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«Sin arrepentimientos»

Esa noche, Polly y Chris quedaron a cenar en el Café Luxembourg, y Polly insertó comas en el número de su revista con más generosidad de lo que lo hacía normalmente. El mundo estaba lleno de posibilidades. Su jefe le elogió el bolso -que a Polly le dio vergüenza reconocer que había adquirido en un puesto callejero- y luego le pidió que se pensara cuándo quería cogerse sus dos semanas de vacaciones. ¿Quién sabe?, pensó Polly. Puede suceder cualquier cosa. Al salir del trabajo fue a cortarse el pelo. La peluquería estaba en la segunda planta de un edificio en la esquina de la calle Sesenta y una con Madison, frente a Barneys. Cortarse el pelo era una de las actividades favoritas de Polly, así que caminó alegremente por Madison Avenue, a pesar del calor, alejándose de su oficina y mirando escaparates por el camino. Su idea era llegar con tiempo suficiente para coger el ascensor hasta la séptima planta de Barneys, donde estaban los artículos menos caros, luego ir a la zona de rebajas y pasar una apasionante media hora de compras, con la tranquilidad de no tener tiempo para probarse nada, y mucho menos para comprarlo. A Polly le encantaba el sordo bullicio de los demás compradores, la magnífica simetría de los percheros cargados de ropa, la excepcional y embriagadora sensación de conseguir una ganga. Pero nada de gangas en Barneys ese día, así que Polly bajó en el ascensor, deteniéndose en cada planta de lujosas exquisiteces con sensación de serenidad y virtud, y cruzó la calle para sentarse cómodamente en una silla grande, cerrar los ojos y relajarse a la vez que el agua templada y unas manos competentes cumplían con su función de arreglarle el pelo.

Mientras Gian Carlo, su peluquero, cortaba y hablaba de la casa que acababa de comprarse en Italia, Polly se sumía en un mar de tranquilidad con el zumbido de los secadores y el chasquido de las tijeras. Fuera el sol era cegador y hacía bochorno, pero dentro había aire acondicionado y unas chicas ofrecían café o empujaban enormes y silenciosas escobas.

– Quiero parecer más sofisticada -dijo.

– Quieres decir más interesante.

– Bueno, no exactamente.

Él le cortó el pelo como siempre.

– ¡Sin arrepentimientos! -dijo.

– Sin arrepentimientos -replicó Polly.

Le parecía maravilloso el ruido del salón, la húmeda tarde de verano cerniéndose al otro lado de los ventanales de cristal, el grueso cepillo redondo deslizándose por su cabello, las tijeras arañando con suavidad. Había un cuenco con caramelos en el mostrador que tenía delante. Recordó las veces que acompañó a su padre a la barbería de pequeña. Le gustaba ver los peines a remojo en un tarro lleno de un líquido color aguamarina. Procuraba no pensar en la cena con Chris. Estaba demasiado emocionada para su amor propio.

Gian Carlo empezó a secarle el pelo, moviendo el aparato alrededor de su cabeza, sumergiéndola en su bramido y en la ráfaga de aire caliente que interrumpía el delicioso frescor de la habitación.

– Bellissima -dijo Gian Carlo.

Entonces, como si eso fuera una orden, todos los secadores se pararon. El ruido, todo el ruido de todos los secadores, cesó. Paró la música. Se fue la luz.

Polly notó cómo lentamente les invadía la abrumadora confusión de una emergencia. Empezó a oírse un callado murmullo que fue creciendo hasta convertirse en un fuerte parloteo a medida que las mujeres con trozos de papel de aluminio en el pelo se levantaron a mirar por la ventana. Polly entre ellas. Los semáforos no funcionaban. Salía gente de otros edificios mirando a su alrededor con una extraña expresión de desconcierto. Las mujeres que estaban a ambos lados de Polly sacaron sus teléfonos móviles. Otra vez no, pensó Polly con desesperación. Otra vez no. Cogió también su móvil, preguntándose dónde habrían golpeado los terroristas. Llamó a George, pero su teléfono no tenía línea. Nadie tenía línea en su móvil. Los teléfonos del mostrador no funcionaban. El ascensor no se movía.

Polly permaneció con todas las señoras y todos los peluqueros mirando por los enormes ventanales. Trataba de respirar con normalidad. El pelo húmedo había empapado la toalla. Tenía la espalda mojada y tiritaba.

– A lo mejor es sólo en este bloque -dijo alguien. Pero era evidente que no.

– A lo mejor es sólo en el East Side -dijo alguien más.

– A lo mejor no es nada.

La gente murmuraba incoherencias. A lo mejor esto, a lo mejor aquello. Polly se vio en el espejo, una cara pálida y desconcertada por encima de una bata de nailon marrón.

Alguien del mostrador de entrada había echado a correr escaleras abajo. Polly se quedó paralizada delante de la ventana. Vio a la joven recepcionista, que se llamaba, creía ella, Jiffy, un nombre inolvidable en opinión de Polly, correr hacia un coche y quedarse unos minutos junto a la puerta abierta. Quizá Jiffy entre en el coche, pensó Polly vagamente. Y se vaya a casa.

Jiffy volvió a subir y entró en el salón casi con aires de frenética importancia.

