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«Pero yo en realidad hablaba de amor»

Tal vez se estén preguntando qué sucedió con Doris y sus planes de reforma canina. Pues bien, la reunión del ayuntamiento no tuvo el éxito que Doris esperaba. De hecho, hubo quienes, después de resoplar con incredulidad, empezaron a atacarla con lo que a ella le pareció un malsano, casi psicótico, bombardeo verbal. Realmente eran muy ofensivos, aquellos conciudadanos, pero Doris permaneció con la cabeza alta hasta que se llamó al orden y se calmó el barullo.

– Es un grito de socorro -murmuró entonces, moviendo la cabeza tristemente ante ese escandaloso comportamiento-. Luego, más alto, con firmeza-: Alguien tiene que establecer los límites. -Mel, se fijó, estaba más callado que un muerto, y viendo la reacción de los demás en la sala, no podía culparle. La política es la política, pensó, pero también el deber cívico era el deber cívico, y con los hombros hacia atrás (se había decidido por un clásico traje de chaqueta Chanel y en aquel momento se sintió animada por el sencillo y elegante corte de su pequeño traje azul marino), sonrió pacientemente, le guiñó un ojo a Mel, y terminó su presentación declarando que no podía ignorarse una petición, que el pueblo se haría oír, y que ella volvería en un futuro con las suficientes firmas de ese pueblo para sacudir a los poderes que sean de sus cómodos pedestales de ignorancia y prejuicios.

– ¡Esto no es París! -exclamó al sentarse, con el puño levantado en un gesto de desafío a aquella ciudad de aceras llenas de suciedad perruna, y no hubo nadie que discutiera ese punto.

Además tenía un pequeño grupo de auténticos adeptos en el barrio. Efectivamente son pocos los ciudadanos que adoptarían una actitud contraria a las aceras limpias o a favor de los excrementos en las calles. Incluso los que tenían perros, que culpaban de las cacas esporádicas a los paseadores profesionales, simpatizaban con las ideas de Doris de hacer cumplir las leyes sobre la recogida de excrementos. Sus esfuerzos por mantener limpias las aceras no habían pasado inadvertidos y eran valorados. Si sus seguidores no estaban enterados de sus propuestas más extremistas, pensó, al menos habían empezado a mostrarle su agradecimiento cuando la veían haciendo la ronda, así que, incluso después de su infructuosa y desagradable reunión, Doris tenía plena seguridad de que la victoria estaba próxima.

Huelga decir que Jody, dispuesta siempre a limpiar lo que ensuciara su perro, no formaba parte del grupo de seguidores de Doris. Para Jody, la cara anaranjada, el turbador puño levantado y el enorme monovolumen blanco eran hostiles y ajenos, apariciones recurrentes y amenazadoras en su agradable y amistoso barrio. Y realmente su barrio había resultado ser de lo más amistoso, pensaba Jody una tarde mientras movía su batuta arriba y abajo, arriba y abajo, y escuchaba a los niños del colegio formados ante ella. No era un grupo muy dotado, estos pequeños de jardín de infancia, pero eran muy formales, y sus caritas tenían una expresión casi cómica. El primer grupo de niños al que enseñó ya estaba en el último año de universidad. Llevaba diecisiete años haciendo ese trabajo. Resultaba inquietante pensar en ello. Pero ¿por qué era inquietante? Después de todo era una mujer de treinta y nueve años. Cumpliría cuarenta dentro de una semana. Entonces, verdaderamente, sería una solterona. Cuándo, se preguntaba, dejaría de pensar en sí misma como si tuviera diecisiete años y empezaría a aceptar no sólo que era una persona adulta, sino que lo era desde hacía el tiempo suficiente para llevar diecisiete años trabajando como una adulta, para tener una vida entera a sus espaldas.

– Tengo un burrito que se llama Sal… -cantaba con los niños, exagerando el movimiento de los labios para ayudarles a recordar las palabras.

