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Finalmente el deshielo llegó de manera repentina. La nieve desapareció, dejando en su lugar grandes extensiones de mugre humedecida, charcos oceánicos por todos los rincones, ríos de desperdicios. Quedaron al descubierto los tesoros enterrados bajo el invernal manto blanco. Cáscaras de plátano, patatas fritas, menús para llevar…, liberados por fin, flotando alegremente en las cunetas. Los excrementos de perro que habían sido depositados encima de los montículos de nieve se derretían en las aceras mojadas.
Jody, que había sacado a Beatrice a la calle, miraba detenidamente la rápida corriente de una cuneta, buscando la mejor forma de vadearla, cuando se le acercó un hombre.
– Pintoresco, ¿verdad? -dijo.
– Son como pequeños cadáveres cabeceando en la superficie -replicó Jody.
El hombre soltó una risotada y cruzó el agua de un salto; Jody se quedó atónita y sin palabras al darse cuenta de que era el hombre al que había estado buscando, el de la sonrisa. Perpleja, le vio llamar a un taxi y desaparecer.
«Pintoresco, ¿verdad?», se repitió a sí misma, contenta con la frase.
Aquel sábado por la tarde estaba sentada mirando por la ventana cuando volvió a ver a aquel hombre. Se había aficionado a tejer, medio en broma al principio, pensando que encajaba con su vida de soltera, pero, para su sorpresa, resultó que le gustaba la agradable monotonía de la labor y que se le daba francamente bien. Llevaba un rato esperando, sentada junto a la ventana, con el suave repiqueteo de las agujas, pero moviéndolas a velocidad de vértigo. Puede que le haga una bufanda, quienquiera que sea, se le ocurrió, bajando la mirada hacia la madeja de lana azul claro con la que pensaba tejer otro jersey para Beatrice, preguntándose si sería apropiada para una bufanda de hombre. A continuación alzó la vista y le vio entrar en un edificio al otro lado de la calle. Por fin: el hombre de la sonrisa tenía casa.
Durante las siguientes semanas Jody paseó a Beatrice por la acera de la calle donde ya sabía que vivía Everett. Sobre todo le gustaba pararse cerca de su portal y charlar un rato con Heidi, otra asidua paseadora de perros. Heidi andaba ya por los ochenta y había sobrevivido al Holocausto, pero sorprendente e inexplicablemente irradiaba la vitalidad y el asombro del verdadero optimismo. Hacía poco que había perdido un diente a consecuencia de una caída, y, como no podían arreglárselo hasta el mes siguiente, procuraba, con escaso éxito, no sonreír. Su perro, un doguillo gordo llamado Hobart, se le sentaba a los pies haciendo ruiditos con la boca. Le sacaba a pasear alrededor de la manzana cuatro veces al día, lloviera o hiciera sol. Incluso con nieve, Heidi y Hobart recorrían los helados barrancos de la acera. También había tenido un pit bull, por eso quería a Beatrice. Necesitaba a alguien con quien hablar, por eso quería a Jody. Era una mujer fascinante, con muchas historias que contar -de la guerra, de Israel antes de la guerra, de cuando fue a visitar su antigua casa en una antigua ciudad de Alemania hacía cinco años, de un ex marido y un abnegado hijo en Nueva Jersey, de unos padres que murieron durante el Holocausto y de una familia de patos salvajes que, cuando ella era pequeña, vivía en el jardín trasero de su casa-, y por eso la quería Jody.
La primera mañana soleada desde hacía semanas, durante las vacaciones de febrero, Jody bajó los peldaños con Beatrice y se quedó en la acera mirando embelesada el luminoso cielo despejado. Vio a Heidi con su perrito, que iba envuelto en un jersey de lana escocesa, subiendo lentamente la calle, y fue hacia ellos.
– Hoy todo parece diferente -dijo.
– Saturado de color -replicó Heidi.
Otra mujer mayor, menuda y vestida con ropa muy vistosa, les saludó con la mano cuando pasó corriendo.
– ¡Muchacho, muchacho! -gritó a Hobart, que ni siquiera se volvió hacia ella.
Heidi vestía pantalones y una preciosa chaqueta de lana calada, y hasta con gruesas botas de agua se las apañaba, como siempre, para tener aquel elegante aire europeo.