– ¡No son terroristas! Eso han dicho. Lo han dicho por la radio. Eso han dicho.

Hubo más murmullos incoherentes entre las mujeres con el pelo húmedo. Los peluqueros, agitando los cepillos como si fueran batutas, no paraban de hacer preguntas.

– Lo he oído por la radio. Es sólo un apagón, han dicho.

– ¡Sólo! -dijo alguien.

– Es en toda la Costa Este. Y muy al oeste…

Un apagón, pensó Polly, soltando el aire de golpe. Un apagón. Como si la Costa Este entera se hubiera desvanecido.

– Cuánto lo siento -dijo Gian Carlo, mirando el secador inservible cuando Polly volvió a sentarse en la silla. Le aplicó un poco de fijador en el pelo y se lo recogió en una cola de caballo.

– Gracias -dijo Polly. Se sentía aliviada, y un poco aturdida.

Gian Carlo se encogió de hombros.

– Con tanta humedad -advirtió con tristeza- se te encrespará. -Pero él también parecía aliviado.

– Sin arrepentimientos -apuntó Polly. Pagó, preguntándose por qué el lector de tarjetas de crédito sí funcionaba, y bajó las escaleras.

Simon pudo subir a un autobús abarrotado de gente. Agitado, sudando, se puso el maletín entre los pies. El aire acondicionado no era suficiente para combatir el calor generado por aquella multitud de cuerpos nerviosos que hablaba entre dientes. Para cuando llegó a casa, aproximadamente una hora después, tenía la chaqueta empapada y pegada al cuerpo. Había querido quitársela casi en cuanto subió al autobús, pero no se atrevió a empujar a los que tenía a su alrededor para poder hacerlo. Asió la barra de arriba, apoyó la cabeza en el brazo y escuchó el excitado murmullo que había en el autobús. Imaginó a Jody, que daba clases privadas durante el verano, agarrando de la mano a algún chiquillo asustado, ayudándole a bajar las escaleras en penumbra de algún edificio de piedra hasta el caos que reinaba en la calle. ¡Qué preocupados debían de estar sus padres sin poder utilizar los móviles! No podía imaginar al niño sino como un niño genérico, ni chico ni chica, llevando un pequeño estuche de violín con una manita y agarrando con la otra la mano de Jody más grande y tranquilizadora. Era una imagen conmovedora: Jody conduciendo al inocente sin rostro por las oscuras escaleras, y los desesperados padres gritando impotentes a sus teléfonos móviles. La población de la Costa Este de Estados Unidos estaba dividida porque nadie tenía un anticuado teléfono que no necesitara enchufarse a la red eléctrica. Nadie salvo Simon, cuya oficina, que dependía del ayuntamiento de la ciudad, estaba dotada con el equipamiento más viejo y anticuado. Por esa razón él pudo llamar a sus padres a Portland, Oregón, para decirles que no se preocuparan al tiempo que se tranquilizaba a sí mismo. También llamó a Jody, sabiendo que no le funcionaría el teléfono, sabiendo que no podría dejarle un mensaje de ánimo en su buzón de voz.

Percibió el intenso olor a humedad que emanaba del hombre que tenía enfrente, luego se dio cuenta de que bien podía ser el intenso olor a humedad de su cuerpo, pegajoso de sudor. Cerró los ojos y sintió el balanceo del autobús. Tal vez ese día le hablara a Jody de los caballos, de la caza, de la libertad y la demoníaca velocidad de ese deporte. Tal vez la besara esa noche, en la ciudad a oscuras. La llevaría a su apartamento, la arrojaría en la cama y…, la frase «le echaría un buen polvo» le vino a la mente. Simon torció el gesto por su propia absurdez.

Cuando se fue la luz George estaba tendido en la cama mirando al techo. Puede que se hubiera quedado dormido y puede que no. No habría sabido decir. Hacía calor. El viejo aire acondicionado funcionaba a duras penas. Entonces se hizo el silencio y empezó a hacer aún más calor en la habitación. George probó todos los interruptores de la luz. Abrió la caja de los fusibles. Abrió la ventana y miró hacia la calle. Había cinco o seis personas alrededor de un coche con las ventanillas bajadas. Tenían la radio tan alta que podía oírla.

Un apagón. Imaginó a Polly en el piso vigésimo cuarto del bloque de oficinas donde trabajaba. Tendría que bajar por unas escaleras oscuras y sofocantes. Intranquilo, le puso la correa al perro y bajó al restaurante para ver qué estaba pasando allí.

Doris no había tenido paciencia para esperar en casa al concejal del ayuntamiento. Se había plantado en el vestíbulo, y cuando se fue la luz maldijo al propietario y anotó que era una cosa más que podía mencionar a Mel, que era como le conocía mentalmente, aunque aún no había decidido si sería más eficaz llamarle Mel o señor concejal del ayuntamiento cuando le conociera en persona. Parecía poco ceremonioso al teléfono, pero no quería ser demasiado atrevida. Empezaba a hacer calor en el vestíbulo, salió a la calle y se fijó en que los semáforos no funcionaban. Desde luego, algo pasaba. Calle abajo había varias personas arremolinadas alrededor de un coche escuchando la radio, pero Doris consideraba que no podía dejar su puesto para unirse a ellos. Fuera lo que fuese, lo hablaría con Mel cuando llegase.