Una vida no muy distinguida, tampoco. No había triunfado como músico, al menos no se ganaba la vida como intérprete. Pero eso era algo que nunca le había importado. Mientras pudiera tocar, sería feliz. Y enseñar tenía sus alegrías. Que te adoren no es algo desdeñable. Los niños siempre la habían adorado. Y ahora Simon la adoraba.

– ¡Muy bien! -dijo alegremente.

Los niños salieron de la sala de música, algunos dando saltos; uno de ellos, un crío con oscuros rizos pelirrojos, se detuvo a besarle la mano antes de salir corriendo para alcanzar a sus amigos.

Claro que le gustaba tener admiradores. ¿Y a quién no? Pero ¿significaba eso que debía casarse con Simon? Colocó las sillas y metió la partitura en el bolso. Aunque ya le había dado a Simon una respuesta, ella seguía haciéndose esa pregunta. Sabía que si quisiera casarse con alguien, era poco probable que encontrara mejor marido. Era cariñoso y honrado. Y sexy. Y era ordenado también, quizá un poco demasiado ordenado, así como un poco demasiado acostumbrado a vivir solo. Ella también, en realidad. Pero seguro que lo resolvían. Dos hijos únicos en el centro de sus respectivos mundos. Trató de imaginarse viviendo con Simon en el apartamento de él. ¿Se sentaría en su sillón de cuero? ¿Beatrice y ella se… acomodarían en el suelo, a sus pies?

Puedes llevarte una silla de casa -se dijo a sí misma, olvidándose de que el apartamento de Simon sería entonces su casa.

Esa noche, acostada en la cama de Simon, le observó dormir. Últimamente volvía a tener insomnio, y aún no se le había ocurrido cómo sobrellevarlo cuando estaba en casa de Simon. La ventana estaba cerrada, como a Simon le gustaba que estuviera, y hacía mucho calor en la habitación. Sentía las sábanas ásperas y arrugadas. No podía encender la luz y leer, porque le despertaría. Pero Simon parecía muy tranquilo y ella se emocionó, aunque se recordó a sí misma que la gente siempre tiene aspecto tranquilo cuando duerme, incluso gente terrible. Probablemente Stalin parecía un ángel cuando estaba dormido, si es que los ángeles tenían grandes, poblados y negros bigotes, que ella suponía que no.

Sacó una mano y le acarició la cabeza a Simon. Aún no se había acostumbrado al placer, a la seguridad de tener un hombre a su lado.

– Realmente debería casarme contigo -susurró.

Simon se removió.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las tres.

– ¿Por qué no estás durmiendo?

– Estaba pensando -dijo, sorprendida, como le ocurría a menudo, de su tono risueño.

– Ah… -Y volvió a quedarse dormido.

A la mañana siguiente, Jody le miró atentamente, recordando ese momento anterior al amanecer en que supo que debía casarse con él.

– ¿Sigues pensando en que nos casemos? -preguntó-. ¿Todavía?

Simon, que estaba abriendo el periódico, se quedó parado. Lo sostuvo, extendido en el aire, como quien sostiene un mapa, como quien está perdido, pensó Jody.

Por supuesto que había estado pensando en el matrimonio. Estaba pensando en ello en ese momento, pero lo que estaba pensando era que quizá, después de todo, Jody tenía razón. Habían pasado una noche maravillosa. Tendrían un desayuno íntimo. Después ella y su enorme perro, que estaba olisqueándole los pies descalzos con un interés de lo más inoportuno, se irían a casa y le dejarían a él con sus solitarios y masculinos abdominales, su ducha, su afeitado. Simon disfrutaba de estas actividades privadas, y parte de su disfrute, se dio cuenta, radicaba en que eran privadas. Si estuvieran casados, pensaba, ella estaría allí, sonriente y alentadora, mientras él hacía sus ejercicios. Esperaría, con paciencia y buen humor, su turno en la ducha y en el lavabo. En todos los aspectos sería cariñosa, dulce y agradable, pero estaría ahí, como una intrusa.

