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Fue más o menos por esa época cuando Polly empezó a fumar otra vez. No fumaba mucho. Estaba prohibido en la oficina, prohibido en los restaurantes, prohibido incluso en los bares. Se había acostumbrado tanto a salir a la calle a fumar un cigarrillo que incluso en casa, donde estaba permitido fumar, por ella, siempre salía afuera y se apoyaba contra el muro de ladrillo del edificio, mirando las idas y venidas de los vecinos. Jamie gruñía a su altísimo novio mientras pugnaban por sacar a un montón de niños de una minivan. Una gruesa mujer mayor vestida de negro caminaba a paso de tortuga, encorvada sobre un bastón, murmurando en italiano. Tres o cuatro parejas jóvenes salieron del restaurante malayo, riendo, apoyándose unos en otros. Polly había visto a la mujer con el enorme pit bull blanco unas cuantas veces y le había dado las gracias por pasarle el nombre del veterinario; también se había enterado de que el perro se llamaba Beatrice, y mientras estaba allí afuera, en aquella templada tarde de primavera fumando y tratando de imaginar cómo juntar a George y a Geneva en la misma habitación sin que fuera demasiado obvio, sólo lo suficiente como para que se vieran el uno al otro, Beatrice y su dueña venían paseando calle abajo. La mujer sonrió a Polly con cordialidad. Vestía una camisa Oxford de manga corta perfectamente metida por dentro, se fijó Polly, pero aun así se las arreglaba para parecer, si no moderna, sí fresca y atrctiva.
– ¿Cuándo voy a conocer a ese cachorro? -preguntó la mujer-. El cachorro virtual.
– Vete cualquier tarde al café que está un bloque más abajo -respondió Polly-. Mi hermano anda por ahí con él tratando de levantarse a alguna chica.
– ¿De verdad? ¿Utiliza al cachorro de anzuelo? Qué creativo.
– Sí, George es de lo más creativo. Aunque en realidad nadie ha visto nunca ninguna creación suya…
Polly estaba resentida, y aunque en el fondo sabía que poner verde a su hermano ante una persona relativamente desconocida era quizá inapropiado, no pudo evitarlo. Ofreció un cigarrillo a su interlocutora, que la sorprendió aceptándolo.
– ¿De verdad? Ya no fuma nadie.
– Yo he vuelto a caer -dijo la mujer.
– ¿En serio? Yo también -replicó Polly, y siguió quejándose de George unos minutos hasta que notó que la puerta se abría a su espalda y se echó a un lado. Un hombre de mediana edad y una chica de unos dieciocho años salieron del edificio. Beatrice se abalanzó sobre el hombre y empezó a hociquearle en la palma de la mano.
– ¿Qué hay, Beatrice? -saludó Everett a la perra-. Que sí, que me acuerdo de ti.
– Ella sí que te recuerda -dijo la chica.
– Desde luego -dijo Jody, y miró a Everett, quien al instante desvió la mirada, luego se tranquilizó y presentó a Emily y a Jody.
– Y yo soy Polly -intervino Polly.
Jody sonrió al oír el «y». Como si Polly fuera la parte que completara el todo, pensó. Tanta seguridad en alguien tan joven. Era asombroso.
– Vivo en el 4F -continuó Polly.
– Ah -respondió Everett, enarcando una ceja.
– Exacto -dijo Polly-. Ese apartamento.
– Bueno… -balbuceó Everett.
Hubo una pausa.
– Polly tiene un cachorro -apuntó Jody rápidamente, luego se dio cuenta de que como el cachorro no estaba allí, esa información era irrelevante. ¿Y por qué, se preguntó, mi única contribución a esta conversación tan forzada suena infantil? ¡Polly tiene un cachorro! ¡Polly tiene un cachorro! Hacía semanas que no veía a Everett. No había sabido nada de él, ¿y era esto lo único que se le ocurría decir? Claro que él tampoco lo estaba haciendo mucho mejor.
– ¿Qué tal? -le preguntó-. ¿Cómo te va?
