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Una característica de la familia china moderna es tener una familia sin sentimientos, o tener sentimientos pero no familia. Las condiciones de vida fuerzan a los jóvenes a convertir el trabajo y el alojamiento en las condiciones mínimas para acceder a casarse. Sus padres, sumergidos en los trastornos políticos y los cambios sociales, hicieron de la seguridad la base sobre la cual construir una familia. Para ambas generaciones, cualquier sentimiento que pueda existir surge a partir de los arreglos prácticos que siempre se anteponen a los sentimientos, y cualquier sentimiento dentro de la familia surge posteriormente a éstos. Lo que la mayoría de las mujeres busca y anhela es una familia que se desarrolle a partir de los sentimientos. Ésta es la razón por la que hay tantas historias trágicas de amor en la historia china. Historias que no florecieron ni dieron sus frutos.
En 1994, mi padre asistió a la celebración del ochenta y tres aniversario de la Universidad de Qinghua, una de las mejores de China. Cuando regresó, me habló del reencuentro de dos de sus antiguos compañeros de clase, Jingyi y Gu Da, que estuvieron enamorados en la época de estudiantes. Al acabar la universidad fueron enviados a diferentes partes de China a fin de «satisfacer las necesidades de la revolución», y se perdieron de vista durante la década que duró la pesadilla de la Revolución Cultural, que imposibilitó cualquier comunicación. La mujer, Jingyi, esperó y buscó a su amado a lo largo de cuarenta y cinco años. En esta reunión de la universidad se reencontraron por primera vez después de todo ese tiempo, pero Jingyi no pudo lanzarse a los brazos de su amado, porque la esposa de aquél estaba allí, a su lado. Jingyi se esforzó por sonreír, estrecharles la mano y saludarlos civilizadamente, pero estaba evidentemente conmocionada. Dejó la reunión antes de que terminara.
El resto de los compañeros, que presenció el doloroso encuentro, sintió sus ojos enrojecer de emoción. Jingyi y Gu Da habían protagonizado la gran historia de amor de la clase; todos sabían que se habían amado profundamente durante los cuatro años de la universidad. Recordaban cómo Gu Da había encontrado las bayas de espino almibaradas de Jingyi en medio de una tormenta de nieve que se produjo en Beijing, y cómo ella se había quedado sin dormir casi diez noches para cuidarlo cuando él sufrió una neumonía. Mi padre se puso melancólico al contar la historia, al tiempo que suspiraba por el paso del tiempo.
Pregunté a mi padre si Jingyi se había casado. Me contestó que no; que siempre había esperado a su amado. Algunos de los antiguos compañeros dijeron que ella había sido una ingenua al encapricharse de aquel modo con su antiguo romance: ¿Cómo podría alguien albergar alguna esperanza después de tantos años de caos político y de violencia? Frente a su incredulidad, ella se había limitado a sonreír y había permanecido en silencio. Comenté a mi padre que Jingyi parecía un nenúfar que exponía su belleza en medio del fango. Mi madre, que había escuchado sin decir nada, intervino diciendo que los nenúfares se marchitan más rápido que las demás flores, una vez quebradas. Entonces quise saber si Jingyi se había quebrado.
Hallé la dirección de la unidad de trabajo de Jingyi en la lista de compañeros de universidad de mi padre, pero en ella no aparecía su teléfono personal, ni la dirección de su casa. Su unidad de trabajo era una fábrica militar dedicada a proyectos experimentales, y estaba situada en lo más profundo de las montañas. Llegar hasta el lugar sería duro, ya que las condiciones del terreno eran arduas y el transporte difícil de organizar. Hice una llamada de larga distancia a la fábrica, pero me contestaron que Jingyi no había regresado de Beijing. Me pidieron que confirmara si ella había dejado la ciudad. Accedí y también pedí a sus antiguos compañeros de universidad que enviaran a alguien para buscarla. Durante las dos semanas siguientes hice averiguaciones entre los amigos de universidad de Jingyi, para detectar algún contacto que hubiera tenido con ellos, o con algún familiar, pero no hallé ni rastro de ella. Su unidad de trabajo me telefoneó para decirme que ella había llamado desde Beijing pidiendo un permiso, pero que no había vuelto a llamar para confirmar si se lo habían concedido. Me pregunté si estaría con su viejo amor Gu Da, pero cuando lo llamé a una enorme fábrica militar de Jiangxi, en el suroeste de China, él me preguntó impotente: «¿Qué ha pasado, dónde está?»
Durante varias semanas, Jingyi se convirtió en el único objeto de mis conversaciones telefónicas con mi familia. Todos estábamos ansiosos, pero no había nada que pudiéramos hacer. Estaba perdida en algún lugar de China.
Una noche atendí una llamada de una oyente que decía ser miembro del personal de un hotel del lago Taihu, en Wuxi. Me habló de una extraña señora que se alojaba en el hotel: nunca dejaba la habitación y tampoco permitía que entrasen a limpiarla. El personal del hotel sabía que permanecía con vida porque al menos contestaba el teléfono. La mujer estaba preocupada y esperaba que yo pudiera ayudar a esta extraña huésped.
Al terminar el programa llamé al hotel y pedí a la centralita que me pusieran con la solitaria dama. Ella contestó rápidamente, pero resultaba obvio que no tenía ningunas ganas de hablar. Me preguntó cómo había dado con ella. Cuando contesté que la gente del hotel estaba preocupada por ella, me pidió que les transmitiera su agradecimiento. Me quedé atónita: estaba pidiendo a alguien que se encontraba a miles de kilómetros que diera las gracias a la gente que tenía a su lado. Según mi experiencia, evitar las comunicaciones personales de esa manera indica una pérdida de la fe en la vida. También dijo que no conocía mi programa y que no tenía interés alguno en hacerlo.
Nuestra primera conversación fue breve, pero yo seguí llamándola cada noche una vez finalizado mi programa, pensando que mis llamadas podían ser una especie de salvavidas. A lo largo de varias conversaciones, su voz fue adquiriendo un tono de confianza, y en ocasiones llegó incluso a preguntarme por mis asuntos, en vez de limitarse a responder fríamente a mis preguntas.