Polly cruzó el parque. El cielo estaba de un gris perla implacable. No había sol y por tanto tampoco sombra. El calor era húmedo y pesado. Tenía la camisa empapada. Se le estaba formando una ampolla en el talón izquierdo. Se veía una creciente agitación en el parque. Estaba abarrotado de gente colorada y nerviosa. Probó en tres puestos de perritos calientes sin resultado, y empezaba a sentir pánico cuando encontró un carrito de helados donde aún tenían botellas de agua. Entonces se preocupó por el helado, por todo el helado de la ciudad, derretido e inservible, que habría que tirar. Le dio pena el helado, pero se sentía cada vez más eufórica por el apagón, como si fuera un día de nieve y no tuviera que ir al colegio. Notó un aire cada vez más festivo entre la gente que pasaba: ¡no se trataba de un ataque terrorista! Hacía calor y se dejaban las tareas cotidianas. ¡Era fiesta!

En casa, Polly se cambió de ropa y se puso una camisola, pantalones cortos y chanclas. Cuando vio que George no estaba allí se acercó al restaurante. Habían sacado las mesas y las sillas a la acera. Dentro, en el bar, George preparaba bebidas con hielo.

– ¡Eh! -saludó él, con cara de alivio.

Howdy se levantó de un salto y apretó su frío y húmedo hocico contra la cara de Polly.

Jamie caminaba de un lado a otro de la acera delante de las mesas. Noah tenía un largo paseo desde Wall Street. Jamie sabía que no debía preocuparse. Pero se preocupaba. No, no debía preocuparse. Preocuparse no servía de nada. Seguramente Noah aparecería en la limusina de uno de sus clientes. Y los niños estaban bien. Y los mellizos mayores estaban chapoteando en una piscina para niños en el patio trasero con la niñera. Menos mal que Isabella se había negado a ir de campamento. Le había sacado de quicio esa mañana.

Y qué si hacía calor. Y qué si se mareaba en el autobús. Y qué si la zona de juego no era más que un solar polvoriento que sólo la hacía desear volver a casa. Eso era un día de campamento: una horrible pesadilla que tus padres creen que te gusta por mucho que tú les digas que no. Él había tratado de explicárselo, pero ella se había puesto histérica y Noah tuvo que intervenir, lo que supuso que Isabella se quedara en casa con la condición de que terminara su cinta portaobjetos. Jamie recordó el poema de Billy Collins sobre una cinta de ésas, lo cual hizo que deseara marcharse a casa corriendo para abrazar a Isabella. ¿O quizá lo que deseaba era que Isabella le abrazara a él? Quizá era él quien debería hacerle una cinta portaobjetos, algo inútil y desigual, con todo su amor.

Y otra para su madre, por supuesto. Entonces vio a Noah tambaleándose calle arriba con el traje arrugado y dejó de caminar de un lado a otro, dejó de preocuparse, dejó de pensar completamente. Abrazó a Noah y Noah le abrazó a él.

– ¿Estabas preocupado? -preguntó Noah, sorprendido.

– Todos somos humanos -respondió Jamie, y pensó que tal vez le haría una cinta a Billy Collins, y, ya puestos, que haría cintas para todo el mundo.

Cuando vio que George estaba bien y que Howdy no la necesitaba, Polly fue a la tienda de la esquina a salvar al menos parte del helado de los coreanos. La cola llegaba hasta la calle. El calor se había intensificado. Los brazos le brillaban con el sudor.

Detrás de ella, Simon esperaba para comprar agua y pilas. No la había reconocido de espaldas, quizá porque llevaba el pelo recogido y adherido a la cabeza, o porque no estaba prestando atención: se le había quedado mirando los hombros, incapaz de apartar la vista de los cientos de pelillos cortados pegados a la piel sudorosa.

Mel, el concejal del ayuntamiento, llegó al edificio de Doris sudando, desaliñado y cuarenta minutos tarde. Doris le reconoció de una entrevista sobre escuelas públicas especializadas que habían dado en la cadena de noticias Nueva York 1. Doris agitó la mano con excitación.

– Puede usted creerlo, señora…

– Doris -dijo, estrechándole una mano entre las suyas, muy al estilo de los políticos, pensó con orgullo-. Le agradezco que haya encontrado tiempo para venir, Mel. -Sí, Mel sonaba bien. Pero ¿por qué Mel se reía y hablaba al mismo tiempo en aquel agudo y nervioso tono de voz?

– ¿Le apetece tomar algo fresco? -preguntó Doris.

Mel aceptó agradecido y Doris le condujo tres tramos arriba de escaleras después de que él le informara de que el alboroto que había visto se debía a un apagón, que a él le había sorprendido en el metro y que le habría sido imposible llegar de no haber podido salir en la calle Setenta y dos, y que si por favor sería tan amable de dejarle usar el baño. Doris abrió la puerta de casa para que entrara el concejal, pensando que después de su hospitalidad las posibilidades de que aquel individuo la ayudase se verían muy incrementadas. Él vería su colección de botellas y latas desechadas y bebería su Perrier.