– Oh. -Él se encogió de hombros-. Bien. Ocupado…
Jody se dio cuenta de que le había puesto en un apuro, lo cual no había sido su intención. ¿O sí?
– Papá -intervino Emily-, es un poco tarde.
Y Everett y Emily echaron a andar hacia Broadway.
Jody irremediablemente vio cómo se marchaban, luego se volvió despacio hacia Polly.
– Es gracioso que sepa cómo se llama tu perro y no cómo te llamas tú -dijo Polly-. Para mí eres la mamá de Beatrice.
A Jody no le gustaba que la gente se refiriera a los dueños de los perros como si fueran los padres. Jody encontraba a Polly un poco candida para su gusto, lo cual, tenía que reconocer, no era culpa de Polly. Después de todo, Polly era una niña: se suponía que debía ser candida. Y a pesar de eso había algo en ella que a Jody le atraía, de la misma manera que le atraían sus estudiantes. Polly parecía una chica sensible y frágil, y a la vez una triunfadora irresistible, una especie de Juggernaut vulnerable, pensó Jody, que ella asociaba con críos ruidosos y alegres.
Jody caminó a casa despacio, preguntándose qué le pasaría a Everett. Tampoco esperaba que se enamorase locamente de ella. Pero lo habían pasado tan bien durante la cena… Ella creía que volverían a verse. Y desde luego esperaba un recibimiento más cálido en caso de que se encontraran por casualidad como había sucedido esa tarde. A lo mejor se sentía violento delante de su hija. Estaba muy unido a Emily, Jody lo sabía. Debía de ser eso. Emily estaba en casa, y Everett se sentía inseguro y preocupado. Deseó encarecidamente que Emily volviera a la universidad, que era donde debía estar.
Jody tenía razón respecto a Everett y Emily. En cuanto su hija entró por la puerta, él se olvidó completamente de Jody. Ver a su vecina allí con el perro a la puerta de su casa le había sorprendido, y se había sentido inseguro e incómodo. Peor aún, había estado frío, e incluso grosero, con Jody.
Ella era una persona agradable y no se merecía eso. Se sentía avergonzado cuando se marchó con Emily, y era una sensación molesta. Everett dio un puntapié a una botella que había en la acera. Rebotó en el bordillo y se rompió en pedazos.
– ¡Papá! -le reprendió Emily.
Por otro lado, ¿tenía alguna obligación con Jody sólo porque hubieran pasado una tarde encantadora cenando juntos? Él creía que no. Las mujeres solteras eran tan exigentes, se dijo, estaban tan necesitadas de cariño… Se irguió un poco. ¿Qué derecho tenía ella a hacerle sentir culpable? Y para cuando se sentó junto a Emily en el metro estaba casi enfadado con Jody, lo cual era un gran alivio.
Polly preguntó a Jody de qué conocía a Everett, pero ésta no parecía tener ganas de hablar de él y se alejó calle abajo; sólo se paró un momento cuando el perro decidió mear junto a la rueda de un enorme monovolumen blanco. Polly reparó en el recibimiento que hizo a Everett el enorme perro blanco. También había visto a Everett sonreír a su hija, una espléndida sonrisa. Había visto sus hermosos ojos azules.
Los perros nunca recibían así a Chris, pensó. A Chris no le gustaban los perros. Y parecía que, instintivamente, a los perros no les gustaba Chris. Eso debería haberme dicho algo, pensó Polly. Eso debería haberme demostrado algo, y se lo demostraré. Repitió aquella fórmula y la encontró estimulante. Las dos frases parecían relacionadas no sólo por el verbo, sino moralmente, psicológicamente, lógicamente, filosóficamente, espiritualmente… Eso debería haberme demostrado algo, y se lo demostraré.