Dos semanas más tarde no contestó a mi llamada. Alarmada, solicité inmediatamente a los empleados del hotel que llamaran a su puerta, y ellos me tranquilizaron al decirme que había contestado desde dentro. Durante los siguientes días ella no contestó a mis llamadas, pero yo insistí en mi rutina de llamarla cada día para demostrarle mi preocupación.
Por obra del azar, poco después me enviaron a Wuxi a cubrir una noticia. Aunque el objetivo era hacer un informe sobre la vida de los policías de tráfico de Wuxi, tendría la oportunidad de visitar a la mujer que se había alejado del mundo.
Comenté al jefe de la emisora que mi intención era partir hacia Wuxi en cuanto hubiera terminado mi programa de la noche, y él se mostró sumamente intrigado: «¿Te has vuelto loca? Si sales esta noche no llegarás a Wuxi hasta mañana por la mañana, y no habrá nadie para recogerte allí.» La experiencia me ha enseñado que es mejor no explicarlo todo.
El chófer que me asignaron para llevarme a Wuxi odiaba conducir entre el pesado tráfico diurno, así que se quedó encantado cuando le pedí que me llevara de noche al hotel cercano al lago Taihu. Llegamos a las cuatro de la mañana y encontramos a los recepcionistas medio adormilados y perezosos. El conductor, impaciente por naturaleza, les gritó:
– ¡Eh, despertad! ¡Ésta es Xinran! Partió hacia aquí en coche en cuanto hubo terminado su programa a medianoche y tiene que volver a emitir a las ocho de la mañana. ¿Podrían darse prisa con las formalidades?
– ¿Quién, Xinran? ¿Xinran, la presentadora de «Palabras en la brisa nocturna»? Estuve escuchando su programa hace apenas unas horas.
– Sí, es ella. Y está muy cansada, así que ¡espabile!
– ¿Es usted realmente Xinran? Sí, he visto fotos suyas en el periódico. ¡Qué maravilla poderla conocer personalmente! Oh, voy a llamar a mis colegas… -dijo la recepcionista mientras intentaba darse prisa.
– No se preocupe -me apresuré a decir-. Estaré aquí unos días. Por favor, no despierte a sus colegas, estoy realmente cansada.
– Oh, perdone, perdone, ahora mismo le habilito un cuarto con vistas al lago. -Luego le dijo al conductor-: No se preocupe, usted recibirá el mismo trato, no lo dejaremos de lado.
– Gracias por no ofenderse -dijo él.
– No tiene importancia, su lengua es afilada pero su corazón dulce, ¿no es así? De todas maneras, todo me entra por un oído y me sale por el otro, así soy yo.
Mientras la recepcionista me acompañaba a la habitación, le pregunté acerca de la extraña mujer que se hospedaba en el hotel.
– He oído que hay una mujer que se hospeda en el edificio cuatro y que es un poco rara -le dije.
– Sí, debe de llevar aquí varias semanas, pero no estoy segura. Mañana, cuando tengamos nuestra reunión habitual por el cambio de turno, se lo preguntaré al jefe de personal.
– Gracias, le estoy dando mucho trabajo…
– Oh, no, es usted la que se entrega a todos sus oyentes cada día, pero ¿cuántos somos los que podemos agradecérselo en persona?
Los chinos suelen decir que debes temer las manos de los hombres y las palabras de las mujeres, pero al parecer yo me había encontrado con la versión más suave de la lengua de esta mujer.
Una vez en mi cuarto decidí no dormir inmediatamente, sino tomar un baño y planear las entrevistas del día siguiente. Y mientras me desvestía sonó el teléfono:
– ¿Hola, es usted Xinran? Soy la operadora de la centralita. La recepcionista del edificio principal me dijo que acababa usted de llegar. Le pido que me disculpe por molestarla, pero he oído que preguntaba por una huésped en particular. Me llamó anoche, poco después de la emisión de su programa, y me preguntó si yo lo escuchaba. Le contesté que sí, y le pregunté si necesitaba algo, pero ella colgó. Puedo ver su cuarto desde la centralita; esta semana tengo el turno de noche y siempre la veo sentada, contemplando el lago durante toda la noche. A lo mejor duerme durante el día, ¿no?
– Perdone que la interrumpa pero, ¿puede verla ahora? ¿Está mirando el lago en estos momentos?
– Mmm… estoy mirando. Sí, ahí está… la estoy viendo. Parece que nunca corre las cortinas de su habitación.
– Muchísimas gracias, ¿puedo preguntarte el número de su habitación?
– Ocupa… la 4209, en la segunda planta del edificio cuatro.
– Gracias, operadora. ¿Puedo hacer algo por usted?
– No, nada… bueno, ¿podría darme un autógrafo?
– ¡Por supuesto! Quizá encuentre un momento para visitarla mañana, ¿qué le parece?
– ¿De veras? Eso sería genial. Adiós.
– Adiós.
Mientras hablaba volví a vestirme nuevamente. Había decidido visitar a la mujer inmediatamente, ya que el tiempo era precioso.
Al encontrarme delante de su habitación, de pronto me sentí extraviada y vacilé unos minutos antes de decidirme a llamar a la puerta diciendo:
– Hola, soy Xinran. He venido desde el otro lado del hilo de nuestra conversación telefónica para verla. Por favor, abra la puerta.
No hubo respuesta, y la puerta permaneció cerrada. No hablé ni volví a llamar a la puerta, pero me quedé esperando, segura de que me había oído en la quietud de la madrugada. Sabía que ella estaba justo detrás de la puerta y que ambas podíamos sentir la mutua presencia. Pasados diez minutos, su voz se deslizó a través de la puerta.
– Xinran, ¿sigue ahí?
– Sí, estoy esperando a que abra la puerta -contesté con voz suave pero firme.
La puerta se abrió despacio, y una mujer de aspecto inquieto y cansado me hizo pasar. El cuarto estaba limpio y ordenado, y el único indicio de estar habitado lo daba una maleta de viaje apoyada en la pared. Me alivió ver unos paquetes de pasta en ella; al menos no estaba ayunando.
