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Existe un proverbio chino que reza: «La lanza alcanza al pájaro que asoma la cabeza.» No llevaba mucho tiempo siendo presentadora de radio cuando empecé a recibir un gran número de cartas de los oyentes, y las promociones y premios recibidos provocaron cierto recelo entre mis colegas. Los chinos suelen decir: «Si te paras rectamente, ¿por qué temer a las sombras torcidas?», así que intenté permanecer alegre ante la posible envidia que podía suscitar. Al final, fueron las voces de las mujeres chinas las que me devolvieron la simpatía de mis colegas.
La estación de radio compró cuatro contestadores automáticos para mi programa, cada uno de ellos con una cinta de cuatro horas de duración. Cada noche, a partir de las ocho, estas máquinas estarían disponibles para mujeres que quisieran ofrecer su opinión al programa, pedir ayuda o contarme su historia. Mi saludo en el contestador las invitaba a desahogarse para que de esta forma pudieran caminar hacia su futuro con cargas más livianas, y les aseguraba que no era necesario que se identificaran, ni que dijeran de dónde provenían. Cada mañana, al llegar a la oficina, encontraba más y más colegas -editores, reporteros y locutores- esperando poder escuchar las historias que salían de las grabadoras; voces coloreadas por la vergüenza, la ansiedad y el temor.
Un día oímos lo siguiente:
– Hola, ¿hay alguien ahí? ¿Está Xinran? Oh, Dios mío, es sólo una cinta.
La mujer se detuvo algunos segundos.
– Xinran, buenas noches. Me temo que no soy una de tus oyentes habituales, no soy de tu provincia, y hace muy poco que empecé a escuchar tu programa. Mis compañeros estuvieron discutiendo acerca de ti y tu programa el otro día, dijeron que habías instalado teléfonos especiales para que tus oyentes pudieran enviarte mensajes, y en los que cualquier mujer podía contar su historia anónimamente. Dijeron que tú emitías las historias al día siguiente, para que los oyentes las discutieran con libertad, esperando así poder ayudar a las mujeres a comprenderse, a los hombres a entender a las mujeres y a unir más a las familias.
»En los últimos días he estado escuchando tu programa cada tarde. La recepción no es muy buena, pero el programa me gusta mucho. Nunca hubiera pensado que había tantas historias similares y, a la vez, diferentes. Estoy segura de que no se te permite emitirlas todas. Aun así, creo que muchas mujeres te estarán muy agradecidas. Tus líneas telefónicas les dan la oportunidad de hablar sobre cosas que nunca antes se atrevieron o pudieron decir. Tú debes saber el gran alivio que supone para las mujeres tener un espacio para expresarse, sin temor a sentirse culpables o a las reacciones negativas. Es una necesidad emocional, no menos importante que las necesidades físicas.
Hubo otra larga pausa.
– Xinran, creo que no tengo el coraje para referir mi propia historia. Deseo realmente hablar a la gente sobre la clase de familia en la que vivo. También deseo escuchar mi propia historia, porque no me he atrevido a mirar hacia el pasado antes, por miedo a que mis memorias pudieran destruir mi fe en la vida. Una vez leí que el tiempo lo cura todo, pero cuarenta años no se han llevado mi odio ni mi arrepentimiento; sólo me han adormecido.
La mujer suspiró levemente.
– A los ojos de los demás, tengo todo lo que una mujer podría desear. Mi esposo posee un importante puesto en el gobierno provincial; mi hijo, que tiene casi cuarenta años, es gerente en la sucursal de nuestra ciudad de un banco nacional, mi hija trabaja en la compañía aseguradora nacional y yo trabajo en la oficina del gobierno de la ciudad. Vivo tranquila y modestamente; no tengo que preocuparme por el dinero ni por el futuro de mis hijos, como la mayoría de la gente, ni tampoco por quedarme sin trabajo.
