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Hongxue me perseguía. Parecía mirarme fijamente con ojos impotentes y expectantes, como suplicándome que hiciera algo. Un incidente que tuvo lugar un par de días más tarde me ayudó a encontrar una forma de hacer que mi programa de radio fuera más útil a las mujeres.
Cerca de las diez de aquella mañana, cuando acababa de llegar en bicicleta a la emisora, una colega del turno anterior me cerró el paso. Me contó que una pareja de ancianos se había presentado en la emisora despotricando y asegurando que tenían cuentas pendientes conmigo.
– ¿Por qué? -pregunté sorprendida.
– No lo sé. Parece que van diciendo por ahí que eres una asesina.
– ¿Una asesina? ¿Qué significa eso?
– No lo sé, pero creo que deberías quitarte de en medio y evitarlos. Cuando unos oyentes se ponen así, no hay manera de razonar con ellos -dijo con un bostezo-. Tengo que irme a casa a dormir. Es una tortura tener que entrar a las cuatro y media para las primeras noticias. Adiós.
Me despedí de ella distraídamente.
Estaba ansiosa por descubrir lo que estaba pasando, pero tuve que esperar a que la Oficina de Asuntos Externos despachara el asunto conmigo.
Finalmente, a las nueve de aquella noche la oficina me hizo llegar una carta que la pareja de ancianos les había entregado. El colega que la entregó me dijo que se trataba de la nota de suicidio de la única hija de la pareja, una muchacha de diecinueve años. Temerosa de estar demasiado trastornada para iniciar la emisión, me metí la carta en el bolsillo de la chaqueta.
Era pasada la una y media de la noche cuando abandoné el estudio. Hasta que no estuve en la cama, en casa, no me atreví a abrir la carta. Estaba salpicada de lágrimas.
Querida Xinran:
¿Por qué no contestaste a mi carta? ¿Acaso no te diste cuenta de que tenía que decidirme por la vida o la muerte?
Lo amo, pero jamás hice nada malo. Jamás tocó mi cuerpo, pero un vecino lo vio besándome la frente y le contó a todo aquel que quiso escucharle que yo era una mala mujer. Mi madre y mi padre están muy avergonzados.
Quiero mucho a mis padres. Desde que era pequeña, mi mayor deseo fue que se sintieran orgullosos de mí, contentos de tener a una hija inteligente y bonita en lugar de sentirse inferiores por no tener un hijo.
Ahora he hecho que perdieran toda esperanza y se avergonzaran. Pero no sé qué es lo que he hecho mal. Sin duda, el amor no es inmoral ni una ofensa contra la decencia pública.
Te escribí para preguntarte qué hacer. Creí que me ayudarías a darles una explicación a mis padres. Sin embargo, tú también me diste la espalda.
A nadie le importa cómo me siento. No tengo ninguna razón para seguir viviendo.
Adiós, Xinran. Te amo y te odio. Una fiel oyente en vida,
XIAO YU
Tres semanas más tarde llegó la primera carta de Xiao Yu pidiendo ayuda. Me sentí aplastada por el peso de esta tragedia. Odiaba pensar en el número de muchachas chinas que puede haber tenido que pagar con sus vidas su curiosidad juvenil. ¿Cómo podía equipararse el amor con la inmoralidad y la ofensa de la decencia pública?
Quería hacer esta pregunta a mis oyentes, y pedí permiso a mi jefe para recibir llamadas sobre el tema estando en el aire.
Él se alarmó:
– ¿Cómo piensas dirigir y controlar el debate?
– Señor director, ¿acaso no ha llegado la hora de reformarse y abrir las propias fronteras? ¿Por qué no lo intentamos? -dije en un intento de justificar mi iniciativa utilizando el vocabulario sobre apertura e innovación que recientemente se había puesto de moda.
– Reforma no es igual a revolución, apertura no es igual a libertad. Somos los portavoces del Partido, no podemos emitir lo que nos dé la gana.
Mientras hablaba gesticulaba como si fuera a cortarse el cuello. Al ver que no estaba dispuesta a rendirme, me sugirió que grabara un programa sobre el tema. Esto significaría que el guión y cualquier entrevista grabada podrían ser minuciosamente revisados en la emisora, y que el programa editado sería enviado al departamento de control. Debido a que todos los programas grabados tienen que pasar por tantas fases de edición y examen, se consideran absolutamente seguros. En las emisiones en directo tienen lugar muchos menos controles: todo depende de la técnica y de la habilidad del presentador a la hora de alejar el debate de los terrenos problemáticos. Los directores solían escuchar estos programas con el corazón palpitante, pues cualquier error podría costarles el trabajo, e incluso la libertad.