Me senté junto a ella y me quedé en silencio, pensando que cualquier palabra que dijera sólo encontraría resistencia. Esperaría a que ella hablase, pero antes de que ella se decidiera a hacerlo, debía crear un ambiente propicio. Nos quedamos sentadas, oyendo el agua lamer la playa suavemente, mientras mis pensamientos vagaron hacia el lago y sus alrededores.
El lago Taihu es el tercero más grande de China. Está situado al sur de la provincia de Jiangsu y al norte de la de Zhejiang. Es un lugar muy conocido por su belleza y se encuentra en el delta del río Yangzi. Alrededor del lago hay hermosos jardines llenos de estanques y arroyos. El lago Taihu es también conocido por el té Biluo Spring que allí se produce. La leyenda cuenta que una hermosa joven llamada Biluo regó un pequeño árbol con su propia sangre y preparó té con sus tiernas hojas para su amante, enfermo de muerte. Continuó haciéndolo día tras día, hasta que el joven se recuperó del todo, pero entonces Biluo enfermó y murió.
Sentada junto a la mujer, estuve divagando con mis pensamientos por ésta y otras historias mientras escuchaba el suave golpeteo del oleaje. Aunque las lámparas seguían encendidas, su luz ya no se distinguía en el amanecer. Aquella extraña luz infundió a nuestro silencio nuevos matices.
El teléfono quebró nuestra comunión. Era para mí. Eran las siete menos cuarto de la mañana y el chófer debía llevarme a una reunión con la Oficina de Propaganda de la Policía de Tráfico que se celebraría a las 8.30.
Me despedí de la mujer con un apretón de manos, pero apenas dije nada:
– Por favor, coma algo más por mí, y descanse.
De camino a Wuxi me quedé dormida en el asiento trasero del coche. El bondadoso chófer no me despertó cuando llegamos a destino, sino que aparcó y fue él mismo a buscar a la gente que me esperaba. Todavía no había llegado nadie a la oficina y pude dormir una hora más. Cuando desperté, vi a la gente con la que me había citado fuera del coche, charlando mientras esperaban a que despertara. Uno de los policías de tráfico me dijo bromeando:
– Xinran, si te quedas dormida en todos lados, te pondrás gorda.
El día pasó con el vertiginoso ir y venir del periodismo: reuní material de varios sitios diferentes y comenté y debatí el contenido del reportaje que estaba realizando. Afortunadamente, pasé algún tiempo en el coche y pude echar un par de cabezaditas.
Cuando regresé al hotel por la tarde encontré sobre mi cama una lista de empleados del hotel que querían mi autógrafo. La dejé a un lado, me duché y fui a visitar a la mujer de la habitación 4209. Aunque ella no quisiera hablar, pensé que ese instante de silencio, sentadas en su cuarto, sería de alguna ayuda para ella. Debía de haber estado justo detrás de la puerta, esperándome, porque la abrió en cuanto me detuve frente a ella.
La mujer me brindó una sonrisa algo forzada y se quedó en silencio. Una vez más estábamos sentadas frente a la ventana, mirando el lago a la luz de la luna. La superficie estaba en calma y nos hicimos compañía al abrigo de la paz de esta atmósfera.
Al amanecer le indiqué que debía partir para trabajar y ella me estrechó la mano débilmente, pero con mucho sentimiento. Volví a mi habitación, repasé a toda prisa unos cuantos apuntes preparatorios y dejé una nota de agradecimiento a la operadora de la centralita. Con el tiempo había adquirido el hábito de llevar conmigo tarjetas listas para firmar a los oyentes que encontrara por el camino. Firmé varias tarjetas para los empleados del hotel y se las entregué al encargado de mi planta al salir.
Mi breve viaje de trabajo entró en una rutina: realizaba entrevistas en Wuxi durante el día y por las noches me sentaba junto a la mujer a contemplar el lago Taihu. Nuestros silencios parecían tornarse cada vez más profundos y cargados de sentimientos durante el día.
La última noche conté a la mujer que me iría por la mañana, pero que la llamaría. Ella no dijo nada, sonrió débilmente y me estrechó la mano desmayadamente. Me dio una fotografía rota por la mitad, mostrándome lo que parecía ser ella en sus tiempos de estudiante, en los años cuarenta. La chica de la fotografía resplandecía de juventud y felicidad. En la parte de atrás de la foto había una frase en tinta borrosa: «El agua no puede…» Otra frase en tinta más oscura parecía haber sido escrita recientemente: «Las mujeres son como el agua, los hombres como las montañas». Intuí que la persona que faltaba en la parte rota de la foto era la causa del dolor de la mujer.
Abandoné el hotel del lago Taihu, pero sentí que no lo dejaba.
De vuelta en Nanjing, fui directa a visitar a mis padres para darles los recuerdos de Wuxi -figuras de arcilla y varillas de repuesto- que había traído para ellos. Cuando el chófer me abrió la puerta, me dijo:
– Xinran, si estás pensando en hacer otro viaje como éste, no me lleves contigo. Me morí de aburrimiento en el coche: tú sólo querías dormir. ¡No tuve oportunidad de cruzar palabra con nadie en todo el viaje!
Cuando llegué ya era tarde y mis padres se habían ido a dormir. Me quedé a dormir en el cuarto de huéspedes y esperé para verlos por la mañana. Entonces mi madre me llamó desde la habitación.
– ¿Fue todo bien?
Y los estruendosos ronquidos de mi padre me indicaron que allí todo seguía igual.
Al día siguiente, mi padre, que era muy madrugador, me despertó muy temprano con otro de sus ataques de estornudo. Cada mañana hacía lo mismo; una vez conté veinticuatro estornudos seguidos. Yo estaba rendida y volví a dormirme, pero duró poco ya que, momentos más tarde, mi padre me despertó golpeando la puerta:
– ¡Levántate ya, anda, es urgente!
– ¿Qué hay?¿ Qué ha pasado?
Estaba aturdida, pues la casa de mis padres solía ser muy tranquila.