»En casa tenemos más de lo que necesitamos. Mi hijo tiene un piso enorme, y mi hija, que dice permanecer soltera por principio, vive con nosotros. Los tres vivimos en un piso grande de casi doscientos metros cuadrados, con muebles de diseño y lo último en aparatos eléctricos. Hasta el lavabo y el inodoro del baño son importados. La mayoría de los días alguien viene a hacer la limpieza y a traer flores frescas. Aun así, mi casa no es más que un despliegue de objetos domésticos; no hay comunicación en la familia, no hay sonrisas ni carcajadas. Cuando estamos reunidos, lo único que se oye son ruidos de existencia animal: alguien comiendo, bebiendo o yendo al lavabo. Sólo cuando tenemos visitas se respira un poco de humanidad. En esta familia no tengo los derechos de una esposa, ni la posición de una madre. Mi marido dice que soy como un desteñido trapo gris, que no sirve para hacer unos pantalones, ni para cubrir la cama, ni siquiera para ser usado como trapo de cocina. Sólo sirvo para que los demás se limpien el fango de los pies en mí. Para él, mi única función es servir como evidencia de su «simplicidad, diligencia y carácter correcto» a la hora de conseguir un ascenso en la oficina.
ȃstas fueron sus palabras, Xinran, me las dijo a la cara.
La mujer rompió a llorar.
– ¡Me lo dijo de un modo tan indiferente! Pensé en dejarlo incontables veces. Quería redescubrir mi amor por la música y el ritmo, cumplir mi deseo de una familia verdadera, ser yo misma, como antes, libre… Redescubrir el significado de ser mujer. Pero mi marido me dijo que, si lo dejaba, me haría la vida tan difícil que desearía estar muerta. No iba a permitir que pusiera en peligro su carrera, ni ser blanco de habladurías. Y yo supe siempre que cumpliría su palabra: a lo largo de los años, ni uno solo de sus enemigos políticos escapó a sus venganzas. Las mujeres que rechazaron sus caprichos quedaron atrapadas en los peores trabajos, sin poder dejarlos ni trasladarse a otro lugar. Algunos de sus maridos quedaron también arruinados. No tengo escapatoria.
»Te preguntarás por qué creo haber perdido la posición de madre. Los niños me fueron quitados al nacer y fueron enviados a la guardería del ejército. El Partido decía que podrían afectar el trabajo del «comandante», su padre, al igual que muchos de los niños de la mayoría de los soldados de entonces. Y mientras otras familias podían ver a sus hijos una vez por semana, nosotros estábamos casi siempre alejados de ellos, y sólo los veíamos una o dos veces al año. Nuestros encuentros eran a menudo interrumpidos por visitantes o llamadas telefónicas, y entonces los niños se sentían muy desgraciados. A veces volvían a la guardería antes de tiempo. Padre y madre no eran más que nombres para ellos. Se sentían más unidos a las niñeras, que los cuidaron durante tanto tiempo. Cuando crecieron, la posición de su padre les otorgó muchos derechos especiales que los demás niños no tenían. Esto puede influir en los niños negativamente, creándoles un sentimiento de superioridad, así como el hábito de menospreciar a los demás. Ellos también veían en mí un objeto de desprecio. Captaron la manera en que su padre se dirigía a las personas y a las cosas, y vieron en su comportamiento el modo de llevar a cabo sus ambiciones. Yo intenté enseñarles a ser buenos, usando mis ideas y mis experiencias con la esperanza de que el amor maternal los cambiaría, pero ellos medían el valor de las personas con respecto a su estatus en el mundo, y el éxito de su padre les demostró a quién debían emular. Si mi propio marido no me veía como alguien digno de respeto, ¿qué posibilidad iba a tener con los niños? Ellos nunca creyeron que yo fuera digna de nada.
Suspiró con impotencia.
