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Poco antes de que Emily volviera de Italia, Everett se dio cuenta de que tenía que hablar con Polly.
– Estoy seguro de que lo entiendes -dijo-. Me refiero a que no podemos vernos mientras… -Se detuvo. Le daba la impresión de que no podía pronunciar el nombre de Emily en aquella situación. De repente todo parecía tan sórdido…
Polly le miraba con escepticismo, como si lo entendiera demasiado bien.
– ¿No quieres que tu hija sepa que sales con una jovencita?
– Exactamente -respondió Everett. ¿Para qué andarse con rodeos? Si Polly era lo bastante mayor para tener una aventura amorosa, era lo bastante mayor para ser discreta. Al menos eso esperaba.
Ya había tenido un embarazoso incidente. Iba paseando con Polly cuando vio a una mujer a la que reconoció del colegio de Emily, la madre de alguna amiga de su hija, no recordaba cuál de ellas. Todas las niñas, con su largo y sedoso cabello y sus pequeñas sudaderas con capucha, le parecían iguales. Tampoco se acordaba del nombre de la madre. Pero la reconoció, y claramente ella le reconoció a él.
– ¡Anda!, pero si no eres Emily -dijo la mujer, lo cual, pensó Everett, era una obviedad de todo punto innecesaria-. Te he visto desde la acera de enfrente y por un momento he creído que eras ella.
Polly se puso colorada, más de rabia que de vergüenza, en opinión de Everett, que imaginaba que también se había puesto colorado. Pero ya no se podía hacer nada al respecto. Él se limitó a coincidir con la mujer en que no, ésa no era Emily, Emily aún no volvería a casa hasta dentro de unas semanas. Luego, en un intento de desviar la atención de Polly, le preguntó qué tal le iba a su hija, y lo consiguió, pero se vio obligado a escuchar de la mujer el extenso relato del periodo de prácticas que estaba haciendo su hija como periodista deportivo.
– ¡Vamos, papás! -exclamó Polly cuando finalmente la mujer siguió su camino. Se río, con un poco de malicia, pensó él, pero no volvió a mencionar el incidente.
– Estoy seguro de que lo entiendes -le dijo a Polly antes de que llegara Emily, y no hizo falta que se lo repitiera.
Las dos semanas con Emily fueron maravillosas y terribles a la vez. Como era de esperar, se puso furiosa con su madre por lo del gato, lo cual proporcionó a Everett momentos de íntima satisfacción. Pero también se enfureció con Everett por lo del gato, lo cual le pilló desprevenido. Había aprendido a apreciar el vino en Italia y bebía una copa en las cenas con él, eso cuando iba a cenar, y decía que ya no disfrutaba bebiendo Budweiser en botellas de medio litro. Everett no sabía si creerla o no, pero consideraba que ya era un avance el hecho de que a ella le pareciera que debía decirlo. No hacía más que hablar de moda, de inferior calidad en Estados Unidos; de política, una estupidez tanto en Italia como en Estados Unidos, y de la payasa que había en el grupo y que por poco les fastidia el viaje. Apenas hablaba de arte, se fijó Everett, ni de los muchos museos que decía haber visitado, pero tomaba espresso con convicción, y Everett creía que en general el viaje había sido un éxito.
Se mostraba tan displicente con el inminente matrimonio de su madre que hasta a Everett le dio pena de Alison y se descubrió a sí mismo defendiéndola.
– No son los primeros del mundo en casarse, Emily. Sé que en teoría es difícil para ti, pero no tiene por qué cambiar la relación con tu madre.
– No es eso lo que me preocupa. -Le lanzó una mirada despectiva, como si se hubiera vuelto loco, o sencillamente fuera idiota, por sugerir que algún hombre podría interponerse entre su madre y ella-. Es que me da vergüenza ajena.
Entonces dio un resoplido de asco, y Everett rezó para que no se enterara de lo de Polly.
