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Poco después de su encuentro con Alexandra, George fue a la casa de ésta, en Brooklyn Heights, a conocer a su perro, Jolly. El metro estaba sobrecalentado pero tranquilo, y brillaba el sol cuando salió a Clark Street. Un pequeño perro, una atractiva mujer, un hermoso día, pensaba cuando llegó a la tranquila y pequeña calle de ella. No tenía formación académica, no tenía referencias, pero entró en el edificio de piedra rojiza en el que Alexandra y Jolly vivían con la convicción de que sería capaz de ayudar a Alexandra con su problemático perrito.
Subió los tres tramos de escaleras y llamó al timbre. Jolly no ladró. Eso era una buena señal, ¿no?
Alexandra abrió la puerta. Sonrió ligeramente y le estrechó la mano.
– Gracias -dijo.
George pensó en lo digna, alta y temperamental que era. El pelo aún lo tenía húmedo de la ducha, el rubio más oscuro. El apartamento era muy luminoso. Para asombro suyo, vio la Estatua de la Libertad por la ventana.
– No me lo puedo creer -dijo, dirigiéndose a la ventana-. Es alucinante.
El apartamento era un estudio, más pequeño que la habitación que tenía él en casa de Polly, como seguía llamando al lugar en el que vivía. Las paredes eran de un suave color rosáceo.
– Es precioso -alabó. Estaba tan emocionado con la vista que casi se había olvidado del perro. Pero entonces lo vio. La elección del nombre de Jolly [4] era discutible, tal vez, pues la frente arrugada del perro le daba una expresión triste y atribulada. Pero Jolly era, como Alexandra había dicho, un perro muy mono. Alzó la mirada hacia George con aquellos ojos redondos y oscuros llenos de infinita curiosidad y posibilidades. Meneaba una cola desproporcionadamente larga, que se ondulaba de manera sorprendente como el rabo ligeramente enrollado de un cerdo. Retorció su fuerte y musculoso cuerpo y dejó escapar un dulce gemido, lleno de nostalgia.
– Alexandra -dijo George-. Es realmente… una monada.
– Sí -respondió Alexandra con tristeza.
– Al principio no debo prestarle atención. Para que se vaya acostumbrando a mí. Nosotros podemos sentarnos y hacer como que hablamos o algo parecido.
– O podemos sentarnos y hablar de verdad.
– De acuerdo -dijo George. El tono de Alexandra era cordial, pero, después de tantas noches a merced de su sarcasmo y sus críticas cuando era su jefa, George aún desconfiaba de ella. Tenía que recordarse a sí mismo que él era el experto, o al menos un falso experto, y no debía encogerse ante la magnificencia de Alexandra-. De acuerdo, hablemos.
Y vaya si hablaron, durante varias horas, y George vio ponerse el sol detrás de la Estatua de la Libertad. Hablaron sobre conductismo y condicionamiento y sobre perros en manada y dominación y sobre comida de animales y antidepresivos. Alexandra le preparó un café y le dio un trozo de tarta de limón. Al principio el perro le miraba con recelo, luego se tumbó al lado de Alexandra con un gruñido y se durmió.
George se sentía como si estuviera de vacaciones. La brillante luz del atardecer otoñal, el silencio roto sólo de vez en cuando por el trinar de los pájaros, el precioso apartamento con sus sencillos y elegantes muebles: le parecía estar muy lejos de Manhattan.
Echó un vistazo al perro dormido. Pensó que después de que Jolly y él se hicieran amigos empezaría por aproximarse al perro como lo haría alguien en la calle. Luego le enseñaría a Alexandra algunos ejercicios que ayudarían a Jolly a acostumbrarse a que se le acercara la gente, que le enseñarían que una mano que se aproxima no quiere decir que sea una mano que se aproxima para pegarle. George había llevado un viejo guante de cuero y una cuchara de madera con ese fin. El costado de Jolly subía y bajaba al ritmo de su respiración. Tenía una oreja suavemente caída sobre un ojo. Qué encanto de animal, pensó George.
