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À Deux

Creo que ya es hora de que dirijamos nuestra atención a George, aunque aún no vive en el bloque. George, que tenía veintiocho años, había sido un niño prodigio. Nadie lo sabía. Excepto George. No estaba seguro de en qué materia exactamente era un niño prodigio, pero la escurridiza naturaleza de su don no hizo el peso más llevadero ni enfrió su determinación.

De pequeño era desgarbado, flaco, tímido, siempre con muñecos en los bolsillos, por donde no dejaban de asomar brazos y piernas. Era muy consciente de la ropa, e insistía en elegirla y en ponérsela sin ayuda; de ahí la imagen de desaliñado y estrafalario que daba al mundo de los adultos. La condición de niño prodigio de George era un secreto, y él se encargó de guardarlo bien.

Con el tiempo se convirtió en un joven de pelo oscuro, cuyo atractivo residía en tener un aspecto pálido, romántico y enfermizo. Aunque seguía llevando ropa mal conjuntada, había adquirido cierta facilidad a la hora de elegir, lo cual hizo que lo que en otro tiempo parecía puro desatino ahora pasara por estilo. Ya no iba con los bolsillos abultados, pues no guardaba en ellos nada más que algunos recibos arrugados, un billete de metro caducado, quizá, y una desgastada cartera que le habían regalado al licenciarse. Trabajaba de camarero, pero a veces su secreto se apoderaba de él como el cosquilleo de un pie cuando se te duerme.

George tenía una hermana que se llamaba Polly; una hermana que desde muy pronto había manifestado hacia George una admiración protectora. Era su hermano mayor y, por supuesto, más fuerte únicamente en virtud de su tamaño. Los ocho años de él se correspondieron con los seis de ella, y él le prohibió entrar en su habitación y jugar con sus juguetes; de ese modo George se ganó la absoluta devoción de Polly. Pero aunque sólo fuera su hermana pequeña, Polly era una niña espabilada. Adoraba a George, por lo que no dejaba de contemplarle, y lo que veía no sólo le infundía amor en su corazón infantil, sino también una cariñosa y exasperante tiranía. George la necesitaba. Ojalá supiera él cuánto. Ella se sentía enormemente responsable de él, como de todo lo que la rodeaba.

De pequeña fue una cría sanota, de mejillas sonrosadas, alborotadora y exigente, pero encogida en el fondo. A veces se sorprendía de su propia voz. Y se escondía detrás de aquella voz que resonaba con autoridad. Su hermano se volvía hacia ella en los momentos difíciles. Hasta sus padres le pedían consejo y confiaban en su criterio. Hasta donde le alcanzaba la memoria, siempre había sido consciente de esa pesada carga. Era poderosa, por mucho que eso la confundiera, y le había llevado años acostumbrarse a su manera de ser. Ahora, claro está, le sacaba partido, como si fuera una fortuna, algo que ni se había ganado ni merecía y de lo que no tenía ningún mérito, pero que no podía ser más oportuno. Polly había aprendido a imponer su forma de hacer las cosas como si supiera que podía. Había un inconveniente, claro: si todo el mundo a tu alrededor sigue tus consejos, tú podrías empezar a hacer lo mismo. Polly, reconozcámoslo desde el principio, era tan impulsiva como dominante. Pero su escasa capacidad analítica y razonadora la compensaba con creces con generosidad y un entusiasmo pasmoso.

El día del temporal de nieve de febrero Polly subía por las empinadas, oscuras y angostas escaleras de un edificio igualmente oscuro y angosto en el Lower East Side, donde por entonces tenía su hermano la casa. Subió un tramo de escaleras, luego el siguiente tramo de escaleras, y luego otro. Era un edificio de cinco pisos y George vivía en el último. Polly era pequeña, estaba en forma y se enorgullecía de la rapidez de su ascensión. Fingía que participaba en una carrera y que iba ganando.

Un chico con el que había salido le dijo una vez que tenía la cabeza más grande de lo que le correspondía a su cuerpo y que muchas personas poderosas tenían la cabeza grande, como Bill Clinton. Era un cumplido, pero a partir de ese momento le aborreció, porque era verdad. Se había mirado en el espejo y se había visto como una muñeca Polly Pocket cabezona. Pero a veces se recordaba a sí misma: Bill Clinton…

Llevaba el suplemento dominical del Times enrollado en la mano y apoyado en la cintura, voluminoso y resbaladizo. Le picaban los ojos por el olor a amoniaco proveniente de la caja del gato del piso de la vecina de abajo de George. La mujer tenía una pegatina en la puerta alertando a los bomberos de que, en caso de emergencia, allí había gatos. Decía que tenía seis. Polly llamó a la puerta de George.