Tuvo mucho cuidado de evitar a Polly durante esas dos semanas, la saludaba con un escueto «hola» cuando se encontraban en el vestíbulo y Polly le evitaba con tal diligencia que en algún momento deseó que metiera la pata, lo justo para que él se diera cuenta: una rápida mirada amorosa, una compungida y disimulada sonrisa, una llamada a última hora de la noche. Pero daba la impresión de dominar perfectamente cualquier sentimiento que estuviera experimentando. Pese a todo, Emily sí parecía tener la sospecha de que algo pasaba y la intuición de que tenía que ver con Polly.
– No eres muy simpático con esa chica -dijo una tarde en que se cruzaron con Polly y Howdy en la calle.
– ¿Con qué chica?
– La vecina que tiene ese perro que te quiere tanto.
– A mí no me quiere ningún perro.
– A ti te quiere todo el mundo, papá -aseguró ella, mirándole detenidamente.
Él no respondió, pero la siguiente vez que vieron a Polly, Everett se cuidó mucho de saludarla de una manera despreocupada y cordial.
Emily estaba de vuelta en la universidad, y Polly estaba de vuelta en su cama y se le había pedido que sacara al enorme y bravucón cachorro a pasear y que de paso comprara helado. Everett se puso los zapatos y la chaqueta y fue tras Howdy, que después de varias vueltas alrededor de la mesa de centro se dejó poner la correa. Nunca antes le había pedido que paseara al perro, y al principio se negó. Después, cuando por fin aceptó un poco de mala gana, Polly le pidió que le trajera helado de la tienda coreana.
– ¿Y qué pasa con el perro?
– No les importa, Everett. Yo lo hago todo el tiempo.
¿Y por qué no lo haces esta noche?, pensó. Y la dejó viendo uno de esos irritantes programas de televisión que a ella le gustaban, unos rudimentarios dibujos animados de niños odiosos y malhablados.
Pero en el ascensor los pensamientos de Everett se suavizaron. Polly estaba cansada. Y con razón. Se estremeció de placer al recordar lo mucho que se había esforzado por él. Polly. Se merecía un helado.
En lo alto, por encima de los edificios, colgaba una pequeña luna redonda. Everett entró tímidamente con el perro en la tienda coreana, manteniendo tensa la correa y al perro pegado a su pierna, como para esconderlo. Titubeó delante del congelador, luego se decidió por un Häagen-Dazs de fresa. Se sentía violento por el perro, que tiraba de la correa intentando olisquear los zapatos de todo el mundo. Eso le recordó que aún estaba un poco enfadado por que Polly le hubiera obligado a llevar al perro, lo que le hizo sentirse culpable. Salió fuera y eligió unos tulipanes amarillos. Le vino a la memoria que la primavera anterior había comprado tulipanes y se los había dado a Jody, y rápidamente cambió los tulipanes por rosas de color rosa, aunque eran más caras.
Everett percibió un ligero tufo a cigarrillo cuando entró en el apartamento. Polly nunca fumaba en casa, que él supiera, pero a veces su ropa tenía ese olor a tabaco que Everett asociaba con los dormitorios universitarios. Tal vez debido a las flores, volvió a pensar en Jody, con un cigarrillo bajo la cortina de lluvia, con su fresco aroma a jabón. Polly estaba tendida en la cama viendo una película. Le molestó ver que se había puesto una de sus camisas blancas limpias y planchadas, aunque tenía que reconocer que estaba muy sexy con ella.
– Esta película es increíble -dijo, sin dejar de mirar a la pantalla.
– ¿Annie Hall? ¿Todavía resiste?
– Supongo. Es hilarante.
– ¡Dios santo! -exclamó él, riéndose, al ver a Diane Keaton con aquel sombrero flexible y aquella corbata. Se sentó en el borde de la cama.
– El estilo Annie Hall, ¿te acuerdas?
– No -respondió Polly.
Everett cayó en la cuenta de que Annie Hall era anterior al nacimiento de Polly.
Él carraspeó.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella, mirando hacia él.
Everett movió la cabeza.
– ¡Anda! -exclamó Polly-. ¡De fresa! ¡Y flores! Eres el mejor. -Le rodeó el cuello con los brazos y le besó. Howdy, llevado por la excitación, se les unió en la cama.
– ¡Largo! -ordenó Everett al perro.