Mi padre me esperaba delante de la puerta de mi habitación, sosteniendo en la mano la foto rota que yo había dejado sobre la mesa la noche anterior. Me preguntó excitado:
– ¿De dónde has sacado esta foto? ¡Es ella!
– ¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
– Ésta es Jingyi, mi compañera de estudios. ¡La que esperó a su amante cuarenta y cinco años!
Mi padre estaba furioso ante mi lentitud.
– ¿De veras? ¿Estás seguro que es la misma persona? ¿No puede ser que la vejez te haya afectado la vista? Han pasado cuarenta y cinco años y ésta es una foto vieja…
Francamente, me costaba creerlo.
– Es imposible que me equivoque. Ella era la más bonita de la clase, gustaba a todos los chicos y la mayoría estaban enamorados de ella.
– ¿Tú también?
– ¡Shhh! Baja la voz. Si te oye tu madre, se le volverá a llenar la cabeza de tonterías. Si quieres que te diga la verdad, Jingyi me gustaba, pero no estaba a mi alcance -dijo mi padre avergonzado.
– ¿No estaba a tu alcance? Pero si siempre has alardeado de la buena planta que tenías cuando eras joven -le dije mientras volvía a hacer la maleta.
– ¿Por qué te vas tan pronto? -me dijo mientras me miraba.
– Vuelvo a Wuxi ahora mismo. He hecho muchos esfuerzos por encontrar a Jingyi y ahora la he encontrado por casualidad.
– De haberlo sabido, no te hubiera despertado -contestó mi padre.
El viejo Wu vivía cerca de la casa de mis padres, y me acerqué hasta la suya para pedirle un permiso urgente. En calidad de jefe de la administración estaba a cargo del departamento de personal. Mentí diciendo que había recibido la visita de unos parientes y que tendría que ocuparme de ellos unos días. Odio mentir, porque creo que te acorta la vida, pero tenía más temor a que Wu supiera la verdad. Una vez obtenido el permiso, llamé inmediatamente a la presentadora que me había reemplazado para pedirle que lo hiciera durante unos días más.
Perdí el tren del mediodía y tuve que esperar hasta la tarde. Tenía la cabeza llena de preguntas sobre Jingyi; estaba tan ansiosa e impaciente que el tiempo parecía haberse detenido.
Cuando mi programa estaba a punto de comenzar, hacia las diez de la noche, llegué al hotel del lago Taihu. La recepcionista me reconoció y dijo:
– ¿Pero usted no se había ido ya?
– Así es -respondí. No quería perder el tiempo en explicaciones.
Cuando volví a encontrarme frente a la puerta de la habitación 4209, las preguntas que se habían amontonado en mi cabeza se desvanecieron, y las dudas empezaron a martirizarme de nuevo. Alcé la mano y la dejé caer dos veces antes de golpearla.
– Tía Jingyi, soy yo, Xinran -dije, dirigiéndome a ella como tía por ser amiga de mi padre y pertenecer a su misma generación. Sentí ganas de llorar; había estado sentada con ella tantas horas sin saber nada… La imaginé sentada en silencio a lo largo de cuarenta y cinco años y mi corazón se encogió.
Antes de que me hubiera dado tiempo a calmarme, la puerta se abrió.
Asombrada, Jingyi me preguntó:
– ¿No te habías ido? ¿Cómo sabes mi nombre?
La conduje hasta la ventana e hice que tomara asiento de nuevo, pero esta vez no permanecí callada. Le conté mansamente lo que sabía de ella por mi padre. Jingyi lloró mientras me escuchaba, sin hacer esfuerzo alguno por secar sus lágrimas. Las preguntas se agolpaban en mi interior, pero sólo hice una:
– ¿Todavía piensas en el tío Gu Da?
Entonces ella se desmayó.
Me asusté mucho y llamé al operador para que llamara a una ambulancia. El operador dudó:
– Xinran, es medianoche…
– La gente no distingue entre el día y la noche cuando está a punto de morir. ¿Podría usted soportar ver morir a esta señora delante de sus ojos? -pregunté alterada.
– De acuerdo, no se preocupe. Llamaré enseguida.
El operador era muy eficiente. Poco tiempo después oí a alguien gritar:
– ¿Dónde está Xinran?
– ¡Estoy aquí! -respondí rápidamente.
Cuando el conductor de la ambulancia me vio, dijo:
– ¿Usted es Xinran? ¡Pero si está estupendamente!
– Yo estoy bien.
Estaba confundida, pero entendí que el operador había hecho uso de mi supuesta fama para llamar a la ambulancia.
Viajé con Jingyi hasta un hospital militar. El equipo médico no me permitió estar presente mientras la examinaban, y estuve esperando fuera, mirando a través de una ventanilla. Ella permanecía inmóvil en la sala y pensé lo peor. No podía parar de repetir entre lágrimas:
– ¡Por favor, tía Jingyi, despierta!
Un doctor me dio una suave palmadita en la espalda.
– Xinran, no te preocupes, está bien, sólo un poco débil. Parece que ha sufrido un gran contratiempo, pero los exámenes que hemos realizado de sus funciones vitales no muestran indicios de que vaya a peor. Está bastante bien, teniendo en cuenta su edad. Sin duda se repondrá con una dieta más nutritiva.
Mientras escuchaba el diagnóstico comencé a sentirme más calmada, pero aún podía sentir la angustia de Jingyi. Me dirigí al doctor en voz baja y le dije:
– Debe de haber sufrido mucho. No sé cómo hizo para superar quince mil noches…
El doctor me permitió descansar en la sala de guardia. En mi cabeza daban vueltas pensamientos aleatorios, pero finalmente caí rendida. Soñé con mujeres que lloraban y se batían, y desperté exhausta.
Al día siguiente visité a Jingyi cuatro o cinco veces, pero siempre estaba dormida. El doctor dijo que probablemente seguiría durmiendo así varios días, ya que estaba muy cansada.
Reservé una cama en la casa de huéspedes del hospital. No tenía dinero suficiente para una habitación individual; además, apenas iba a usarla. No quería que Jingyi estuviera sola, así que me quedaba a su lado por la noche y descansaba un poco durante el día. Permaneció inconsciente durante varios días, y la única señal de movimiento fue un ligero parpadeo nervioso.