– Soy yo -anunció.

Cuando se abrió la puerta y su hermano apareció sonriente ante ella, el pasillo se inundó de luz invernal. A pesar del olor a gato y de la pena que la había llevado hasta allí, Polly sintió el afecto y parpadeó por la claridad y la alegría de George, y pensó: ¿es posible no ser feliz? Entonces se acordó de que era posible y apoyó la cabeza en el hombro de George.

– Los hombres son unos cerdos -dijo él. Y le cogió el periódico.

– No -replicó ella-. Ésa no puede ser la respuesta.

– ¿No?

Polly se encogió de hombros y se sentó en el sofá. De todos modos, ¿qué tenían de malo los cerdos? Eran listos. Y daban tocino. George tenía el televisor encendido pero sin sonido. ¿Un programa de viajes? Se mostraban vistas aéreas de un litoral. Él cogió la bolsa que aún sostenía ella. Bollos, salmón ahumado y crema de queso. George trajo a su hermana una taza de café. Era un hermano atento en ese sentido, siempre haciendo que se sintiera cómoda, agasajándola.

– Estoy triste -dijo Polly.

George parecía desconcertado, le dio una palmadita y luego le contó una graciosa historia del restaurante en el que trabajaba, pues no era un hermano atento en este otro sentido: en las contadas ocasiones en que ella se permitía expresar una preocupación o mostrar alguna debilidad, inmediatamente George cambiaba de tema. De vez en cuando, como aquella mañana, Polly le manifestaba lo infeliz que era para ponerle a prueba.

La historia era en realidad un viejo chiste sobre un hombre que finge ser ciego para conseguir que un camarero le deje entrar en el bar con su chihuahua.

– Nunca había visto a un perro guía chihuahua -dijo el camarero, que, en el relato de George, era un tipo que se llamaba Keith.

– ¿Qué? -dice el hombre que finge ser ciego-. ¿Me han dado un chihuahua?

– Nunca fallas en fallarme -dijo Polly cariñosamente.

– Mira -susurró George señalando la pared, atemorizado, como si estuvieran en el bosque. Como si lo que estuvieran viendo fuera un zorro. Pero no era un zorro, sino una cucaracha. Una cucaracha blanca y pálida que echó a correr-. Es albina.

Por un momento Polly pareció fascinada con la cucaracha albina. Su intención era levantarse y aplastarla con el periódico. Pero la novedad del blanquecino insecto moviéndose por la pared la distrajo de sus propios movimientos. Tenía intención de levantarse y matar a la cucaracha, pero siguió sentada mirando cómo desaparecía detrás del televisor.

– Increíble -afirmó George. Sonreía abiertamente.

Polly y George estaban unidos desde muy pequeños. Sus padres se divorciaron cuando George tenía cinco años y Polly tres, y habían viajado de acá para allá entre las dos casas à deux, como a Polly le gustaba llamarlo, como si fueran bailarines. Hasta donde recordaba, George siempre había sido su compañero en aquella danza, la única constante de su vida. No podía imaginarse pasar una semana sin verle, o un día sin hablar con él por teléfono. Tanto si se habían visto durante la semana como si no, casi siempre quedaban los fines de semana. A veces se juntaban con otros amigos para almorzar. Otras veces George pasaba por la casa de Polly a las cuatro o las cinco de la madrugada después de haber estado por ahí hasta tarde, y cuando ella se despertaba por la mañana se lo encontraba acurrucado en el sillón como un perrillo extraviado y le preparaba unos huevos. Y en ocasiones, como aquella mañana, subía hasta su horrible apartamento del Lower East Side y le llevaba bollos y salmón ahumado. Le adoraba.

– Es lo más asqueroso que he visto en mi vida. No pienso venir aquí nunca más -aseguró ella.

George no respondió. Tenía la boca llena. Quería hablar, aunque sólo fuera para fastidiar a Polly, pero las frases se le habían pegado a la crema de queso y al bollo a medio masticar. Enarcó las cejas y separó los labios.