En ese momento, como en respuesta a ese pensamiento, Jolly saltó sobre su rabo, dando vueltas rápidamente, una espiral de gruñidos y aullidos sobrenaturales, mil demonios peleando contra otros mil demonios, desencadenándose todo sobre la alfombra. George se quedó sentado, paralizado del susto. Tenía los pantalones salpicados de sangre.
Luego, casi tan de repente, Jolly se paró. Gemía, temblaba, jadeaba. Alexandra le cogió en brazos y le habló con dulzura, acariciándole la cabeza mientras se dirigía al cuarto de baño. George la siguió. Ella le pasó un paño, él lo humedeció y lo acercó a la pata de Jolly. Jolly le miró y torció el labio. George retiró la mano, escapando de los dientes de Jolly de puro milagro.
– ¡La leche! -exclamó George.
– ¿Crees que tiene pesadillas?
Creo que él es una pesadilla, pensó George.
Pero Alexandra abrazaba al perro con tanto cariño… Por primera vez se dio cuenta de que tenía las manos llenas de cortes y cicatrices.
– Alexandra…
– Lo sé. -Se sentó con Jolly y le dio unos toques en la pata con un trozo de algodón humedecido con antiséptico-. Lo sé.
– Tenemos que hablar -dijo Polly, y Everett se dirigió al frigorífico. Howdy le siguió con la pelota y la dejó caer a sus pies.
– Vale ya -dijo Everett al perro, con voz alta e impaciente, y Howdy se escabulló, lo que hizo que Everett se sintiera como un ogro. Cogió una cerveza y la abrió. El tapón fue a parar al suelo. Everett se agachó a recogerlo. Le dolió la espalda. Se enderezó con dificultad.
Polly le siguió a la cocina.
– Creo que deberíamos dejar de vernos -manifestó.
Everett supo que la terrible y desoladora sensación de verse rechazado no tardaría en llegar, y así fue. Luego le entró pánico. Howdy, pensó. ¿Qué iba a pasar con Howdy? Se sentó a la mesa de la cocina.
– ¿Por qué? -preguntó. Por supuesto que él sabía por qué. Eran totalmente incompatibles. Estaban cansados el uno del otro. Él era demasiado mayor para mantener el interés de ella, y ella, demasiado joven para mantener el de él. Se avergonzaban el uno del otro. Casi se tenían aversión-. ¿Por qué? -repitió.
– Lo siento. -Polly se sentó frente a él y puso una mano encima de la suya.
Everett bebió la cerveza en silencio.
– Sabes que es lo mejor -dijo Polly.
Everett retiró la mano. Se había quedado estupefacto en su desolación. Polly era una distracción, y aunque cada vez le ponía más nervioso, era una chica agradable y probablemente la echaría de menos. Pero Howdy… Howdy era su amor recién descubierto. Era en Howdy en quien pensaba todo el día. Un paseo con Howdy era lo que le recompensaba de un largo y aburrido día de trabajo.
– Podemos seguir siendo amigos -continuó Polly. Ella no veía cómo podían seguir siendo amigos cuando en realidad nunca lo habían sido, pero Everett parecía muy afligido. Estaba sorprendida y muy satisfecha. No tenía ni idea de que él se sintiera tan atraído por ella.
Everett levantó la vista con ojos esperanzados.
Pobre hombre, pensó Polly. No le será fácil encontrar a otra persona a su edad. Es un viejo y excéntrico solitario incluso cuando tiene novia. Lo va a pasar mal sin mí. Eso no encajaba con el hombre independiente y seguro de sí mismo que ella creía que era, pero en aquel momento le pareció que tenía sentido, y le palmeó la mano de manera indulgente.
– Podemos pasear al perro juntos -aseguró ella.
– ¿De veras? -respondió Everett con entusiasmo.
– Claro. Cuando quieras.
Y Polly se fue con la cómoda sensación de que había decepcionado a Everett con la misma facilidad con que lo hubiera hecho cualquier otra chica. Incluso dejó que Everett sacara al perro a pasear ese día, con la esperanza de que esa actividad le distrajera al menos momentáneamente de su triste pérdida, y, creo que podemos darlo por sentado, así fue.
