a l:href="#_ftnref311">[311]</a> Carta de Felipe Elortondo a Manuela Rosas del 26 de setiembre de 1848. AGN Sala 10-27-8-3. Reproducida por Antonio Dellepiane en El testamento de Rosas, p. 182.

  11. <a l:href="#_ftnref312">[312]</a> Nazareno Miguel Adami, "Poder y sexualidad: el caso de Camila O'Gorman". (En: Todo es Historia, noviembre de 1990, p. 12.)

  12. <a l:href="#_ftnref313">[313]</a> Sarmiento, D. F. Obras de…, París, Belin Hermanos, 1909, tomo VI, Política argentina, 1841-1851, p. 219.

  13. <a l:href="#_ftnref314">[314]</a> Ramos Mejía, Rosas y su tiempo, tomo 3, p. 207.

  14. <a l:href="#_ftnref315">[315]</a> Citado por Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, Buenos Aires, Don Bosco, vol. X, pp. 180 y ss.

  15. <a l:href="#_ftnref316">[316]</a> Carta de Felipe Elortondo a Rosas, 11 de mayo, Mes de América de 1851, AGN Sala 7-3-3-12, folio 67.

  16. <a l:href="#_ftnref317">[317]</a> De Josefa Gómez a Juan Moreno (jefe de policía) carta del 7 de junio de 1851: "Ayer me fue entregada la escalera que usted con su acostumbrado celo hizo entregar, habiéndole traído el mismo que tuvo el atolondramiento de cometer en su perjuicio tal falta, por lo que hace a mí estoy muy satisfecha y ruego a usted se digne ponerle en libertad atendido la circunstancia de ser casado y con hijos". AGN, BibliotecaNacional. Legajo 226.

  17. <a l:href="#_ftnref318">[318]</a> Cartas reproducidas por Ibarguren, Manuelita Rosas, pp. 73/76.

  18. <a l:href="#_ftnref319">[319]</a> Ibarguren trascribe erróneamente el apellido del esposo de Juana Josefa como Barnechea; la de Rosas a Pepita citada es del 4 de julio de 1854 y está reproducida por Read en Rosas, Cartas del exilio, p. 36.

  19. <a l:href="#_ftnref320">[320]</a> Carta de Dalmacio Vélez a Manuela Rosas, del lº de marzo de 1854, AGN Sala 7-3-3-13. Colección Farini.

  20. <a l:href="#_ftnref321">[321]</a> Carta de Manuelita a Josefa Gómez del 7 de agosto de 1866. AGN Sala 7-22-2-3. En carta del 8 de abril de 1865, Manuela dice que recuerda bien la estancia de Barrenechea "pues cuando yo era niña galopaba frecuentemente desde San Martín hasta allí".

  21. <a l:href="#_ftnref322">[322]</a> Correspondencia citada, passim.

  22. <a l:href="#_ftnref323">[323]</a> Carta de Manuelita a Josefa, del 18 de diciembre de 1874 y del 4 de mayo de 1875; Pepita no llegó a recibir esta última, pues falleció a mediados de mayo. AGN, 7-22-2-3.

  23. <a l:href="#_ftnref324">[324]</a> Carta de Manuelita a Josefa del 7 de febrero de 1868, en la que le indica su nueva dirección: Belsize Park Gardens, Hampstead. AGN 7- 22-2-3.

  24. <a l:href="#_ftnref325">[325]</a> Citado por Cutolo, Diccionario biográfico.

  25. <a l:href="#_ftnref326">[326]</a> AGN, Tribunales, Legajo 5601, folio 23; apuntes que pueden considerarse su última voluntad, del 4 de octubre de 1863, de puño y letra de Elortondo; f. 34: la niña Juana es legataria y no heredera de la casa, Josefa Gómez sería heredera usufractuaria de la finca si sobreviviese a la niña.

  26. <a l:href="#_ftnref327">[327]</a> Este reconocimiento se encuentra en el Incidente que promueve don Ramón García, cura de San Pedro Telmo, contra la testamentaría de Felipe Elortondo (Legajo 5601). Se trata de diez mil pesos que el canónigo fallecido le ha pedido prestados; explica que esto sucedió "en medio de las frecuentes necesidades de dinero, que es notorio sentía el finado Elortondo no para satisfacer propios intereses sino para socorrer y aliviar la miseria de los extraños". A continuación, adjunta las cartas escritas por el deán, en las que le pide dinero para atender las penurias de Adolfo Barrenechea, que como estanciero ha sido perjudicado por la seca.

  27. <a l:href="#_ftnref328">[328]</a> Testamentaría de Josefa Gómez de Olivera. Registrada en la escribanía de D. Adolfo Saldías el 8 de octubre de 1868. AGN. Sucesiones, Legajo 6077.

