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«No me refiero sólo al perro»

El sol parecía haberse rendido casi por completo, apenas molestándose con los cortos días de invierno. Uno de esos sábados invernales, Polly y Laura caminaban bajo el triste, plomizo y grisáceo cielo, de regreso de una excursión de compras por el Lower East Side. El aire era frío sin ser tonificante. Anónimas figuras arrebujadas se pasaban unas a otras con fantasmal presteza.

– Así sería el infierno si en el infierno no hiciese calor -dijo Polly-. O helaría. Si el infierno fuera sencillamente… desagradable.

Laura no se molestó en contestar, pero a Polly no le importó. Estaba contenta con su formulación y sonreía para sí misma, lo cual pudo ser la razón por la que pasó delante de Jody sin reparar en ella.

Jody vio a su joven amiga a media manzana de distancia y estuvo a punto de saludarla, llegando a agrandar los ojos y a abrir la boca de la forma en que lo hacemos antes de pronunciar un hola, pero al darse cuenta de que Polly no la había visto, se relajó, cerró la boca y siguió su camino. Se había visto obligada a asistir al concierto de un violonchelista antiguo amigo suyo, y, sintiéndose culpable, se apresuraba a volver a casa con Beatrice.

Incluso antes de abrir la puerta, supo que la perra estaba muerta. Algo faltaba cuando giró la llave, unas viejas patas que se arrastraban, un tintineo de chapas…, una bienvenida. Encontró a Beatrice tendida en su nueva cama para perros, con su enorme cabeza sobre las patas delanteras. Tenía los ojos cerrados. Jody se tumbó en el suelo a su lado y sollozó.

Pasó días sin salir del apartamento. Alguien del veterinario fue a llevarse el cuerpo de Beatrice, pero Jody se quedó. Everett llamó varias veces para preguntar por Beatrice, pero ella no cogió el teléfono, dejándole que hablara con el contestador. Llamaron sus padres y se vio obligada a hablarles con voz calmada y cariñosa para que no sintieran la necesidad de volver a llamar pronto. Se sentaba en el sillón de Simon día tras día procurando no hacer caso de las agotadoras notas de las clases de piano del piso de arriba mientras contemplaba el sombrío jardín invernal. Dormía en la cama de Simon, o lo intentaba, dando vueltas y enredándose con las sábanas, mirando fijamente al oscuro techo, hundiendo la cara en la almohada para amortiguar los sonidos de su llanto, que era tan frecuente y tan violento que incluso la alarmaba a ella misma. Pedía las comidas a la cafetería y luego no las probaba. En el colegio dijo que tenía gripe, porque cómo, pensó, voy a decir que estoy llorando a mi perro.

Una semana después salió a la calle y fue a pasear por donde paseaba con Beatrice, deambulando por el desnudo y embarrado parque, sentándose en los fríos bancos. El lago se veía apagado, de un color pardo y claustrofóbico; los árboles, empapados y lúgubres. Hasta los pájaros, sólo algunos cuervos, tenían, le parecía a Jody, un aire gótico, casi fúnebre, con sus oscuras siluetas y sus gritos discordantes. Se arrastró de nuevo hasta el apartamento y se tumbó en el suelo, tratando de imaginar cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Beatrice. Pero no sabía lo que pensaban los perros en el mejor de los días. En realidad no sabía lo que pensaba nadie. Jody apoyó la cara en la cama de la perra, comprada para que Beatrice estuviera más cómoda en sus últimos días, pero que no había conseguido que se animara a levantarse. A los pocos minutos se incorporó y paseó la mirada por la habitación en la que tanto tiempo había pasado. Se trasladaba a su apartamento al día siguiente y pensó que sería mejor empezar a empaquetar lo que había traído de allí a la casa de Simon en los últimos meses. Se preguntó si debía llevarse la cama para perros. Era de espuma viscoelástica con una funda a rayas marrones y rosas. ¿No le resultará extraño a la gente ver una enorme cama marrón y rosa para perros en un apartamento tan pequeño y sin perro?

No hay nadie a quien pueda resultarle extraño, pensó, y empezó a guardar con cuidado todos los juguetes masticables de Beatrice en una pequeña bolsa de tela.

En aquel momento George salía del metro y se dirigía al restaurante a toda prisa. Había pasado el día en Westchester trabajando con una rebelde terrier color trigo que pertenecía a una amiga de la madre de Alexandra. Aburrida y poco ejercitada en su propio jardín vallado, la perra se envalentonaba tanto como se asustaba en las raras ocasiones en que la sacaban a la calle. Las zonas residenciales eran difíciles y antinaturales incluso para las mascotas, pensó George.