Después de lo que le pareció tiempo suficiente para que dos personas cenaran, Polly bajó con Howdy al vestíbulo a jugar con la pelota. No estaba segura de por qué el vestíbulo de repente le parecía un sitio ideal para jugar con el perro, pero estaba segura de que lo era. Le preguntó a Howdy en voz alta, con ese tono agudo y serio que adoptan por lo general los dueños de perros cuando se dirigen a sus animales, cómo no se les había ocurrido jugar allí antes. En respuesta, Howdy corrió de un lado a otro del vestíbulo, persiguiendo la pelota de tenis y trayéndola de vuelta, deslizándose torpe pero enérgicamente por el reluciente suelo de mármol, hasta que aparecieron Everett y Emily. Entonces Howdy corrió hacia Everett, dejó la pelota a sus pies y le miró a la cara de modo suplicante, comportándose, en opinión de Polly, como el perro más bueno y más obediente del mundo.
– Vale -dijo Everett a nadie en particular-. Dos perros en una noche.
– Tú tienes el poder [1] -dijo Emily con voz cantarina-. El poder del vudú.
– ¿Quién lo tiene? -preguntó Everett insulsa pero diligentemente. Estaba cansado. Quería llegar a casa.
– ¡Tú lo tienes! -intervino Polly, recordando de repente la escena de una película de Cary Grant.
Everett no era un hombre terriblemente simpático. Los que trabajaban para él podrían haber dado fe de ello. Era aburrido y, por tanto, quisquilloso y exigente y frío, y no caía bien. Pero aunque no era lo que se dice simpático, tampoco era una mala persona. Y tenía la ventura, él habría dicho la desventura, de que los perros, los niños y las mujeres le adoraban. Ver a aquella mujer, tan joven que parecía una niña, y a su perro tan obviamente atraídos por él no le sorprendía. Pero tampoco le agradaba. Estaban entrometiéndose en el precioso tiempo que pasaba con Emily. Y ella se había dirigido a él con una autoridad de lo más impropia. Hablaba como un adulto experimentado y totalmente seguro de sí mismo. Era pocos años mayor que Emily. Su confianza le turbó. Parecía ridícula en ella, pensó, como un crío de once años con un cigarrillo en los labios. ¿Qué hacía en el vestíbulo de todos modos? Si hubiera seguido viviendo en su antiguo edificio de West End Avenue, con su enorme vestíbulo cuadrado y su portero uniformado, eso no habría sucedido. El divorcio trastornaba muchas cosas.
– Bien, buenas noches -cortó bruscamente, dirigiéndose hacia las escaleras para no tener que esperar al ascensor con la chica y su perro. Emily dejó de besar y de acariciar al cachorro para ir detrás de su padre, y pronto estuvieron en casa viendo reposiciones de Seinfeld, que a Everett nunca le había gustado. Pero estaba con Emily, y a ella se la veía feliz; se reía y le avisaba de las escenas que a ella le parecían graciosas, así que él también era feliz.
Polly igualmente se fue feliz a la cama. George estaba en el trabajo bajo la atenta vigilancia de Jamie, que prohibía a sus empleados flirtear con los clientes, quizá porque la mayoría de sus empleados eran ex novios suyos, así que Polly no tenía que preocuparse de con qué inapropiada desconocida saldría George esa noche. Cuando empezó a sentirse triste por Chris se recordó a sí misma que era un ser despreciable al que rechazaba todo el universo canino. Y Everett, aunque brusco y distante, no dejaba de ser una nueva e interesante curiosidad. Y quizá lo mejor de todo era que Howdy, el perro que la había esperado en un armario, estaba con ella en la cama, con la cabeza en la almohada, su respiración suave y regular frente a la de ella.
En mayo, el parque era un intenso verdor; la hierba, como el ondulado césped de las casas de campo de las novelas inglesas; las ramas, un manto de exuberantes hojas tiernas. En lugar de encaminarse directamente a casa desde el metro después del trabajo, Simon empezó a ir allí a sentarse en un banco, con el maletín entre los pies, a mirar a otros oficinistas con sus maletines, a los niños y sus niñeras, a los perros con su gente, a los ancianos y sus cuidadores, a los adolescentes y sus cigarrillos. A veces paseaba por el camino de herradura con la esperanza de ver a uno de los caballos que se alquilaban en el establo de las afueras. Cuando se cruzaba con un montón de estiércol Simon se detenía con reverencia, aspirando los recuerdos.