– ¡Pero qué elegante va! -alabó Jody, y Heidi no pudo reprimir una sonrisa de oreja a oreja.
En aquel momento Everett pasó por allí, y Jody, con la atención puesta en los agradecidos ojos de Heidi, sólo pudo verle por el rabillo del ojo. Cuando apartó la vista de la anciana -de una manera un tanto grosera, se dio cuenta-, con la esperanza de captar la mirada de Everett, él ya le daba la espalda.
Eran las ocho y diez de un martes por la mañana y los coches estacionados a un lado de la calle habían sido aparcados en el otro y en doble fila, siguiendo la normativa de aparcamiento en lados alternos que regía en aquella calle. Cuando Jody se vino a vivir a Nueva York le gustaba contemplar aquel ritual. Era un baile silencioso, elegante y sincronizado. A las diez y cuarto los dueños volverían a sus coches para llevarlos a los espacios libres del lado sur de la calle. Entonces los conductores se sentarían al volante de sus automóviles y esperarían hasta las diez y media para finalizar aquella danza del suelo. Cuando Heidi terminó de contar la historia de los patos salvajes, una de las favoritas de Jody, ésta condujo a Beatrice a la calle y caminaron a lo largo de la hilera de coches aparcados en doble fila hasta pasar un Prius verde lima y una vieja furgoneta Volkswagen con el parachoques lleno de lamentables pegatinas humorísticas. Jody se dirigía hacia un amplio y arenoso bache cerca de la tienda coreana donde a veces Beatrice se rascaba, daba vueltas alrededor y evacuaba. Antes de llegar al bache, Beatrice se paró junto a un monovolumen blanco, se esparrancó y empezó a hacer pis.
Jody estaba mirando hacia otro lado, en parte por consideración a Beatrice, en parte por puro ensimismamiento, cuando una voz atronadora atrajo su atención.
– ¡Aparta a ese asqueroso chucho de mi coche!
Una mujer gritaba desde el monovolumen blanco, dando golpes en la puerta con una mano fuera de la ventanilla. Jody se encontraba cerca del coche, casi apoyada en él, pero el enorme espejo lateral y el reflejo en el parabrisas ahumado le habían impedido ver al conductor. El puño aporreador lo tenía a la altura de la cara. Por un momento se quedó aterrorizada.
– ¡Largo de aquí! -gritó la mujer.
Jody retrocedió, arrastrando con ella a Beatrice. La mujer, que tenía una extraña cara anaranjada, les advirtió, agitando un dedo:
– ¡Os estaré vigilando a las dos!
Jody se alejó del monovolumen un poco temblorosa. La mujer le había dado un buen susto, desde luego, pero, sobre todo, había ofendido su sentido de pertenecer a un lugar. De repente se giró, más o menos en dirección al monovolumen, y dijo:
– Nosotras vivimos aquí también.
Pero lo dijo en voz baja, y al instante se sintió desconcertada, como si, después de todo, no vivieran allí también.
A Everett no le hacía ninguna gracia tener que ir al laboratorio aquella mañana. Levantó la vista hacia el cielo azul intenso de febrero. ¿Qué bien le hacía? Iba a desperdiciar un día precioso en su infame laboratorio. Se detuvo en la tienda coreana a comprar una magdalena. Y, casi de manera inconsciente, compró también unos tulipanes. Esto es ridículo, pensó un poco avergonzado, mientras se dirigía al metro con las flores amarillas. Pensó que podía ponerlas encima de su mesa y desconcertar así a sus colegas, dejarles descolocados. Disfrutaría con ello. Entonces vio a la pequeña mujer rubia, con su enorme perro, parada en la acera con un curioso aire de tristeza, como si estuviera perdida. Aquella mujer parada al sol parecía tan desvalida que le conmovió, y se dirigió hacia ella.
– ¡Beatrice! -llamó a la mujer, recordando su nombre de repente.
El animal movió la cola.
– Pareces apesadumbrada -dijo él.
– Lo siento -respondió la mujer, más apesadumbrada aún.
– No, si me refería a que he comprado estas flores sin saber muy bien por qué; pero cuando te he visto me he dado cuenta de…
Santo Dios, pensó Everett, haciendo una pausa en su discurso. ¿De verdad voy a decir esta frase? ¿Me he dado cuenta de que las he comprado para ti?