Por fin, al atardecer del quinto día, Jingyi volvió en sí. Parecía no saber dónde se encontraba e intentó hablar. Posé un dedo sobre sus labios y le conté con delicadeza lo que había pasado. Mientras me escuchaba, tomó mi mano con un gesto de gratitud y me brindó sus primeras palabras:
– ¿Tu padre está bien?
El dique se había roto, y aquella noche, recostada en la inmensa y blanca almohada del hospital, Jingyi me contó su historia en un tono firme.
En 1946, Jingyi aprobó el examen de acceso a la Universidad de Qinghua. El primer día de inscripción vio a Gu Da. Entre los estudiantes, Gu Da no sobresalía por ser guapo, ni tampoco por haber protagonizado hazaña alguna. Cuando Jingyi lo vio por primera vez, Gu Da estaba ayudando a los demás con sus equipajes y parecía el portero de la universidad. A Jingyi y a Gu Da los pusieron en la misma clase, donde varios muchachos empezaron a cortejarla por su belleza y su dulzura natural. A diferencia de ellos, Gu Da solía sentarse solo en un rincón de la clase o en la profundidad de los jardines de la universidad, leyendo algún libro. Jingyi no le prestó más atención que a cualquier otro estudiante devoralibros.
Jingyi era una chica alegre a la que le gustaba proponer divertidas actividades con las que los demás estudiantes disfrutaban. Un claro día de invierno, tras una tormenta de nieve, los estudiantes salieron para hacer un muñeco de nieve. Jingyi sugirió hacer dos en vez de uno, usando bayas de espino almibaradas como narices. Las mujeres y los hombres se dividirían en dos grupos y se turnarían para besar los muñecos con los ojos vendados. Los más afortunados comerían las bayas, mientras que los demás sólo se llenarían la boca de nieve.
En aquella época, el transporte público o las bicicletas no eran muy comunes. La única manera de encontrar bayas de espino almibaradas para este juego era caminar varias horas a través de la nieve hasta el centro de Beijing, antes conocida como Beiping. Los estudiantes que habían competido por la atención de Jingyi no se ofrecieron a hacerlo y algunos volvieron a sus dormitorios en silencio. Jingyi estaba decepcionada porque los muchachos no tenían sentido del humor, y abandonó el juego que ella misma había propuesto.
Al día siguiente cayó más nieve y lo cubrió todo de blanco, y los estudiantes se quedaron leyendo en la clase. A media tarde, casi al final del período de estudio, bajo la débil luz de las lámparas entró un hombre cubierto de nieve. Caminó hasta Jingyi y, con algún esfuerzo, sacó de su bolsillo dos bayas de espino almibaradas de Beiping. Se habían congelado y estaban hechas un cubito de hielo. Antes de que nadie pudiera saber quién era aquel hombre de hielo, éste dejó la clase.
La sorprendida Jingyi había reconocido a Gu Da. Al día siguiente, mientras sus encantados compañeros se entretenían hablando de jugar al juego inventado por Jingyi, ella se quedó absorta contemplando caer la nieve e imaginando a Gu Da atravesándola con dificultad.
Al día siguiente, Gu Da no tomó parte en el juego. Sus compañeros de habitación dijeron que estaba durmiendo como un tronco, como si hubiera bebido una poción mágica. A Jingyi le preocupaba que hubiera enfermado por el agotamiento sufrido, pero en la clase de la tarde se tranquilizó al verlo entrar y sentarse a leer en su rincón, como de costumbre. Después de la clase, Jingyi se detuvo para agradecerle el esfuerzo. Gu Da sonrió tímidamente y dijo:
– No fue nada, soy un hombre.
La sencilla respuesta de Gu Da enterneció a Jingyi. Era la primera vez que sentía la fuerza y la solidez masculinas. Empezó a sentirse como la heroína de un cuento, y no lograba conciliar el sueño por la noche a causa de los pensamientos que rondaban su cabeza.
Jingyi comenzó a observar a Gu Da de cerca. Su naturaleza taciturna la llevó a toda clase de conjeturas y a reflexionar continuamente acerca de su conducta. Dejando de lado el día en que le había traído las bayas, Gu Da no parecía estar demasiado interesado en Jingyi, a diferencia de los demás muchachos que la perseguían tenazmente. Ella empezó a desear que Gu Da se mostrara más atento y comenzó a buscar excusas para hablarle. Sin embargo, él se mostraba impasible y no daba muestras de interesarse especialmente por ella, ni por sus comentarios ni por su actitud. En lugar de aplacar el interés de Jingyi, la actitud reservada de Gu Da más bien acrecentó sus esperanzas.
El cariño que Jingyi profesaba a Gu Da exasperó a muchos de sus pretendientes. Se burlaban de Gu Da por su falta de expresividad, se referían a él como al sapo que soñaba con besar a una princesa, y lo acusaban de jugar con los sentimientos de Jingyi. Ninguno de estos comentarios se hizo en presencia de Jingyi, pero una compañera se los contó más tarde y añadió:
– Gu Da debe de ser de hierro. Lo único que replicó fue: «La gente involucrada sabe lo que es cierto y lo que no».
Jingyi admiraba la calma desplegada por Gu Da ante las mofas de sus compañeros, y estaba convencida de que eran la prueba de las cualidades de un verdadero hombre. Por otro lado, no ocultaba que se sentía herida por el tibio comportamiento que Gu Da le brindaba.
Justo antes de los exámenes finales del semestre, Gu Da se ausentó de la clase dos días seguidos, sus compañeros de habitación dijeron que dormía. Jingyi no creía que estuviera simplemente durmiendo, pero no se le permitía visitarlo en su habitación a causa de la estricta segregación de sexos. Al tercer día, no obstante, Jingyi salió de la clase mientras los demás estudiaban y pudo colarse en la habitación de Gu Da. Empujó suavemente la puerta y vio a Gu Da durmiendo. Su cara estaba muy colorada. Cuando fue a tomar su mano para meterla debajo de las mantas, notó que estaba ardiendo. Aunque en aquella época no se permitía contacto alguno entre hombres y mujeres que no estuvieran casados, ella tocó la cabeza y el rostro de Gu Da sin dudarlo. Allí también notó la fiebre. Pronunció su nombre en voz alta pero él no respondió.