A menudo pasaba la mujer con el perro, Jody y Beatrice. Le resultaban graciosos sus nombres, la mujer tenía nombre de varón, y el perro, de mujer. Una de esas tardes terminó yendo con ambas a tomar algo a la cantina mexicana, que era el primer establecimiento de Columbus en poner mesas y sillas en la calle.
– ¿Compras flores alguna vez? -preguntó Jody al pasar junto a las flores en cubos de plástico de la tienda de la esquina.
– Pues no -respondió Simon, un poco sorprendido por la pregunta. ¿Acaso esperaba que le comprara un ramo?-. Es una tontería realmente. Acaban muriéndose, ¿no?
Jody asintió con la cabeza.
– Sí -replicó ella-. Como también lo hacen las verduras.
– Tampoco las compro -aseguró Simon.
Una semana después cenaron juntos. Y otra vez a la semana siguiente. Resultaba tan fácil, pensó Simon. Nunca se le había dado muy bien salir con chicas. La atención que había que poner simplemente en elegir a una persona por la que interesarse, luego en dedicarse a esa persona, hablarle, llamarla, idear actividades que hacer juntos…, era demasiado para él. Pero con ésta… Lo único que tenía que hacer era sentarse en el banco, y si Jody y el pit bull pasaban por allí, y ella estaba libre esa noche, Simon tenía una cita. Si no, pues tampoco pasaba nada. Él no había hecho ningún plan que pudiera frustrarse. Se dijo a sí mismo que aquel acuerdo casual, espontáneo, era ideal. Se lo dijo a sí mismo sentado en el banco, sin moverse, forzándose a no mirar ni a la izquierda ni a la derecha, sin permitirse buscar a una pequeña y enérgica mujer con un gran perro blanco.
Una noche, una hermosa tarde en la que Simon había estado sentado más tiempo del acostumbrado en el borde del banco, Polly, incapaz de resistirse al encanto del parque, había decidido volver a casa andando. Soplaba una brisa fresca y aún brillaba el sol cuando inició el camino, pero al poco se oscureció el cielo y la brisa se hizo más intensa y Polly supo por la agitada pesadez del aire que iba a llover. Se apresuró, como hicieron todos los demás a su alrededor. Eso no era lo que ella había planeado. Estaba preocupada, porque ésa era una tarde especial, una tarde estratégica en la que iba a tener lugar un acontecimiento que había urdido e imaginado durante semanas. Operación George y Geneva. Ésa era la noche en la que iba a poner todo en acción.
El plan de Polly era sencillo. Lo había meditado y había previsto muchos escenarios diferentes, pero al final se decidió por la solución más fácil y obvia. Simplemente quedaría con Geneva en el café donde George y Howdy pasaban el rato, y… voilà! Si George utilizaba a Howdy como cebo, ella también podía. George y Geneva se verían, se gustarían, y su trabajo habría terminado. Polly había puesto mucha fe en el destino, una vez que estableció exactamente qué era lo que el destino depararía.
Mientras iba a toda prisa por el ventoso parque, rezaba para que aguantara sin llover hasta que ella hubiese juntado a su hermano y a su amiga. Después podía diluviar todo lo que quisiera, y pensó: George se desviviría por agradar, y se quitaría la chaqueta, e incluso la camisa, para que Geneva no se mojara. A Polly le latía el corazón más deprisa, en parte de alegría ante el posible desenlace romántico de la situación, en parte porque casi estaba corriendo.
Si se fijó en el hombre del maletín sentado en un banco fue porque estaba muy derecho. Se encontraba muy quieto, extrañamente inmóvil, rodeado por las hojas que azotaba el viento y por la gente que se apresuraba a buscar dónde guarecerse. En aquel momento vio a Jody y al perro, que venían hacia él desde el otro lado. Polly llegó a la altura del hombre-estatua al mismo tiempo que ellas, y supo que tendría que pararse a decir un rápido hola; después podía agregar que había quedado con alguien y escabullirse para cumplir con sus obligaciones de casamentera.