– No lo hagas -advirtió Polly.

La luz del invierno era plateada, ondulada con la ventana de por medio, un débil y desigual rectángulo dentro del cual estaba sentada su hermana, superior como un gato. Porque es superior, pensó él. Vestía con lo que ella consideraba ropa informal, la cual guardaba una relación tangencial con la de él; una relación parecida, digamos, a la de los chimpancés y los seres humanos. Llevaba vaqueros, pero ¿de dónde habían salido? ¿De una revista? Eran perfectos, el tejido, el color de la tela justo en el tono apropiado, el acierto en la hechura, como adivinando la moda. El jersey era finísimo, muy elegante. George alargó la mano y le dio una palmadita en su suave hombro. Ella apoyó la mejilla en el brazo de su hermano.

– Oh, George -musitó, y él, más que oír, notó el suspiro melancólico. Se levantó de un salto y empezó a caminar por la salita de estar, volviéndose apenas había dado el primer paso, para girarse de nuevo. No soportaba verla triste. Se lo tomaba como una especie de traición.

– ¿Qué pasa? -preguntó Polly. Pero ya lo sabía.

– Vámonos al cine -propuso George.

– No tengo dónde vivir -dijo Polly mientras se ponía el abrigo.

– Quédate aquí conmigo.

Polly dirigió la mirada hacia el lugar de la pared por donde la cucaracha albina se había paseado.

– Me parece que no.

George le pasó la larga bufanda que había dejado sobre el desvencijado sofá-futón.

– Este sitio es horrible -dijo-. Oye, ¿no es la esposa la que se queda con la casa?

Polly hizo caso omiso del comentario. No estaba casada con Chris; él llevaba años viviendo en aquel piso cuando ella se mudó, y Polly odiaba aquel apartamento incluso más de lo que odiaba a Chris. De hecho, en aquel momento tenía la impresión de que el apartamento se parecía mucho a Chris: una insulsa habitación en una distante y reluciente torre. Eso describía a Chris a la perfección, sin duda, aunque hubo un tiempo en que a ella le gustaba su blandura, en que veía esa cualidad no como blandura sino como fiabilidad. Cuando se mudó a aquel edificio azotado por el viento proveniente del río Hudson, a Polly le pareció que se alejaba del poderoso Manhattan para dirigirse a unas torres similares al otro lado del océano, en Nueva Jersey. Estaba tan apartado de la ciudad que la dirección del edificio facilitaba un servicio regular de transporte para llevar a los inquilinos a la parada de autobús más cercana.

– De todos modos, esta noche puedes quedarte aquí -sugirió George-. En el futón.

Polly se estremeció.

– Dispongo de una semana -dijo ella. Chris se había ido a practicar esquí de fondo, un viaje que habían planeado hacer juntos, pero ahora Polly iba a dedicar ese tiempo a buscar casa.

Bajaron las escaleras y salieron a la nieve, que había pasado de ser un puñado de relucientes copos con un ligero viento, cuando llegó Polly hacía una hora, a convertirse en una enorme y densa nube huracanada. Mi novio va a romper conmigo, pensó Polly. Ha roto conmigo, se corrigió. Se ha desecho de mí. Y para colmo, nunca encontraré un apartamento en una semana. Tendré que vivir con mi hermano y sus insectos albinos. Bajó la vista a la acera nevada. Seguro que se le estropeaban las botas.