Caminaba deprisa por Broadway, respirando el cortante y enrarecido aire. El cielo había pasado de su sucio color diurno a la triste oscuridad invernal. La gente se acurrucaba y resoplaba en sus gruesos abrigos sin gracia. Y George no cabía en sí de alegría. Esa mañana se había inscrito en la Asociación de Adiestradores de Perros Mascotas. Se había matriculado en un seminario sobre Nuevas Técnicas para Adiestradores de Perros. Soy un Nuevo Adiestrador de Perros, pensó, sacudiendo la cabeza con incredulidad, y a continuación se bajó un poco más el gorro de lana sobre las orejas. Y en la Sociedad Protectora de Animales, donde había empezado a trabajar como voluntario, la adiestradora a la que ayudaba le había ofrecido un auténtico trabajo de media jornada. A él, George. El pésimo camarero y barman mediocre, el vago, el secreto niño prodigio sin cartera.

– Porque, George -dijo ella-, yo creo que, bueno, creo que tienes un don.

Por fin, pensó George, casi con timidez, mirándose los zapatos mientras caminaba arrastrando los pies por la calle, que relucía de repente como si hubiera gotas de mica en el asfalto. Por fin. Por fin.

Llegó al trabajo veinte minutos tarde, y Jamie le echó una mirada de desesperación, pero no dijo nada. George confiaba en poder dejar pronto ese trabajo, pero de ninguna manera quería que le despidieran. Juró que sería más cuidadoso a la hora de programar su trabajo de adiestrador freelance y se dispuso a colocar vasos y a limpiar la barra con energía. Cuando empezaba a cortar un limón en rodajas entró Jody. Hacía semanas que no la veía. Tenía un aspecto terrible, pálida y delgada, con profundas ojeras. Quería preguntarle si había estado enferma, pero pensó que quizá era como preguntarle a alguien si estaba embarazada, cuando en realidad podría simplemente estar gorda.

Jody se sentó a la barra y pidió un Jack Daniel's, en recuerdo de Simon, y unas chuletas de cordero, a despecho de él.

– Beatrice ha muerto -le contó a George-. Mi Beatrice.

George bajó la mirada al suelo donde Howdy solía tenderse, y pensó que al menos la espantosa visita del sanitario había servido para algo bueno: para que no hubiera en aquel momento ningún robusto cachorro allí echado, lo cual habría sido un insulto al dolor de Jody. Incluso los perros de Jamie, a los que ya no se les permitía roncar perezosamente junto a los pies de George, menos amenazadores porque, a los ojos de George, no eran tan hermosos, podrían haber contribuido a la tristeza de Jody.

– Cuánto lo siento -se condolió.

Jody le agradeció su interés, pero no parecía tener ganas de hablar, así que George volvió a sus obligaciones en la barra, donde ya había empezado a cortar pequeñas rodajas de lima. El olor a lima le puso alegre a pesar de Jody. No podía evitar sentirse alegre. El día anterior había ido a Brooklyn a enseñar a Jolly a saltar por un hula hoop amarillo que él había llevado en el tren para admiración de un chaval que iba sentado enfrente de él. En ese momento, como si fuera un payaso, le apetecía saltar por los aros a él mismo.

– No sé lo que haría sin ti -le había dicho Alexandra cuando terminó la sesión de adiestramiento y Jolly se tumbó en la alfombra.

– Yo no he hecho nada -repuso George, preguntándose cuánto tiempo estaría el perro descansando así de tranquilo. ¿Una hora? ¿Tres horas? ¿Quince minutos? A lo mejor el hula hoop le había agotado y dormiría toda la noche. Y a lo mejor no.

– No me refiero al perro -dijo ella-. No me refiero sólo al perro.

Y él la había agarrado y besado, como llevaba meses deseando hacer, y ella le había besado a su vez.

Esa noche, después del trabajo, pasaría a recogerla por su trabajo en el centro de la ciudad, y se irían en metro a Brooklyn. Tendrían todo el día siguiente para estar juntos, acostados en la cama bajo la ventana que enmarcaba la Estatua de la Libertad.

Doris se encontraba en la entrada del restaurante con gesto de no estar de acuerdo con lo que veía. El barman estaba soñando despierto, como siempre. Jamie debería tener más mano dura. Ella había hecho cuanto había podido para animarle a poner su casa en orden, pero todo lo demás dependía de él, sin duda.

Se fijó en la mujer de la barra, quien le resultaba vagamente familiar, y aunque Doris no la situaba, tenía la sensación de que no se fiaba de ella. Aun así, tal vez intentara reclutarla para la campaña. Concejala del ayuntamiento. Sonaba bien. Claro que Mel no estaba muy contento, y quizá era un poco desleal después de todo lo que había hecho por ella, pero el progreso era imparable, y cuando en el colegio le sugirieron que quizá debía ir pensando en la jubilación, se le ocurrió la idea de presentarse a un cargo político y no había podido quitársela de la cabeza.