– Me he dado cuenta… -hizo otra pausa-. Bueno, aquí tienes, Beatrice -dijo, entregándole las flores y marchándose a toda prisa.
– ¡Gracias! -le gritó-. Pero…
Everett se volvió, dijo adiós con la mano y se fue a trabajar con su magdalena, pensando en aquel acto impulsivo con cierto orgullo solemne.
Jody puso las flores en un jarrón. Ya no parecía ni apesadumbrada ni perdida. Le había visto y había hablado con él, y él había hablado con ella y le había regalado flores, aunque creyera que se llamaba Beatrice.
Pasaron los días y los tallos de los tulipanes se curvaron hacia abajo, los pétalos amarillos se derramaron sobre la mesa y Jody iba al colegio todas las mañanas y enseñaba música a niños distraídos. Volvía a casa por la tarde y practicaba el violín. Algunas noches tocaba con un pequeño grupo de cámara. De vez en cuando sustituía a una amiga en el foso de la orquesta de algún musical de Broadway. Había terminado la bufanda que estaba tejiendo para el hombre cuyo nombre desconocía, y había empezado un jersey con un complicado punto de ochos en un azul más oscuro que esperaba que le realzase los ojos. A eso se dedicaba Jody durante las largas noches de insomnio; Beatrice se tumbaba en la alfombra a los pies de la cama, con las patas traseras extendidas hacia atrás, las delanteras hacia delante, como un supermán blanquirrosáceo con un rabo largo y delgado. Claro está que aquel hombre no tenía por qué saber nada del jersey azul. Se dijo a sí misma que el jersey perfectamente podía ser para su padre, aunque de poca utilidad iba a serle en Florida.
Febrero dio paso a marzo sin incidentes. Una noche de mucho viento Everett terminó el informe que estaba escribiendo. Se quedó sorprendido de la hora que era. Ya no tenía sentido del tiempo. A veces trabajaba hasta las tres de la mañana sin darse cuenta. Su casa ya no estaba asociada con nada, pensó con amargura, ni siquiera con el tiempo. Abrió el correo electrónico, con la esperanza de tener algún mensaje de Emily. No había nada, sólo una carta de contenido político, de esas que circulan en cadena, de parte de Alison, su ex mujer. Le enviaba escritos o solicitudes de aportaciones casi a diario. Prácticamente era la única relación que existía entre ellos desde que Emily vivía en la universidad. Por supuesto, estaban también los asuntos financieros y los acuerdos para las vacaciones. Pero, por lo demás, la persona con la que había pasado la mayor parte de su vida hasta hacía dos años era una completa extraña. Extraña de repente, pensó, gustándole cómo sonaba aquello. Ella ocupaba en su corazón, en sus pensamientos y en su recuerdo el mismo lugar y el mismo espacio que su primo Richard. Muy amigos de niños. Cada vez más alejados de adolescentes. Extraños desde entonces. Everett echó de menos a Richard al pensar en eso. Habían montado juntos en bicicleta, escuchado a los Doors y filmado películas de animación con la cámara de superocho de Richard, con ellos como protagonistas, conduciendo un coche imaginario por la calle donde vivía Everett. Nadaban en la playa e iban a pescar. Aplastaban hormigas y se pasaban horas sentados, muertos de aburrimiento, delante del televisor. Everett se sintió viejo y un poco asustado por haber estado trabajando hasta la una de la mañana sin darse cuenta. Pronto sería una de esas personas que apenas duermen, un hombre solo que se acostaba a las dos de la mañana y se despertaba tres horas después, y que no volvía a quedarse dormido hasta el día siguiente después de la cena delante del televisor.
El mensaje de Alison le ponía sobre aviso del inminente nombramiento en el Comité de Expertos para la Regulación de Fármacos Relacionados con la Reproducción Humana de un médico que había escrito un libro titulado Como Jesús cuidó de las mujeres. La recuperación de las mujeres entonces y ahora, y que se había negado a recetar anticonceptivos y había dicho a mujeres con síndrome premenstrual que leyeran la Biblia. Los destinatarios tenían que firmar, y cada vigésima quinta persona debía enviar un mensaje electrónico de protesta a la Casa Blanca.