– ¡Venga ya! -replicó Polly, estrechando a Howdy contra su pecho y besándole en la cabeza.
Everett fue a la cocina a servir el helado y a poner las flores en agua. Oyó a Polly reírse con la película, el sonido retumbaba ligeramente por el oscuro apartamento.
Polly se comió el helado y se vistió, dio un beso de despedida a Everett y se marchó con Howdy pero sin las flores.
– No dejes que la puerta se cierre de un portazo -le oyó decir al tiempo que la puerta se cerraba de un portazo a sus espaldas.
Polly echó una mirada de culpabilidad hacia atrás y siguió a Howdy escaleras abajo. Le gustaba Everett. Era un poco frío, un poco reprimido, un poco sombrío, quizá, pero con algo de imaginación se podría pensar que era un tipo sarcástico, y Polly tenía mucha imaginación. Era tan sarcástico que a Polly la hacía sentir fantásticamente viva, una auténtica fuerza vital, en comparación. La llevaba a buenos restaurantes y le ofrecía buen vino. Era amable y poco exigente. Se sentía como si estuviera en una relación vacacional, tumbada en una playa caribeña.
Ya en casa, se dio una ducha sin prisas, felicitándose por haber encontrado una relación amorosa tan reparadora después de lo que había sufrido con Chris. Cuando salió, anduvo buscando por el armario un tarro de crema hidratante. Abrió una bolsa de deporte. Ahí estaba la crema hidratante, como imaginaba. Junto al fino bote blanco de Origins, Polly vio otro objeto blanco, plano. Era un iPod. Yo no tengo ningún iPod, pensó, sosteniéndolo en la mano. Entonces se acordó de algo relacionado con un iPod. Chris había perdido su iPod, ¿no? Claro que sí, y se lo había contado el día en que le anunció su matrimonio. Chris se casaba y había perdido su iPod. Y Polly lo había encontrado.
Durante las siguientes semanas Polly escuchó las canciones que Chris tenía en el iPod, tratando de encontrar alguna pista sobre lo que podría haber estado pensando antes de que rompieran. No descubrió nada excepto un desafortunado gusto por Billy Joel. Era consciente de que debía llamarle y decirle que había encontrado su iPod, y varias veces se sentó en la cama y alargó la mano hacia el teléfono, para acabar decidiendo que o era muy tarde o demasiado pronto. Seguro que pensaría que estaba persiguiéndole. Además, ¿por qué tendría que devolverle el iPod a Chris? Probablemente ya se habría comprado otro. Y aunque no lo hubiera hecho, seguro que podría tomar prestada la cosa unos días antes de devolvérsela. Y los días se convirtieron en semanas, y Polly seguía con el iPod de Chris.
– ¿Cuándo te lo has comprado? -le preguntó George un día que llegó a casa de la oficina con los pequeños auriculares blancos aún puestos.
– Me lo he encontrado.
– Polly…
– De verdad. En una bolsa que había en el armario. Supongo que es de Chris.
– Imagino que sí -dijo George, riéndose.
– Yo creo que debería quedármelo, a modo de pensión alimenticia.
– ¿Qué opina Chris?
– No lo sé. No le he llamado. Pensaría que le estoy acosando.
Subió el volumen para escuchar una canción de Billy Joel que a ella le gustaba cuando estaba en primaria. «Roy Cohn, Juan Perón, Toscanini, Dacron…». Los gustos musicales de Chris fueron una revelación para ella, y no precisamente agradable. ¿Cómo era posible que hubiera vivido con él sin darse cuenta de que prefería el pop pueril y pretencioso? ¿Fue toda su relación una mentira? El iPod decía que así era, y ella escuchaba el iPod siempre que se le presentaba la oportunidad.
Cuando aquella tarde paseó a Howdy con Everett, éste le pidió por favor que se quitara los auriculares de los oídos.
– Es una grosería, Polly -dijo-. Es casi insultante.
Polly, que ya se había dado cuenta de la tendencia por parte de su nuevo novio a dar sermones más propios de un padre, guardó el iPod en el bolso con los lentos y huraños movimientos de una hija. Estaba en mitad de «The Thong Song», fascinada de que Chris la hubiera seleccionado y disfrutando de ella.