Esa misma noche Jody se trasladó a casa de Simon, no como preludio del matrimonio, sino por necesidad de Beatrice. El asunto de la boda seguía en el aire, sin duda, pero como una nube o un olor a cocina, quizá, más que como una posibilidad. Pasaban las semanas y Jody sólo pensaba en Beatrice, cuyo estado de salud empeoraba. Simon sólo pensaba en Virginia. Ambos sonreían y se pasaban la sal con amabilidad y hacían el amor apasionadamente, pero se diría que la proximidad les alejaba más de lo que nunca habían estado.
El día en que Jody cumplió cuarenta años Simon le llevó rosas rojas. Ella las colocó en un jarrón y recordó los inesperados tulipanes amarillos que Everett le había entregado en la calle. Qué hombre tan extraño era Everett. No le había visto mucho últimamente, tal vez porque ella daba paseos muy cortos con Beatrice.
– He recibido un correo electrónico de mi amigo Garden -dijo Simon esa noche durante la cena. Había insistido en llevarla a un caro restaurante en el Village, aunque ella le había rogado que le dejara celebrar su cumpleaños junto a Beatrice. Pero Simon le respondió que necesitaba tomarse un respiro y Jody no quiso desilusionarle.
– Garden -repitió Jody y se rió como hacía siempre que oía el nombre de ese amigo cazador de Virginia.
– ¿Qué pasa? -preguntó Simon.
– Su nombre. Me parece un nombre gracioso.
Simon arrugó el ceño.
– ¿Qué quería Garden? -preguntó con cordialidad. Ella no era de naturaleza sarcástica. Simplemente disfrutaba con las pequeñas absurdeces de la vida, y Garden como nombre de pila le parecía que entraba en esa categoría. Ella no podía presumir de nombre, pero tampoco era el patio trasero de nadie, o eso pensaba al tiempo que Simon pedía una botella de champán.
– Gracias -dijo ella, sonriendo.
– No se cumplen cuarenta años todos los días -respondió él.
Se quedaron en silencio, Simon mirando fijamente el menú y Jody dando vueltas en la cabeza a la palabra «cuarenta», hasta que el camarero volvió y sirvió el champán. Era un buen champán, como Jody esperaba. Simon no tenía dinero, pero en Virginia había aprendido de aquellos que sí lo tenían. Jody, al beber de su copa, pensó en Beatrice durmiendo en casa de Simon encima de la alfombra. El veterinario había programado la operación de cadera. Sería la semana siguiente.
– Quiere que vaya ahora. Un mes más o menos.
Jody se volvió hacia Simon al oír su voz. Casi se había olvidado de que estaba ahí. Un mes. Beatrice estaría convaleciente dentro de un mes.
Simon la contemplaba. Pensó que estaba guapa, mirándole distraídamente, con la luz de las velas suavizando sus hermosos y alegres rasgos. Entonces sumisamente le sonrió con su alegre sonrisa, la que utilizaba para defenderse del mundo en general, y Simon empezó a enfadarse. ¿Entendía lo que le estaba diciendo? Parecía no estar escuchándole, mucho menos entendiéndole. Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que su falta de atención le resultaba refrescante. Apenas le presionaba, lo que le permitía acercarse a ella a su manera, a su lento ritmo. Qué agradable le parecía, qué tolerante e indulgente. Ahora se daba cuenta de que no había sido ni tolerante ni indulgente. Había sido… desatenta.
– Bueno, ¿y qué opinas? -preguntó.
– ¿Sobre qué?
– Jody, por el amor de Dios…
– Ah. Virginia.
– ¿Quieres venir conmigo?
Jody echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Interesante que dijera: «¿Quieres venir conmigo?». No preguntó: «¿Vamos?». Ni exclamó: «¡Venga, vamos!». Dijo: «¿Quieres venir conmigo?». Él iba a ir, y ella podía ir o no, como quisiera; ése era el sentido de la pregunta.
– Tengo que trabajar -contestó.
– Es cierto.