Everett detestaba las cartas que circulaban en cadena. Detestaba la política. Y más las cartas de contenido político que circulaban en cadena, y más aún las cartas de contenido político mal informadas que circulaban en cadena. El temido médico, que verdaderamente era un escándalo, había sido nombrado y confirmado en su puesto hacía años.
«Querida Alison -escribió Everett-. Eso ocurrió hace tiempo. Tu petición es correo basura. Con cariño, Everett».
Casi al instante deseó no haber respondido. Se estaba convirtiendo en un viejo amargado. Alison iba a casarse de nuevo, y seguro que su futuro marido no terminaría convirtiéndose en un solitario amargado que da cabezadas después de cenar delante de un televisor a todo volumen. Él se convertiría en un agobiado anciano que se vería obligado a hacer a pie las excursiones de la Smithsonian por las regiones vinícolas de Chile. Everett no conocía al hombre con quien Alison iba a casarse, pero Emily le había dicho que Bernie era abogado. «Bernie el abogado», había soltado Everett, y Emily había torcido el gesto, medio indignada, medio divertida.
Envió una nota a Emily. Respiró el aire de su sala de estar y le pareció que era un aire sin aire. Abrió la ventana, dejándose envolver por el frío. Vio a la mujer del enorme perro blanco paseando por la calle. De pronto, casi sin darse cuenta, Everett la llamó. Ella, sorprendida, levantó la vista y sonrió.
– ¡Espera! -gritó Everett, y se precipitó hacia la puerta, alejándose temporalmente del agobiante vacío de su casa. Se había sentido orgulloso de sí mismo por haberle dado los tulipanes, pensando que a lo mejor no era, después de todo, tan viejo ni tan rígido y previsible. Su ex esposa podía volver a casarse, pero él era capaz de regalar flores a una mujer espontáneamente. Se había acordado de los tulipanes muchas veces, de su intenso colorido en el momento de dárselos a Jody. Lo que había hecho -comprar flores sin motivo alguno y ofrecérselas a una extraña- le fascinaba. Cuando al mirar por la ventana la vio y la reconoció, la existencia de aquella mujer le resultaba agradable e impersonal, como los geranios que crecían en verano tras las rejas de hierro forjado de la ventana de la iglesia, o el gato que dormía apretado contra el cristal en el apartamento del primer piso del edificio de la esquina, o la pared de color rojo de la casa del segundo piso de la calle de enfrente, porque Everett había pensado mucho menos en Jody de lo que lo había hecho en su sorprendente comportamiento.
Jody le había visto en la ventana antes de que él la llamara. Casi inconscientemente se había preguntado si estaría buscándola, como ella le buscaba a menudo cuando se sentaba junto a la ventana. Por supuesto que no estaría haciendo tal cosa, ya lo sabía, pero a nadie le hace daño soñar un poco. Se le había ocurrido saludarle con la mano, pero, a la hora de la verdad, no se atrevió a hacerlo.
En aquel momento Jody paseaba a su lado por Central Park West. Casi no podía creerlo. Beatrice se le echó encima en cuanto le vio, le puso las patazas en los hombros, le miró a los ojos y le lamió la oreja, aullando de emoción.
Everett, apartando al enorme perro, se preguntó si el precio por tener compañía a las dos de la mañana no sería un poco alto. Para él los perros eran una molestia. Por algo esa palabra se utilizaba en expresiones negativas, como «morir como un perro», «hace un día de perros» o «qué vida más perra». «Tiene una tos perruna». «A perro flaco todo son pulgas». «A otro perro con ese hueso» y «no pongas cara de perro».
– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en este bloque? -le preguntó Jody después de que él se presentara.
– Poco más de dos años. Desde que me divorcié. Tengo una hija que pasa temporadas conmigo. Ahora está en la universidad. La casa está muy vacía sin ella.
– ¿Por eso andas por la calle a estas horas?
– Supongo que sí. ¿Qué pretexto tienes tú?
– ¿Insomnio? No sé. No duermo muy bien.