– Hace cuarenta años yo era una joven inocente y romántica que acababa de graduarse en una escuela para chicas de un pequeño pueblo. Tenía más suerte que la mayoría de las jóvenes de mi edad: mis padres habían estudiado en el extranjero y eran de mente abierta. Nunca me había preocupado por el matrimonio como mis compañeras. La mayoría de ellas tenía un matrimonio arreglado desde la cuna; a las demás, sus padres las prometieron durante la escuela. Si el hombre se mostraba muy interesado, o si la tradición familiar lo dictaba, las niñas debían dejar la escuela para casarse. Nosotras pensábamos que las que corrían peor suerte eran aquellas que se convertían en esposas jóvenes o concubinas. Muchas de las que dejaban la escuela para casarse estaban en esa situación, casadas con hombres que querían «probar algo fresco». Hoy en día, hay muchas películas en las que se representa a las concubinas como las mimadas de sus maridos. Las muestran haciendo uso de una posición de peso en la familia, pero nada de eso es verdad. Cualquier hombre que podía casarse con varias mujeres, lo hacía por ser hijo de una importante y gran familia, con muchas reglas y tradiciones domésticas. Estas familias, por ejemplo, hacían uso de más de diez formas de saludar a la gente y de mostrar su respeto. El más mínimo desvío de estas reglas suponía una «deshonra» para la familia. Una disculpa no era nunca suficiente, las esposas jóvenes eran castigadas ante el mínimo indicio de comportamiento indebido. Eran golpeadas por las esposas de más edad, se les prohibía comer durante dos días, eran obligadas a realizar duros trabajos físicos o forzadas a arrodillarse sobre la tabla de lavar. ¡Imagina cómo mis compañeras de clase de una escuela estilo «occidental» llevarían todo eso! Pero no había nada que pudieran hacer; ellas sabían, desde su más temprana juventud, que sus padres tendrían la última palabra con respecto a su prometido.
»Muchas de ellas me envidiaban por ser libre de dejar mi casa e ir a la escuela. En aquel tiempo, las mujeres obedecían las «Tres Sumisiones y Cuatro Virtudes»: sumisión a tu padre, luego a tu marido, y después de su muerte, a tu hijo. Las virtudes eran fidelidad, encanto físico, hablar y actuar correctamente y ser diligente en los trabajos de la casa. Durante miles de años las mujeres fueron educadas en el respeto a los ancianos, enseñadas a obedecer a sus maridos, a vigilar el fuego del hogar, a hacer los trabajos de costura, y todo ello sin siquiera salir de casa. Que una mujer pudiera estudiar, leer y escribir, discutir asuntos de estado como los hombres e incluso darles consejos, era una herejía para la mayor parte de los chinos de la época. Mis compañeras y yo apreciábamos mucho nuestra buena suerte y libertad, pero estábamos perdidas, sin modelos a seguir.
»Aunque todas proveníamos de familias liberales que comprendían la importancia de los estudios, la sociedad que nos rodeaba y la inercia de la tradición nos dificultó poder elegir y fijar un camino independiente en la vida.
»Yo estaba muy agradecida a mis padres, quienes nunca me obligaron a seguir las tradiciones chinas destinadas a las mujeres. No sólo se me permitió asistir a la escuela -aunque fuera una escuela para niñas- sino que también me permitieron comer a la misma mesa que los amigos de mis padres y discutir temas políticos o de actualidad. Pude asistir a reuniones de cualquier tipo y elegir el deporte o la actividad que quisiera. Las pocas personas de «buen corazón» del pueblo, me amonestaban por mis maneras modernas, pero, a pesar de eso, durante mi infancia y en mis tiempos de estudiante, fui feliz. Y sobre todo, fui libre -murmuró para sus adentros-, libre…
»Me embriagaba todo lo que me rodeaba. Nada limitaba mis elecciones. Ansiaba emprender grandes retos a escalas espectaculares. Quería sorprender al mundo con una brillante hazaña, y soñaba con tener la pareja perfecta: la muchacha hermosa junto al héroe. Cuando leí un libro sobre la revolución llamado La estrella Roja, encontré un mundo que sólo había conocido a través de los libros de historia. ¿Era éste el futuro que yo anhelaba? Me encontraba fuera de mí, presa de una enorme excitación, y decidí unirme a la revolución. Sorprendentemente, mis padres tomaron una posición diferente de la liberal que los caracterizaba. Me prohibieron ir, argumentando que mi decisión no era sensata ni realista. Dijeron que las ideas inmaduras estaban destinadas a ser agrias y amargas. Yo me tomé sus palabras como una crítica personal y reaccioné muy mal. Aguijoneada por la obstinación juvenil, decidí demostrarles que yo no era una chica más.