Jody abrió los ojos y le miró. Tenía vacaciones por Acción de Gracias. Él lo sabía. Entonces se le ocurrió que Simon no quería que ella fuera con él a Virginia.
– ¡Vaya! -exclamó ella.
Simon estaba harto de ella. Se le notaba mucho. Entraba en el dormitorio cuando ella estaba en la sala. Iba a la sala cuando ella estaba en el dormitorio. Cuando volvía de los cortos y dolorosos paseos con Beatrice, él levantaba la vista de lo que estuviera haciendo con una expresión entre la apatía y la pena.
En aquel momento se rascaba la barbilla, con la mirada perdida.
– ¡Vaya! -repitió Jody, moviendo la cabeza. Apenas podía creerlo. ¿Cuándo se había producido el cambio? Cuando ella no estaba mirando.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó fríamente-. ¿A qué viene ese «vaya»? Garden me ha invitado a ir en diciembre. Punto.
– Simon -empezó ella, tierna y enamorada de pronto-, no creo que sea fácil tener a dos invitadas como nosotras.
– ¿Qué pinta el perro en todo esto, Jody? Yo estaba hablando de otra cosa. Y lo sabes.
Hizo un gesto con la mano al camarero. Tenía mucho calor, como el otro día por la mañana. Tenía que salir a que le diera un poco el aire.
– Hace tanto calor -dijo, abanicándose infructuosamente con el cheque.
– Estás atravesando el periodo de cambio -explicó, soltando una breve y forzada risa.
Pero Simon no se rió.
– Cariño… -dijo. Alargó las manos hasta el otro lado de la mesa, le cogió las suyas a Simon y se las llevó a los labios.
Simon trató de sonreír. No quería estropear su cena de cumpleaños. Pero, se dio cuenta con una claridad terrible, tampoco deseaba estar en su cena de cumpleaños.
– Simon, no dejes de ir por mí.
– No seas ridícula.
Cuando llegaron a casa esa noche, Jody se arrodilló inmediatamente junto a Beatrice y la besó, la acarició y le susurró palabras tranquilizadoras. Al mismo tiempo, observaba a Simon pasear por la pequeña y abarrotada habitación. Era tan amable. Era tan atento. La quería tanto. Ésas eran las cosas que a menudo se decía a sí misma en un intento de convencerse a sí misma de casarse con él. Pero en aquel momento, mientras se repetía aquella letanía, pensó: sigue siendo amable, sigue siendo relativamente atento, todo lo atento que se puede ser cuando se vive amontonados de esta manera, pero ya no me quiere.
Simon ya no la quería. Al pensar en ello sintió que su amor por él crecía de tal manera que apenas podía respirar. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había permitido que sucediera? El hombre más amable, cariñoso y sexy la quería, le había pedido que se casara con él. Ella dudó, y ahora todo estaba perdido.
Acercó la cara a la del perro, pero mirando a Simon, que no dejaba de caminar de un lado a otro.
– Te compensaremos, Simon -aseguró-. ¿Verdad que sí, Beatrice?
Beatrice tamborileó con la cola sin ni siquiera levantar la cabeza.
– Tú y ese perro… -dijo Simon con resentimiento. Ya no parecía el más amable y cariñoso de los hombres.
Jody miraba fijamente la desgastada moqueta.
Simon se sirvió un vaso de bourbon, sin ofrecerle uno a Jody. Tampoco lo habría querido, pensó Jody, sin que viniera al caso. Pero es mi cumpleaños. Se sintió mal, casi mareada.
– Siento que no puedas venir a Virginia conmigo -dijo-, pero no voy a perder esta oportunidad. Voy a ir. Por supuesto, puedes quedarte aquí con el perro mientras estoy fuera si ella sigue teniendo problemas.
– ¿De verdad podemos? -Hizo un esfuerzo por sonreír-. Gracias -dijo débilmente.
Simon, claramente confundido por la tristeza con que respondió Jody, añadió:
– Y aunque deje de tener problemas. -Apuró el vaso y se sirvió otro.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a>Jolly, en ingles, significa ‘alegre’. (N. de Ia T.)