Mientras George y Polly se las veían y se las deseaban para caminar por la nieve en dirección al centro, Simon estaba sentado cómodamente en un sillón de cuero, con los pies extendidos sobre una otomana de piel, los dos únicos muebles que había en su diminuto cuarto de estar. Simon sí vivía en nuestro bloque, adonde se había trasladado hacía dieciocho años, con el posgrado recién terminado. Pocos habrían descrito a Simon como un joven estudiante, ni siquiera entonces. Era un anciano prematuro que disfrutaba de su soledad en albornoz, a ser posible. Trabajaba con personas, pero no les tenía ninguna simpatía, y en privado se refería a sí mismo no como un asistente social, sino como un asistente asocial. Tenía cuarenta y seis años y seguía viviendo en su apartamento de un dormitorio en el bajo del número 232, un alto y sombrío edificio de piedra en el lado sur de la calle. Simon disfrutaba muchísimo de los fines de semana, y aquel domingo, como siempre, había leído el periódico concienzuda pero relajadamente, se había tomado toda una cafetera de café, había dormido una hora, como hacía a menudo después de tomar café, y miraba por la ventana el pequeño y nevado jardín de enfrente. Todos los días laborables, a las ocho menos cuarto de la mañana exactamente, se le podía ver caminando hacia la parada de metro de la calle Setenta y dos y luego volver a casa en algún momento entre las cuatro y las siete, dependiendo de la programación de sus citas. Trabajaba de asocial asistente social en las afueras de Riverdale y llevaba un maletín repleto de expedientes de los que para él eran los desventurados, los desdichados y los desharrapados. El único cambio en la vida cotidiana de Simon ocurría en otoño, cuando desaparecía de repente y sin dejar rastro. Eso pasaba todos los años, hasta donde le habría alcanzado la memoria a cualquiera, si alguien hubiera prestado atención. Pero Simon era uno de esos personajes que caminan apurados por la acera, y sus vecinos, igualmente apurados, no tenían por qué fijarse en todos los transeúntes con maletín. Aun así, los porteros, a quienes saludaba cada mañana, el hombre negro elegantemente vestido y en silla de ruedas que profería un cortés «buenos días» desde su lugar habitual en la acera, el adolescente situado junto a las flores de la tienda coreana para disuadir a los rateros, todos notarían algo extraño por la mañana una vez que terminaba el verano; se encogerían de hombros y lo achacarían al cambio de tiempo, al frío repentino. Y ciertamente la ausencia de Simon se correlacionaba con la caída de las hojas. Llegado noviembre, Simon cerraba las carpetas, dejaba su maletín, y los desgraciados, desafortunados y desharrapados pasaban a sus compañeros. Noviembre era la temporada de la caza del zorro, y en noviembre a Simon se le encontraba con relucientes botas negras, abrigo negro y sombrero de terciopelo negro a lomos de un caballo castrado marrón en las onduladas colinas de los campos de Virginia.

El resto del año vivía solo en un bajo del edificio de piedra que daba a un bello jardín. Él no tenía acceso al jardín; ese privilegio era exclusivo de la familia que vivía dos pisos más arriba, uno de cuyos miembros se ganaba la vida dando frecuentes y ruidosas clases de piano. No obstante, todas las primaveras podía mirar por la ventana y ver los narcisos cubiertos con la nieve del último e inesperado temporal. Podía ver los cuatro estilizados troncos blancos de los abedules y la curruca amarilla entre las nuevas y tiernas hojas verdes, y luego la pálida hierba de agosto y las pálidas hojas de agosto, tan quietas contra el pálido cielo de agosto. Todos sus amigos se marchaban de la ciudad al menos durante parte del mes de agosto. Escapaban a Cape Cod o Maine y a veces a París o Venecia. Pero Simon se quedaba, esperando pacientemente a que llegara el otoño. Algunas veces pensaba en mudarse de su pequeño, oscuro y húmedo apartamento. Sólo dos cosas le mantenían allí. El jardín, que conocía tan bien después de tantos años. Y la renta. El apartamento de Simon era de renta protegida. La caza era un deporte caro. Simon no tenía más remedio que quedarse para, todos los otoños, marcharse.

Era alto y un poco desgarbado, y con la cara arrugada de quien acaba de levantarse de la cama. Eso le granjeaba la simpatía de la mayoría de la gente antes incluso de que abriera la boca, lo cual era una suerte, porque no hablaba mucho ni hablaba bien, precisamente. La voz le salía baja y apenas se le entendía, así que la gente tenía que inclinarse para oírle. Sin embargo sabía escuchar. Era inteligente y disciplinado con respecto a su trabajo, pero, fuera de ese ambiente, Simon era extremadamente tímido. Menos mal que era muy independiente. Ese día de nieve había estado tan a gusto él solo sentado en silencio en su sillón, pero a eso de las dos de la tarde le entró hambre. No tenía nada de comer porque nunca comía en casa; prefería sentarse a la barra de un restaurante y leer una novela. Pero ¿qué restaurante estaría abierto en un día como aquél? Se puso el abrigo y las botas y cogió un ejemplar de The American Senator, se encasquetó un ridículo gorro de lana que le había enviado su tía en Navidad y salió a pesar de la tormenta. Simon era cuidadoso en el vestir, pero a veces se despistaba en el último momento. Con su vistosa gorra, fue arrastrando los pies por la acera, por la poca que estaba practicable, detrás de una mujer menuda con un abrigo largo de visón, y por las pieles le pareció que se trataba de alguien a quien ya había visto antes en la calle, aunque no la conocía.