Estaba decepcionada por no poder recibir llamadas estando en el aire. Si me tenía que ceñir al formato de un programa grabado tardaría dos y hasta tres veces más en realizarlo, pero al menos podría hacer uno que estuviera relativamente libre de los tintes del Partido. Puse manos a la obra grabando una serie de entrevistas telefónicas.
Contrariamente a mis expectativas, cuando el programa fue emitido no hubo respuesta por parte del público. Incluso recibí una carta con una crítica muy hostil, anónima, por supuesto:
Antes los programas de radio no eran más que sartas de eslóganes y jerga burocrática. Por fin se ha alcanzado un tono ligeramente distinto, con un cierto toque humano, así que, ¿a qué se debe esta regresión? El tema es digno de ser tratado, pero la presentadora eludió sus responsabilidades con su actitud fría y distante. Nadie quiere escuchar a alguien declamando sabiduría desde la lejanía. Ya que éste es un tema digno de debate, ¿por qué no se le permite hablar libremente a la gente? ¿Por qué la presentadora no muestra la valentía suficiente para recibir llamadas de la audiencia?
El efecto distanciador que este oyente descontento había descrito era el resultado del largo proceso de edición. Los radioescuchas, utilizados durante tanto tiempo para trabajar en cierto sentido, habían suprimido todas las secuencias del guión en las que yo había intentado introducir un tono más personal en mis comentarios. Eran como los cocineros de un gran hotel: sólo hacían un tipo de platos y ajustaban todas las expresiones a su acostumbrado «sabor».
El viejo Chen se dio cuenta de que me sentía herida y resentida.
– Xinran, no vale la pena enfadarse. Déjalo atrás. Cuando entras por la puerta de esta emisora de radio, te embargan la valentía. O te conviertes en una persona importante o en un cobarde. No importa lo que los demás digan o lo que tú misma pienses, nada de ello importa. Sólo puedes ser una u otra cosa. Lo mejor que puedes hacer es asumirlo.
– De acuerdo, pero ¿tú qué eres entonces? -le pregunté.
– Yo soy ambas cosas. Para mí soy muy importante, y para los demás soy un cobarde. Sin embargo, las categorías siempre son más complejas de lo que pueden parecer a primera vista. Tú pretendías debatir la relación entre amor, tradición y moralidad. ¿Cómo podríamos distinguir estos tres conceptos? Cada cultura, cada sensibilidad los percibe de forma diferente. Las mujeres que han sido educadas de una manera muy tradicional se sonrojan al ver el pecho de un hombre. En los clubes nocturnos, en cambio, hay muchachas que se pavonean medio desnudas.
– ¿No te parece que estás exagerando?
– ¿Exagerando? El mundo real de las mujeres está lleno de contrastes aún mayores. Si realmente deseas profundizar en tu comprensión de las mujeres, deberías encontrar la manera de salir de esta emisora de radio y observar la vida. No es bueno estar encerrada en una oficina y un estudio todo el día.
El viejo Chen me había inspirado. Tenía razón. Tenía que saber más de las vidas de las mujeres normales y corrientes, y dejar que madurasen mis puntos de vista. Sin embargo, en un tiempo en que los desplazamientos estaban restringidos, incluso para los periodistas, no iba a resultar fácil. Empecé a buscar ocasiones en cuanto podía, recogiendo información sobre las mujeres durante mis viajes de negocios, visitas a amigos y familiares, y cuando me iba de vacaciones. Entretejí esta información en mis programas y tomé nota de las reacciones que provocaba en mis oyentes.
Un día volvía a toda prisa a la emisora de radio desde la universidad a la que me habían invitado a dar una conferencia. El campus era un hervidero de actividad a la hora del almuerzo, y tuve que empujar la bicicleta a través de una multitud de estudiantes. De pronto oí a varias chicas conversando sobre algo que parecía tener que ver conmigo:
– Dice que las mujeres chinas son muy tradicionales. No estoy de acuerdo. Las mujeres chinas tienen una historia, pero también tienen futuro. ¿Cuántas mujeres son, hoy por hoy, tradicionales? Además, ¿qué significa tradicional? ¿Abrigos acolchados que se abrochan en los lados? ¿El pelo recogido en un moño? ¿Zapatos bordados? ¿La cara cubierta ante los hombres?
– Yo creo que la tradición a la que ella se refiere debe de ser un concepto, unos preceptos transmitidos de nuestros ancestros, o algo así. No escuché el programa de ayer y no estoy segura.
– Nunca escucho los programas dirigidos a mujeres. Sólo escucho los programas musicales.
– Yo sí lo escuché, me gusta dormirme escuchando su programa. Pone música bonita y su voz resulta tranquilizante. Pero no me gusta la manera que tiene de darle vueltas y más vueltas a la docilidad de las mujeres. ¿No puede realmente pensar que los hombres son unos salvajes?
