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En agosto de 1997 abandoné China para trasladarme a Inglaterra. La experiencia que había tenido en la Colina de los Gritos me había trastornado. Sentí que necesitaba respirar nuevos aires: saber cómo era vivir en un país libre. En el avión que me llevó a Londres coincidí con un hombre que me contó que volvía de su séptima visita a China. Había visitado todos los lugares históricos más importantes. Me habló con gran erudición del té, las sedas y la Revolución Cultural. Llevada por la curiosidad, le pregunté qué sabía de la posición de la mujer china en la sociedad. Me contestó que China le parecía una sociedad muy igualitaria: fuera adonde fuera, veía a hombres y mujeres desarrollando los mismos trabajos.
Había subido al avión con la idea de que tal vez podría encontrar la manera de describir la vida de las mujeres chinas a la gente de Occidente. De pronto, enfrentada a los limitados conocimientos de aquellos hombres, la tarea me pareció mucho más desalentadora y difícil. Tendría que retroceder en mi memoria para recuperar todas las historias que había recogido a lo largo de los años. Tendría que revivir las emociones que había sentido al escucharlas por primera vez, y tendría que encontrar las mejores palabras para describir toda la miseria, la amargura y el amor que habían expresado todas aquellas mujeres. Y, aun así, no estaba segura de la interpretación que los lectores occidentales harían de aquellas historias. Al no haber visitado jamás Occidente, no sabía lo que la gente podría saber de China.
Cuatro días después de mi llegada a Londres murió la princesa Diana. Recuerdo encontrarme en el andén de la estación de metro de Ealing Broadway, rodeada por gente que llevaba ramos de flores que pretendía dejar delante de las rejas del palacio de Buckingham.
No pude resistir el impulso de periodista y pregunté a una mujer que tenía al lado qué había significado la princesa Diana para ella. Empezamos a hablar de la posición de la mujer en la sociedad británica. Al rato me preguntó cómo era la vida de las mujeres en China. Para las occidentales, me dijo, parecía que la mujer china moderna seguía llevando un velo. Estaba convencida de que era importante intentar mirar tras aquel velo antiguo. Sus palabras me inspiraron. Tal vez habría, después de todo, una audiencia interesada en mis historias en Occidente. Más tarde, cuando empecé a trabajar en la facultad de estudios orientales y africanos de la Universidad de Londres, hubo más gente que me animó a seguir adelante. Hablé a una profesora de algunas de mis entrevistas, y ella me aseguró que debería ponerlas por escrito. La mayoría de los libros que se habían escrito hasta entonces, me dijo, habían tratado de ciertas familias chinas en concreto. Estas historias ofrecerían una perspectiva más amplia.
Sin embargo, en mi caso, el momento definitivo llegó cuando una muchacha china de veintidós años solicitó mi ayuda. Estaba estudiando en la facultad de estudios orientales y africanos, y un día se sentó a mi lado en la cantina de los estudiantes. Estaba muy deprimida. Su madre, sin prestar atención al coste de las llamadas de larga distancia, la llamaba cada día para advertirle que los hombres occidentales eran unos «sinvergüenzas sexuales» y que no debía permitir que se le acercaran. Al no poder recurrir a nadie para pedirle consejo, la muchacha estaba desesperada por conocer las respuestas a las preguntas más básicas sobre la relación entre hombres y mujeres. Si besabas a un hombre, ¿todavía podías considerarte virgen? ¿Por qué los hombres occidentales tocaban tanto y tan libremente a las mujeres?
Había estudiantes de chino que estaban sentados cerca de nosotras y que entendieron lo que decía la muchacha. Se rieron con incredulidad, pues no podían imaginar que hubiera alguien tan inocente. Pero yo estaba muy conmovida por su infelicidad. Aquí, diez años después de que Xiao Yu me hubiera escrito una carta preguntando si el amor era una ofensa a la decencia pública y se hubiera suicidado al no recibir respuesta, había otra muchacha cuya madre era responsable de mantenerla en la más profunda inopia en los temas relacionados con su sexualidad. Los estudiantes occidentales con los que estudiaba, que la abrazaban sin darle importancia, no tenían ni idea de lo mucho que estaba sufriendo aquella chica. Realmente, en China hay muchas mujeres jóvenes experimentadas -por lo general, en las grandes ciudades- que también se reirían de ella. Sin embargo, yo había hablado con muchas mujeres que se encontraban en una posición similar. Tras su grito de socorro me pareció incluso más imperioso utilizar sus lágrimas, y las mías, para crear un camino hacia la comprensión.
Recordé lo que el viejo Chen me había dicho en una ocasión:
– Xinran, deberías poner todo esto por escrito. La escritura es una especie de sala de exposición, y un almacén que puede ayudar a crear un espacio para dar cabida a nuevas ideas y sentimientos. Si no pones estas historias por escrito, tu corazón se colmará de ellas y se romperá.
En aquellos tiempos, podía haber ido a la cárcel por escribir un libro como éste en China. No podía arriesgarme a abandonar a mi hijo, ni a las mujeres que recibían ayuda y ánimos a través de mi programa de radio. En Inglaterra el libro se hizo realidad. Fue como si hubiera crecido una pluma en mi corazón.