– Un poco -respondió, alisando el periódico para ocultar su confusión.

– Yo también.

Jody acercó su silla a la de él. Simon percibió su fresco olor a jabón. Qué guapa estaba, incluso por la mañana. Entonces se rascó la cabeza con bastante violencia, lo que a Simon le recordó a Beatrice, que estaba tumbada a sus pies. Jody se deslizó y se le sentó en el regazo. El aliento de Jody olía a café, y Simon pudo apreciar también el olor rancio y acre de después del sueño. Tenía calor y se sentía incómodo. El radiador empezó a sonar. ¿A quién se le había ocurrido poner la calefacción? Ni siquiera estamos en… noviembre.

– Noviembre -dijo en voz alta.

– Noviembre -repitió Jody, sin prestar mucha atención. Estaba mirando en el periódico un artículo sobre el calentamiento global.

– Hace mucho calor -dijo, extendiendo los brazos hacia delante, a ambos lados de ella, para subirse las mangas no sin dificultad. Le gustaba que su apartamento estuviera caldeado, pero aquello era imposible. Tendría que hablar con su casero-. Hace demasiado calor.

Jody asintió sin más.

– Pronto se morirán todos los peces.

Simon notó que tenía problemas para respirar. Trató de aspirar profundamente. Empezó a toser.

– ¿Quieres agua? -preguntó Jody. No parecía esperar una respuesta.

Simon la empujó con delicadeza para que se levantara de su regazo. Ella se deslizó a un lado llevándose el periódico.

– Lo siento -dijo él.

– Mmmmm -murmuró Jody, aún absorta en el artículo.

Simon se puso de pie.

Mientras leía, Jody pasó distraídamente un dedo por el plato, recogiendo las migas de las tostadas. Beatrice alzó la cabeza y parecía mirar directamente a Simon, con ojos tristes. Simon se volvió con sentimiento de culpabilidad.

– ¿Por qué hace tanto calor? -dijo.

Trató de abrir la ventana de la cocina, que se resistía con tantas manos de pintura antigua como tenía; tiró violentamente hasta que se abrió, dejando que entrara una ráfaga de fresco aire otoñal.

– Mucho mejor -afirmó, contemplando el terroso jardín sin flores.

No muchos días después, Jody y Polly caminaban con sus perros hacia Central Park. Beatrice aún cojeaba de vez en cuando. Jody la observaba con cierta preocupación.

– Está fenomenal -dijo Polly-. Mírala. Tienes que reconocer que está mucho mejor.

Aunque el comentario de Polly sonó, para no variar, como una orden, y aunque era una orden que Jody habría obedecido encantada, ella notaba, sin embargo, que Beatrice se apoyaba más en la pata trasera. No dijo nada, pero estaba descorazonada, y el aire vigorizante y la brisa juguetona parecieron desaparecer. No soportaba la idea de que Beatrice sufriera. Howdy retozaba junto a la vieja perra blanca, luego echó a correr unos metros por delante y se giró a ladrar, invitándola a jugar. Beatrice caminó tristemente por delante del enorme cachorro. Jody sabía que algo malo pasaba.

Por delante de ellas, Jody vio a una señora mayor, incongruente con un abrigo corto de tafetán negro, arrastrando una bolsa de basura negra a juego y mirando la acera fijamente. Jody pensó que había algo en ella que le resultaba vagamente familiar. Quizá el color melocotón anaranjado del pelo, tan poco natural.

– Polly -susurró-. Creo que ésa es la señora que me acosa.

Observaron que la mujer alargaba el brazo para recoger una botella de cerveza, vertía los restos del contenido y la echaba en la bolsa con diligencia.

– ¡Qué asco! -exclamó Polly-. ¿Qué está haciendo?

Jody cruzó la calle, indicando a Polly que la siguiera, escabullándose de la mujer naranja para camuflarse en el parque.