– Creo que sí, al menos un poco. Debe de ser el tipo de mujer que se comporta como una princesita mimada entre los brazos de su marido.
– ¿Quién sabe? También podría ser el tipo de mujer que obliga a su hombre a postrarse ante sus pies para poder descargar su ira sobre él.
Me quedé muda de asombro. No sabía que las jóvenes hablaran así. Tenía prisa y, por tanto, no me paré a preguntarles acerca de sus opiniones, como hubiera hecho normalmente, pero decidí dedicar algún tiempo a hablar con estudiantes universitarias. Puesto que de vez en cuando trabajaba en la universidad en calidad de profesora invitada, me resultaría fácil organizar entrevistas allí, prescindiendo de cualquier contrariedad burocrática. Las revoluciones siempre tienen su inicio entre estudiantes. Estos jóvenes se encuentran en la cresta de la ola del cambio de la conciencia moderna china.
Alguien me habló de una joven que era miembro destacado de la «camarilla» de la universidad, conocida por su iniciativa, sus ideas y sus modernas opiniones. Su nombre tenía, además, un significado que le venía como anillo al dedo: Jin Shuai, «general dorado». La invité a que se reuniera conmigo en una casa de té.
Jin Shuai parecía más una ejecutiva de relaciones públicas que una estudiante. A pesar de que sus rasgos eran muy normales, la muchacha llamaba la atención. Llevaba un traje azul marino de buen corte que favorecía su figura, una camisa elegante, y unas seductoras botas altas de cuero. Su larga cabellera estaba suelta.
Sorbimos té Dragon Well en pequeñas tazas bermejas vidriadas.
– Bueno, Xinran, ¿eres tan culta como dice la gente? -dijo Jin Shuai invirtiendo así nuestros papeles al hacer ella la primera pregunta.
Deseosa de impresionarla, enumeré algunos de los libros de historia y economía que había leído. No estaba impresionada.
– ¿Qué pueden enseñarte esos viejos tomos polvorientos sobre las necesidades y los deseos humanos? No hacen más que dar vueltas a teorías vacías. Si quieres leer libros que te sean útiles, inténtalo con Gestión comercial moderna, Estudio de las relaciones personales y Vida de un empresario. Al menos, éstos te ayudan a ganar dinero. Pobrecita, dispones de todos esos contactos importantes, sin contar a tus miles de oyentes, y todavía sigues trabajando día y noche a cambio de un sueldo miserable. Has perdido tanto tiempo leyendo todos esos libros que has dejado pasar tu oportunidad.
Me puse a la defensiva.
– No, todo el mundo toma sus propias decisiones en la vida…
– Eh, no te lo tomes a mal. ¿Acaso tu trabajo no consiste en responder a las preguntas de los oyentes? Permíteme que te haga unas cuantas más: ¿Qué filosofía tienen las mujeres? ¿Qué es la felicidad para una mujer? Y ¿qué convierte a una mujer en una buena mujer?
Jin Shuai se acabó la taza de un sorbo.
Decidí pasarle las riendas a Jin Shuai con la esperanza de que revelara sus verdaderos pensamientos. Le dije:
– Quiero saber lo que piensas tú.
– ¿Yo? Pero si yo soy una estudiante de ciencias, no tengo ni idea de ciencias sociales.
De pronto se había vuelto extrañamente modesta, pero yo sabía que podía hacer que continuara hablando.
– Pero tus opiniones no se limitan a las ciencias.
– Bueno, sí, sí tengo alguna que otra opinión.
– No sólo alguna que otra. Eres conocida por tus opiniones, sobre todo entre los estudiantes de la Universidad de Nanjing.
– Gracias.
Por primera vez adoptó el tono respetuoso que yo había creído que utilizaban todos los estudiantes universitarios.
Aproveché la ocasión para hacerle una pregunta.
– Eres inteligente, joven y atractiva. ¿Te consideras una buena mujer?
– ¿Yo? -dijo, mostrándose por un instante ligeramente irresoluta. Luego contestó con firmeza-: No.
Había despertado mi curiosidad.
– ¿Por qué? -le pregunté.
– Camarera, otros dos tés Dragon Well, por favor.
La confianza con que Jin Shuai hizo el pedido puso en evidencia una facilidad nacida de la riqueza.
– No poseo la suficiente docilidad y perseverancia. Una buena mujer china está condicionada para comportarse de una manera dulce y sumisa, y se llevan este comportamiento a la cama. El resultado es que sus maridos acaban diciendo que no tienen atractivo sexual y las mujeres se someten a la opresión, convencidas de que es culpa suya. Tienen que soportar el dolor de la menstruación y de los partos, y trabajar igual que los hombres para mantener a sus familias cuando sus maridos no ganan suficiente dinero. Los hombres clavan fotos de mujeres bonitas sobre la cabecera de la cama para estimularse, mientras que sus esposas se culpan a sí mismas de sus cuerpos ajados. De todos modos, a los ojos de los hombres, no existe la buena mujer.