– ¡Va a diluviar! -exclamó. El rugido de su propia voz la sobresaltó como le sucedía a menudo. El hombre también parecía sobresaltado. Polly le compadeció. Soy sólo yo, le daban ganas de decir.
– Polly, Simon -les presentó Jody-. Vive en nuestro bloque.
Jody era tan fina y delicada, pensó Polly. ¿Por qué yo no puedo hacer eso? No es tan complicado. No hay que hacer una tesis doctoral, como habría dicho su abuela. ¿Qué sería lo más fino y delicado que tendría que decir en aquella situación? Encantada de conocerle. No. Anodino. Qué hay, vecino. No. Muy trillado. Qué alegría conocer a un nuevo vecino… Sinceramente no había dicho nada igual en su vida. No tenía que hacerlo. Ella sólo profería un hola y tendía una mano, y la gente se mostraba amable y respetuosa con ella, o se asustaba, o, muy de vez en cuando, se echaba para atrás.
– Con qué paciencia esperaba usted -dijo, buscando aún algo encantador que comentar y dándose cuenta al instante de que había fracasado. Luego lo empeoró-. ¿A la lluvia?
– Más o menos -respondió Simon, visiblemente incómodo. Polly pensó que era atractivo. ¿Qué sería lo contrario de guaperas?, se preguntó. Le parecía que él era lo contrario de un guaperas. Tenía el pelo revuelto y, de alguna manera, así era su expresión. Y sin embargo iba impecablemente vestido. Qué zapatos de ante más bonitos llevaba. Se le estropearían con la lluvia. Perfectamente vestido, pensó, recorriéndole con la mirada desde la cabeza revuelta hasta los zapatos de ante. Menos los calcetines, se fijó. No hacían juego.
Empezaron a caer grandes gotas en las hojas, luego en el pavimento, después sobre las tres personas reunidas alrededor de un banco que había debajo de un árbol. Simon se puso de pie y los tres salieron corriendo del parque, con Beatrice dando grandes zancadas junto a ellos, cruzaron Central Park y fueron a resguardarse bajo el saledizo del edificio más cercano.
Doris les miraba desde la posición elevada de su monovolumen blanco. Reconoció a la mujer y al perro que había meado en su coche y la ira se apoderó de ella. Ya estaba furiosa por la desagradable lluvia, que estaba dejando regueros de hollín en la reluciente pintura de su vehículo. Estaba furiosa porque no encontraba sitio para aparcar. Por supuesto que tendría que haber cogido el tren para ir a ver a su hermana a Bedford. E igualmente por supuesto no podía haberlo hecho. ¿De qué servía entonces tener aquel coche tan gigantesco en Nueva York, perder tantas horas al día esperando a que quedaran sitios libres para aparcar, si no podía utilizarlo para visitar a su hermana? Maldijo a su hermana, a la lluvia, a la mujer y a su perro blanco. Bajó la ventanilla y agitó el puño en su dirección cuando se resguardaron bajo el saledizo.
– ¡Os estoy vigilando! -gritó. Le temblaba la voz de lo furiosa que estaba.
Crepitaban los relámpagos y retumbaban los truenos y Jody no podía oír lo que decía la mujer de la cara naranja, pero la vio, pequeña y espeluznante en aquel coche alto como un tanque, tan alerta como un halcón en un saliente de una montaña.
– Creo que esa mujer me sigue -dijo.
– ¿Qué voy a hacer? -se preguntó Polly-. No puedo quedarme aquí esperando. Tengo una cita.
Simon se fijó en que Polly llevaba un vestido muy bonito y lamentó que tuviera que irse. Se preguntó si ella podría ir a verle a su banco alguna tarde.
– ¿Una cita? -dijo Jody. Sabía que a Polly la había dejado su novio hacía poco. Qué chiquilla más valiente-. Me alegro por ti.