– Chris se casa dentro de dos semanas -dijo Polly mientras atravesaban la entrada-. Y también la ex mujer de Everett. ¡En el mismo día!

– ¿En serio? Podéis consolaros el uno al otro.

– Everett está un poco alicaído, creo. No es que lo diga él, pero, ya sabes, se adivina.

– ¿Y tú? ¿Con respecto a Chris?

– Odio a ese cabronazo, eso es todo.

– Eso es todo.

– Me ha invitado a su boda. ¿Te lo puedes creer?

– No, la verdad es que no.

– Pues sí, lo ha hecho.

Siguieron andando en silencio. Las hojas sonaban alrededor de sus pies como un susurro.

– Sí, me ha invitado -dijo Polly por fin.

– ¿Vas a ir?

– Sí.

Jody se echó a reír.

– Polly, lo decía en broma.

– Da igual -replicó Polly-. Voy a ir.

Los perros se turnaron para olisquear y mear en una esquina de la estatua a un soldado de la guerra civil. Era una locura que Polly fuese a la boda de Chris. Jody trató de encontrar algo que decirle en sus reservas de generalizaciones alegres y optimistas, pero lo único que se le ocurrió fue:

– Pero…

– Me llevo a George.

– ¿No a Everett?

Polly hizo una mueca.

– No sé -dudó-. Everett es tan…

¿Tan irónico y divertido?, pensó Jody, al recordar el comentario que hizo sobre los desperdicios flotantes aparecidos durante el primer deshielo. ¿Tan mordaz e ingenioso? Recordó las canciones que cantaron juntos durante el apagón. ¿Tan atractivo? ¿Tan tierno? Le recordó paseando de la mano con su hija, y llevando a Howdy al parque todo orgulloso.

– Viejo -dijo Polly finalmente.

Volvieron a casa. Everett era mayor comparado con Polly, eso era innegable, y sin embargo Jody estuvo a punto de discutírselo.

– A lo mejor él también se sentiría incómodo -dijo muy diplomática, pensó Jody.

– La gente siempre piensa que es mi padre. Así que supongo que está acostumbrado.

– ¿Lo estás tú?

Polly se quedó dándole vueltas.

– Supongo que estoy un poco harta.

– Que no es lo mismo que estar acostumbrada. Puede que él también esté harto -dijo Jody.

– Puede -respondió Polly-. No había pensado en ello de esa manera.

En esos momentos Beatrice cojeaba de modo inconfundible, y Jody perdió todo interés en Polly y en la boda de Chris, incluso en Everett. Se arrodilló junto a su perra y le cogió con suavidad la pata temblorosa.

– Beatrice -murmuró-. Oh, Dios mío, Beatrice.

La perra le arrimó el hocico a la mejilla y gimió de nuevo.

Polly dijo algo sobre coger un taxi, pero Jody, sin molestarse siquiera en explicarle que ningún conductor pararía a nadie con un pit bull de cuarenta kilos, la cogió en brazos y la llevó al veterinario dos bloques más allá.

– ¿Puedo ayudar? -preguntó Polly, siguiéndola, alargando los brazos de vez en cuando, como si hubiera algo que pudiera hacer.

Jody apenas la oía. Sentía que no podía pararse o dejaría de tener fuerzas para cargar con Beatrice tan lejos.

– ¡Ya sé! -dijo Polly-. Iré a buscar a Everett. -Y se dio la vuelta, arrastrando a Howdy tras ella.

Echó a correr hacia el apartamento. La imagen de Jody, tan pequeña y femenina, con el descomunal perro colgándole de los brazos, afectó mucho a Polly. Su propia impotencia le deprimía. Tenía que hacer algo. La idea del taxi era buena. Como era de esperar, nadie había colaborado. Es difícil ayudar a la gente cuando no quiere obedecer. Polly estaba frustrada, pero con la cabeza erguida. Siguió adelante. Howdy hacía cabriolas a su lado, volviéndose de manera irritante a mirar a Jody y a Beatrice, parándose, gimiendo.