»A lo largo de los cuarenta años siguientes, sus palabras siguieron sonando en mis oídos. Comprendí que mis padres no estaban hablando sólo de mí, sino también del futuro de China. Una noche de verano, empaqué dos mudas de ropa y algunos libros, y dejé mi feliz y tranquila familia, igual que la heroína de una novela. Todavía recuerdo mis pensamientos mientras traspasaba la puerta de casa: «Padre, madre, lo siento. Estoy decidida a aparecer en los libros, un día os sentiréis orgullosos de mí.»
»Más tarde, mis padres pudieron ver realmente mi nombre en libros e informes, pero sólo como esposa, nada más. No sé por qué, pero mi madre solía preguntarme: ¿Eres feliz? Hasta su muerte, nunca respondí directamente a esta pregunta. No sabía qué responder, pero creo que mi madre ya conocía la respuesta.
La mujer permaneció en silencio unos segundos, luego continuó en un tono confuso:
– ¿Era feliz?
Y luego murmuró para sí:
– ¿Qué es la felicidad?¿Soy feliz?
»Yo era muy feliz cuando llegué por primera vez al área liberada por el Partido. Todo era tan nuevo y tan extraño: en los campos no se podía distinguir entre campesinos y soldados; durante los desfiles los soldados regulares de la guardia civil marchaban codo a codo con los soldados. Hombres y mujeres vestían las mismas ropas y hacían las mismas cosas; los líderes no se distinguían por símbolos de rango. Todos hablaban del futuro de China; cada día se escuchaban críticas y condenas al antiguo sistema. Abundaban los informes de daños y muertes en combate. En este ambiente, las mujeres estudiantes eran tratadas como princesas, valoradas por el brillante espíritu y la belleza que traían consigo. Los hombres, que rugían y luchaban en los campos de batalla, eran mansos como corderos estando a nuestro lado, en clase.
»Tan sólo permanecí tres meses en el área liberada. Luego fui asignada a un equipo que trabajaba en la reforma agraria, en la orilla norte del río Amarillo. Mi unidad de trabajo, una compañía cultural que trabajaba bajo las órdenes del cuartel general, llevaba la política del Partido Comunista a la gente a través de la música, el baile y muchas otras actividades culturales. Era una zona pobre; aparte de la trompeta china, tocada en bodas y funerales, la gente nunca había disfrutado de vida cultural, y por esto nos recibía calurosamente.
»Yo era una de las pocas chicas en la compañía que sabía cantar, bailar, actuar y tocar instrumentos. Lo que mejor hacía era bailar. Cada vez que teníamos un encuentro con los oficiales mayores, éstos competían por bailar conmigo. Yo estaba rebosante de alegría, siempre sonriente y divertida, y por eso me llamaban «la alondra». Por aquel entonces era un pajarillo feliz, libre de preocupaciones en el mundo.
»¿Conocen el proverbio: «La gallina en su gallinero tiene maíz, pero la olla de la sopa está cerca; la gruya salvaje nada tiene, pero el mundo es vasto»? Una alondra enjaulada comparte el destino de la gallina. Una noche, al cumplir los diecinueve años, el grupo organizó una fiesta para mí. No hubo pastel ni champán. Todo lo que teníamos era unas galletas que mis compañeros habían guardado de sus raciones, y un poco de agua con azúcar. Las condiciones eran duras, pero lo pasábamos bien. Yo estaba bailando y cantando, cuando el líder del regimiento me indicó que me detuviera y que le acompañara. De mala gana le seguí a la oficina, donde me preguntó en tono grave: «¿Estás preparada para completar cualquier misión que el Partido tenga preparada para ti?»