La mujer del visón vivía al otro lado de la calle, enfrente de la casa de piedra de Simon, en un piso grande de un pequeño edificio de apartamentos, en donde había pasado todos los años de su vida de casada, que sumaban ya cuarenta y pico. Era una persona delgada y nerviosa, con un permanente bronceado de una alarmante tonalidad que normalmente no se observaba en la naturaleza y que resultaba de lo más insólito en medio de un temporal. Era mayor de lo que aparentaba, pero eso se debía a que no representaba ninguna edad en particular. Algunas personas parecían conservarse de maravilla. Doris parecía conservarse, sencillamente. Doris no caía bien a la gente, y a Doris, por su parte, le daba lo mismo. Era consejera académica en un exclusivo colegio masculino, en el que los alumnos llevaban uniforme, y veía el mundo entero como si fuera un adolescente consentido y recalcitrante, lleno de peligros y hormonas, un orbe de vulgaridad y mediocres resultados. Éste, el mundo, era la carga que le había tocado a ella. Y aunque ese peso la tenía un poco amargada, nunca eludía sus obligaciones. Se ocupaba de la labor de guiar y aconsejar, y de la vida en general, con una inflexible superioridad unida a un sentido casi histérico de pesimismo compulsivo. En aquel momento se dirigía al restaurante de la esquina a comprar una sopa para llevar a casa. Al menos confiaba en que hubiera sopa, aunque imaginaba que se llevaría una decepción. Porque eso era el mundo: decepcionante. Por mucho que trataras de evitarlo, el mundo siempre te decepcionaba. Marchaba con determinación en un día de lo más desapacible cuando bien podría haber tomado un puré de lentejas de lata a la hora del almuerzo. Había decidido apoyar al restaurante del barrio, y se llevaba a casa dos recipientes grandes de sopa de guisantes, que era su favorita y la especialidad de los domingos, que casualmente era ese día, con o sin tormenta, y sin embargo estaba convencida de que el restaurante estaría cerrado y de que abriría el lunes, que era cuando preparaban sopa de escarola, un mejunje aguado y amargo que por alguna razón era la favorita de su marido, pero que a ella le parecía incomible. Bueno, desde luego no sería ella quien saliera al día siguiente para ir a por la sopa. Y menos con semejante tiempo. Ya podía ir Harvey en persona. Todos somos humanos.

Pero para sorpresa de Doris, el Go Go Grill estaba abierto, y el propietario se encontraba sentado a su mesa de siempre, con su habitual copa de vino como si afuera no hubiese ninguna tormenta. La saludó con la misma cordialidad que mostraba siempre a todos sus clientes, una cordialidad tan neutra de la que nadie podía quejarse pero de la que tampoco nadie estaba del todo satisfecho. Había una razón por la que la gente iba al restaurante: la esperanza de que esa vez se le distinguiera con alguna atención especial.

– Me sorprende que haya abierto -dijo Doris. Parecía decepcionada, como, de hecho, así era. Esperaba ver defraudadas sus esperanzas respecto de la sopa de guisantes y esas expectativas no se habían cumplido.

– No tengo otra cosa que hacer -replicó Jamie. Tenía a los pies a sus dos terrier, dormidos. Admitía perros en el restaurante, en contra de la normativa de la ciudad, y en los últimos cinco años había pagado alguna que otra multa, pero se había salido con la suya. Su relajada actitud hacia esos asuntos que, como Doris sabía, eran las eternas fuerzas antagonistas del mundo -el tiempo, el gobierno, sus clientes- constituía para ella una preocupación y un fastidio. Jamie parecía no estar haciendo nunca nada en absoluto, y sin embargo el restaurante siempre estaba lleno. Los temporales arreciaban, los perros dormitaban y nunca faltaba comida que dar a la gente ni camareros para servirla. Se lavaban los platos y se fileteaba el pescado. Había cazuelas y pasta que echar en ellas.