Jody había ido a Cooper-Hewitt a ver una exposición de papel pintado y a comer en el precioso jardín de allí. Volvió a casa caminando despacio, turbada por el bullicio que reinaba en las calles. Sentía el calor y la confusión casi como si fueran una sola cosa. Beatrice estaría abatida sin el ventilador que Jody le había dejado puesto. Se preguntó si tendría una linterna. Necesitaría una para leer esa noche cuando no pudiera dormir. El pánico al insomnio se apoderó de ella. Tuvo que recordarse que ni siquiera era aún hora de cenar, mucho menos de irse a la cama. Pero el insomnio sin electricidad sería mucho más aburrido que el insomnio normal, y se puso a la cola en la tienda coreana para comprar una linterna y una caja de Tylenol PM.

Fue al encender Polly un cigarrillo y toser Simon cuando Polly le vio y le saludó. Parecía asombrado.

– Lo siento -dijo, y apagó el cigarrillo.

– No, no…

– No importa. No soy una fumadora combativa. Es más una fachada.

Simon pensó que estaba muy guapa, incluso con pelillos en los hombros y el pelo engominado.

– Una fachada muy favorecedora -dijo él. Era consciente de que estaba flirteando, en la medida en que era capaz de flirtear. ¿Y qué pasaba con Jody? Debería ser fiel a Jody. Sintió la culpabilidad y la euforia de la transgresión.

Polly se río. Salvaría varios cuartos de helado, se iría a casa y se los comería. Después iría a ver a Chris al Café Luxembourg. Sabía que él estaría allí, con o sin electricidad. Había sido muy insistente.

Desde su lugar en la cola, Jody vio a Polly saliendo de la tienda, pero no la llamó. Hacía mucho calor. Y Polly tenía aspecto de lunática, con aquella enorme sonrisa en la cara mientras hurgaba en un envase de helado con una cucharilla de plástico. Vio a Simon salir detrás de ella. Él tampoco reparó en Jody, y ella, aliviada, fue acercándose a la tienda oscura y sin ventilación. Estaba inquieta y casi presa del pánico. No soportaba la idea de charlar con nadie, de desplegar su encantadora sonrisa. Incluso la gente encantadora tiene días malos, y ése era uno de los de Jody. Sólo cuando abrió la puerta de su umbrío y reducido apartamento y recibió el alborozado saludo de Beatrice empezó a calmarse. Ella le besó la sedosa oreja apretada contra sus labios. Un perro en la oscuridad, pensó, sigue siendo un perro.

Everett se echó desnudo en la cama después de darse una ducha. Dejó que el agua se le evaporara para estar más fresco. Había vuelto a casa caminando, sesenta bloques. Eso eran casi cinco kilómetros. En sus buenos tiempos le encantaba dar caminatas por las montañas de la zona oeste, donde fue a la universidad, a veces hasta de dieciséis kilómetros, sin prisas, parándose a mirar la traslúcida piel de una serpiente o excrementos de coyote o los restos no digeribles de la comida de un halcón, los huesecillos rodeados de pelaje. Ahora, un paseo de cinco kilómetros por las llanas y uniformes aceras de la ciudad le había dejado rendido. Era mayor. Su hija ya estaba en la universidad. Le tocaba a ella dar caminatas por las montañas. Se recreó en ese pensamiento sensiblero durante unos instantes, disfrutando de la importancia de su propio pathos. Luego se imaginó dando caminatas con Emily, representándose un prado de flores silvestres, cuando en el prado de sus fantasías irrumpió la inesperada imagen de su ex mujer.

Lárgate, pensó.

Eres alérgico a las flores silvestres, respondió ella.

Everett se sentó. Vieja burra, pensó. Entonces bajó la mirada hacia sí mismo. Tú también estás hecho un viejo burro, pensó. Se conservaba bastante bien para un hombre de su edad, pero, no obstante, tenía la edad que tenía. Se vistió, abrió el frigorífico y se quedó allí plantado. El aire frío había empezado a oler, aunque no había nada en la nevera excepto dos manzanas, pan de molde, un tarro de aceitunas, algo de mostaza y unas cuantas botellas de cerveza. Se le daba mejor hacer la compra cuando tenía con él a Emily. Vendría a pasar dos semanas en casa a finales de agosto, antes de volver a clase. Everett abrió una botella de cerveza, fue a la ventana y la abrió también. Abajo, en la calle, vio a la mujer italiana vestida de negro avanzando lentamente, apoyada en su bastón.

– Buon giorno! -gritó.

Ella miró a su alrededor, confundida.

Quizá, cuando estuviera en casa, Emily podría hablar en italiano con esa mujer. Esperaba con impaciencia la llegada de Emily. Ya verás cuando se entere de lo que ha hecho su madre. Su madre había hecho lo que ninguna madre puede hacer con impunidad, y lo había hecho por razones que ningún hijo podría respetar. Había regalado a la gata de la familia, de quince años, porque su sucesor, como Everett le llamaba, era alérgico a ella.

Una cosa era ser alérgico a las flores silvestres, algo con lo que Alison le había zaherido todas las primaveras, y seguía zahiriéndolo en la imaginación. Pero ¿y la gata? ¿No podían darle al sucesor unas pastillas o ponerle unas inyecciones? Era egoísta e inhumano.

– ¿Por qué no te la quedas tú, si tanto te preocupa? -le había dicho Alison.

– No seas ridícula -replicó él.

– Tú siempre la has odiado.