  28. <a l:href="#_ftnref329">[329]</a> Gras, op. cit., pp. 279 y 277 y ss.

  29. <a l:href="#_ftnref330">[330]</a> Ibídem, p. 287.

  30. <a l:href="#_ftnref331">[331]</a> Ibídem, pp. 277 y ss.

  31. <a l:href="#_ftnref331">[332]</a> Agradezco esta referencia a Juan Isidro Quesada.

  32. <a l:href="#_ftnref333">[333]</a> Carta reproducida por Gras, op. cit., p. S06. La correspondencia entre Urquiza y la señora Gómez no concluyó en esa fecha. En abril de 1868 el gobernador de Entre Ríos respondía a cartas del 16, 18 y 19 de abril que le había enviado Pepita que estaba gestionando otros asuntos, en este caso, en favor de su constante amigo, el doctor Vélez: "He de hacer porque el doctor Vélez Sarsfield alcance la posesión (sic) que merecen sus talentos, para que sean bien aprovechados en el servicio de la patria", le dice. En junio, la respuesta de Urquiza hace referencia a su frustrada candidatura a la presidencia de la República. Museo de Luján. Cartas de Urquiza a Josefa Gómez.

  33. <a l:href="#_ftnref334">[334]</a> Véanse las cartas reproducidas por Gras, op. cit, p. 323. También la carta que le dirige Carlos Ohlsen a Josefa Gómez, Buenos Aires, 6 de junio de 1871, por expresa indicación de los Terrero, en la que le solicita insista ante Vélez Sarsfield para tocarlo en el asunto del reclamo de las propiedades confiscadas a Rosas. Archivo de Luján. Cartas a Josefa Gómez.

  34. <a l:href="#_ftnref335">[335]</a> El extenso memorial dirigido por Rosas a Carlos Ohlsen el 31 de diciembre de 1871 en el que se incluyen estas precisiones, reproducido por Gras, op. cit, pp. 386 y ss. Más tarde, Petronita Villegas de Cordero reanudó sus pagos; éstos dependían en ciertos casos, como el de Petrona Ezcurra de Urquiola, de lo que le producían algunos alquileres. Cuando la finca se desalquilaba, la señora debía suspender temporariamente su ayuda. Véase la carta de la señora de Urquiola a Josefa Gómez del 26 de abril de 1875 disculpándose porque no puede por ahora enviarle nada a Don Juan Manuel. Museo de Luján. Cartas a Josefa Gómez.

  35. <a l:href="#_ftnref336">[336]</a> En el documento ya citado que dirige Rosas a Ohlsen. En cuanto a los sentimientos de Gervasio Rozas, pueden deducirse de la lectura de la carta que envía a su hermana, Mariquita R. de Baldez, el 11 de agosto de 1853: "Por aquí lo pasamos bien, tan lejos de la política como de las intrigas, nuestra posición es excepcional (…) No estamos en febrero de 1852. Cualquier cosa que hiciésemos entonces para nuestra propia defensa, sería interpretada como hecha a la causa de entonces, pero eso ya pasó, es viejo, nadie se lo acuerda, hoy no es así". Museo Histórico Nacional, Catálogo de documentos del…, Buenos Aires, 1952, tomo 1, p. 400.

  36. <a l:href="#_ftnref337">[337]</a> Rosas, Cartas del exilio, p. 134.

  37. <a l:href="#_ftnref338">[338]</a> Gras, op. cit, pp. 275 y ss.; p. 378, referencias de Rosas al tema en carta a Federico Terrero.

  38. <a l:href="#_ftnref339">[339]</a> Rosas, Cartas del exilio, passim.

  39. <a l:href="#_ftnref340">[340]</a> Ibídem.

  40. <a l:href="#_ftnref341">[341]</a> Ibídem, p. 166.

  41. <a l:href="#_ftnref342">[342]</a> Ibídem, p. 170.

  42. <a l:href="#_ftnref343">[343]</a> Ibídem, p. 177.

  43. <a l:href="#_ftnref344">[344]</a> Ibídem, p. 186.

  44. <a l:href="#_ftnref345">[345]</a> Carta de Federico Aneiros a Josefa Gómez del 18 de marzo de 1875; dice, entre otros conceptos: "No acostumbro ser injusto, ni lo sería con el Sr. Rosas, y es la primera persona a quien oigo negar que hubiese expulsado a los jesuitas" (Museo de Lujan, Cartas a Josefa Gómez).

  45. <a l:href="#_ftnref346">[346]</a> Rosas, Cartas del exilio, p. 190.