Jamie se volvió para saludar al tipo alto del gorro chillón que había entrado en el restaurante después de Doris. A Doris no le gustaba que la gente se distrajera cuando estaba hablando con ella. Jamie, se dijo a sí misma con la agradable y familiar excitación que le provocaba el hecho de censurar, era un perfecto egoísta, no como el muchacho que se había presentado en su despacho el jueves. Nathan Ehrenwerth. Tendría que hablar con sus padres otra vez. La madre seguro que casi ni recordaba cómo se llamaba. Margaret Nathan, pensó Doris con desagrado. Quizá por eso al chico le había puesto el nombre de Nathan, como recurso nemotécnico para la despistada madre. Cómo se las había arreglado esa mujer para escribir un libro -varios, de hecho, ¿no?- era algo que Doris no se explicaba. No era de extrañar que el chico estuviera tan poco centrado. Por el contrario, el padre, Edgard Ehrenwerth, era un inglés encantador. Con un acento maravilloso. Doris no podía imaginar lo que ese hombre tan culto y que se expresaba tan bien pensaría de su hijo, un lacónico y ensimismado gandul, cejijunto, con las deportivas sin atar y un iPod colgado de la cintura caída de los pantalones. Pero Jamie no era cejijunto. Y era de suponer que no se piraba las clases de matemáticas ni se escondía en la biblioteca para leer cómics, que era la falta que había cometido el estudiante. Pero cómo le habría gustado a Doris exigir a Jamie una disculpa por escrito y, como castigo, una semana de trabajo comunitario. Naturalmente el trabajo comunitario era algo que jamás se le ocurriría a alguien como Jamie, a menos que se tratara de dar unos dólares a una fundación antisida. Los homosexuales eran muy narcisistas, en opinión de Doris. A decir verdad Jamie no parecía narcisista a primera vista. Por lo menos no vestía con el gusto que sería de esperar. Ni estaba tan exageradamente en forma como ellos se empeñaban en estar. En realidad tenía un aspecto tranquilo y desaliñado. Jamie, concluyó Doris, no era en absoluto de fiar.

Esperó en silencio a que le dieran su sopa, sentada a la barra.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? -preguntó Jamie, sentándose a su lado.

Doris le miró con recelo. ¿Algo de beber? ¿A primera hora de la tarde?

Él le dio una palmadita en la mano.

– ¿Té? Para entrar en calor. ¿Un capuchino para agradecerle que se haya aventurado a salir en un día tan horrible?

Ella aceptó una taza de té sin teína pensando, influida por la bebida caliente o por el cálido detalle, no estoy segura, que el pobre Jamie, a pesar de sus defectos y sus predilecciones, aún era un joven con posibilidades. Un hombre de familia también, se recordó. Con espíritu de reconciliación, le preguntó por sus hijos. Sabía por conversaciones anteriores y por lo que había visto en la calle que tenía cinco. Dos pares de mellizos -dos chicos de dos años y otros dos de cinco- y una niña de siete años. Su novio, o compañero o equivalente conyugal o cónyuge, no sabía -puede que hubieran ido a Toronto o incluso a Provincetown, suponía ella, hasta ese punto habían llegado las cosas, ¿no?-, era agente de Bolsa, así que podían permitírselo, ciertamente, pero ¿cinco niños en los tiempos que corrían? No era de extrañar que tuviera un aspecto tan descuidado, incluso con dos niñeras.

Jamie, que aseguró a Doris que los niños estaban bien -señal de alarma donde las hubiera, pensó Doris-, se volvió hacia Simon, que seguía con aquel ridículo gorro puesto, aunque estaba sentado a la barra comiendo una tortilla.

– ¿Por qué no te vas a Virginia y me dejas tu apartamento? -le preguntó Jamie en tono lastimero.

Simon se quedó asombrado. ¿Cómo sabía Jamie que él iba a Virginia? Comía en el restaurante casi todas las noches, pero no solía hablar con nadie de su precioso mes de vacaciones en los cotos de caza.

– Supongo… -Simon se interrumpió. Eso, ¿por qué?, se preguntó. Se quedó mirando la comida. Junto a la tortilla, el brócoli brillaba a la luz de una vela-. Supongo que porque vivo aquí -respondió entre dientes.