– Vamos -ordenó, tirando de la correa, en voz alta y estridente, y un transeúnte, un chico guapísimo más o menos de su edad, le lanzó una mirada de desaprobación.

Métete en tus asuntos, pensó con crueldad.

– Vamos, Howdy -repitió con voz más amable, pero subrepticiamente. Cuando el chico ya no la veía dio otro tirón a la correa, aunque más suave.

Pensó que Everett estaría en casa a esas horas, y que él sabría qué hacer. Había descubierto que siempre tenía la frase adecuada. Seguro que tendría una para un perro enfermo.

Pero lo único que dijo fue:

– Pobre Jody -y se marchó apresuradamente, dejándole a ella la tarea de cepillar a Howdy por primera vez en varias semanas, sin preocuparse de si los mechones de pelo rodaban por la alfombra de Everett, y la brisa de la ventana abierta los dispersaba por todos lados. Cuando terminaba de cepillar una pata se la masajeaba, como si de esa forma pudiera proteger a su perro del dolor que afligía a Beatrice.

Mientras cepillaba a Howdy, los pensamientos de Polly pasaron de Beatrice y Jody a lo que se pondría para la boda de Chris. Se había decidido por un vestido que había visto en el escaparate de una tienda en el SoHo. George, su acompañante, no tenía traje, por supuesto. Ni tampoco le había dicho que iba a acompañarla; ni siquiera, a decir verdad, que había decidido ir. Quizá debería ir con Everett, después de todo. Seguro que le echaría un sermón por su disparatada idea, pero se le veía muy cómodo con traje, y tenía muchos, más cómodo que con su único par de vaqueros anticuados y poco favorecedores. Le había comprado un polo de fábula, pero lo único que se ponía él eran niquis de golf, que se metía bien por dentro. Quizá, después de todo, debería ir con George.

Se levantó y empezó a andar de un lado a otro de la habitación, preguntándose qué estaría pasando con la pobre y vieja perra de Jody. Everett había tenido el detalle de ir a ayudar. Se fue sin pensárselo dos veces, como un héroe, se dijo para sus adentros. Y sin embargo ella no podía verle como un héroe. Se lo representó de nuevo en la imaginación. Vestía un traje oscuro bien entallado y estaba a su lado cuando se lo presentaba a su ex novio. Y supo en ese instante imaginado y sin ninguna duda que nunca jamás podría llevar a Everett con ella a la boda de Chris.

Everett, mientras tanto, había salido corriendo del edificio, sin estar muy seguro de qué podría hacer para ayudar a Jody, ni de si su ayuda sería bien recibida. Cuando se acercaba a Broadway vio una pequeña multitud reunida en torno al Go Go Grill. ¿Estaban cantando? A lo mejor eran del coro de la iglesia de un poco más abajo de la calle. No tenía tiempo de pararse a averiguarlo y continuó apresuradamente con su dudosa misión, pero uno de ellos, una feligresa mayor con un ligero y elegante abrigo negro, cruzó la calle y le entregó un folleto.

Folletos religiosos. A Everett le dio un escalofrío. Tiró el papel doblado en una papelera en cuanto estuvo fuera de la vista de la mujer. Pero, como habréis imaginado, el folleto no tenía nada que ver con la religión y era, de hecho, una petición, la misma petición con la que Doris había amenazado al ayuntamiento en la funesta reunión a la que había asistido. «SOS», rezaba. «Por una calle más limpia». La demanda de una aplicación más estricta de la ley de recogida de excrementos estaba ahí, en enormes negritas. En letra más pequeña, redactado con inteligencia, pensó Doris, se pedía que se permitiera a los perros pasear sueltos por el parque, como les dictaba la naturaleza, pero sólo, en letra aún más pequeña, entre las doce de la noche y las seis de la mañana.

– Esto no es París -coreaban los manifestantes fuera del restaurante de Jamie.