»-Por supuesto -respondí sin dudar ni un instante. Yo siempre había querido unirme al Partido, pero, sabiendo que mi familia no era revolucionaria, entendía que debería trabajar más duro que los demás para competir con ellos.
»-¿Estás lista para cumplir cualquier misión incondicionalmente, sin importarte la que sea?
»Yo estaba perpleja. El líder del regimiento había sido siempre tan directo, ¿por qué ahora se mostraba tan esquivo? Sin embargo, me repuse al instante y le dije: «¡Sí, le aseguro que llevaré a cabo la misión!»
»No parecía estar demasiado a gusto con mi determinación, pero me ordenó cumplir con mi urgente misión inmediatamente, y tuve que partir aquella misma noche hacia el campamento del gobierno regional. Quería despedirme de mis amigos, pero él dijo que no había necesidad. Que eran tiempos de guerra. Acepté y me marché con dos de los soldados enviados para recogerme. Ellos no dijeron palabra durante las dos horas que duró el viaje, y yo tampoco podía preguntar, ésa era la regla.
»En el campamento del gobierno regional fui presentada a un oficial mayor, vestido con uniforme del ejército. Me miró de arriba abajo y dijo: «No está mal… pues bien, desde hoy serás mi secretaria. A partir de ahora deberás estudiar más, trabajar duro para mejorar y esforzarte para unirte al Partido cuanto antes.» Luego ordenó a alguien que me llevara a una habitación a descansar. La habitación era muy cómoda, había hasta un edredón nuevo sobre el kang. Realmente parecía que trabajar para el líder sería algo diferente, pero estaba tan exhausta que no le di más vueltas al tema y me dormí.
»Más tarde, esa misma noche, fui despertada por un hombre que se metió en mi cama. Aterrorizada, estaba por gritar cuando me tapó la boca con la mano y dijo en voz muy baja: «Shhh… no molestes el sueño de los demás camaradas. Ésta es tu misión.»
»-¿Misión?
»-Sí, a partir de hoy ésta será tu misión.
»La dura voz pertenecía al oficial mayor que había conocido más temprano. No tenía fuerzas para defenderme, y no sabía cómo. Sólo pude llorar.
»Al día siguiente, el Partido me informó de que estaban preparando una sencilla fiesta para celebrar nuestro matrimonio. Ese oficial es ahora mi marido.
»Durante mucho tiempo estuve preguntándome cómo había podido pasar aquello. ¿Cómo pude acabar «casada por la revolución»? En los últimos cuarenta años he vivido adormecida en la humillación. La carrera de mi marido lo es todo para él; la mujer sólo cumple una función física, nada más. Él suele decir: «Si no usas a una mujer, ¿por qué preocuparse por ella?»
»Mi juventud fue interrumpida, mis esperanzas aniquiladas, y todo lo hermoso que había en mí, utilizado por un hombre.
Silencio.
– Perdóname, Xinran, sólo he pensado en mí misma, hablando así. ¿Tu máquina lo grabó todo? Sé que las mujeres hablan demasiado, pero yo rara vez tengo la oportunidad y las ganas de hablar, vivo como una autómata. Al menos, he sido capaz de hablar sin miedo. Me siento aligerada. Gracias. Y gracias a tu emisora de radio, y a tus colegas también. Adiós.
Mis colegas y yo nos quedamos inmóviles por unos momentos, después de que la mujer dijera adiós, conmovidos y atónitos ante la historia que acabábamos de escuchar. Solicité permiso para transmitirla, pero las autoridades de la radio rehusaron hacerlo, argumentando que la historia dañaría la imagen que tenía la gente de nuestros líderes.