Me pregunté si esto era cierto o no. Jin Shuai no necesitó que la animara a seguir.
– Cuando las hormonas de los hombres se encabritan, te prometen amor eterno. Esta condición ha dado lugar a cantidades ingentes de poesía a través de los tiempos: amor tan profundo como los océanos, o lo que sea. Sin embargo, los hombres que aman así sólo existen en los cuentos. Los hombres de verdad se excusan diciendo que no han conocido a una mujer digna de tal sentimiento. Son expertos en utilizar las debilidades de las mujeres para controlarlas. Unas pocas palabras de amor o de elogio pueden mantener felices a algunas mujeres durante largo tiempo, pero no es más que una ilusión.
»Fíjate en esas viejas parejas que llevan décadas juntas. A primera vista pensarías que el hombre está satisfecho, ¿no es así?, pero dale la oportunidad y verás cómo rechazará a la vieja para casarse con una nueva. La razón que está obligado a dar es que su esposa no es buena. Y a los ojos de los hombres que tienen amantes, existen aún menos mujeres buenas. Estos hombres simplemente consideran a la mujer como un juguete. Engañan a sus esposas y desprecian a sus amantes, porque de no ser así hace tiempo que se habrían casado con ellas.
Jin Shuai hizo una pausa y se puso solemne:
– ¿Sabes qué tipo de mujer desean los hombres?
– No soy una experta -repliqué, en honor a la verdad.
Jin Shuai me contestó en un tono autoritario:
– Los hombres quieren a una mujer que sea una esposa virtuosa, una buena madre capaz de hacerse cargo de todas las tareas domésticas, como una criada. Fuera del hogar debe ser atractiva y cultivada, y debe honrarlo. Y en la cama debe mostrarse como una ninfómana. Y lo que es más: los hombres chinos también necesitan a sus esposas para administrar sus finanzas y ganar un montón de dinero para que ellos puedan mezclarse con los ricos y poderosos. Los hombres chinos modernos suspiran por culpa de la abolición de la poligamia. Aquel anciano Gu Hongming de finales de la dinastía Qing dijo en una ocasión que «el hombre está hecho para tener cuatro mujeres, al igual que una tetera está hecha para cuatro tazas». Y los hombres chinos modernos quieren otra taza para llenarla de dinero.
– Cuéntame entonces cuántas mujeres chinas son capaces de satisfacer todas estas exigencias. Según estos presupuestos, todas las mujeres son malas.
Dos hombres que ocupaban la mesa de al lado se volvieron varias veces para mirar a Jin Shuai. Ella continuó hablando, impertérrita.
– ¿Alguna vez has oído el dicho «Las esposas de los demás siempre son mejores, pero tus propios hijos son siempre los mejores»?
– Sí -dije, aliviada porque al fin podía demostrar que sabía alguna cosa.
Se quedó pensativa y dijo:
– Una vez leí un libro sobre el amor que decía: «Un león hambriento se comerá un conejo si no hay nada mejor, pero en cuanto haya dado buena cuenta del conejo lo abandonará para cazar una cebra…» Lo realmente trágico es que haya tantas mujeres que acepten que los hombres las juzguen como «malas mujeres».
Sintiendo que Jin Shuai me contaba entre estas mujeres, me ruboricé ligeramente. Ella no se dio cuenta.
– Xinran, ¿sabes que las que tienen suerte son las mujeres realmente malas? Yo creo en el dicho: «El dinero hace malos a los hombres; la maldad convierte a las mujeres en dinero.» No creas que aquí todas somos unas pobres estudiantes. Muchas de nosotras vivimos a la moda, sin recibir ni un céntimo de nuestros padres. Algunas chicas no podían siquiera permitirse comer carne en la cantina cuando llegaron a la universidad, pero ahora llevan jerséis de cachemira y joyas. Toman taxis para ir a cualquier lugar y se hospedan en hoteles. No me malinterpretes, por favor; estas muchachas no necesariamente venden sus cuerpos.
Jin Shuai se dio cuenta de que parecía escandalizada y prosiguió con una sonrisa en los labios.