Aunque Jamie vivía en una gran casa de piedra, dos portales más adelante que Simon, siempre estaba buscando apartamentos vacíos. Además de sus cinco hijos, al parecer ayudaba a un pequeño grupo de guapos ex novios. A veces a Doris le recordaba a una mamá pato, a la que una larga hilera de patitos seguía a todas partes. Sus ex novios trabajaban en el restaurante de camareros, administradores, cocineros y contables. Algunos habían sido jóvenes, otros lo eran aún. Tenían diferentes nacionalidades y hablaban en muchos idiomas. Jamie había aprendido bastante sueco y ruso. Su español y su alemán eran perfectos; su portugués, pasable. Go Go, el nombre del restaurante, significaba “perro” en chino.

– Debería hacer algo con todos esos idiomas que sabe -dijo Doris, pero cuando él le preguntó qué debería hacer con ellos, ella no supo qué responder, y se fue con la sopa, aguantando la tormenta, a casa, con Harvey, quien había adquirido la desagradable costumbre de ver torneos de póquer por la televisión y se mostraba mucho menos agradecido por la sopa de lo que ella se creía con derecho a esperar.

También Simon se había marchado a casa con su sopa, que se calentó para la cena; luego metió con resignación las cosas en su maletín para ir a trabajar a la mañana siguiente y se fue a la cama después de haber disfrutado plenamente, como siempre, de su descanso de fin de semana.

De vuelta en la torre de pisos de la que tendría que marcharse, Polly, desvestida y lista para irse a la cama, se sentó en el cuarto de estar y se puso a mirar por la ventana el débil resplandor de las luces de la ciudad que se filtraba entre la grisura de la tormenta. El apartamento estaba en el piso veinte, desde donde veía el Empire State Building, cuya aguja despedía un resplandor rosáceo como el amanecer. Al otro lado de la calle le pareció distinguir una clase de baile, ¿o era de artes marciales?, personas vestidas de blanco moviéndose, deslizándose, ante las ventanas de un estudio. Detesto este lugar, pensó. Pero lloraba y no quería irse. Odio a Chris, pensó. Pero tenía una vieja camisa suya apretada contra la mejilla. Había dejado un botellín de cerveza medio vacío en la mesita de centro, muy propio de él. Le echaba de menos. Llevaban saliendo dos años, uno de ellos viviendo juntos. Iba a dejarla por una chica que había conocido en el trabajo. Una abogada, como él. Cuando Chris y su nueva novia rompieran, pensó Polly, podrían demandarse el uno al otro para exigirse una pensión alimenticia y así no tener que pagar honorarios de abogado. Sólo que ellos eran abogados registradores de la propiedad inmobiliaria, por lo que ninguno de los dos estaría capacitado y ambos perderían el caso. Este pensamiento la consoló un poco; se levantó, enjuagó el botellín de cerveza en el grifo y lo echó en el cubo de basura reciclable. Dio un puntapié al cubo y escuchó el tintineante estrépito con satisfacción.

A pesar del frío y de la nieve, Polly empezó a llamar a agencias inmobiliarias a la mañana siguiente. Al final dio con un joven que había conseguido llegar a la oficina y que se ofreció encantado a enseñarle los pisos nuevos que tenían aquella misma tarde. Así que Polly se puso sus esquís de fondo y se fue resoplando hasta West End Avenue en medio de la penumbra invernal, llorando todo el camino, para reunirse con él a la hora convenida. La tarde estaba tan oscura y tan gélida que le llevó una hora llegar a su destino, pero en aquel momento, sudando por el esfuerzo y con la cara entumecida por el frío, pasó a una persona envuelta en bufandas con un enorme perro blanco y vio la dirección en un toldo hundido por la nieve.

El agente inmobiliario era más joven que Polly, lo que no resultaba muy tranquilizador, pero el apartamento era de renta estable, que sí lo era. El chico llevaba traje y corbata debajo de una gruesa parka. Se bajaron en un cuarto piso y se detuvieron ante una puerta precintada con la banda amarilla de la policía.

– No se preocupe por eso -dijo el agente, retirándola.

– Vale -respondió Polly. Estaba pensando en Chris y de repente sintió la rabia y la amargura apoderándose de ella. El agente le tendió amablemente un pañuelo de papel, que ella necesitaba pero que le molestó. Aunque había tenido el valor de esquiar por las calles de Nueva York en el día más frío del año, aquel joven agente inmobiliario, que llevaba zapatos de vestir con la nieve que había, percibió su desvalimiento. Fue una sensación extraña y desagradable. Se sentía desvalida con frecuencia, pero era muy raro que alguien se diera cuenta. Se irguió inmediatamente.