Jingyi volvió corriendo a clase pidiendo ayuda. Todos se alarmaron al verla tan alterada y se lanzaron en busca de algún profesor o médico. Más tarde, el doctor comentó que Gu Da había tenido suerte de haber sido encontrado a tiempo: doce horas más sin atención médica y hubiera muerto de neumonía aguda. Entonces no había hospitales en el campus de Qinghua. El doctor prescribió hasta veinte dosis de hierbas medicinales y dijo que lo mejor sería que algún miembro de su familia se hiciera cargo de su cuidado y le administrara compresas frías y friegas con hielo en pies y manos.
Gu Da nunca había mencionado que tuviera familia o amigos en Beiping. Provenía del sur de China, pero por aquel entonces las vías del tren estaban cortadas y no había forma de avisar a su familia. De todos modos, su familia no hubiera podido llegar para cuidarlo durante el período más crítico. Mientras se preparaba para partir, el doctor se encontró en un dilema: no confiaba en que Gu Da pudiera salir adelante sólo con la ayuda de aquellos jóvenes inexpertos. En medio de una fuerte discusión entre los estudiantes, Jingyi se acercó al doctor y le dijo en voz baja:
– Yo cuidaré de él. Gu Da es mi prometido.
El secretario de estudios era un buen hombre. Arregló todo de modo que los compañeros de cuarto de Gu Da se mudaran temporalmente para que pudiera descansar tranquilo y Jingyi cuidara de él. A ella se le prohibió estrictamente quedarse a dormir en la habitación.
Durante más de diez días, Jingyi aplicó compresas frías en la frente a Gu Da, lo lavó, lo alimentó y le preparó sus infusiones de hierbas. La luz brilló a través de las noches en la habitación de Gu Da y el amargo sabor de las medicinas chinas se esfumó entre los delicados susurros de la voz de Jingyi. Le cantó, una tras otra, canciones del sur de China, intentando revivir a Gu Da con melodías de su tierra. Sus compañeros de clase, especialmente los chicos, suspiraban pensando en la delicada Jingyi cuidando a Gu Da.
Gracias al cuidado atento de Jingyi, Gu Da se recuperó. El doctor dijo que había escapado de las fauces de la muerte.
El amor que sentían el uno por el otro se hizo realidad. Nadie podía ponerlo en duda después de los sacrificios que habían hecho. De todos modos, algunos decían en privado que juntar a Jingyi con Gu Da era como arrojar una flor fresca en un montón de estiércol.
Durante los siguientes cuatro años de universidad, Gu Da y Jingyi se apoyaron uno al otro en los estudios y en la vida diaria. Cada día que pasaba era una prueba de su amor: el primer amor para los dos, inquebrantable en toda su fuerza. Comprometidos ideológicamente, ambos ingresaron en el Partido Comunista clandestino soñando con una nueva era y una nueva vida, e imaginando los hijos que tendrían y la celebración de sus bodas de oro.
Su graduación coincidió con la fundación de la nueva China y su nueva posición política les otorgó un inusual respeto por parte de la sociedad. Fueron llamados para entrevistas separadas en el ejército. Ambos habían estudiado ingeniería mecánica y la nueva patria, que todavía se hallaba en sus albores, necesitaba de su conocimiento para la defensa nacional. Eran tiempos de gran solemnidad: todo cobraba sentido de misión y las cosas pasaban muy rápido. Las experiencias de Jingyi y de Gu Da en el partido clandestino les habían enseñado que estaban destinados a cumplir cualquier misión que se les asignara, y llevarla hasta el final. Todo, incluyendo la separación, debía ser aceptado incondicionalmente.
Jingyi fue enviada a una base militar en el noroeste de China y a Gu Da lo enviaron a una unidad del ejército en Manchuria. Antes de partir hicieron planes para reunirse en los jardines de la Universidad de Qinghua, donde podrían compartir los conocimientos adquiridos, y luego ir hasta Beijing por unas bayas de espino almibaradas. Luego solicitarían un permiso al Partido para casarse, viajarían hasta la casa de Gu Da en el lago Taihu, en el sur de China, y se instalarían para formar una familia. Este pacto quedó grabado con fuego en la mente de Jingyi.
En contra de lo esperado, ambos fueron confinados en sus bases militares al año siguiente, cuando estalló la guerra de Corea. Al tercer año de estar separados, Jingyi fue enviada temporalmente a una unidad especial de investigación y desarrollo del ejército en la planicie central de China, sin permiso para visitar a amigos o familia. En su cuarto año de separación, Gu Da fue enviado a una base de las fuerzas aéreas del este de China. La multitud de direcciones diferentes que poblaban las cartas de amor de Jingyi eran la prueba evidente de que tanto ella como Gu Da eran indispensables para la nueva China y su industria militar.
La resistencia a dejarse mutuamente era evidente en sus cartas, pero cada vez resultaba más difícil organizar aquel encuentro tan esperado. La obediencia al Partido los condujo a posponer el encuentro un sinnúmero de veces, y a menudo interrumpía la correspondencia que mantenían. En medio del caos de los movimientos políticos de finales de los cincuenta, Jingyi fue interrogada por ciertas cuestiones relacionadas con su pasado familiar y enviada posteriormente a la zona rural de Shaanxi para «recibir instrucción y reformarse». Por aquel entonces, incluso la importante tarea de construir la defensa nacional era considerada secundaria a la lucha de clases. Jingyi perdió todas las libertades personales y no se le permitió comunicarse ni trasladarse cuando deseara. Tanto echaba de menos a Gu Da que a punto estuvo de volverse loca, pero los campesinos responsables de supervisar su transformación rehusaron ayudarla. No podían desafiar las órdenes del presidente Mao dejando salir a Jingyi, pues ésta podría convertirse en espía o mantener contactos con los contrarrevolucionarios. Más adelante, un instructor le sugirió una manera de salir de allí: si se casaba con un campesino podría cambiar de estatus y recuperar su libertad. A Jingyi, que seguía profundamente enamorada de Gu Da, la sola idea de casarse con otro le resultaba intolerable.