– ¿Cómo está usted? -saludó a la mujer, un alma triste de aspecto solitario. Doris pensó que debía de haberla asustado, pues la mujer se echó hacia atrás, casi con miedo-. Vive usted en el vecindario, ¿verdad? -continuó Doris, y mientras esperaba a que le dieran la sopa para llevársela a Harvey a casa, le habló a la silenciosa mujer de las próximas elecciones primarias y le entregó un folleto en el que exponía su programa.

Jody no daba crédito. Ésa era la mujer del monovolumen blanco, la eutanasiadora de pit bulls, el azote del restaurante, la soplona chivata acusica delatora, su castigo de pesadilla, su enemiga declarada; sin embargo Doris estaba charlando y sonriendo y solicitando su interés en alguna campaña política local. Pensó en todas las veces que Beatrice había meado en los neumáticos de su enorme coche. Qué perra más buena había sido Beatrice, dirigiéndose al coche como por instinto. Jody miraba, más que escuchar, con horrorizada fascinación mientras Doris hablaba. La cara, naranja como una mandarina; ojos pequeños y recelosos; el dedo que agita; y entonces…, por la parte delantera del abrigo, entre dos botones, a la altura de donde podía razonablemente suponerse que se encontraba el pecho de mujer, apareció de repente una pequeña cabeza peluda.

– ¡Fredericka! -exclamó Doris, acariciándole la cabecita-. ¿Tienes mucho calor ahí dentro?

Fredericka dio un agudo chillido.

Jody no pudo por menos de reír. Era la primera vez que se reía en mucho tiempo.

– Me lo ha regalado mi hermana. ¿No es un encanto? Natalie es alérgica a ella. ¿Quién podría ser alérgico a Fredericka? Nunca había apreciado a los perritos hasta que mi Fredericka vino a vivir conmigo, ¿verdad, Fredericka? Así era. Pobre, pobre tía Doris, que no…

– Aquí no se admiten perros -dijo Jody, con voz que rezumaba, confiaba ella, sarcasmo-. Ya no -añadió deliberadamente.

– La llevé conmigo al colegio, y el director tampoco te quería allí, ¿verdad, Fredericka? Pero no le hicimos ningún caso, ninguno en absoluto.

Jody contemplaba a aquella mujer que no dejaba de parlotear con habla infantil al pomeranio taza de té alojado en su abrigo. Quizá comprobaba si Jamie estaba acatando las normas sanitarias. ¿O estaba loca, simplemente?

– Nada de perros -intervino George un tanto cansado ya desde el otro extremo de la barra.

– ¿Perros? -replicó Doris inocentemente, volviendo a meter a la carita peluda dentro de su abrigo de piel-. ¿Perros?

Jody miró con alivio cómo su enemigo y el abrigo de piel de su enemigo y el ilícito perro tamaño rata que ahí se escondía se marchaban del restaurante. Luego terminó de cenar, echando de menos a Beatrice y recordando con cariño la profanación del monovolumen blanco.

Everett la vio allí sentada con expresión ausente y dudó antes de dirigirse a ella. Jody no había respondido a sus llamadas, lo cual hizo que pensara aún más en ella. En realidad le había sido imposible dejar de pensar en ella. Quiso protegerla aquella noche de Acción de Gracias. Su vulnerabilidad le había apenado tanto como atraído. Su actitud, tan simpática y atenta en otro tiempo, había cambiado completamente, y la comprendía, porque él también había perdido a una amante y a un perro.

Y allí estaba ella, vulnerable aún, intimidante en su vulnerabilidad; pero la semana de llamadas sin contestar había fortalecido su resolución. Se sentó a su lado. La besó en la mejilla.

– Dios, cuánto me alegro de verte -dijo.

Jody parecía sorprendida, aunque contenta.

– He estado pensando en ti -prosiguió-. En ti y en Beatrice. Sin parar.

– Ha muerto -dijo Jody.

– Me lo temía. Me refiero a que como no contestabas el teléfono…

Podría haber estado fuera, pensó Jody. De viaje, añadió en tono desafiante. Pero eso era absurdo, ella lo sabía, y Everett había estado pensando en ella. En ella y en Beatrice.

– Lo siento -se disculpó ella-. Tendría que haberte llamado. Es que…

– Lo comprendo -respondió Everett.

Jody miró a Everett. No sonreía. No era guapo. No era ni una rosa ni un dios. Era serio, era tierno, la tenía cogida de la mano.

– Sí -dijo ella, y de nuevo parecía sorprendida-. Sí, creo que lo comprendes.