– Gracias -dijo con su vozarrón. Le miró a los ojos.

Vio, satisfecha, que el agente inmobiliario bajaba la mirada por deferencia. Eso estaba mucho mejor. Entonces notó que de nuevo las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se volvió, fingiendo mirar la triste hendidura a la que el agente se había referido como la cocina-fogón, se secó los ojos y se sonó la nariz haciendo el menor ruido posible. Cocina-fogón, pensó. Eso era una redundancia. Un fogón es una cocina. Cocina tipo fogón es como debería llamarse. ¿O por qué no fogones, sencillamente, dado que el resto de la información estaba ya implícita? ¿O simplemente diminuta-cocina-hendidura? Echó a andar detrás del agente y trató de prestar atención. Por fuera el edificio era corriente, aunque el ladrillo rojizo se veía muy bonito con la nieve; el apartamento estaba muy deteriorado, era oscuro, demasiado grande para lo que ella necesitaba y más caro de lo que podía permitirse. Se preguntaba por qué se había tomado la molestia.

El agente inmobiliario encendió una potente luz de techo. Ellos se quedaron debajo, cada uno en su particular charco de nieve derretida.

– El propietario es amigo mío -explicó el joven.

Polly, agarrando los esquís y sudando, le miró sin apenas comprender las palabras, y mucho menos su significado. Quería irse a casa, pero no tenía.

– Bueno, vale, es un tío mío, por eso conozco este piso. El… antiguo inquilino acaba de desocuparlo. Ha dejado todos los muebles. Es una ganga.

– ¿Que ha dejado los muebles?

El agente inmobiliario bajó la mirada.

– Digamos que ha muerto.

– ¡Oh! -exclamó Polly.

Miró a su alrededor con más interés.

– ¿Y los familiares no quieren sus cosas?

– ¿Usted las querría? -preguntó el agente.

El sofá era barato, viejo y estaba hundido. Había una pequeña y astillada librería de madera contrachapada de roble atestada de periódicos amarillentos. La mesa de centro, que hacía juego con la librería en el tipo y el estado de la madera, tenía tres de sus cuatro patas. En uno de los dormitorios Polly vio un colchón con sábanas sucias en el suelo. En el otro había montañas de periódicos viejos.

– No tiene que quedarse con los muebles -se apresuró a añadir el agente.

Polly se asomó a la ventana de uno de los dormitorios. Estaba en un cuarto piso. Las ramas altas del árbol cargado de nieve se extendían ante ella. En el cielo aterciopelado brillaba el intenso blanco de una media luna. Las ventanas del otro lado de la calle estaban iluminadas con una cálida luz amarilla.

– ¿Cuándo murió? -preguntó Polly.

– Ehh, antes de… ayer.

– ¿Cómo murió?

– Ehh, se…, ehh, ahorcó.

– ¿Se ahorcó aquí? ¿Hace dos días? ¿Y usted me está enseñando el apartamento? ¿Se ha vuelto loco?

El agente inmobiliario enrojeció.

– Es mi primer encargo -susurró.

– ¡Jesús! -exclamó Polly, preguntándose si no estarían cometiendo un delito sólo por el hecho de estar allí-. Lo supongo.

Se quedaron allí parados, el agente mirando al suelo, Polly mirando por la ventana. Confiaba en que pudieran volver a poner el precinto amarillo.

– Es de renta estable -añadió el agente.

– Debería darle vergüenza a su tío -dijo Polly-. ¡Dios! -Observó cómo trataba de salir un coche aparcado en la calle cuyas ruedas no dejaban de girar en la nieve. Oyó el chirrido del motor. El conductor se bajó del automóvil, dio un portazo y se marchó trastabillando. Volvió a oír el chirrido. Pero se dio cuenta de que provenía del interior del apartamento.

– ¿Ha oído eso? -preguntó Polly.

El avergonzado agente se encogió de hombros.

– Es una verdadera ganga -repitió.

El ruido llevó a Polly hasta un armario. Abrió la puerta y vio, en un nido de ropas en el suelo, un cachorrillo.

– ¡Anda! -exclamó el agente.

Polly cogió al cachorro con una mano. El animal gemía.

Se volvió hacia el agente inmobiliario, que había sacado el teléfono móvil.

– ¿Tío Irv? -decía-. No te lo vas a creer…

– Dile al tío Irv que me lo quedo -interrumpió ella.