Entonces Everett se enteró de que era violinista y profesora de música en Trumbo, uno de los colegios privados más progresistas de Manhattan. Él no quiso que Emily fuera allí. Los alumnos no llevaban uniforme y correteaban libremente, si no recordaba mal. Niños, pensó Everett. Niños y animales. Con estas compañías andaba Jody. A él no le gustaban los animales y la única criatura a la que soportaba era la suya propia, que ya ni siquiera era una niña. Pero Jody parecía una buena persona. Era jovial, encantadora y resultaba fácil sentirse a gusto con ella. Y, además, era muy generoso por su parte acceder a dar un paseo a las dos de la mañana con un vecino…, un vecino de lo más extraño que le había regalado flores y que la había llamado a gritos desde un quinto piso. Era un milagro que no pensara que la estaba acechando.
– Me pregunto si mi padre me echó de menos cuando me fui de casa -dijo Jody-. Desde luego yo no le eché de menos a él.
– ¿Ah, no? -A Everett no le gustó cómo había sonado aquella afirmación.
– No, pero ahora sí que le echo de menos.
Everett trató de recordar si echaba de menos a sus padres cuando estaba en la universidad. No se acordaba.
– Viven en Florida. Mi padre y mi madre viven en Florida -explicó Jody-. Juntos -añadió precipitadamente.
Llegaron hasta el museo, luego dieron la vuelta y regresaron por Columbus.
– Mi mujer se va a casar -comentó él.
Ella sonrió.
– Es una frase extraña, ¿verdad? Ex mujer, claro está -añadió Everett.
– ¿Eso es bueno o malo? ¿O ambas cosas?
– Si deja de enviarme cartas sobre asuntos políticos de esas que circulan en cadena, será bueno del todo.
Jody estaba de acuerdo con él, y Everett se preguntó por qué se confiaba, si es que lo estaba haciendo, a aquella extraña y a tan extrañas horas. La perra caminaba pesadamente entre los dos, y la noche era lo bastante tranquila como para que Everett distinguiera los sonidos de la calle. La radio de un coche que pasaba. Los gruñiditos de lo que parecían varios perros pequeños tras los muros de las casas de piedra. El pitido de la puerta de un coche al abrirse. El ruido estrepitoso de la tapadera metálica de un cubo de la basura cuando un hombre con coleta depositó sus desperdicios.
– ¡Vaya hora de tirar la basura! -exclamó Everett.
– Vaya hora de estar fijándose cuándo sacan los demás la basura -replicó Jody.
Everett frunció el ceño.
– Debería cortarse el pelo, de todos modos -dijo él.
Jody se echó a reír, y Everett, que había tomado a aquel tipo estrafalario y su basura nocturna como socorrido tema de conversación, guardó silencio, desconcertado.
– La cola de caballo les sienta fatal a los calvos, ¿no te parece?
Everett, un poco más calmado, coincidió con ella y dejó a su nueva amiga en el portal.
Echada en la cama, Jody se sentía furiosa y angustiada por sus imprevisibles e incontroladas aptitudes para el trato social. Se había pasado semanas soñando con Everett y su preciosa sonrisa, y esa noche él la había llamado a ella desde arriba, desde el mismísimo cielo. Se había confiado a ella, había buscado su comprensión. ¿Y cómo había recibido ella sus confidencias? Con el mismo entusiasmo y la misma despreocupación con que recibía todo. Como si estuviera en el colegio.
– El pepino de la ensalada del colegio siempre está seco -podía comentar un profesor.
– Pero no tanto como los rábanos -respondería ella con una alegre sonrisa.
¿Le había ofrecido a Everett la comprensión que a todas luces necesitaba? No. Le había dicho que no echó de menos a su padre cuando se fue a la universidad, que era justamente lo último que él querría oír. Le había tomado el pelo por su mojigata reacción ante el hombre de la desafortunada cola de caballo y la basura nocturna. Se había comportado como la poco romántica, inflexible y antipática solterona que era. Cuando él le dijo que su mujer iba a casarse, ella se había reído de él. ¡De él! Era increíble. Nunca volvería a llamarla desde su ventana. Había bajado como un dios en la fría noche y ella se había carcajeado. Los dioses no estaban acostumbrados a que se rieran a sus expensas. Los dioses no tenían sentido del humor.
– ¿Y por qué iba a interesarme un hombre sin sentido del humor? -se preguntó en voz alta.
Beatrice, que estaba tendida a su lado, levantó la cabeza.
– El mundo está lleno de misterios, Beatrice -dijo Jody, y la perra cerró los ojos convencida.