Jingyi pasó nueve años trabajando en un pueblo en Shaanxi. El arroyo del pueblo significaba a la vez su sustento y el lugar de encuentro no oficial donde se reunían los habitantes del pueblo para conversar e intercambiar noticias de sitios lejanos. Jingyi veía en el arroyo el único medio de comunicación con Gu Da. Cada noche se sentaba en la orilla y en silencio le contaba cuánto extrañaba a Gu Da, con la esperanza de que el agua llevara sus sentimientos hasta donde él se encontrara. Sin embargo, el arroyo nunca llevó a Jingyi noticias del mundo exterior.
Con el paso de los años, los aldeanos casi olvidaron que Jingyi tenía algo especial; su aspecto se había ido transformando paulatinamente hasta convertirla en una campesina más. Sólo una característica la distinguía: era la única mujer de su edad que permanecía soltera.
Hacia finales de los sesenta, un funcionario del distrito llegó al pueblo con órdenes de que Jingyi se preparase para ser trasladada. Las órdenes eran «abrazar la revolución y empujar la producción». Había comenzado la campaña anti-soviética.
Tan pronto como llegó a su base militar, Jingyi se propuso dos cosas: primero debía demostrar que seguía siendo la misma. Los años de trabajo en el campo la habían avejentado y habían cambiado bastante su aspecto. Al principio, sus compañeros no la reconocieron, y tampoco creyeron que sus habilidades siguieran intactas. Le hicieron pasar exámenes y experimentos, le hicieron analizar problemas y describir acontecimientos pasados. Después de una semana concluyeron que su lucidez mental permanecía intacta.
En segundo lugar, pero de mayor importancia para ella personalmente, debía establecer contacto con Gu Da nuevamente. Sus colegas estaban conmovidos por la devoción que le profesaba e hicieron lo posible para ayudarla. Al cabo de tres meses de búsqueda, todo lo que sabían era que Gu Da había sido encarcelado al comienzo de la Revolución Cultural por reaccionario y supuesto agente secreto del Guomindang. Las pesquisas que realizaron en las cárceles en las que posiblemente podía haber sido encerrado sólo dieron respuestas insatisfactorias: Gu Da había pasado por todas ellas, pero nadie sabía adónde había sido enviado posteriormente. Jingyi estaba desesperada, pero no se resignó. Mientras no hubiera noticias de la muerte de Gu Da, había esperanzas que daban sentido a su vida.
Durante los años siguientes a la Revolución Cultural, Jingyi corrió mejor suerte que los demás compañeros de universidad. Le concedieron protección especial gracias a sus habilidades, y las autoridades de su base militar la escondieron varias veces de la Guardia Roja. Ella comprendía el gran riesgo que sus superiores corrían al protegerla, y, a fin de corresponderles, respondió con mayores logros científicos.
Jingyi nunca cejó en sus intentos de encontrar a Gu Da. Visitó cada pueblo y ciudad por los que él hubiera podido pasar, incluso fue al lago Taihu, lugar en el que habían soñado instalarse. Con la ayuda de amigos tardó dos semanas en recorrer la circunferencia completa del lago buscando a Gu Da, pero no encontró ni rastro de él.
En los años ochenta, tras el proceso de reforma y apertura políticas, la gente despertó por fin de la sempiterna pesadilla del caos social y político, y se enderezó todo lo que hasta entonces no había sido más que confusión. Jingyi era una más de la ingente cantidad de personas que buscaban a familiares o amigos perdidos a través de cartas, llamadas telefónicas y pesquisas personales. Muchas veces, la pasión que ella ponía en su búsqueda no fue apreciada por los demás: Gu Da era el amante de Jingyi, no el suyo. La Revolución Cultural había adormecido los sentimientos de muchos a los que las amargas experiencias habían enseñado a anteponer las necesidades básicas y la seguridad política a la empatía o la emoción.
Cuando Jingyi recibió la lista de gente que asistiría a la celebración del aniversario de la universidad de Qinghua, buscó ávidamente el nombre de Gu Da, pero no apareció en la lista. Cuando viajó a Beijing con motivo del evento, llevó consigo docenas de cartas en las que pedía ayuda y que tenía intención de distribuir entre los demás antiguos compañeros.
En el primer día de celebraciones llegó gente de toda China al campus. Los más jóvenes se saludaban efusivamente: el tiempo todavía no los había cambiado demasiado. Los mayores parecían dudar más: la mayoría de ellos no pudo reconocer a sus antiguos compañeros hasta que entraron en las salas designadas para su año y clase.
Nadie había reconocido a Jingyi en el desconcierto inicial y, al principio, ella tampoco fue capaz de reconocer a nadie. Un asistente la guió hasta donde se encontraba su año y su clase. Al entrar vio de espaldas a un hombre que jamás sería un desconocido para ella, no importaba cuánto lo hubiera podido cambiar la vida: Gu Da. Jingyi se vio superada por la situación; comenzó a temblar, su pulso se aceleró y estuvo a punto de perder el sentido. El joven asistente la sostuvo del brazo y le preguntó con preocupación qué le pasaba. ¿Sufría una enfermedad cardíaca? Jingyi no podía hablar y movió la mano para indicar que se encontraba bien, señalando al mismo tiempo a Gu Da.
Se obligó a caminar hacia él, pero su corazón estaba a punto de estallar y apenas le permitía moverse. Cuando se disponía a llamar a Gu Da, lo oyó decir:
– Ésta es mi esposa Lin Zhen, mi hija mayor Nianhua, mi segunda hija Jinghua y mi tercera hija Yihua. Sí, sí, acabamos de llegar…
Jingyi se quedó helada.
En aquel mismo instante, Gu Da se volvió y se quedó paralizado al verla. La miró boquiabierto. Preocupada, su esposa le preguntó si algo andaba mal. Él contestó estremecido:
– Ésta… ésta es Jingyi.
