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Prólogo

Han pasado ya algunos años desde que viví en la calle que figura en esta historia. Nunca fue una de las zonas de moda de Nueva York. No hay mansiones ni casas estrechas de valor histórico ni placas que den fe de que allí hayan residido personajes ilustres. Ni siquiera se trataba de una manzana especialmente bonita. Los bloques de viviendas, aunque antiguos, eran corrientes desde el punto de vista arquitectónico. Los comercios coexistían con los residentes unos al lado de los otros. La mayoría de las casas de piedra rojiza que bordeaban la calle estaban divididas en apartamentos, casi todos de alquiler. Fue de esa manera, con el sistema de apartamentos de renta protegida, como la calle se libró en gran parte del proceso de aburguesamiento que estaba teniendo lugar en los alrededores. Músicos en ciernes, actores, secretarias y limpiacristales aún podían permitirse vivir allí, y seguían haciéndolo, unos prosperando, otros sencillamente envejeciendo. Una residencia de jubilados subvencionada donde todos los jueves por la tarde se celebraba una reunión de Alcohólicos Anónimos contribuía al carácter ligeramente disoluto del lugar, al igual que las dos iglesias, en la entrada de cada una de las cuales podía encontrarse a su residente sin hogar de todas las noches: un enorme pero apacible barbudo en la iglesia luterana, una mujer desorientada en las escaleras de la iglesia católica. Un bar en una esquina favorecía el escaso pero constante suministro de botellines de cerveza en la acera. La proximidad de la calle a Central Park la convertía en ruta preferida de los cuidadores profesionales de perros, de quienes apenas cabía esperar que fueran recogiendo los excrementos de los siete u ocho perros que tiraban de ellos. Por lo que la calle, que para empezar no se distinguía por su gran belleza, tampoco estaba muy limpia. Y sin embargo era la calle más encantadora de todas en las que he vivido. Y la más interesante.