– Hoy en día, los hombres ricos se están volviendo cada vez más exigentes en cuanto a la compañía que desean. Quieren lucir una «secretaria personal» o «acompañante» con cultura. Con la actual escasez de talento que hay en China, ¿dónde crees que pueden encontrar tantas «secretarias personales», si no es en la universidad? Una mujer sin títulos ni diplomas sólo podrá atraer a algún hombre de negocios menor; cuanta mejor educación has recibido, más posibilidades tienes de cazar a un gran empresario. Una «secretaria personal» trabaja para un solo hombre, una «acompañante» lo hace para varios. Hay tres niveles de compañía. El primer nivel implica acompañar a los hombres a restaurantes, clubes nocturnos y karaokes. El segundo nivel va más allá e incluye acompañarlos a otros eventos, tales como funciones de teatro, de cine, etcétera. A estos niveles los denominamos «vende arte pero no te vendas a ti misma». Naturalmente, dejar que estos hombres manoseen tu ropa forma parte del trato. El tercer nivel implica estar a disposición día y noche, también para el sexo. Si perteneces a este tipo de «secretaria personal», no duermes en el dormitorio de la universidad, excepto en el caso improbable de que tu jefe tenga que desplazarse a su hogar. Incluso entonces, el hombre acostumbra a dejarte ocupar la habitación de hotel que ha alquilado, para que le resulte más fácil encontrarte a la vuelta. Una «secretaria personal» tiene cubiertas todas sus comidas, sus ropas, el alojamiento y los viajes. Nadie se atreve a contrariarla estando tan cerca de su jefe, ¡está por debajo de un hombre pero por encima de miles! Si es lista, pronto conseguirá tener poder real; y si es realmente astuta, ya nunca tendrá que volver a preocuparse por el dinero.
Se sirvió más té.
– ¿Acaso no dicen que «los tiempos hacen al hombre»? La «secretaria personal» en China es una creación de la política de reformas y apertura de Deug Xiaoping. En cuanto China se abrió al exterior, todo el mundo empezó a perseguir el dinero, todo el mundo quería ser jefe. Muchos soñaron con la riqueza, pero pocos la alcanzaron. ¿Te has fijado en que el título que todo el mundo imprime en sus tarjetas de visita es «Director general» o «Director»? No importa el tamaño del negocio, sus compañías siempre tienen nombres grandiosos.
»¿Y cómo iban todos estos hombres a poner en marcha una empresa sin una secretaria? ¿No perderían prestigio a los ojos de los demás? Una secretaria contratada durante ocho horas al día no es suficiente, tiene que haber siempre alguien para arreglar las cosas. Añádele a esto la ley de la atracción sexual, y las oportunidades abundarán para las mujeres jóvenes y atractivas. Hay mujeres jóvenes vestidas a la moda que no hacen más que correr entre los distintos departamentos gubernamentales mal ventilados, acelerando así el ritmo del desarrollo económico de China.
»También los extranjeros que luchan por hacerse un hueco en nuestra economía necesitan «secretarias personales». No entienden absolutamente nada de China y de nuestras costumbres. Si no fuera por la ayuda de sus secretarias, los corruptos funcionarios chinos los habrían hecho picadillo hace ya mucho tiempo. Para ser secretaria de un extranjero también tienes que saber hablar una lengua extranjera.
»La mayoría de las «secretarias personales» son bastante realistas en cuanto a las perspectivas. Saben que sus jefes jamás abandonarán a sus familias. Sólo una tonta confundiría sus dulces palabras con el amor. No obstante, hay algunas tontas y creo que no tendré que contarte cuál es el resultado.
Había escuchado boquiabierta la exposición que Jin Shuai hizo sobre el mundo de las «acompañantes» y las «secretarias personales». Sentía que proveníamos de siglos distintos, abandonadas a la buena de Dios en un mismo país.
– ¿Realmente es así? -tartamudeé.
– ¡Por supuesto! Deja que te cuente una historia verídica. Tengo una buena amiga, Ying’er, una muchacha preciosa y atenta, alta y delgada, de rostro y voz dulces. Ying’er era una estudiante de mucho talento en la Facultad de Arte. Cantaba y tocaba cualquier tipo de instrumento y por eso siempre había música, sonrisas y risas a su alrededor. Tanto los hombres como las mujeres gustaban de su compañía. Hace dos años, cuando Ying’er estaba en su segundo curso de carrera, conoció al director de una compañía taiwanesa llamado Wu en una sala de baile. Era guapo y elegante. La inmobiliaria que dirigía en Shanghai iba bien y por eso quería abrir una sucursal en Nanjing. Pero cuando llegó aquí se encontró con problemas a la hora de enfrentarse a las regulaciones comerciales. Se gastó miles de dólares americanos, pero tras seis meses de arduos intentos todavía se hallaba lejos de poner en marcha la sucursal.