Pasearon en silencio hasta que llegaron al parque, donde una mujer que llevaba a dos diminutos niños en un enorme cochecito doble de alta tecnología se paró a acariciar a Howdy.
– ¡Qué preciosa es! -alabó la mujer, y les adelantó con su enorme vehículo.
– No puedo creer que pensara que Howdy era hembra -dijo Polly, ofendida.
Everett se rió.
– Eso ocurría todo el tiempo con Emily.
Sugirió también que vistiera a Howdy de azul, pero Polly no le escuchaba. Se preguntaba por qué siempre tenía que hablar de su hija. No era normal.
Everett, entre tanto, miraba a Howdy y pensaba en Emily, mientras el perro, que había cogido la correa con los dientes, daba saltos alegremente delante de Polly. Everett, todavía soñando con Emily, experimentó una confusa oleada de ternura.
– ¡Howdy! -gritó.
El perro se paró en seco. Ladeó la cabeza. Luego ladró y meneó la cola de plumas, y no dejó de ladrar hasta que Everett alargó la mano y le acarició. De vuelta a casa, Howdy se colocó a su lado. Siempre que Everett bajaba la vista hacia el perro, el perro le estaba mirando.
Al principio Polly no solía llevar el perro a casa de Everett, porque Everett era bastante quisquilloso y se pasaba el rato ahuyentando a Howdy de los muebles, lo que en opinión de Polly era cruel y anticuado. Pero Polly se estaba volviendo cada vez más insolente. La noche anterior, por ejemplo, Everett le pidió que no se sentara desnuda en su silla Saarinen modelo Útero, a pesar de su nombre, y a ella le molestó.
Cuando llegaron a casa, Everett vio a Polly desaparecer en el dormitorio a ver la televisión. Él se preparó un martini y se sentó en la sala de estar con el periódico. Llevaba una vida solitaria, se dio cuenta, incluso con una amante joven y guapa. Polly le saludaba, charlaba con él, le besaba y le hacía el amor con el entusiasmo y la alegría propios de la juventud, pero era como si hiciera esas cosas desde el otro lado del abismo que los separaba.
El perro le había seguido y metió la cara entre Everett y el periódico, apoyando el morro cómodamente en su pierna. Everett estaba demasiado triste para reñirle en aquel momento. Él no se movió. El perro no se movió. Les invadió una agradable quietud. Everett se dio cuenta de que le gustaba sentir la cabeza del perro en la pierna, la calidez de un ser vivo cerca de él, sin exigir nada, sencillamente ahí. Palmeó a Howdy con una mano mientras sostenía el vaso de martini con la otra. El perro tenía unas orejas muy suaves, una cara dorada y muy suave. Escuchó el pausado ritmo de la respiración del perro.
– Howdy -dijo en voz baja.
Howdy levantó la vista, la cabeza ladeada, los ojos oscuros y de alguna forma tranquilizadores.
Everett experimentó una sensación desconocida. Miró al animal a los ojos y fue plena y repentinamente consciente de la habitación que le rodeaba, del plácido orden de su mobiliario y en su vida, del exterior, donde el día daba paso a la noche, de los sonidos de la televisión y la humedad fría de un vaso de martini, de la suciedad de la tinta de periódico en sus dedos, pero sobre todo fue consciente de la dicha, la salvaje y extraordinaria dicha de estar vivo.
– Howdy -susurró-. Howdy -Howdy aporreó el suelo con la cola y los dos se miraron a los ojos, como si fueran amantes.
Cuando esa noche Howdy se subió a la cama de Everett, Polly dijo:
– ¡Abajo!
En lugar de bajar, Howdy se volvió y miró a Everett, como esperando instrucciones.
Everett no sabía dar órdenes a perros.
– Pero sólo un ratito -dijo, que era lo que solía decirle a Emily. Howdy pareció entenderle perfectamente y se tumbó con un gruñido de placidez.
– Has cambiado de cantinela -se extrañó Polly.
– Todos somos humanos -replicó él.