– No la odio. Simplemente no me gusta que se me suba encima. Y lo llena todo de pelos. Y destroza los muebles.

– Para empezar, tú nunca la quisiste.

– Exactamente -respondió Everett.

No podía ser bueno para una vieja dama como aquella gata empezar de nuevo, pensó en aquel momento, al ver a la anciana italiana sentarse a descansar en un sofá abandonado. Cierto que la gata había sido entregada a una vecina ya mayor que acababa de perder a su gato. Pero lo que no se puede hacer es exiliar a un miembro de la familia, y Everett volvió a menear alegremente la cabeza al pensar en lo mucho que se enfadaría Emily con su madre.

En el restaurante el calor era insoportable, y aunque no hacía mucho mejor fuera, Jamie y George sacaron más mesas y más sillas a la acera. A las seis, George se afanaba en servir cervezas, aún frías del frigorífico, y en preparar bebidas con el hielo que estaba derritiéndose deprisa. La cocina de gas funcionaba, y el cocinero cocinaba a la luz de una vela. Jamie decidió ofrecer comida gratis con las bebidas. La comida se estropearía de todos modos, decía. El ambiente era ruidoso y festivo. George estaba en la barra improvisada y preparaba las bebidas más cargadas de lo habitual, pensando que todo el mundo necesitaría una bebida extrafuerte esa noche, o al menos se la merecía. Estaba preocupado por la señora mayor, Heidi, que normalmente pasaba por delante del restaurante a las cinco y media en punto con su gordo perrito, Hobart. Aún no había aparecido. Simon estaba allí, sin embargo, bebiendo bourbon. Y ahí estaba Doris, esa nerviosa y excitable mujer de la cara naranja, taconeando hacia ellos con sus zapatos de puntera afilada, y un hombre pequeño, encorvado y despeinado, a la zaga. No se detuvieron, aunque el hombre parecía querer hacerlo. George preparaba las bebidas cada vez más cargadas, con la esperanza de que el incremento de alcohol compensara la escasez de hielo.

La oscuridad, cuando llegó, era desconocida y profunda. Algunos inquilinos del otro lado de la calle colocaron una parrilla en la acera y el fuego ardía con resplandeciente intensidad en la ciega noche, iluminando con su parpadeante luz amarilla a los grupos de vecinos que se sentaban en el sofá de terciopelo marrón abandonado en la calle, en las escaleras de la entrada, en sillas plegables que habían sacado de sus casas. Las velas de las mesas del restaurante brillaban con su pequeña y solitaria luz, y un poco más abajo, alguien, invisible en la oscuridad, tocaba la guitarra y cantaba rítmicas canciones folk que fueron populares en los años sesenta.

Polly se sentó a una mesa del restaurante rodeada de la intensa oscuridad de una enérgica ciudad sin energía. En lo alto ya habían salido las estrellas, brillantes y sorprendentes; estrellas que no se veían en el cielo de la ciudad desde el último apagón, antes de que Polly naciera. Pero ella no se fijó en las estrellas, y si lo hubiera hecho, no le habrían dado ninguna alegría. Estaba con las rodillas pegadas a la cara y miraba sin ver la vaporosa falda que finalmente había decidido ponerse para su encuentro con Chris. Él estaba en el Luxembourg, como ella sabía que estaría, con o sin apagón, y al verle, el corazón empezó a latirle más deprisa y sonrió, y a continuación dio un traspié. Chris alargó la mano y la sujetó, y ella se disculpó por su torpeza, contenta de apoyarse en él. El Luxembourg estaba cerrado, así que se dirigieron al Go Go y se sentaron a una de las pequeñas mesas con velas parpadeantes. George les llevó unos martinis y Polly escuchaba, cada vez más relajada, mientras Chris le hablaba del apartamento que estaba pensando comprarse. Entonces Chris le cogió la mano y le dijo que siempre la había querido y que siempre la querría, y a Polly se le llenaron los ojos de lágrimas, y él le apretó la mano, bajó la mirada y le dijo que iba a casarse y que quería que ella fuera la primera en saberlo.

Por unos breves instantes Polly pensó que iba a casarse con ella, con Polly, y se dijo a sí misma, con una mezcla de sorpresa, júbilo e indignación, que, claro está, ella tenía que ser la primera en saberlo. Entonces comprendió la verdad: Chris iba a casarse con otra. No con ella.

Sentada a una mesa en el otro extremo del ahora restaurante al aire libre, Jody tomaba lo que fuera que George le hubiera servido. El perro, tumbado, jadeaba a sus pies, y de vez en cuando metía el morro en un enorme cuenco de agua que parecía estar sujetando entre las patas delanteras. Jody se quitó una sandalia y metió el pie en el cuenco.

El agua estaba tibia, pero la sensación era agradable. Beatrice le lamió el pie. Jody trataba de prestar atención a lo que Simon le decía, pero se dio cuenta de que estaba un poco bebida y le costaba seguir su largo relato, que tenía que ver con un caballo enorme, un termo que perdía líquido y un zorro acosado por una jauría de perros.

– Acosado -dijo, como si estuviera soñando.

Simon asintió amablemente con la cabeza.

– Bueno, sí. Si eres un zorro.

– Foxy lady -dijo Jody, con una absurda voz a lo Jimi Hendrix.