Jamie ofreció unas botellas de agua al pequeño grupo, que estaba formado por diez personas incluida la propia Doris.

– No hemos venido aquí a cenar -dijo Doris, indicándole con un gesto de la mano que se fuera, aunque varios de sus seguidores aceptaron la donación. Era muy propio de Jamie, pensó indignada, proporcionar sustento a sus enemigos sin darse cuenta. La verdad era que Jamie no tenía límites. Doris había elegido el restaurante como telón de fondo para la concentración justamente por esa razón -su carencia de límites, pues permitía la presencia de perros donde los perros no debían estar-, así como por el hecho de que entrara y saliera tanta gente por sus puertas, por no hablar de que había vislumbrado a Jamie riéndose de ella, estaba segura, el otro día por la mañana, cuando pasó por allí con su bolsa de botellas desechadas y educadamente le hizo entrega de un folleto. Él estaba en la acera con sus dos perros, que empezaron a ladrar al pasar ella, y Doris claramente le había oído decir: «Shhh. Dejad a ese viejo e inofensivo gato en paz». Al mirar atrás y no ver a ningún gato en la calle, a nadie excepto a Jamie riéndose entre dientes, Doris sólo pudo conjeturar que el viejo e inofensivo gato en cuestión era ella, y eso, se dio cuenta, la había ofendido, y las ofensas, había descubierto hacía mucho tiempo con respecto a sí misma, no se perdonaban, se vengaban. No le gustó que la llamaran gato, mucho menos que la llamaran vieja, y lo que menos de todo que dijeran de ella que era inofensiva.

Ese hombre, ese hombre sonriente y pagado de sí mismo, era un auténtico delincuente. Se mirara por donde se mirase. Infringía la ley todos los días, a todas horas, contaminando su restaurante con canes prohibidos. Y aunque Doris era consciente de que echaría de menos la deliciosa sopa de guisantes, la de ese domingo al menos, se había organizado, como era de esperar, un boicot y el piquete de ese día.

Perdió de vista a Everett y se volvió hacia el hombre que había cometido el fatal error de creerla inofensiva, luego entrecerró los ojos y lanzó una mirada amenazadora a la desconcertada pareja que se disponía a entrar en el Go Go a cenar temprano.

Cuando Everett llegó a la consulta del veterinario, Jody y Beatrice estaban aún con el médico. Se sentó y esperó, tratando de disuadir a un gato gris de que se frotara en sus piernas. Se preguntó si tendría que cargar con Beatrice hasta casa. Quizá Jody y él podían cogerla cada uno de un extremo, de la misma manera que una vez Emily y él llevaron a casa un árbol de Navidad.

Jody salió pálida y acongojada, y sin Beatrice.

– Ah, hola -dijo, sin mostrar sorpresa ni afecto.

Everett se sintió ridículo. ¿Qué hacía él allí? Polly estaba loca. Jody no deseaba que nadie fuera testigo de su desdicha. La pena requiere soledad, no compañía. Él lo sabía, lo practicaba en su vida, pero allí estaba, como un automovilista curioso en un accidente de coche.

– ¿Necesitas ayuda para llevar a Beatrice a casa? -preguntó.

Everett se sentía violento a su lado, como un muchacho en un baile.

– Polly pensó que quizá…

Jody le miró directamente a los ojos, como si hasta ese momento no hubiera reparado en él.

– Gracias. Sois muy amables.

Everett pensó en lo extraño que le había sonado aquello, como si Polly y él fueran una entidad. Quiso corregir a Jody, decirle: No, nosotros no somos amables en absoluto. Polly reaccionó con una amabilidad que se debe a que es impulsiva y joven y presuntuosa y yo a que soy pesimista y viejo. En ese momento le pareció que la distancia que había entre Polly y él era más grande que nunca.

A Jody se le saltaban las lágrimas.