»Ying’er se apiadó de él. Gracias a su ingenio, a su agradable forma de ser y a sus buenos contactos solucionó los trámites y el papeleo con la oficina comercial, la oficina de hacienda, el ayuntamiento y el banco. Pronto la sucursal empezó a funcionar. Wu estaba lleno de gratitud por sus gestiones. Alquiló una suite en un hotel de cuatro estrellas para Ying’er y se hizo cargo de todos sus gastos. Ying’er era una mujer de mundo, pero se dejó vencer por el comportamiento caballeroso de Wu. Él no se comportaba como esos tíos que creen que el dinero lo compra todo. Ying’er decidió dejar de acompañar a otros hombres y dedicarse exclusivamente a ayudar a Wu en sus negocios en Nanjing.
»Un buen día, alrededor de las tres de la mañana, Ying’er me llamó con una voz exultante de felicidad:
»-Esta vez es de verdad. Pero no te preocupes, no le he contado lo que siento por él. Sé que está casado. Me dijo que su esposa era una buena mujer. Me mostró las fotos de su boda. Hacen buena pareja. No quiero destrozar su familia, me basta con que me trate bien. Es tan cariñoso. Cuando estoy triste o pierdo los estribos, nunca se enfada. Cuando le pregunté por qué era tan paciente, me contestó: «¿Cómo puede un hombre llamarse hombre si se enfada con una mujer que está triste?» ¿Alguna vez habías escuchado algo tan tierno? De acuerdo, no te molestaré más, simplemente no quería ocultarte nada. Buenas noches, querida.
»Me costó una barbaridad dormirme, preguntándome una y otra vez si tal amor ideal entre un hombre y una mujer realmente podía existir. Deseaba de todo corazón que Ying’er lo demostrara y me diera un poco de esperanza.
»No volví a ver a Ying’er durante los siguientes meses, ya que se dedicó a disfrutar de la dicha del amor. Cuando nos reencontramos me impresionó su aspecto ojeroso y su extrema delgadez. Me contó que la esposa de Wu había escrito una carta a su marido exigiéndole que escogiera entre el divorcio o abandonar a Ying’er. Ying’er creyó, ingenuamente, que Wu la elegiría a ella, puesto que había dado muestras de ser incapaz de vivir sin ella. Además, la fortuna de Wu era tan inmensa que dividirla no afectaría demasiado a su negocio. Sin embargo, confrontado a su mujer, que vino de Taiwan, Wu le anunció que no podía dejar ni a su esposa ni su fortuna y le ordenó a Ying’er que desapareciera de su vida. Él y su esposa le dieron diez mil dólares en señal de gratitud por su ayuda en los negocios de Nanjing.
»Ying’er estaba destrozada y pidió estar a solas con Wu para hacerle tres preguntas. Le preguntó si su decisión era definitiva. Wu le contestó que así era. Le preguntó si realmente habían significado algo sus anteriores declaraciones de afecto hacia ella. Él contestó que sí. Finalmente, Ying’er le preguntó cómo podían haber cambiado sus sentimientos. Él respondió con descaro que el mundo se hallaba sometido a cambios constantes, y luego le anunció que su tanda de preguntas había finalizado.
»Ying’er volvió a su antigua vida de «acompañante», esta vez firme en su convicción de que el amor verdadero no existía. Este año, apenas dos meses después de haberse licenciado en la universidad, se casó con un americano. En la primera carta que me envió de América escribió: «No pienses jamás en un hombre como en un árbol a cuya sombra puedes descansar. Las mujeres no son más que abono descomponiéndose para fortalecer el árbol… No existe el amor verdadero. Las parejas que parecen amarse permanecen unidas para provecho propio, ya sea por dinero, poder o influencia».
»Qué pena que Ying’er se diera cuenta de ello demasiado tarde.
Jin Shuai se quedó callada, conmovida por el destino de su amiga.
– No le he dado demasiadas vueltas. No logro entender el amor. Tenemos un profesor que abusa de su poder a la hora de dar las notas de los exámenes. Convoca a las estudiantes bonitas a una «charla cara a cara»; la charla conduce a una habitación de hotel. Es un secreto a voces, todo el mundo lo sabe, salvo su esposa. Ella se pasa el tiempo hablando satisfecha de cómo la mima su marido; él le compra todo lo que ella desea y se ocupa de todas las tareas domésticas, aduciendo que no puede soportar que lo haga ella. ¿Puedes creer que el profesor lascivo y el marido devoto sean la misma persona?
»Dicen que «las mujeres valoran los sentimientos, los hombres la carne». Si esta generalización es cierta, ¿por qué casarse? Las mujeres que permanecen al lado de sus maridos infieles son estúpidas.
Yo repliqué que las mujeres a menudo son esclavas de sus sentimientos y hablé a Jin Shuai de una profesora universitaria que conocía. Años atrás, su marido, también académico, había visto a mucha gente ganar mucho dinero poniendo en marcha sus propias empresas. Estaba impaciente por dejar el trabajo y hacer lo mismo. Su esposa le dijo que no tenía ni los conocimientos de dirección ni los recursos empresariales para competir, y le recordó sus habilidades: dar clases, investigar y escribir. El marido la acusó de despreciarlo y se propuso demostrarle que estaba equivocada. Su negocio fue un fracaso espectacular: agotó los ahorros de la familia y no tenía nada con que contrarrestarlo. La mujer se convirtió en el único sostén de la familia.