Simon se río. Le puso un dedo debajo de la barbilla y la atrajo hacia él. Simon se inclinó hacia ella.

Pero cuando Jody levantó la cabeza, Simon vio que miraba por encima de él. La vio sonreír de repente, levantar la mano y agitarla con excitación.

Era Everett, que acababa de aparecer en el pequeño espacio iluminado por la luz de la vela. Simon bajó la mano hacia su vaso.

– Tómate algo con nosotros -dijo con hosquedad, y, para consternación suya, Everett aceptó.

Everett arrastró una silla y la puso entre Jody y Simon. Vio a Polly unas mesas más allá con un atractivo joven. Sintió una punzada de pena y fastidio, luego se recordó que él no andaba tras la muchacha, sino que había sido ella quien le había lanzado miraditas insinuantes. Las chicas eran muy caprichosas. Ya lo sabía. Debería atenerse a su edad. Pensó en su ex mujer. Ella también había sido joven. También le había lanzado miraditas en su momento. Al ver que Jody y Simon estaban tomando cócteles, no le pareció muy probable que se pasaran al vino, y pidió una buena botella de Pinot Noir.

George le llevó el vino. Mientras lo servía, observó a través de la pálida luz de la vela que Chris se levantaba y se marchaba. Ni siquiera había pagado la cuenta. Nunca volveré a jugar con él al billar, decidió George. Porque adivinaba, por la mirada de horror que tenía Polly, lo que había sucedido, o algo muy parecido a lo que había sucedido. Se la veía muy dulce y guapa a la luz de la vela. George se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

– Se casa -dijo ella-. Soy la primera en saberlo.

– Lo siento.

– Tú eres el segundo en saberlo -siguió-. Enhorabuena.

George vio que Everett les miraba. Pensó en su bonita y vulnerable hermana y en aquel hombre mayor.

– Oye, Polly -dijo rápidamente-, tengo que ver cómo está Heidi. ¿Por qué no vienes conmigo?

– No.

– Anda, ven. Hará que te olvides un poco de todo.

– No.

George conocía ese tono de voz. Era el tono del Juggernaut, el no que arrasa con todo lo que se encuentra a su paso, el no que aplasta a ejércitos enemigos, que no tiene piedad ni perdona a sus enemigos. Se sentó al lado de Polly y le pasó un brazo por los hombros. A George se le presentaba un conflicto de caballerosidad. ¿Debía consolar a su hermana, quien, si no lo hacía, podría echarse en brazos de Everett el pedófilo? ¿O debía ir a rescatar a Heidi, quien podría yacer, indefensa, en el oscuro horno de su apartamento, con su atemorizado perro aullando y lamiéndole impotente la cara?

– Me preguntó si tenía su iPod. Como si yo me hubiera llevado su estúpido iPod. ¿Te lo puedes creer? Ahora tendrá que casarse sin iPod. ¡Ja!

– Si me voy, ¿me prometes que no te marcharás hasta que yo vuelva? Estoy realmente preocupado por ella.

Polly dijo que dónde demonios se iba a ir, de todos modos.

George dio por hecho que le esperaría.

– Vale, entonces vigila el bar por mí. Será un momento. -Si no podía apartarla de la perniciosa influencia de Everett, al menos la mantendría ocupada hasta que él volviera.

Polly se encogió de hombros.

– Venga, Polly. Volveré enseguida.

Polly volvió a encogerse de hombros.

– Acaban de dejarme plantada.

George la besó en lo alto de la cabeza.

– A lo mejor vuelve Chris y puedes envenenarle la bebida.

– Vale -dijo, animándose un poco.

– Por cierto, ¿sabes preparar alguna bebida?

– Claro. Té frío Long Island para todos.

A Everett el fresco periodo posducha le parecía ya muy lejano. Se alegraba de que estuviera oscuro, pues se notaba grandes manchas de sudor en la camisa. Tenía el cuello pegado a la piel. Se sentía solo y no pudo evitar acordarse del apagón anterior, cuando él era joven y vivía sin compañía. Ahora era mayor y vivía sin compañía. Su mujer pronto se casaría con otro. Eso podría servir para una canción. Quizá el quejumbroso cantante folk que estaba calle abajo empezaría a lloriquear esas lastimeras palabras en cualquier momento. Everett trató de pensar en el siguiente verso.

Jody le miraba la cara con aquella luz suave e irregular y se fijó en lo corriente que parecía cuando estaba triste, y lo encontraba conmovedor, tan seductor como su belleza. Le gustaba la camisa que llevaba, perfectamente metida por dentro incluso con aquel calor. Estaba con las manos en la mesa, entrelazadas. Eran unas manos cuadradas, fuertes. Aparte de pedir la botella de vino, Everett no había dicho nada. Jody quería cogerle las manos entre las suyas. Quería oír su voz y tocarle la piel.

Simon intentó hablar. El silencio resultaba violento.

– Everett está alicaído y Jody en las nubes -dijo, pero estaba borracho y hablaba entre dientes, por lo que pareció que ni Everett ni Jody oyeron su queja.

– Mi mujer pronto se casará con otro -cantó Everett en voz baja, con un deje más a lo country-western de lo que había pretendido-. Ya han elegido fecha e invitado a nuestros amigos…

Simon cerró los ojos. No le gustaba Everett, se dijo, e hizo como que Everett no estaba allí.