– Disculpa el melodrama -dijo-. Ya sé que sólo es un perro. Pero…

– Lo sé -respondió Everett. Quiso rodearla con un brazo para consolarla, pero vaciló. Intimidad, se recordó a sí mismo. Intimidad para el dolor-. Lo sé muy bien -añadió, pensando en Howdy.

– Tengo la sensación de que, de alguna manera, ella es el único ser que me entiende -continuó Jody-. ¿Sabes a qué me refiero?

Everett asintió con la cabeza. Pensó en los momentos en que Howdy le miraba a los ojos o le empujaba la mano con el hocico o se sentaba pacientemente a sus pies.

– Qué tontería, ¿verdad? -dijo Jody.

Everett iba a decir que en absoluto era una tontería, que era casi místico, cuando entró el veterinario. Era más joven de lo que Everett esperaba y bastante guapo. No llevaba bata blanca, lo cual a Everett le pareció poco profesional.

– Es el ligamento, como ya imaginábamos. Es muy normal en perros grandes -explicó-. Le he puesto otro calmante, y pensaremos en la operación, Jody.

Everett no se había acostumbrado a que los médicos le llamaran por su nombre de pila. Nunca se había parado a pensar en qué opinión le merecía que un veterinario se dirigiera a alguien de una manera tan informal. Permaneció cerca de Jody, como para protegerla.

– Debería ser capaz de caminar hasta casa. Irá un poco despacio… -decía el veterinario.

– ¿Podrá subir las escaleras?

El veterinario suspiró.

– Tal vez sería mejor que la dejaras aquí esta noche.

– Quédate en mi casa -le ofreció Everett-. Hay ascensor. Yo puedo quedarme con Polly…

Trató de imaginarse en ese apartamento tipo estudio con George y sus novias, el fregadero lleno de platos, la encimera hasta arriba de cajas de pizza, las mesas repletas de hileras de botellines vacíos de Coronita, con la rodaja de lima pudriéndose en los largos cuellos. Había visto el apartamento en aquellas condiciones sólo una vez, después de una fiesta, pero el recuerdo se le había quedado grabado. Aun así, de ninguna manera podía dejarse a Beatrice en una jaula de la consulta del veterinario.

– Eres muy amable -dijo Jody. Su tono de ligera sorpresa sugería que no era la primera vez que se le planteaba ese asunto en concreto-. Verdaderamente amable. Me siento abrumada.

Everett sonrió, satisfecho de sí mismo por mucho que temiera tener que dormir en el futón de una habitación con una desnuda bombilla en el techo.

– Pero Beatrice y yo podemos quedarnos en casa de Simon -continuó Jody-. Vive en un bajo. Estamos acostumbradas.

– Por supuesto -dijo Everett. Qué idiota. Están acostumbradas. Simon vive en un bajo. Apartó al gato gris con un pie, luego esperó cohibido hasta que apareció Beatrice y Jody pagó la cuantiosa factura.

De camino a casa, se paró y esperó con Jody mientras Beatrice olisqueaba una farola.

– Cuando Emily era pequeña le contaba sus problemas a un perrito de peluche.

– Supongo que esto no es muy diferente, ¿verdad? -dijo Jody, tirando suavemente de la correa hasta que Beatrice echó a andar con cautela.

– ¿Una proyección?

– Bueno, sí. Pero yo en realidad hablaba de amor.

Everett se fijó con alivio en que el grupo de feligreses se había ido; dejó a Jody y a Beatrice en la puerta de la casa de Simon y cruzó la calle pensativo. Amor. Proyección. ¿Quién decía que no eran la misma cosa?

Howdy le recibió en la puerta con una pelota de goma chillona, dejándola caer con insistencia a los pies de Everett. A Everett le dio un vuelco el corazón. No en un sentido metafórico, sino un vuelco físico, de felicidad.

– ¡Howdy! -exclamó, dando a la pelota después de una serie de enérgicos amagos.

– Everett -dijo Polly, echándose a un lado para evitar al perro, que no paraba de correr-. Tenemos que hablar.