– ¿Jingyi? No puede ser…
La esposa conocía su nombre.
Los tres ancianos estaban abatidos y permanecieron en silencio unos momentos, aferrados a sus sentimientos. Con lágrimas en los ojos, la esposa de Gu Da confió a Jingyi que él sólo había consentido en casarse cuando oyó que ella había muerto. Entonces hizo un amago de dejarlos solos, pero Jingyi se lo impidió.
– Por favor… por favor, no se vaya. Lo que hubo entre nosotros pertenece al pasado, cuando éramos jóvenes, pero ahora ustedes tienen una familia. Por favor, no hiera a esta familia; saber que Gu Da es feliz me resultará mucho más reconfortante.
Jingyi no sentía realmente lo que había dicho, pero habló con sinceridad.
Cuando la más joven de las hijas supo quién era Jingyi, dijo:
– Las iniciales de los nombres de mis hermanas y el mío forman la frase «Nian Jing Yi», es decir, en memoria a Jingyi. Mis padres dicen que es para recordarla. La Revolución Cultural empujó la vida de tanta gente al caos… Por favor, busque en su corazón para poder perdonar a mis padres.
De pronto Jingyi se sintió más calmada y encontró la fuerza para estrechar la mano de la mujer de Gu Da y decir:
– Le doy las gracias por recordarme, y por haber dado una familia tan hermosa a Gu Da. A partir de hoy seré más feliz, porque tendré algo menos de qué preocuparme. Venga, entremos juntos a la reunión.
Todos accedieron y, siguiendo a Jingyi, se encaminaron hacia el auditorio. Una vez sentados en los asientos asignados, Jingyi se escabulló y volvió a su hotel, donde quemó todas las cartas solicitando ayuda que había traído consigo. Junto con el papel se desvanecieron también sus esperanzas y la momentánea calma.
Varios días después consiguió juntar fuerzas para llamar al trabajo y pedir unos días más de excedencia. Su compañero de trabajo le dijo que había llegado un telegrama para ella, de parte de un tal Gu Jian, pidiéndole que se pusiera en contacto con él cuanto antes. Jingyi comprendió que, por razones que ella desconocía, Gu Da se había cambiado el nombre por el de Gu Jian. Por eso su búsqueda había sido infructuosa.
Jingyi tomó el tren en dirección sur, hacia el lago Taihu, con la intención de adquirir una casa como la que habían soñado tener ella y Gu Da. Pero no tenía ni la fuerza ni el dinero necesario para llevarlo a cabo, y se hospedó en el hotel. No quería ver a nadie y sobrevivió a base de pasta instantánea y dedicada a pensar de día y de noche.
Jingyi casi había terminado de contar su historia. Levantó la mano débilmente y dibujó un círculo en el aire.
– Cuarenta y cinco años de anhelos constantes por él habían hecho de mis lágrimas un pozo de nostalgia. Cada día me acercaba a esperar junto al pozo, llena de confianza y amor. Creía que mi amado saldría un día de aquel pozo y me tomaría entre sus brazos. Pero cuando finalmente salió, había otra mujer a su lado. Sus pasos perturbaron la brillante y lisa superficie de mi pozo. Las ondas enturbiaron mi visión del sol y de la luna, y mi esperanza se esfumó.
»Para poder continuar viviendo necesitaba desprenderme de Gu Da y de mis sentimientos. Tenía la esperanza de que el lago Taihu me ayudaría a lograrlo, pero es demasiado difícil desprenderse del peso de cuarenta y cinco años.
Escuché, angustiada e indefensa, el vacío que inundaba la voz de Jingyi. Toda la empatía que pudiera movilizar sería indefectiblemente insuficiente.
Tenía que volver a ocuparme de PanPan y de mi trabajo, pero no quería dejar sola a Jingyi, así que telefoneé a mi padre para saber si podría venir con mi madre a Wuxi y quedarse unos días a hacer compañía a Jingyi. Ambos llegaron al día siguiente. Cuando yo ya me despedía, mi madre, que me había acompañado hasta la puerta del hospital, me dijo:
– Jingyi debió de ser muy bonita cuando era joven.
Una semana después mis padres volvieron a Nanjing. Mi padre me contó que, con permiso de Jingyi, se había puesto en contacto con su unidad de trabajo. La habían estado buscando y, en cuanto oyeron las noticias, se apresuraron a enviar a una persona a Wuxi que pudiera cuidar de Jingyi. Mi padre dijo que, sin que ella lo supiera, le había contado por encima la historia de Jingyi a su colega. Dijo que el hombre al otro lado del hilo telefónico se había derrumbado y le había dicho entre sollozos:
– Todos aquí sabemos lo mucho que sufrió Jingyi buscando a su amado, pero nadie podrá jamás describir la profundidad de sus sentimientos.
Mi padre descubrió por qué Gu Da había cambiado de nombre, y le contó a Jingyi lo que sabía. El líder de la Guardia Roja de la segunda de las prisiones a la que fue llevado se llamaba exactamente igual que él, y por eso Gu Da fue forzado a cambiar de nombre. Sin autorización alguna, la Guardia Roja cambió su nombre por el de Gu Jian en todos sus documentos. Gu Jian luchó con las autoridades para recuperar su nombre, pero ellos se limitaron a decir:
– Se cometieron tantos errores durante la Revolución Cultural. ¿Cómo vamos a poder enmendarlos todos?
Más tarde, alguien dijo a Gu Da que Jingyi, a la que había buscado durante años, había muerto veinte años antes en un accidente de tráfico, y entonces decidió que el nombre Gu Da moriría con ella.
Jingyi dijo que las mujeres son como el agua y los hombres como montañas. ¿Era ésta una comparación válida? Yo planteé esta pregunta a mis oyentes y en tan sólo una semana recibí casi doscientas respuestas. Entre ellas, más de diez procedían de mis propios colegas. El gran Li escribió: «Los hombres chinos necesitan a una mujer para formarse una imagen de sí mismos. De la misma manera, las montañas se reflejan en los arroyos. Pero los arroyos fluyen desde las montañas. Así que, ¿cuál es entonces la imagen verdadera?»