– Supongo que mi invitación estará al llegar -cantó Jody, sorprendida de sí misma pero bastante satisfecha-. Escrita con la pluma venenosa de mi mujer.

Everett le sonrió, con la sonrisa más amplia y radiante que jamás había visto.

– Oh, ellos se preguntan quién envió todo ese ántrax… -continuó. Éste es el estribillo, observó para sí misma, para justificar el cambio de metro-. Sí, todos están preocupados por la carta-bomba. Pero yo les dije: «Muchachos, respirad tranquilos, porque el culpable es la madre de mi querida hija».

Doris miró por la ventana. Parecía un grotesco barrio del tercer mundo lo que había allí abajo. En aquella oscuridad cavernosa distinguía una hoguera encendida en el depósito de la barbacoa y grupos de mujeres mayores sentadas en la calle en sillas de cocina como viudas calabresas. Los autóctonos daban aullidos. La gente bebía alcohol y, sí, bailaba en la calle. Mel había cumplido su palabra y había permitido que le mostrara a los perros rebeldes y a los dueños que infringen las normas, pero a Doris no se le escapaba que, en medio de un apagón de semejantes proporciones, con hogueras ardiendo, guitarras cencerreando y el tequila corriendo a raudales, su pequeña representación de botellas desechadas y cacas sin recoger había quedado eclipsada.

– Ven a la cama -dijo Harvey.

– Hace demasiado calor.

– Hace demasiado calor para hacer cualquier cosa. Y está demasiado oscuro.

– Voy a sentarme en el coche con el aire acondicionado.

Y Doris bajó las escaleras con una linterna para guiarse, siguió el embudo de luz por la oscura acera, luego se encaramó en el alto asiento del coche y suspiró con gusto cuando el aire frío le pasó entre las manos puestas al volante y le llegó a su sonrojada y sonriente cara. Que Harvey se riera de ella y de su monovolumen todo lo que le diera la gana, que ella sabía lo que se hacía.

Cuando George llegó al apartamento de Heidi, Hobart se puso a ladrar desde el otro lado de la puerta.

– Calla -oyó que decía Heidi-. Calla, Hobart.

Más tranquilo al saber que estaba viva, y sintiéndose un poco culpable por habérsela imaginado muerta, llamó al timbre.

– Estaba preocupado por usted -dijo cuando ella abrió la puerta.

– Me mimas mucho. No debes mimarme tanto.

Resultó que Heidi sí había salido, pero no se había acercado hasta el restaurante por el alboroto que había. No, las escaleras no le importaban en absoluto. Sí, nueve pisos, nueve pisos, pero ella se agarraba a la barandilla y no tenía ningún problema, iba despacito, ése era el truco. George era muy amable al ofrecerse a pasear a Hobart, pero el animal estaría bien hasta la mañana siguiente. ¿Le apetecía a George tomar algo, quizá? Debía de estar cansado después de subir todas esas escaleras. Así que George entró en el apartamento, con sus manteles y sus tapetes, iluminado con velas en candelabros de cristal, se sentó en un sofá de brocado y bebió vino con Heidi.

Simon estaba empezando a despejarse, pero no le gustó la escena con la que se encontró la creciente claridad de su mirada. Jody y Everett seguían inventando canciones, y se reían con desenfrenada hilaridad de sus propias composiciones.

– ¡Hola, vecino! ¿Qué tal tus gallinas? Las mías están bien -cantaban.

Simon calculó que Everett era por lo menos diez años mayor que él. Podría darle una paliza, pensó. En cualquier momento, en cualquier lugar. Pero ese sentimiento, por sincero que fuese, le hacía sentir incómodo, como si llevara los zapatos de otro. De uno de sus pacientes, tal vez. Unos zapatos deprimentes e ineficaces.

– Se han apagado las luces -cantó Everett-. Y hay un apagón en tu corazón…

– Me viste una vez y te iluminaste -contestó Jody-. Ahora se te han fundido todos los fusibles.

– Ah, mi chica tiene un corte de luz. Me dejó sudando en la oscuridad.

– Llamé a Con Edison Energy y grité, pero esto es lo que me respondieron: «Desenchufa el amor, desenchufa los sueños, apaga el interruptor del deseo».

– Las baterías no te servirán de nada. No eres más que un cable muerto, sin corriente.

Everett y Jody creían que la canción era graciosísima y se felicitaron el uno al otro, para enorme disgusto de Simon.

– ¡Camarera! -dijo a Polly-. Otra ronda.

Polly les llevó otra copa del brebaje que había estado preparando. Ya no sabía lo que había echado ni en qué proporciones, le daba todo igual. Por ella, como si se morían todos. A lo mejor sus mezclas contribuían a que las cosas fueran un poco mejor.

Simon torció el gesto.

– ¿Qué es esto?

– No lo sé ni me importa. Estoy desolada.