– No, no es para mí. Para mi hermano.
Dejó a Jody y a Simon y se lanzó bajo la lluvia, corriendo como si al hacerlo pudiera, de alguna manera, evitar mojarse. ¿Cómo era posible que los charcos, charcos enormes, se formaran tan deprisa? Fue chapoteando en dirección al café, con el pelo chorreando y el vestido pegado al cuerpo. Sólo es agua, se recordó a sí misma. Se detuvo en el semáforo en rojo, azotada por la lluvia. Había leído que en Suecia recientemente habían ilegalizado al hombrecillo con bombín de las luces de «Cruce» y «No cruce» y lo habían cambiado por una figura esquemática de género neutro con la cabeza descubierta. Ojalá tuviera ella un bombín.
Cuando llegó al café, naturalmente allí no estaban ni George ni Howdy. ¿Quién iba a sentarse en la terraza de un bar con semejante tormenta? Polly estaba debajo del toldo, esperando a Geneva, maldiciendo su suerte, cuando ésta la llamó al móvil y le dijo que hacía un día horrible, que se iba a casa a darse un baño, a cenar un cuenco de cereales y después a la cama. Polly comentó para sus adentros que ninguno de los dos amantes era muy romántico ni cooperaba demasiado, así que también ella se fue a casa a darse un baño y comerse los restos de una pizza. George no volvió a casa esa noche, que ella supiera.
Finalmente Doris encontró aparcamiento, aunque tendría que mover el coche a la mañana siguiente. Estaba molesta con su hermana por eso y por otras muchas cosas. Natalie se había casado bien, se había divorciado mejor y se había casado otra vez mejor que todo lo demás. No había trabajado ni un solo día de su vida… a cambio de un salario. Pero trabajaba duras horas al frente de diversas organizaciones de beneficencia y como guía en el Metropolitan. Había algo admirable en todo aquello, Doris lo sabía, pero ¿no había nada admirable en el hecho de ir a una oficina un día tras otro y estar mal pagado? No, no lo había, y Doris, en protesta, caminó deliberadamente despacio, cruzó majestuosamente la calle, con el paraguas bien alto, sin mirar siquiera al impaciente conductor de la camioneta que tocó el claxon para que acelerara el paso.
Jody esperó a que escampara para llevar a Beatrice a casa. Esa noche no se sentaría en la terraza de la cantina mexicana. Le había parecido ver que Simon estaba decepcionado y pensó en lo solo que debía de encontrarse para querer la compañía de una solterona maestra de escuela y su pit bull mestiza. «Solterona maestra de escuela», se dijo otra vez. Le gustaba referirse a sí misma, en privado, de aquella manera. Le producía un pequeño escalofrío; no era placer exactamente ni dolor, sino la satisfacción de rascarse una comezón de difícil acceso. Cierto, había vuelto a cenar con Everett, cuando terminaron las vacaciones de primavera de Emily, y había hecho lo mismo con Simon. ¿Era eso salir con alguien? ¿Eso la convertía en una persona sin pareja en lugar de una solterona? No estaba muy segura de encajar en esa categoría. Soltera. Sonaba a algo no terminado. Solterona, sin embargo, tenía cierto peso teleológico.
– Buenas noches -le deseó a Simon, que la había acompañado a casa-. Eres muy galante.
Subió las escaleras con Beatrice, pensando en Everett. Puede que le invitara al concierto de Gilbert y Sullivan el mes siguiente. Sí, eso sería perfecto.
Simon siguió andando hacia el Go Go Grill con relativo buen humor. No tenía ninguna cita, pero era galante. Y, tal vez lo mejor de todo, era a un tiempo galante y capaz de cenar en silencio sin ningún esfuerzo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Este dialogo entre Everett, Emily y Polly hace referencia a la canción You’ve got the power (Tú tienes el poder), de James Brown, entre otros, y Magic Dance, que David Bowie canta en la pelicula Dentro del laberinto, que empieza así:You remind me of the baby.What baby? Baby with the power.What power? Power of voodoo.Who do? You do