Su marido en paro se negó a ayudarla en las tareas de la casa. Cuando ella le pedía que la ayudara en las labores domésticas, él protestaba aduciendo que era un hombre y que no podía exigirle que se dedicara a tareas femeninas. La mujer solía salir de casa pronto por la mañana y volvía tarde, tambaleándose de cansancio. Su marido, que nunca se levantaba de la cama antes de la una del mediodía y se pasaba el día mirando la televisión, pretendía que él estaba más cansado por el estrés que le producía estar en paro. No lograba dormir bien y tenía poco apetito, por lo que necesitaba comida buena y sana para recuperar las fuerzas.
La esposa pasaba todo su tiempo libre dando clases particulares a niños con el fin de ganar algo más de dinero, y a cambio no recibía más que críticas de su marido por estar agotada. Él no se molestaba siquiera en pensar de dónde salía el dinero para alimentar y vestir a la familia. Poco dispuesta a gastar dinero en maquillaje o ropa nueva para ella, la profesora nunca permitió que el marido renunciara a llevar buenos trajes y zapatos de cuero. Él se mostraba poco dispuesto a agradecer los esfuerzos de ella, y en cambio se quejaba de que su esposa no fuera tan bien vestida y elegante como antes, comparándola desfavorablemente con mujeres atractivas y más jóvenes. A pesar de la educación recibida, parecía un campesino preocupado por demostrar su poder y posición como hombre.
Los colegas de la universidad de la mujer le recriminaron que mimara en exceso a su marido. Algunos de sus estudiantes también le expresaron su desaprobación. Le preguntaron por qué se sometía a tanto estrés por un hombre tan despreciable. La mujer contestó impotente: «Solía quererme mucho.»
Jin Shuai se enfureció con mi historia, pero reconoció que se trataba de una situación harto común.
– Creo que más de la mitad de las familias chinas están formadas por mujeres agotadas por el trabajo y hombres que suspiran por sus ambiciones frustradas, culpando a sus mujeres y sufriendo ataques de rabia. Y lo que es más, muchos hombres chinos creen que decir un par de palabras cariñosas a sus esposas está por debajo de su dignidad. Simplemente no lo entiendo. ¿Qué ha sido del amor propio de un hombre que es capaz de vivir de una mujer débil y quedarse con la conciencia tranquila?
– Te expresas como una feminista -dije, para provocarla.
– No soy feminista. Sencillamente, no he encontrado ningún hombre de verdad en China. Dime, ¿cuántas mujeres han escrito a tu programa para decir que son felices con sus maridos? ¿Y cuántos hombres chinos te han pedido que leyeras una carta en la que confesaban lo mucho que aman a su esposa? ¿Por qué los hombres chinos creen que pronunciar las palabras «te quiero» mina su estatus masculino?
Los dos hombres de la mesa vecina nos señalaban con el dedo y gesticulaban. Me pregunté qué debían pensar de la fiera expresión del rostro de Jin Shuai.
– Bueno, eso es algo que dicen los hombres occidentales debido a su cultura -dije, en un intento de defender el hecho de que nunca había recibido una carta de este tipo.
– ¿Qué? ¿Entonces crees que se trata de una diferencia cultural? No, si un hombre no tiene la valentía suficiente para decir estas palabras a la mujer que ama delante de la gente, no puedes llamarlo hombre. Desde mi punto de vista, no hay hombres en China.
Afortunadamente, los dos hombres se habían ido. Yo me había quedado sin palabras. Enfrentada al corazón joven y, sin embargo, frío como un témpano de una mujer, ¿qué podía decir? Pero Jin Shuai se rió.
– Mis amigos dicen que finalmente China ha alcanzado al resto del mundo en cuanto a los temas de conversación. Puesto que ya no tenemos que preocuparnos por la comida y la ropa, nos dedicamos a debatir la relación entre hombres y mujeres. Pero yo creo que el asunto de las mujeres y los hombres es aún más complejo en China, si cabe. Aquí tenemos que vérnoslas con más de cincuenta grupos étnicos, incontables cambios políticos, y patrones de comportamiento, porte y vestimenta de la mujer. Incluso tenemos más de diez palabras diferentes para decir esposa.
Por un momento, Jin Shuai pareció una muchacha despreocupada e inocente. El entusiasmo le sentaba mejor que el caparazón de experta en relaciones públicas, y así me gustaba más.