Jody se volvió para mirar a su amiga y vio que realmente estaba desolada. Polly lloraba en silencio y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Jody fue a cogerle la mano cuando vio que alguien más hacía otro tanto. Era Everett. El asió a Polly de la mano y se levantó. Luego le pasó un brazo por los hombros. Y, como si Jody no existiera, como si Jody no hubiera estado entreteniéndole, haciéndole reír, haciéndole sonreír con su encantadora sonrisa durante más de una hora, como si él no le hubiera dedicado a Jody esa sonrisa una y otra vez, como si Jody no hubiera estado enamorándose de él otra vez, Everett se marchó con Polly, lejos de Jody, hacia la oscuridad.

En cuanto Polly y Everett dejaron el restaurante se vieron envueltos en una oscuridad tan penetrante que a Polly le pareció que estaba ahogándose en oscuridad. Everett la rodeaba con un brazo. Después Everett la rodeaba con los dos. Después Everett ya estaba besándola. Sabía a alcohol, a cualquier clase de alcohol. Tenía las gafas de leer en el bolsillo superior derecho, como su padre, y las sentía presionando contra ella.

– Lo siento -se disculpó él, retrocediendo.

– ¿Dónde estás? -De repente no le veía, a un solo paso de distancia.

Everett le tocó un brazo. Ella dio un respingo, luego le agarró de la mano, un ancla en el mar oscuro.

– No lo sientas -susurró ella.

– Me estoy aprovechando de ti. De tu desgracia.

– Sí -dijo Polly, tirando de él hacia ella, apretando los labios contra su cuello-. Y soy muy, muy desgraciada, así que tienes mucho de lo que aprovecharte.

Everett iba pensándolo mientras se dirigía a su apartamento con ella. Era una chica muy guapa y le había halagado con sus atenciones durante los últimos meses. Era lo bastante mayor como para tener juicio, pero no le gustaba ser lo bastante mayor como para tener juicio. ¿No podía ser lo bastante joven como para ser un poco alocado? ¿Al menos durante un rato? Polly parecía saber lo que quería, y le daba la impresión, pese a haber estado llorando por su antiguo novio, de que le quería a él. Si él podía consolarla, ¿por qué no iba a hacerlo?

¿Por qué, entonces, no dejaba de tener la persistente sensación de que caminaba por la ardiente e infinita oscuridad derecho a meterse en un lío?

Se cruzaron con un enorme monovolumen con el motor encendido.

Se cruzaron con el cantante de folk.

Se cruzaron con una mujer, a la que vieron fugazmente con las luces de un coche, que llevaba a un schnauzer en brazos.

– No tengas miedo, Rosie -decía la mujer-. No tengas miedo.

– ¡Me he olvidado de Howdy! -exclamó Polly-. ¡Me he olvidado de mi perro!

Volvieron corriendo al restaurante; Polly, echándose pestes recriminatorias; Everett, molesto con la silenciosa hostilidad de un perro.

Espero que esté allí, pensó Polly, olvidados sus planes para esa noche. Nunca me perdonaría que no estuviera.

Espero que esté allí, pensó Everett, viendo peligrar sus planes para esa noche. Nunca le perdonaría que no estuviera.

Howdy estaba allí, por supuesto, zascandileando por el bar. Polly respiró y abrazó al perro loca de alegría. Everett miró a su alrededor con aire de culpabilidad y se alegró de ver que Jody se había ido. Al igual que Simon. Everett era consciente de que había dejado la mesa bruscamente. Confió en que atribuyeran su conducta a la bebida.

El teléfono móvil de Polly parecía que ya funcionaba, pues la oyó hablar por él.

– Me voy a casa con el perro. Puede que no a casa exactamente. Pero el perro estará conmigo, así que no te preocupes por él. Ni por mí.

Hubo una pausa, luego Polly dijo:

– Eso no es asunto tuyo, ¿no te parece?

Después hubo otra pausa.

– Lo sé, lo sé -dijo Polly-. Sí, te oigo. -A continuación colgó y guardó el teléfono en el bolso.

– ¿Todo okay? -preguntó Everett, aunque había un apagón, el novio de la chica iba a casarse con otra, obviamente su hermano le había sermoneado por salir con hombres desconocidos y mayores e indudablemente nada estaba okay.

– Algunos estudiosos creen que la Anti-Bell -Ringing Society fue la primera en usar la palabra okay en Boston en 1939 -respondió-. Otros se la atribuyen a los indios choctaw.

Everett la miró inquisitivo a la cara, apenas visible a la luz de las velas.

– Soy editora -dijo Polly.

Él sonrió incómodo.

Polly le miró con enorme interés y le cogió una mano entre las suyas.

– También está la teoría mandinga -siguió-, pero ¿a quién le importa? -Y se le llevó, con Howdy a la zaga.

Mientras Everett y Polly, tomados de la mano, paseaban al perro en dirección a casa con aquel denso y oscuro calor, George bebía el vino de Heidi, le confiaba sus preocupaciones por Polly, trataba de consolarse con las observaciones de la mujer sobre que todo el mundo merecía tener una loca aventura amorosa, se preguntaba por qué él no estaba enamorado de nadie, ni locamente ni de ninguna otra manera, y, con la ayuda de una linterna, contemplaba las acuarelas que la anciana pintaba cuando no podía dormir. Doris miraba con satisfacción las esferas del panel del aire acondicionado hasta que sólo le quedó una octava parte del depósito de gasolina. Simon, mientras tanto, con gran sorpresa y regocijo de su parte, le echaba a Jody un buen polvo.