– Eh, Xinran -me dijo-, podríamos hablar de los dichos y proverbios que hablan de las mujeres. Por ejemplo, «Una buena mujer no se va con un segundo hombre». ¿Cuántas viudas en la historia de China han considerado siquiera la posibilidad de volver a casarse a fin de preservar la reputación de sus familias? ¿Cuántas mujeres se han visto obligadas a «emascular» su naturaleza femenina por guardar las apariencias? Oh, ya lo sé, «emascular» no es un verbo que pueda aplicarse a las mujeres, pero eso es lo que es. Todavía hay mujeres así en el campo. Y luego está el del pez…
– ¿Qué pez? -pregunté. Jamás había oído ese giro y me di cuenta de que debía de parecer muy ignorante a los ojos de la generación más joven.
Jin Shuai suspiró ostentosamente y tamborileó sobre la mesa con sus uñas pintadas.
– Oh, pobre Xinran. Ni siquiera tienes claras las distintas categorías de mujer. ¿Cómo pretendes siquiera entender a los hombres? Deja que te explique. Cuando los hombres han bebido, suelen sacar a colación una batería de definiciones de la mujer. Las amantes son «peces espada» sabrosas pero de espinas afiladas. Las «secretarias personales» son «carpas», cuanto más las guisas mejor sabor tienen. Las mujeres de otros hombres son «peces globo japoneses», probar un bocado podría significar tu fin, aunque arriesgar la vida es motivo de orgullo.
– ¿Y qué dicen de sus propias esposas?
– Bacalao salado.
– ¿Bacalao salado? ¿Por qué?
– Porque el bacalao salado se conserva durante mucho tiempo. Cuando no hay otra comida, el bacalao salado resulta barato y práctico, y con un poco de arroz es todo un plato… Bueno, tengo que ir a «trabajar». No deberías haberme escuchado enrollándome como una persiana. ¿Por qué no has dicho nada?
Me había quedado muda, preocupada por la sorprendente comparación de las esposas con el bacalao salado.
– No olvides responder a mis tres preguntas en tu programa: ¿Qué filosofía tienen las mujeres? ¿Qué es la felicidad para las mujeres? Y ¿qué es lo que convierte a una mujer en una buena esposa?
Jin Shuai se terminó el té, tomó su bolso y se fue.
Estuve sopesando las preguntas de Jin Shuai durante un buen rato, pero finalmente tuve que admitir que no conocía las respuestas. Parecía haber un enorme abismo entre su generación y la mía. Durante los siguientes cinco años tuve la oportunidad de conocer a muchas estudiantes universitarias. El temperamento, la actitud y el estilo de vida de la nueva generación de mujeres chinas que se habían criado durante el período de Reforma y Apertura eran totalmente distintos a los de sus padres. Pero a pesar de que defendían teorías pintorescas sobre la vida, había una gruesa capa de vacuidad tras sus ideas.
Aunque, ¿podemos reprochárselo? No lo creo. En su educación faltaba algo, y eso era lo que las convertía en lo que eran. Nunca habían gozado de un entorno normal y cariñoso en el que desarrollarse libremente.
Desde las sociedades matriarcales de un pasado muy lejano, la mujer china siempre ha ocupado el peldaño más bajo del escalafón social. Eran clasificadas como objetos, como parte de una propiedad, repartidas de la misma forma que se reparte la comida, las herramientas y las armas. Más tarde se les permitió la entrada al mundo de los hombres, pero sólo podían existir postradas a sus pies. Dicho de otro modo, totalmente sometidas a la bondad o crueldad de un hombre. Si se estudia la arquitectura china, se observa que tuvieron que pasar muchos años hasta que una minoría muy reducida de mujeres pudo trasladarse de las dependencias accesorias del patio familiar (donde guardaban las herramientas y dormían los criados) a los aposentos contiguos a las estancias principales (donde vivían el amo de la casa y sus hijos).
La historia de China es muy larga, pero hace muy poco que a las mujeres se les concedió la oportunidad de ser ellas mismas, y que los hombres empezaron a conocerlas.
En los años treinta, cuando las mujeres occidentales ya estaban reclamando la igualdad entre los sexos, las mujeres chinas apenas habían empezado a poner en duda la sociedad dominada por los hombres, pero ya no estaban dispuestas a que les vendaran los pies, o a aceptar los matrimonios concertados por sus padres. De todos modos, las mujeres chinas desconocían los derechos y obligaciones de su sexo, y no sabían cómo hacer para ganarse un mundo propio. Buscaban inútilmente las respuestas en su propio espacio reducido y angosto, y en un país en el que toda la educación estaba manipulada por el Partido. El efecto que ha producido en la generación más joven es preocupante. Para poder sobrevivir en un mundo cruel muchos jóvenes han adoptado el duro caparazón de Jin Shuai y han suprimido sus sentimientos y sus emociones.